Sorpresas teóricas de la vieja divulgación…, en los libros de lance.
Aficionado a ciertas rarezas bibliográficas de vigésima
mano, he sacado del estante correspondiente un volumen, Para ser escritor, que quería desentrañar con un animus iocandi que la sorpresa lectora
ha disuelto. Pensé encontrarme ante un repertorio de lugares comunes con que
entretener el ocio de los ignorantes y he hallado, por el contrario, un centón
de sugerencias no solo sensatas, sino diría que incluso imprescindibles para
poder convertirse en escritor. La edición es de Bruguera, en la colección Popular
y Práctica, y apareció en 1955. Su autor ha constituido la primera
sorpresa: Emilio Donato y Prunera.
Antes de leer el libro pensé que su autor sería un
todoterreno de las editoriales, esos grafómanos capaces de enhebrar un artículo
para la enciclopedia, escribir la solapa de una novedad o traducir de cualquier
lengua exótica a partir del francés, dado el año de publicación. Hecha la
investigación googleiana de rigor, he
sabido que Emilio Donato y Prunera fue catedrático de Filosofía y director del
Instituto de enseñanza Media de Figueras, que contendió dialécticamente con
Gide a través de un ensayo Homosexualismo
(contra Gide) , 1931, en que se oponía a las tesis del Corydon y que, acabada la guerra, en 1940, fue resituado en el
escalafón de catedráticos en el nivel más bajo, séptima categoría, con un
sueldo de 10.600 pesetas, mientras que los del más alto cobraban justo el
doble, 20.000. En 1933 escribió Lecciones
de ética, título académico cuyas ventas en modo alguno podrían contribuir a
la mejora de su estatus económico. Para socorrer a las necesidades familiares,
supongo, debió de empezar a traducir, lo que hizo del alemán, lengua familiar,
en los tiempos de las República, para quienes tenían formación filosófica.
Traducía del alemán y títulos muy diversos, lo que prueba, a mi juicio, la
voluntad de buscarse un sueldo complementario: Arqueología del cine, de C.W.Ceram; De los vivos y los muertos, de Konstantin Mijáilovich Simonov
(traducida desde la versión alemana, no directamente desde el ruso), etc. De
ahí a colaborar con Bruguera para escribir “manuales” como el que nos ocupa o Personalidad y simpatía, en 1956, poco
le debió de costar. En el curso de la investigación he llegado a saber que Esther Donato y Prunera, ¿su hija?, ha
“re-traducido”, en el 2000 una obra de
¿su padre? El siglo de los cirujanos,
de Jürgen Thorwald, que su padre tradujo en 1958. Ya digo, toda una zambullida
biográfica.
Para
ser escritor es un volumen en octavo, literalmente “de bolsillo”, que se
lee con amenidad e interés creciente, ateniéndonos a los excelentes consejos
que Donato y Prunera nos ofrece para conseguir eso que, en realidad, como bien
reconoce, no se enseña. Desde esa premisa, en el librito desgrana algunos
juicios compositivos a los que bien harían en prestarles atención quienes
mirarían con desdén el volumen, si expuesto en una vitrina, pues la imagen de
la portada recrea el «tipo» del escritor ajustado a todos los tópicos.
Lo que salva a la mayor parte de
los novelistas es el hecho de que no todo el público es un público exigente. Si
así fuera, el novelista del montón, el mediocre, veríase obligado al silencio
más absoluto. La primera en la frente. Lo mismito podría decir 57 años
después de que fuera escrito, lo que nos lleva a reconocer que, desde siempre,
ha habido dos públicos cuya necesidad de leer –cada vez menor, claro– han
satisfecho escritores de dos tipos, los eminentes y los del montón. De ahí que
Prunera tenga claro que no se pueden dar reglas para elaborar novelas
capaces de interesar a un público minoritario. Esto último sólo pueden hacerlo
los auténticos genios literarios. Sin embargo, su manual aspira a conseguir
la aparición de escritores que suban algo el nivel de los «del montón», a tenor
de la sensibilidad y sensatez literarias que el autor muestra en su manual.
