Retrato de una España que se niega a desaparecer, mutatis mutandis…
Aprovechando
que una polémica película oportunista sobre la cautividad de Cervantes en Argel
nos ha traído al poco leído novelista a la actualidad, me ha parecido conveniente,
esta vez, fijarme en una obra del alcalaíno, los Entremeses, que se tiene por «menor», pero que es obra de
madurez, pues son publicados en 1615, el año de la segunda parte del Quijote,
obra inmortal donde las haya. Por lo tanto, poco de «menor» puede tener una
obra que, si bien escrita en un género de menor rango que las comedias o los
dramas, no por ello deja de mostrarnos el feliz ingenio del más universal de
los escritores españoles de todos los tiempos. La edición corre a cargo de Jean
Canavaggio, quien, en su biografía de Cervantes, levantó hace mucho la liebre
de la supuesta homosexualidad de don Miguel. La edición es modélica, sin
embargo.
La
exhibición de registros lingüísticos y la sin par variedad temática de los
entremeses merecen una relectura para
pasar un rato estupendo en compañía de don Miguel, cuyos guiños a la
complicidad del lector son constantes.
¡Menudo artificio el de estos artefactos literarios que esconden entre sus
bromas y veras luminosas intuiciones sociales y auténticos prodigios expresivos!
Aunque,
dadas las amenazas caudillistas que se ciernen sobre nuestra frágil democracia,
quiera yo centrarme en esa joya españolísima que es el Entremés de la
elección de los alcaldes de Daganzo, no puedo pasar por alto hacer algunas
menciones al contenido de los que lo
acompañan en la edición, porque si el análisis político de Cervantes me parece
de una sutileza fuera de lo común, en lo tocante al modo de escoger nuestros
representantes políticos, ¿qué diríamos de la perspicacia de la Mariana del
Entremés del juez de los divorcios, cuando dice: En los reinos y en las
repúblicas bien ordenadas, había de ser limitado el tiempo de los matrimonios,
y de tres en tres años se habían de deshacer, o confirmarse de nuevo, como
cosas de arrendamiento, y no que hayan de durar toda la vida, con perpetuo
dolor de entrambas partes. Recordemos que los contratos de servicios, desde
la baja Edad Media, se establecían de San Juan a San Juan, momento en el que se
renovaban o suspendían los contratos, tal y como vemos reflejado en la
excelente película alemana de Douglas Sirk, La muchacha del páramo. Las
batallas matrimoniales, sobre todo en las parejas muy desiguales, no son algo
de ayer ni de hoy, sino de siempre, y motivo dramático de primer orden.
Como
Cervantes corrió mucho mundo, ¡y suerte que le denegaron el permiso para
«pasar» a las Américas, porque bien podría haber sucedido que no tuviéramos hoy
El Quijote!, frecuentó todo tipo de personas y de ambientes, y no era él poco
aficionado a los naipes y al brujuleo, además de a acciones poco honrosas, por
las que hubo de dar con sus huesos en la cárcel, local social donde no era
difícil tomar el fresco en el patio de Monipodio, está claro que su experiencia de la vida, la mejor escuela del mundo, avala el conocimiento psicologico y social que exhibe en estos cuadros de costumbres o de deformaciones, porque tienen un sí sé que de esperpénticos que sorprenderá a cualqueir lector. El Entremés del rufián
viudo llamado Trampagos nos adelanta trescientos años al fértil ingenio de
otra de nuestras grandes luminarias literarias: Don Ramón María del Valle
Inclán, Marqués de Bradomín a título póstumo, y creador de un género, el
esperpento, cuyas primeras manifestaciones es imposible no verlas en los
personajes y la retórica de este entremés:
Trampagos: Voacé ha garlado como un
tólogo.
Vademécum: Y quédese la treta en ese
punto; / que acuden moscovitas al reclamo, / la Repulida viene y la Pizpita, /
y la Mostrenca, y el jayán Juan Claros.
