domingo, 28 de septiembre de 2025

«Entremés de la elección de los alcaldes de Daganzo», de Miguel de Cervantes: una radiografía política de excesiva actualidad.

 

Retrato de una España que se niega a desaparecer, mutatis mutandis

 

          Aprovechando que una polémica película oportunista sobre la cautividad de Cervantes en Argel nos ha traído al poco leído novelista a la actualidad, me ha parecido conveniente, esta vez, fijarme en una obra del alcalaíno, los Entremeses,  que se tiene por «menor», pero que es obra de madurez, pues son publicados en 1615, el año de la segunda parte del Quijote, obra inmortal donde las haya. Por lo tanto, poco de «menor» puede tener una obra que, si bien escrita en un género de menor rango que las comedias o los dramas, no por ello deja de mostrarnos el feliz ingenio del más universal de los escritores españoles de todos los tiempos. La edición corre a cargo de Jean Canavaggio, quien, en su biografía de Cervantes, levantó hace mucho la liebre de la supuesta homosexualidad de don Miguel. La edición es modélica, sin embargo.

          La exhibición de registros lingüísticos y la sin par variedad temática de los entremeses merecen una relectura para  pasar un rato estupendo en compañía de don Miguel, cuyos guiños a la complicidad del  lector son constantes. ¡Menudo artificio el de estos artefactos literarios que esconden entre sus bromas y veras luminosas intuiciones sociales y auténticos prodigios expresivos!

          Aunque, dadas las amenazas caudillistas que se ciernen sobre nuestra frágil democracia, quiera yo centrarme en esa joya españolísima que es el Entremés de la elección de los alcaldes de Daganzo, no puedo pasar por alto hacer algunas menciones al contenido de  los que lo acompañan en la edición, porque si el análisis político de Cervantes me parece de una sutileza fuera de lo común, en lo tocante al modo de escoger nuestros representantes políticos, ¿qué diríamos de la perspicacia de la Mariana del Entremés del juez de los divorcios, cuando dice: En los reinos y en las repúblicas bien ordenadas, había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se habían de deshacer, o confirmarse de nuevo, como cosas de arrendamiento, y no que hayan de durar toda la vida, con perpetuo dolor de entrambas partes. Recordemos que los contratos de servicios, desde la baja Edad Media, se establecían de San Juan a San Juan, momento en el que se renovaban o suspendían los contratos, tal y como vemos reflejado en la excelente película alemana de Douglas Sirk, La muchacha del páramo. Las batallas matrimoniales, sobre todo en las parejas muy desiguales, no son algo de ayer ni de hoy, sino de siempre, y motivo dramático de primer orden.

          Como Cervantes corrió mucho mundo, ¡y suerte que le denegaron el permiso para «pasar» a las Américas, porque bien podría haber sucedido que no tuviéramos hoy El Quijote!, frecuentó todo tipo de personas y de ambientes, y no era él poco aficionado a los naipes y al brujuleo, además de a acciones poco honrosas, por las que hubo de dar con sus huesos en la cárcel, local social donde no era difícil tomar el fresco en el patio de Monipodio, está claro que su experiencia de la vida, la mejor escuela del mundo, avala el conocimiento psicologico y social que exhibe en estos cuadros de costumbres o de deformaciones, porque tienen un sí sé que de esperpénticos que sorprenderá a cualqueir lector. El Entremés del rufián viudo llamado Trampagos nos adelanta trescientos años al fértil ingenio de otra de nuestras grandes luminarias literarias: Don Ramón María del Valle Inclán, Marqués de Bradomín a título póstumo, y creador de un género, el esperpento, cuyas primeras manifestaciones es imposible no verlas en los personajes y la retórica de este entremés:

Trampagos: Voacé ha garlado como un tólogo.

Vademécum: Y quédese la treta en ese punto; / que acuden moscovitas al reclamo, / la Repulida viene y la Pizpita, / y la Mostrenca, y el jayán Juan Claros.

Pizpita: Que no la estimo en un feluz morisco. [Feluz morisco se refiere a un felus (una moneda bizantina, y luego andalusí, de cobre) y se usa coloquialmente para significar algo de mínimo valor o insignificante, como se aprecia en la frase no la estimo en un feluz morisco, que significa «no la valoro ni un poquito».]

Repulida: Tuya soy: póneme un clavo y una S / en estas dos mejillas.

Repulida: ¡Escarramán del alma, dame. Amores / esos brazos, coluna de la hampa!

Escarramán: Tenga yo fama, y háganme pedazos; / de Éfeso el templo abrasaré por ella.         