Prunera no nos engaña cuando advierte, desde el comienzo, acaso escarmentado en
Larra, que quien quiera ser escritor lo
primero que ha de preguntarse, y responderse, es para quiénes quiere escribir.
Un punto de partida excelente para evitar esos fiascos tan de nuestros días,
como las pretensiones faulknerianas de tantos autores españoles que «marcan»
territorio y se desentienden después del resto de los procedimientos narrativos
específicos del autor sureño. Atraer al lector hacia la novela no es cosa
difícil. Mantenerle en ella, no dejarle escapar, impedir que el hastío o la
falta de interés provoque en él un movimiento de retirada, no es cosa ya tan
fácil. El secreto para que tal cosa no ocurra es que el mundo imaginario
elaborado por el autor en su novela tenga la densidad suficiente para que el
lector no pueda ver, una vez metido en la lectura, su propio mundo real.
¡Ah, el hastío! ¡Qué definición del movimiento anímico que produce el conato de
lectura de cualquier novedad ultraelogiada por la crítica, sea de Zafón, de
Dueñas, de Reverte o de cualquier engarzaoraciones que reclame el título de
escritor!
La novela es narración. Toda
narración tiene un asunto o tema que se desarrolla en una acción. Todos los
géneros de la novela requieren acción. Sólo que la dosis de ésta varía. La
acción puede reducirse a un mínimo, pero no puede suprimirse nunca. La
intensidad de la acción no depende ya
de la narración de gran cantidad de sucesos, sino más bien de la prolijidad con
que un solo suceso se narra. Al fin
y al cabo, la objetividad o «verdad» de la novela estriba justamente en su
verosimilitud.
Donato y Prunera
aboga por una novela de corte realista, para el público popular para quien
debiera escribir el autor al que alecciona en su manual: La realidad de la
vida humana es el modelo constante, no en cuanto a la trabazón misma de la trama,
pero sí en cuanto a los elementos episódicos y los tipos de personaje que se
inserten en dicha trabazón. Dicho de otro modo: la realidad puede
suministrarnos las piezas de la novela, pero el ensamblaje de éstas es fruto de
la imaginación. Nota sociológica de época es la diatriba del autor
–respetuoso con los códigos morales y de censura de la época– contra la
“obscenidad” que, a juicio del autor, “carece, incluso en la realidad, de
dramatismo suficiente para poderlo disfrazar de lo que no es. Cuando enfermedad,
obscenidad o en general la indecencia tienen que pasar por las páginas de la
novela, el primor detallista resta peso novelístico a la narración. Una
argumentación que había desarrollado anteriormente, al oponerse al realismo
naturalista, del que rechaza el método científico, porque por ese camino se
llega a descripciones [«microscópicas», las ha calificado líneas antes] que
llegan a cansar y a aburrir al lector.
El realismo bien entendido para
Donato y Prunera, es lo contrario de lo que podríamos llamar «trivialismo».
¡Hombre preclaro! Parece que los años han pasado para confirmar sus temores:
nos inunda el trivialismo, y aun el tribalismo literario, sin que puedan
descollar otras obras que se aparten de esa decadencia del realismo. Hay que
substituir la visión «trivial» de la realidad por la visión capaz de suscitar
emociones nuevas, frescas y distintas de las normales que, por serlo, carecen
de viveza, de color y de intensidad.
La decantación psicologicista del
autor me parece evidente cuando quiere convencer al futuro escritor de que la
novela personal nos da la realidad íntima de un individuo, y de que para
presentar esta realidad íntima de la persona […] debe proceder ante todo
a prescindir casi en absoluto de todo lo externo a la persona misma del
protagonista. ¿Y qué es lo externo? […] Pues las cosas. Las cosas casi
no deben figurar en el relato y si figuran deben ser con una dosificación
mínima. A su manera, Georges Perec —en realidad debería de ser Pérez, por
el padre, judío sefardí…— en su insólita novela Las cosas confirma por antítesis la tesis de Prunera, puesto que
describe la alienación y reificación de dos jóvenes de los años 60.