Pizpita: Que no la estimo en un feluz
morisco. [Feluz morisco se refiere a un felus (una moneda bizantina,
y luego andalusí, de cobre) y se usa coloquialmente para significar algo de
mínimo valor o insignificante, como se aprecia en la frase no la estimo en
un feluz morisco, que significa «no la valoro ni un poquito».]
Repulida: Tuya soy: póneme un clavo y
una S / en estas dos mejillas.
Repulida: ¡Escarramán del alma, dame.
Amores / esos brazos, coluna de la hampa!
Escarramán: Tenga yo fama, y háganme
pedazos; / de Éfeso el templo abrasaré por ella.
Ahí
se refleja el caudal de conocimientos diversos de Cervantes, la referencia a
los motes que solían llevarse en la indumentaria, alardeando de ingenio, como
los ejemplos que recoge Gracián en su
nunca lo suficientemente alabada Agudeza y arte de ingenio, y que Repulida,
rendida a su gañán, quiere exhibir en sus mejillas, o la referencia culta a Eróstrato
en boca del jayán que anduvo de copla en copla.
El
Entremés de la guarda cuidadosa, en el que un sacristán sin ordenes, ni
mayores ni menores, y un soldado se disputan el amor de una sirviente,
Cervantes deja caer algunas perlas fruto de su experiencia que saben a
reivindicación autobiográfica: Soldado: El hábito no hace al monje; y tanta
honra tiene un soldado roto por causa de la guerra, como la tiene un colegial
con el manto hecho añicos, porque en él se muestra la antigüedad de sus
estudios. Otras al reconocimiento el magisterio lopesco en la escena que a
él le dio, en cierto modo, la espalda: Zapatero: A mi poco se me entiende de
trovas; pero estas me han sonado tan bien, que me parecen de Lope, como lo son
todas las cosas que son o parecen buenas. Porque ese es en verdad el origen
del modismo ser algo «de Lope», a tal extremo llegó la fama de un autor a quien
idolatraba Bergamín. La reputación del ingenio como flor que engalana a la
persona aparece también en el curso de ese duelo de amantes: Zapatero: Yo
haré lo que me manda el señor soldado, porque se me trasluce de qué pies cojea,
que son dos: el de la necesidad y el de los celos. Soldado: Ese no es
ingenio de zapatero, sino de colegial trilingüe. Zapatero: ¡Oh, celos,
celos, cuan mejor os llamaran duelos, duelos! Y, finalmente, una nota
léxica que, a partir de una escena en que el soldado es atacado por alguien que
se disfraza, nos da el origen del sentido de esa prenda del aseo domestico que
son los «zorros», empleados en la limpieza del polvo…: Soldado: Cobarde, ¿a
mí con rabo de zorra? ¿Es notarme de borracho, o piensas que estás quitando el
polvo a alguna imagen de bulto? El desenlace nos regala, ante la elección
de la joven, que se decanta por el sacristán, una lección política que bien nos
sirve de preámbulo al grueso de esta recensión: Soldado: Acepto: Que, donde
hay fuerza de hecho, / se pierde cualquier derecho.
Son
constantes en los entremeses, un género destinado a entretener a la audiencia
entre acto y acto de otra obra de supuesta mayor enjundia, las burlas, las
parodias y las sátiras. Y a nadie puede pasarle desapercibida la autocrítica de
los excesos en que los propios autores, llevados por ese afán de «picar alto»
solían caer, como bien lo muestra aquí Cervantes nada más empezar el Entremés
de la cueva de Salamanca:
Sacristán: ¡Oh, que en hora buena estén
los automedones y guías de los carros de nuestros gustos, las luces de nuestras
tinieblas, y las dos recíprocas voluntades que sirven de basas y colunas a la
amorosa fábrica de nuestros deseos!
Leonarda: ¡Esto solo me enfada dél!
