Cuando
un escritor deviene una «institución» o la insólita pasión de Boswell por la
amistad, a pesar de la singularísima idiosincrasia del Dr. Johnson… La vida de
una época, de una literatura y de un hombre extravagante y eximio…
Reconozco, después de haber
escrito 67 páginas de extractos de la lectura, mi impotencia absoluta para
escribir una recensión que dé una idea cabal de lo que este libro significa no
solo en el género de la literatura de la memoria, sino, al mismo tiempo, como
retrato de una época gloriosa de las letras inglesas. Que Johnson sea el autor
del mas famoso diccionario de la lengua inglesa sería ya un timbre de gloria
tan extraordinario que diríase que, a su lado, palidecen cualesquiera otras
obras que hubiera podido escribir el autor, y, sin embargo, es el mismo de
algunas que se consideran hitos de esas letras y aun de las universales.
La
relación entre Boswell y Johnson, mediando entra ambos una considerable
diferencia de edad, tiene un componente de respeto y de afecto mutuo que
convierten la obra en una larga conversación que dura dos mil páginas, si bien
figura en ella una hermosa muestra epistolar de Johnson, al autor y a otros
muchos coetáneos suyos. La rendida admiración de Boswell está clara desde buen
inicio, pero, a medida que frecuenta al protagonista, este va reconociendo en
el joven Boswell unas virtudes que facilitan el desarrollo de un poderoso vínculo
de amistad, lo que no ocurre, por ejemplo, con la mujer de Boswell, que detesta
cordialmente al amigo de su esposo, como repite una y otra vez Johnson en sus
cartas, cuando, a pesar de no caerle nada bien, le desea lo mejor y no pierde
la esperanza de que algún día deje de aborrecerlo, lo que en efecto ocurre.
Johnson fue una personalidad
poliédrica, con una tendencia a la depresión tan marcada como suele ocurrir en
los casos de bipolaridad tipo 2. Según Boswell, el gran cometido de su vida, decía él, no era
otro que escapar de sí mismo; esta era la disposición que consideraba la
enfermedad de su espíritu, de la que no le curaba sino la compañía .Era un gran
admirador de Robert Burton, y consideraba que su libro, Anatomía de la
melancolía, era, aligerado de citas, sugería Johnson, lo más importante que
se había escrito desde los Ensayos de Montaigne.
Ya en aquella época hablaban de «los perros negros» -que Ian
McEwan rescató como título para una novela reciente- para esa particular
afección del espíritu, y Johnson la sufrió desde joven, lo que añade, si acaso,
un mérito más a su intensa dedicación a las letras, porque con harta frecuencia
sufría de un insomnio y un decaimiento contra los que luchaba ejercitándose en
lo que mejor sabía hacer: la crítica y el trabajo filológico, aunque amaba la
química e hizo también sus pinitos en ella. Su regla de oro para luchar contra
las crisis la dejo dicha -porque es convicción universal que habló
infinitamente más de lo que escribió…-, y el libro de Boswell aspiró a que los
lectores no nos perdiéramos los frutos efímeros y sabrosísimos de tan valiosa
conversación: «Un hombre que padezca esa manera de ser debe apartar de sí
los pensamientos que le angustien, y no tratar siquiera de combatirlos.» […]
«De ninguna manera. Intentar rebatirlos es locura. Debería tener una lámpara
que luciera constantemente en su alcoba durante toda la noche, y, si se siente
desasosegado e insomne, debe coger un libro y leer, y solazarse para descansar.
Dominar el entendimiento es un gran arte, que puede alcanzarse por medio de la
experiencia y del ejercicio habitual. […] Que siga un curso de Química, que
aprenda a bailar en la cuerda floja, que emprenda un curso de lo que se le
antoje, todo a la vez. Que se las ingenie para disponer de tantos refugios para
el espíritu como le sea posible, tantas ocupaciones a las que pueda volar por
sí mismo. La anatomía de la melancolía, de Burton, es obra valiosa. Acaso este
lastrada por una sobrecarga de citas, pero hay un gran espíritu y una fuerza
estimable en cuanto dice Burton cuando escribe por su cuenta.»