En la novela personal, el lector
vive «con» el personaje, es decir, «convive» con él en un grado máximo de
acercamiento. Por eso, las notas descriptivas de escenario o ambiente […]
deberán darnos dicho ambiente visto «desde» el personaje. Entones tales cosas
dejarán de ser propiamente cosas a secas y adquirirán ellas también un calor de
intimidad que procede «del» personaje. Y concluye el autor: La novela
personal no nos da ambientes nacionales ni históricos, y menos aún físicos; no
nos da costumbres. No nos dice más que aquello «que le pasa» al protagonista y
si habla de paisaje lo hace como si el paisaje fuese una de tantas cosas «que
le pasan».
La concepción
narrativa de Prunera busca, como objetivo preferente, la creación de un
personaje con el que el lector pueda llegar a establecer una relación íntima,
algo que, desgraciadamente, está ausente en la concepción de los personajes de
la novelística reciente en España, tan «definidos» desde el autor, tan «desustanciados»,
por su condición de «tipos» y tan previsibles, por obra y gracia de la
impericia de sus creadores. En la novela personal —continúa Prunera— vemos
los escasos rasgos del paisaje o ambiente «desde» el protagonista, pero a este
no le vemos «desde fuera». También a él le vemos desde sí mismo, desde dentro.
No otra cosa se ha querido expresar al decir que «convivimos» con él. […] La
persona (la mía, la de usted, la de Fulano), se constituye cuando «se hace», a
medida que «va siendo» en el tiempo. Si yo asisto de cerca a su constitución la
«revivo» (…) el modo de ser de la persona es siempre temporal. La
persona no es cosa, ni pasión, ni recuerdo. Las cosas, las pasiones y los
recuerdos son «sucesos» suyos; le «pasan» a ella y le pasan en el tiempo.
(…) La vida de la persona «transcurre», va con el tiempo, es «sucesión» de
acontecimientos: de ahí que para darnos de ella una impresión lo más viva
posible, sea el «relato» el instrumento adecuado.
Para trasladar a la página en blanco
estas sensatas reflexiones sobre el arte de narrar, Prunera plantea que se haga
desde una óptica individual, original: Ver una cosa es ya interpretarla; el «ver»
no nos da la cosa, sino una visión de la cosa. Y como una cosa ofrece infinitas
perspectivas, la perspectiva nos dará un modo de ser de la cosa de acuerdo con
‘nuestra’ perspectiva. Esta es personal. Y como del modo de ver brota el modo
de decir o expresar lo visto, el estilo en el decirlo es tan personal como la
visión misma, aunque no es siempre forzosamente un modo de ver ni de expresar
precisamente original. […] La originalidad sólo puede consistir en
presentar cosas, escenas o acciones bajo un punto de vista «nuevo», no adoptado
por nadie y por lo mismo capaz de suscitar por el significado de las palabras o
frases empleadas en traducirlo, una visión de lo relatado que sea también nueva
hasta el momento en que se presenta al lector. ¿Reconoce el lector de este Diario
una aspiración semejante en alguno de los novelistas contemporáneos españoles que haya frecuentado? Es lamentable
reconocer que hay tantos juntapalabras
como escasean verdaderos autores que puedan recibir con total justicia el
marbete de escritores.
Y aquí lo dejo. Pueden hacérsele a
Prunera infinitas rectificaciones e incluso ponerle al día de los senderos
críticos, ¡y a veces crípticos!, por los
que se mueve la teoría literaria en nuestros atribulados días, pero me parece
que ganaría mucho nuestra literatura si conocidos y reconocidos escritores de
hogaño, y aspirantes de toda laya, tuviéramos en cuenta algunas de sus
consideraciones, lo cual, ya digo, no significa que yo «comulgue» con ellas,
por supuesto. Lo que me ha llamado poderosamente la atención es la coherencia
del discurso de Prunera, el año de su redacción, 1955, y que lo ilustre, además
con finos análisis de la narrativa de Bécquer, de Gabriel Miró, de Unamuno, de
Baroja ¡y —lo que me ha llegado al alma
lectora— de Simenon!, uno de mis héroes literarios…
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