Reponce mío: habla, por tu vida, a lo moderno, y de modo que te entienda, y no
te encarames donde no te alcance.
El
entremés del viejo celoso, y ya se advierte por los títulos que hay una
estrecha relación entre la narrativa de Cervantes y su obra teatral, al menos
en estos entremeses, nos habla de un tema que, como muchos otros de las
obrillas, tiene raíces tradicionales y nos hacen retroceder en el tiempo a
aquellas traducciones de la literatura árabe que representa con trazas de
clásico intemporal una obra como el Sendebar, por ejemplo. Los ardides de la
mujer, maestra de engaños, como el Ulises de Homero, aparece en este entremés
de la malmaridada que se queja de no haber podido evitar semejante desgracia:
Lorenza: ¿Yo lo tomé, sobrina? [A
su esposo] A la fe, diómele quien pudo; y yo como muchacha, fui más presta
al obedecer que al contradecir; pero, si yo tuviera tanta experiencia destas
cosas, antes me trazara la lengua con los dientes que apronunciar aquel sí, que
se pronuncia con dos letras y da que llorar dos mil años. Puesta la mujer
ante la ocasión de resarcirse de las agonías compartidas con su marido, no se
recata Cervantes a la hora de darle carta blanca a un justo adulterio:
Lorenza: ¿Y la honra, sobrina?
Cristina: ¿Y el holgarnos, tía?
Lorenza: ¿Y si se sabe?
Cristina: ¿Y si no se sabe?
Lorenza: ¿Y quién me asegura a mí que
no se sepa?
Ortigosa (vecina): ¿Quién? La buena
diligencia, la sagacidad, la industria: y, sobre todo, el buen ánimo y mis
trazas.
Por
eso la conclusión del viejo Cañizares no puede ser otra que la tradicional del
desengaño y la desconfianza radical de la mujer Cañizares: Más maldades
encubre una mala amiga, que la capa de la noche; más conciertos se hacen en su
casa y más se concluyen que en una asamblea...
Pero
entremos ya con pie quedo en el Entremés de la elección de los alcaldes de
Daganzo, en el que Cervantes traza un retrato político de la administración
del poder en España que, teniendo en cuenta cuanto vivimos en nuestra degradada
democracia actual, a mí al menos me ha parecido lectura tan provechosa, mutatis
mutandis, que por eso he querido compartirlo con los intelectores que
tienen a bien pasearse de tanto en tanto por esta bitácora escrita lejos del
mundanal ruido pero sin perder de vista cuantas tropelías se cometen en la
desconcertada república en que nos ha tocado vivir.
Un
sistema electoral define un sistema democrático, por supuesto, Y la manera como
elegimos a nuestros representantes tiene una larga historia que nos llega de
griegos y romanos. En Inglaterra se llama Ballot en justo homenaje a aquellas
bolas blancas y negras con que se solía votar. Un «sufragio» es en origen una
elección militar que se efectúa haciendo sonar las espadas contra los escudos.
Los nombramientos políticos, en las épocas de monarquías absolutas, provenían
de la autoridad real. Mas adelante, hubo elecciones por sorteo, las llamadas
por insaculación, esto es, con una bolsa donde se echaban los teruelos con el
nombre de los candidatos. A los reyes les sustituyeron los caciques, que
también nombraban a dedo, y, posteriormente, hubo elecciones, primero
censitarias, y mucho tiempo después democráticas, pero en ningún caso hubo lo
que en este entremés de Cervantes se propone: un examen de los candidatos para conocer
su idoneidad. Es cierto que en Usamérica, el Senado realiza estas exámenes a
los miembros del gobierno que nombra el Presidente, y que alguna vez alguno ha
sido rechazado tras exhibir una absoluta incompetencia para el cargo, algo que muy
rara vez ocurre. Dado el nivel de competencia de nuestros actuales políticos,
en el gobierno y en la oposición, son clamorosas las voces que comienzan a
exigir ciertos requisitos para ejercer una tarea tan noble como desprestigiada,
porque son legión los ignorantes que
pretenden ilustrarnos con su zafiedad y una ignorancia sustituida, casi automáticamente,
por el «ordeno y mando» que legitima haber alcanzado el Poder, por los medios
que sean, incluso, como en la ultima legislatura, pactando con fugados de la
Justicia, una aberración que se ha «naturalizado» con una absoluta desfachatez
antidemocrática.