Esta vida de Boswell no fue la única que se escribió sobre Johnson,
aunque ninguna puede compararse con el poderoso y monumental ejercicio
biográfico llevado a cabo por el amigo escocés de Johnson, una amistad que daría
para no pocas pullas y bromas sobre la relación entre ingleses y escoceses, un
«tema» recurrente en el libro. Entre otras cosas, Johnson es también conocido
por haber sido el debelador de la superchería del Osianismo llevada a cabo por
James Macpherson, quien aseguraba haber hallado un manuscrito en gaélico con
los poemas de Osian, un asunto del que está al corriente cualquier aficionado a
la filología; manuscritos que el supuesto descubridor jamás quiso enseñar a nadie. Pero no quiero
desviarme del impulso inicial que era, precisamente, comenzar por el principio,
por un retrato del autor que nos permita acercarnos al personaje. Samuel
Johnson era apabullador, y su marcada personalidad no siempre fue del agrado de
todo el mundo. Pasa con él como con algunas personas que obligan a sus
interlocutores a moverse en los extremos: o se le adora o se le odia. Lo que
está claro es que, allí donde estuviere, ocupaba el centro de la atención,
excepto que él quisiera dar un paso al lado y se refugiara bien en la comida,
bien en el silencio, bien, incluso, en el adormecimiento grosero o, a menudo,
en largos soliloquios: La costumbre de hablar consigo mismo, en efecto, fue
desde que lo conocí uno de sus rasgos más singulares.
Veamos algunas semblanzas contrastadas que pueden ayudarnos a
hacernos una idea de lo que vengo diciendo. Giuseppe Baretti, un legendario
viajero y filólogo, quien frecuentó el círculo de Johnson en Londres, junto al
actor Garrick, el pintor Joshua Reynolds -cuyo retrato de Johnson encabeza estas líneas- o el escritor Edmund Burke, nos
recuerda una de sus señas de identidad mas queridas por «el viejo gruñón»: Johnson
era un inglés de pura cepa. Aborrecía a los escoceses, los franceses, los
holandeses, los hanoverianos; tenía el mayor de los desprecios por todas las
demás naciones de Europa: así eran sus prejuicios más arraigados, que nunca
procuró domeñar. Y sobre todos ellos, odiaba a los «americanos», los
descendientes del Mayflower que, tras el motín del té, iniciaron su guerra de
independencia hasta emanciparse de Inglaterra. William Dodd, un sacerdote
vividor y hombre de letras que acabó en la horca, y a quien Johnson defendía,
también nos legó un testimonio curioso en una carta de 1750: Johnson, el célebre autor del Rambler,
que es entre todos los demás el individuo más raro y más peculiar que yo haya
visto en la vida. Mide un metro ochenta, tiene violentas convulsiones de la
cabeza y el cuello, y distorsiona los ojos al mirar. Habla con aspereza, en voz
muy alta, y no presta atención a la opinión de nadie, siendo absolutamente
pertinaz en las suyas. Mana de su boca el sentido común en todo cuanto dice, y
parece poseído de una provisión prodigiosa de conocimientos, que no tiene la
menor reserva en comunicar al rimero que tenga delante, aunque con tal
obstinación que da a sus parlamentos un aire falto de gentileza, algo zopenco,
desagradable e insatisfactorio. En dos palabras, no hay palabras para
describirlo.» En esa línea de la descalificación física última, abunda el
doctor T. Campbell, veinticinco años después de Dodd: Tiene el aspecto de un
idiota, carente del más tenue rayo de sensatez en cualquiera de sus facciones,
y es de una torpeza proverbial, y gasta una peluca gris sin empolvar, cargada
sobre un lateral de la cabeza; anda en todo momento bailoteando una jiga
endemoniada, y a veces hace esfuerzos denodados con tal de insuflar a silbidos
algún pensamiento en sus paroxismos de ausente. El editor George Kearsley ratifica ese retrato de un Johnson poco menos
que estrafalario: Cuando caminaba por la calle, por su constante cabeceo, y
por el concomitante movimiento del cuerpo, parecía que avanzara de ese modo,
con independencia de lo que hicieran sus pies. Oliver Goldsmith, el autor
de El vicario de Wakefield , sostenía la tesis contraria, y no por su
amistad con Johnson, ni por haber sido ayudado económicamente por el, sino por
haberlo tratado como contertulio a lo largo de muchos años: Johnson, qué
duda cabe, tiene rudeza en sus modales, pero no hay hombre que tenga un corazón
más bondadoso que el suyo. Del oso no tiene más que la piel. Finalmente, el propio retrato de Boswell nos
compensa de esa visión «externa que no tiene en cuenta el trato exquisito y la
verdadera humanidad escondida del escritor inglés: Fue difícil de complacer
y fácil de ofender; impetuoso e irascible de temperamento, aunque de corazón
humanísimo y sumamente benévolo. […] No debemos extrañarnos ante sus
arranques de impaciencia y de apasionamiento en los momentos más intempestivos,
especialmente cuando lo provocaba la ignorancia supina, o la presunción de la
petulancia, y justo es admitir que lanzase apresurados y satíricos dardos
envenenados incluso contra sus mejores amigos. […] Le encantaban las
alabanzas cuando le eran presentadas, pero era demasiado orgulloso para andar
buscándolas. […] En todo momento expresaba sus pensamientos con gran
potencia y con un lenguaje de elegante elección, cuyo efecto se reforzaba
gracias a su voz tonante y a una lenta y cuidadosa pronunciación. En él se
aunaban la cabeza más lógica y la imaginación más fértil.