          Ahí se refleja el caudal de conocimientos diversos de Cervantes, la referencia a los motes que solían llevarse en la indumentaria, alardeando de ingenio, como los ejemplos que  recoge Gracián en su nunca lo suficientemente alabada Agudeza y arte de ingenio, y que Repulida, rendida a su gañán, quiere exhibir en sus mejillas, o la referencia culta a Eróstrato en boca del jayán que anduvo de copla en copla.

          El Entremés de la guarda cuidadosa, en el que un sacristán sin ordenes, ni mayores ni menores, y un soldado se disputan el amor de una sirviente, Cervantes deja caer algunas perlas fruto de su experiencia que saben a reivindicación autobiográfica: Soldado: El hábito no hace al monje; y tanta honra tiene un soldado roto por causa de la guerra, como la tiene un colegial con el manto hecho añicos, porque en él se muestra la antigüedad de sus estudios. Otras al reconocimiento el magisterio lopesco en la escena que a él le dio, en cierto modo, la espalda: Zapatero: A mi poco se me entiende de trovas; pero estas me han sonado tan bien, que me parecen de Lope, como lo son todas las cosas que son o parecen buenas. Porque ese es en verdad el origen del modismo ser algo «de Lope», a tal extremo llegó la fama de un autor a quien idolatraba Bergamín. La reputación del ingenio como flor que engalana a la persona aparece también en el curso de ese duelo de amantes: Zapatero: Yo haré lo que me manda el señor soldado, porque se me trasluce de qué pies cojea, que son dos: el de la necesidad y el de los celos. Soldado: Ese no es ingenio de zapatero, sino de colegial trilingüe. Zapatero: ¡Oh, celos, celos, cuan mejor os llamaran duelos, duelos! Y, finalmente, una nota léxica que, a partir de una escena en que el soldado es atacado por alguien que se disfraza, nos da el origen del sentido de esa prenda del aseo domestico que son los «zorros», empleados en la limpieza del polvo…: Soldado: Cobarde, ¿a mí con rabo de zorra? ¿Es notarme de borracho, o piensas que estás quitando el polvo a alguna imagen de bulto? El desenlace nos regala, ante la elección de la joven, que se decanta por el sacristán, una lección política que bien nos sirve de preámbulo al grueso de esta recensión: Soldado: Acepto: Que, donde hay fuerza de hecho, / se pierde cualquier derecho.

          Son constantes en los entremeses, un género destinado a entretener a la audiencia entre acto y acto de otra obra de supuesta mayor enjundia, las burlas, las parodias y las sátiras. Y a nadie puede pasarle desapercibida la autocrítica de los excesos en que los propios autores, llevados por ese afán de «picar alto» solían caer, como bien lo muestra aquí Cervantes nada más empezar el Entremés de la cueva de Salamanca:

Sacristán: ¡Oh, que en hora buena estén los automedones y guías de los carros de nuestros gustos, las luces de nuestras tinieblas, y las dos recíprocas voluntades que sirven de basas y colunas a la amorosa fábrica de nuestros deseos!

Leonarda: ¡Esto solo me enfada dél! Reponce mío: habla, por tu vida, a lo moderno, y de modo que te entienda, y no te encarames donde no te alcance.

          El entremés del viejo celoso, y ya se advierte por los títulos que hay una estrecha relación entre la narrativa de Cervantes y su obra teatral, al menos en estos entremeses, nos habla de un tema que, como muchos otros de las obrillas, tiene raíces tradicionales y nos hacen retroceder en el tiempo a aquellas traducciones de la literatura árabe que representa con trazas de clásico intemporal una obra como el Sendebar, por ejemplo. Los ardides de la mujer, maestra de engaños, como el Ulises de Homero, aparece en este entremés de la malmaridada que se queja de no haber podido evitar semejante desgracia: Lorenza:  ¿Yo lo tomé, sobrina? [A su esposo] A la fe, diómele quien pudo; y yo como muchacha, fui más presta al obedecer que al contradecir; pero, si yo tuviera tanta experiencia destas cosas, antes me trazara la lengua con los dientes que apronunciar aquel sí, que se pronuncia con dos letras y da que llorar dos mil años. Puesta la mujer ante la ocasión de resarcirse de las agonías compartidas con su marido, no se recata Cervantes a la hora de darle carta blanca a un justo adulterio:

Lorenza: ¿Y la honra, sobrina?

Cristina: ¿Y el holgarnos, tía?

Lorenza: ¿Y si se sabe?

Cristina: ¿Y si no se sabe?

Lorenza: ¿Y quién me asegura a mí que no se sepa?

Ortigosa (vecina): ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria: y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas.

          Por eso la conclusión del viejo Cañizares no puede ser otra que la tradicional del desengaño y la desconfianza radical de la mujer Cañizares: Más maldades encubre una mala amiga, que la capa de la noche; más conciertos se hacen en su casa y más se concluyen que en una asamblea...