El
entremés sitúa a los cuatro candidatos: Humillos, Rana, Berrocal y Jarrete,
ante un tribunal cuyas disquisiciones tienen tanta gracia y enjundia como las
propias respuestas de los candidatos, porque el bachiller Pesuña, los regidores
Pandura y Algarroba y el escribano, Pedro Estornudo, reflexionan sobre la
brillante idea del examen a los candidatos como si hubieran descubierto la
esencia de las elecciones. Buena arte del humor corre a cuenta del habla
disparatada de todos estos personajes:
Panduro: ¡Algarroba, la luenga se os
deslicia! / Habrad acomedido y de buen rejo, / que no me suenan bien esas
palabras: «Quiera o no quiera el cielo»; por San Junco / que, como presomís de
resabido, / os arrojáis a trochemoche en todo.
Ello
ya es buena muestra de que los juzgadores no andan lejos de los juzgados, lo
cual acaba constituyendo una suma de disparates en los que Cervantes se recrea
con un dominio expresivo que nada tiene que envidiar a Lope o a Quevedo:
Bachiller Pesuña: Redeamus ad rem,
señor Panduro.
Panduro: ¿Hallarse han por ventura en
todo el sorbe?
Algarroba: ¿Qué es sorbe, sorbe-huevos?
Orbe diga / el discreto Panduro, y serle ha sano.
Algarroba: Yo daré un buen remedo, y es
aqueste: / hagan entrar los cuatro pretendientes, / y el señor Bachiller Pesuña
puede / examinarlos pues del arte sabe,/ y, conforme a su ciencia, así veremos.
Panduro: Aviso es, que podrá servir de
arbitrio /para su Jamestad; que como en corte / hay potra-médicos, haya
potra-alcaldes.
Algarrobo: Prota, señor Panduro, que no
potra.
Panduro: Como vos no hay fiscal en todo
el mundo.
Algarroba: Que, pues se hace examen de
barberos, / de herradres, de sastres, y se hace / de cirujanos y tras
zarandajas, / también se examinasen para alcaldes, / y, al que se hallase
suficiente y hábil / para tal menester, que se le diese / carta de examen, con
la cual podría / e tal examinado remediarse; / porque de lata en una blanca
caja / la carta acomodando merecida, / a tal pueblo podrá llegar el pobre, /
que le pesen a oro; que hay hogaño / carestía de alcaldes de caletre / en
lugares pequeños casi siempre.
Y comienza e examen propiamente dicho,
por Humillos
Rana: ¿De qué os sentís, Humillos?
Humillos: De que vaya / tan a la larga
nuestro nombramiento. / ¿Hémoslo de comprar a gallipavos, / a cántaros de
arrope y a abiervadas, / y botas de o añejo tan crecidas, / que se arremetan a
ser cueros? Díganlo / y pondráse remedio y diligencia.
Bachiller Pesuña: No hay sobornos aquí, todos estamos / de
un común parecer, y es, que el que fuere / más hábil para alcalde, ese se tengo
/ por escogido y por llamado.
Bachiller Pesuña: ¿Sabéis leer,
Humillos?
Humillos:
No, por cierto, / ni tal se probará que en mi linaje / haya perdona
tan de poco asiento, / que se ponga a aprender esas quimeras / que llevan a los
hombres al brasero, / y a las mujeres, a la casa llana. / Leer no sé más sé
otras cosas tales / que llevan al leer ventajas muchas.