Johnson era consciente de la poderosa impresión que causaban
en sus interlocutores sus muchas extravagancias, en buena medida desaires a la
necedad y al orgullo mal entendido, como cuando a un señor que le espetó: —Señor,
yo a usted es que no lo entiendo, Johnson le respondió: —Señor, he
encontrado un razonamiento idóneo para usted, pero no me considero en la
obligación de encontrarle también un sensato entendimiento; de ahí que
Johnson fuera consciente en todo momento de su «singularidad» y de que incluso
se diera el gustazo de «cultivarla». Boswell nos lo aclara en uno de los
pasajes del libro: Durante esa
temporada se puso caprichosamente de moda en los periódicos el recurrir a
palabras de Shakespeare para describir a personas vivas que eran muy conocidas,
cosa que se hacía bajo el epígrafe de «Modernos personajes de Shakespeare.
[Como se le comentara a Johnson que no figuraba entre ellos, dijo:] «Pues
sí, sí que estoy -repuso-. Mucho habría lamentado quedarme fuera». Repitió
entonces el verso que se le había asignado: «Tendréis que prestarme la boca de
Gargantúa». Con todo, recordemos lo que se cuenta de él en su biografía
cuando llegó a Londres, para que se tenga juicio cabal de lo que supuso su
magisterio: Causa pesar que Johnson y [Richard] Savage vivieran a veces en
la más extrema indigencia, a tal punto que no pudieron pagar siquiera un
alojamiento de mala muerte, de modo que vagabundeaban juntos por las calles
durante noches enteras. Lo mismo que le sucedió a nuestro romántico Gustavo
Adolfo Bécquer tras llegar a Madrid y encontrarse, literalmente, «en la calle».
El conocimiento popular de Johnson en
medio mundo se limita a la cita de dos de sus aforismos, dos entre los cientos
de ellos que «derramaba» a diario en sus conversaciones, sazonando con ellos
uno de los grandes placeres de que pudieron gozar quienes lo trataron: El
primero es contra el falso patriotismo: «El patriotismo es el último refugio de
un canalla», una verdad palmaria que en Cataluña es el pan nuestro de cada día.
El segundo reza: «El Infierno está empedrado de buenas intenciones.» Sin
embargo, la grandeza de su figura como crítico literario, además de su magnum opus: Un diccionario de la lengua inglesa,
en cuyo título ya advertimos la humildad intelectual que caracteriza a los
grandes genios, se cimentó en la monumental Vidas de los poetas ingleses más
eminentes, cincuenta y dos biografías y estudio crítico que precedieron a
una selección de poemas de dichos autores. Añadamos a ello su obra de creación
ensayística, agrupados en los volúmenes: The Rambler y The Idler,
y la novela corta The History of Rasselas, Prince of Abissinia, y
tendremos una visión casi exhaustiva de una obra que ha de ser leída tan
urgentemente como la propia vida escrita por Boswell, un auténtico ejemplar
único en el ahora fértil terreno de la literatura de la memoria. Recordemos, no
obstante, que ya desde Plutarco y sus Vidas paralelas, el género de la
biografía hunde sus raíces en lo mejor del esfuerzo intelectual de la
civilización grecolatina.
Pretender sintetizar esas 67 páginas de
citas extractadas del libro es tarea imposible, y quizás consiguiera lo
contrario de lo que pretenderían: acercar a los lectores a este volumen
singular que, acaso, en el terreno de la monumentalidad, solo compita con la
autobiografía de Chautebriand, Memorias de ultratumba, y sus 2800
páginas…Limitarme a reiterar mi admiración pecaría de impresionismo cansino.
Entiéndase, en consecuencia, que aquello que escriba de aquí en adelante en
modo alguno acota o agota -¡y menos aún acogota!- una auténtica enciclopedia
vital, como esta de James Boswell, quien murió demasiado joven, y probablemente
alcoholizado, a diferencia de su venerado maestro y amigo del alma a quien sirvió
de ardiente notario y confidente de excepción. El estricto orden cronológico
que siguió el abogado escocés fue tan riguroso como la autenticación de cuanto
se le atribuye a Johnson en esta obra y no ha sido recogido directamente por
Boswell. Ahora que las tertulias han decaído, frente al dominio execrable de
los “tertulianos” de la radio y la televisión, la obra de Boswell es un
homenaje a los cenáculos literarios y a la vida social de quienes en el
intercambio personal completaban su formación humana y cultural. Empecemos, si
acaso, por esas dotes de autentico contertulio de Johnson, cuyos consejos sobre
el diálogo, formales y de contenido, jamás han de echarse en saco roto.