          Pero entremos ya con pie quedo en el Entremés de la elección de los alcaldes de Daganzo, en el que Cervantes traza un retrato político de la administración del poder en España que, teniendo en cuenta cuanto vivimos en nuestra degradada democracia actual, a mí al menos me ha parecido lectura tan provechosa, mutatis mutandis, que por eso he querido compartirlo con los intelectores que tienen a bien pasearse de tanto en tanto por esta bitácora escrita lejos del mundanal ruido pero sin perder de vista cuantas tropelías se cometen en la desconcertada república en que nos ha tocado vivir.

          Un sistema electoral define un sistema democrático, por supuesto, Y la manera como elegimos a nuestros representantes tiene una larga historia que nos llega de griegos y romanos. En Inglaterra se llama Ballot en justo homenaje a aquellas bolas blancas y negras con que se solía votar. Un «sufragio» es en origen una elección militar que se efectúa haciendo sonar las espadas contra los escudos. Los nombramientos políticos, en las épocas de monarquías absolutas, provenían de la autoridad real. Mas adelante, hubo elecciones por sorteo, las llamadas por insaculación, esto es, con una bolsa donde se echaban los teruelos con el nombre de los candidatos. A los reyes les sustituyeron los caciques, que también nombraban a dedo, y, posteriormente, hubo elecciones, primero censitarias, y mucho tiempo después democráticas, pero en ningún caso hubo lo que en este entremés de Cervantes se propone: un examen de los candidatos para conocer su idoneidad. Es cierto que en Usamérica, el Senado realiza estas exámenes a los miembros del gobierno que nombra el Presidente, y que alguna vez alguno ha sido rechazado tras exhibir una absoluta incompetencia para el cargo, algo que muy rara vez ocurre. Dado el nivel de competencia de nuestros actuales políticos, en el gobierno y en la oposición, son clamorosas las voces que comienzan a exigir ciertos requisitos para ejercer una tarea tan noble como desprestigiada, porque  son legión los ignorantes que pretenden ilustrarnos con su zafiedad y una ignorancia sustituida, casi automáticamente, por el «ordeno y mando» que legitima haber alcanzado el Poder, por los medios que sean, incluso, como en la ultima legislatura, pactando con fugados de la Justicia, una aberración que se ha «naturalizado» con una absoluta desfachatez antidemocrática.

          El entremés sitúa a los cuatro candidatos: Humillos, Rana, Berrocal y Jarrete, ante un tribunal cuyas disquisiciones tienen tanta gracia y enjundia como las propias respuestas de los candidatos, porque el bachiller Pesuña, los regidores Pandura y Algarroba y el escribano, Pedro Estornudo, reflexionan sobre la brillante idea del examen a los candidatos como si hubieran descubierto la esencia de las elecciones. Buena arte del humor corre a cuenta del habla disparatada de todos estos personajes:

Panduro: ¡Algarroba, la luenga se os deslicia! / Habrad acomedido y de buen rejo, / que no me suenan bien esas palabras: «Quiera o no quiera el cielo»; por San Junco / que, como presomís de resabido, / os arrojáis a trochemoche en todo.

          Ello ya es buena muestra de que los juzgadores no andan lejos de los juzgados, lo cual acaba constituyendo una suma de disparates en los que Cervantes se recrea con un dominio expresivo que nada tiene que envidiar a Lope o a Quevedo:

Bachiller Pesuña: Redeamus ad rem, señor Panduro.

Panduro: ¿Hallarse han por ventura en todo el sorbe?

Algarroba: ¿Qué es sorbe, sorbe-huevos? Orbe diga / el discreto Panduro, y serle ha sano.

Algarroba: Yo daré un buen remedo, y es aqueste: / hagan entrar los cuatro pretendientes, / y el señor Bachiller Pesuña puede / examinarlos pues del arte sabe,/ y, conforme a su ciencia, así veremos.

Panduro: Aviso es, que podrá servir de arbitrio /para su Jamestad; que como en corte / hay potra-médicos, haya potra-alcaldes.

Algarrobo: Prota, señor Panduro, que no potra.

Panduro: Como vos no hay fiscal en todo el mundo.

Algarroba: Que, pues se hace examen de barberos, / de herradres, de sastres, y se hace / de cirujanos y tras zarandajas, / también se examinasen para alcaldes, / y, al que se hallase suficiente y hábil / para tal menester, que se le diese / carta de examen, con la cual podría / e tal examinado remediarse; / porque de lata en una blanca caja / la carta acomodando merecida, / a tal pueblo podrá llegar el pobre, / que le pesen a oro; que hay hogaño / carestía de alcaldes de caletre / en lugares pequeños casi siempre.

          Y comienza e examen propiamente dicho, por Humillos

Rana: ¿De qué os sentís, Humillos?