Bachiller: ¿Y cuáles cosas son?
Humillos: Sé de memoria / todas cuatro
oraciones, y las rezo / cada semana cuatro y cinco veces.
Rana: Y ¿con eso pensáis de ser
alcalde?
Humillos: Con esto, y con ser yo
cristiano viejo, / me atrevo a ser un senador romano.
Con
suprema mano izquierda, aunque lisiada en ocasión heroica, irá Cervantes retratando
una sociedad en la que asuntos como los sobornos, la falta de fe o la carencia
de instrucción académica ocupan un lugar predominante, y sirven casi como
argumento definitivo para loar la impericia de quien aspira al gobierno, por
local que sea y de pueblo diminuto.
Le
sigue Jarrete:
Bachiller Pesuña: Está muy bien.
Jarrete diga agora / qué es lo que sabe.
Jarrete: Y, señor Pesuña / sé leer,
aunque poco; deletreo, / y ando en el b-a-ba bien ha tres meses, / y en cinco
más daré con ello a un cabo; / y, además de esta ciencia que ya aprendo, / se
calzar un arado bravamente, / y herrar, casi en tres horas, cuatro pares / de
novillos briosos y cerreros; / soy sano de mis miembros, y no tengo /sordez ni
cataratas, tos ni reumas; / y soy cristiano viejo como todos, / y tiro con un
arco como un Tulio.
Después
Berrocal:
Bachiller Pesuña: ¿Qué sabe Berrocal?
Berrocal: Tengo en la lengua / toda mi
habilidad, y en la garganta; / no hay mojón en el mundo que me llegue; /
sesenta y seis sabores estampados / tengo en el paladar, todos vináticos.
Algarroba: Y ¿quiere ser alcalde?
Berrocal: Y lo requiero; / Pues, cuando
estoy armado a lo de Baco, / así se me aderezan los sentidos, / que me parece a
mí que en aquel punto / podría prestarle leyes a Licurgo / y limpiarme con
Bártulo.
Para
acabar con Rana:
Bachiller Pesuña: ¿Qué sabe Pedro Rana?
Rana: Como Rana / habré de cantar mal;
pero, con todo, / diré mi condición, y no mi ingenio. / Yo, señores, si acaso
fuese alcalde, / mi vara no sería tan delgada /como las que se usan de
ordinario: / de una encina o de un roble la haría, / y gruesa de dos dedos,
temeroso / que no me la encorvase el dulce peso / de un bolsón de ducados, ni
otras dádivas; / o ruegos, o promesas, o favores, / que pesan como plomo, y no
se sienten / hasta que os han brumado las costillas / del cuerpo y alma; y,
junto con aquesto, /sería bien criado y comedido, / parte severo y nada
riguroso; / nunca deshonraría al miserable /que ante mí le trujesen sus
delitos; / que suele lastimar una palabra /de un juez arrojada, de afrentosa, /
mucho más que lastima su sentencia, / aunque en ella se intime cruel castigo. /
No es bien que el poder quite la crianza, / ni que la sumisión de un
delincuente /haga a juez soberbio y arrogante.
Esta
última alusión a la soberbia y arrogancia de los jueces me parece que viene a
cuento con total propiedad, a juzgar por cómo se han convertido en munición
para la lucha política más descarnada; pero esto de hoy ha de entenderse en
aquel lejano ayer del entremés y cómo los aspirantes al cargo antes sacan pecho
de sus limitaciones y presumen de su ignorancia, que exponer las «prendas
políticas» de las que carecen, aunque es evidente que intentan pasar aquellas
por estas.
Leído
como debe ser leído, este entremés bien podría ser representado hoy casi con
cualquiera de nuestros representantes ultra bien pagados, porque el esperpento
nos enseñó que la deformación revela con mayor nitidez la verdad. Ignoro si El
cautivo merece la pena ser vista, pero puedo asegurar que estos entremeses
sí que merecen una gozosa lectura.
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