Humillos: De que vaya / tan a la larga nuestro nombramiento. / ¿Hémoslo de comprar a gallipavos, / a cántaros de arrope y a abiervadas, / y botas de o añejo tan crecidas, / que se arremetan a ser cueros? Díganlo / y pondráse remedio y diligencia.

Bachiller Pesuña:  No hay sobornos aquí, todos estamos / de un común parecer, y es, que el que fuere / más hábil para alcalde, ese se tengo / por escogido y por llamado.

Bachiller Pesuña: ¿Sabéis leer, Humillos?

Humillos:  No, por cierto, / ni tal se probará que en mi linaje / haya perdona tan de poco asiento, / que se ponga a aprender esas quimeras / que llevan a los hombres al brasero, / y a las mujeres, a la casa llana. / Leer no sé más sé otras cosas tales / que llevan al leer ventajas muchas.

Bachiller: ¿Y cuáles cosas son?

Humillos: Sé de memoria / todas cuatro oraciones, y las rezo / cada semana cuatro y cinco veces.

Rana: Y ¿con eso pensáis de ser alcalde?

Humillos: Con esto, y con ser yo cristiano viejo, / me atrevo a ser un senador romano.

          Con suprema mano izquierda, aunque lisiada en ocasión heroica, irá Cervantes retratando una sociedad en la que asuntos como los sobornos, la falta de fe o la carencia de instrucción académica ocupan un lugar predominante, y sirven casi como argumento definitivo para loar la impericia de quien aspira al gobierno, por local que sea y de pueblo diminuto.

          Le sigue Jarrete:  

Bachiller Pesuña: Está muy bien. Jarrete diga agora / qué es lo que sabe.

Jarrete: Y, señor Pesuña / sé leer, aunque poco; deletreo, / y ando en el b-a-ba bien ha tres meses, / y en cinco más daré con ello a un cabo; / y, además de esta ciencia que ya aprendo, / se calzar un arado bravamente, / y herrar, casi en tres horas, cuatro pares / de novillos briosos y cerreros; / soy sano de mis miembros, y no tengo /sordez ni cataratas, tos ni reumas; / y soy cristiano viejo como todos, / y tiro con un arco como un Tulio.

          Después Berrocal:

Bachiller Pesuña: ¿Qué sabe Berrocal?

Berrocal: Tengo en la lengua / toda mi habilidad, y en la garganta; / no hay mojón en el mundo que me llegue; / sesenta y seis sabores estampados / tengo en el paladar, todos vináticos.

Algarroba: Y ¿quiere ser alcalde?

Berrocal: Y lo requiero; / Pues, cuando estoy armado a lo de Baco, / así se me aderezan los sentidos, / que me parece a mí que en aquel punto / podría prestarle leyes a Licurgo / y limpiarme con Bártulo.

          Para acabar con Rana:

Bachiller Pesuña: ¿Qué sabe Pedro Rana?

Rana: Como Rana / habré de cantar mal; pero, con todo, / diré mi condición, y no mi ingenio. / Yo, señores, si acaso fuese alcalde, / mi vara no sería tan delgada /como las que se usan de ordinario: / de una encina o de un roble la haría, / y gruesa de dos dedos, temeroso / que no me la encorvase el dulce peso / de un bolsón de ducados, ni otras dádivas; / o ruegos, o promesas, o favores, / que pesan como plomo, y no se sienten / hasta que os han brumado las costillas / del cuerpo y alma; y, junto con aquesto, /sería bien criado y comedido, / parte severo y nada riguroso; / nunca deshonraría al miserable /que ante mí le trujesen sus delitos; / que suele lastimar una palabra /de un juez arrojada, de afrentosa, / mucho más que lastima su sentencia, / aunque en ella se intime cruel castigo. / No es bien que el poder quite la crianza, / ni que la sumisión de un delincuente /haga a juez soberbio y arrogante.

          Esta última alusión a la soberbia y arrogancia de los jueces me parece que viene a cuento con total propiedad, a juzgar por cómo se han convertido en munición para la lucha política más descarnada; pero esto de hoy ha de entenderse en aquel lejano ayer del entremés y cómo los aspirantes al cargo antes sacan pecho de sus limitaciones y presumen de su ignorancia, que exponer las «prendas políticas» de las que carecen, aunque es evidente que intentan pasar aquellas por estas.

          Leído como debe ser leído, este entremés bien podría ser representado hoy casi con cualquiera de nuestros representantes ultra bien pagados, porque el esperpento nos enseñó que la deformación revela con mayor nitidez la verdad. Ignoro si El cautivo merece la pena ser vista, pero puedo asegurar que estos entremeses sí que merecen una gozosa lectura.

 

 

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