La biografía de Boswell es una
exaltación de la tertulia, del diálogo, de las francas conversaciones sobre lo
humano y lo divino que formaban parte de la vida cotidiano no solo de Johnson,
claro está, sino de todos los ingenios con quienes tuvo la suerte de
confraternizar y, a menudo, de discrepar. Todos ellos reconocen en el lexicógrafo
un ejemplar único y él mismo se encargó de alimentar esa leyenda que lo
presentaba a medias ogro a medias Duns Scoto, por lo de «Doctor Sutil», aunque
a él los escoceses, con la excepción de Boswell y pocas más, tan poca gracia le hacían… En la biografía
de Boswell aparece un Johnson que se desentiende de la conversación en una
comida para comer a dos carrillos; una persona que maltrataba tanto, físicamente,
los libros, que nadie se atrevía a prestarle obras de cierto valor
bibliográfico; un espíritu extravertido y huraño al mismo tiempo y sin solución
de continuidad, capaz de una agresiva carcajada restallante como de un silencio
resentido…: En el transcurso de una acalorada disputa, cuando concluía un
argumento y se encontraba por lo general harto fatigado debido a la virulencia
con que vociferaba, solía resoplar igual que una ballena. He de reconocer
que parte de mi interés por el biografiado se ha acentuado cuando me he visto
reflejado en su persona en este o aquel aspecto de su personalidad, algo que
nos pasa a todos los lectores de biografías: siempre estamos al acecho del momento
en que tengamos la convicción de estar leyendo nuestra propia biografía.
Boswell resume, en parte, esta faceta dialéctica de la personalidad de Johnson:
Fue difícil de complacer y fácil de ofender; impetuoso e irascible de
temperamento, aunque de corazón humanísimo y sumamente benévolo. […] No
debemos extrañarnos ante sus arranques de impaciencia y de apasionamiento en
los momentos más intempestivos, especialmente cuando lo provocaba la ignorancia
supina, o la presunción de la petulancia, y justo es admitir que lanzase
apresurados y satíricos dardos envenenados incluso contra sus mejores amigos.
[…] Le encantaban las alabanzas cuando le eran presentadas, pero era
demasiado orgulloso para andar buscándolas. […] En todo momento
expresaba sus pensamientos con gran potencia y con un lenguaje de elegante
elección, cuyo efecto se reforzaba gracias a su voz tonante y a una lenta y
cuidadosa pronunciación. En él se aunaban la cabeza más lógica y la imaginación
más fértil. En admirable lección de oratoria -aunque me sorprende que a lo
largo de todo el libro no haya aparecido la figura de Quintiliano y su capital Institutio
oratoria, libro mayor por excelencia para estas artes del discurso.
Confirmando la percepción de Boswell, y a pesar de que la actuación de Johnson a
veces contraviniera sus propios preceptos, la claridad de los mismos son de
total actualidad para, si son aplicados, mejorar nuestra vida parlamentaria:
En todo tipo de
discurso, sea placentero, grave, severo u ordinario, conviene hablar con calma,
y más despacio que con premura, pues el discurso que obedece a las prisas
confunde a la memoria, y con gran frecuencia, además de la impropiedad, conduce
al balbuceo y al tartamudeo, al desconcierto u a la machacona insistencia en lo
que debería seguir con naturalidad, mientras que un discurso sosegado reafirma
la memoria, añade una presunción de sabiduría al oyente, y hace más propio el
mismo discurso y el semblante con que se pronuncia. Ya puestos, sin embargo,
completemos los requisitos para el «perfecto orador» que señaló Johnson: Ha
de haber en primer lugar sabiduría, ha de haber materiales; en segundo lugar,
es preciso que haya un dominio de las palabras; en tercer lugar, imaginación,
es decir, la capacidad de colocar las cosas en una perspectiva tal como no
suelen verse; en cuarto lugar, es precisa la presencia de ánimo, una firme
resolución de no dejarse vencer por los fracasos. Este último es un requisito
esencial, por falta del cual son muchas las personas que no sobresalen en las
conversaciones. Sin ir más lejos, a mí mismo me falta; echo a perder la partida
entera por no ganar una sola baza. En resumen: La oratoria es el poder
de derribar los argumentos del adversario y poner otros en su lugar. El «rizo
rizado» de la pasión dialéctica nos lo revela Boswell para que tengamos
conocimiento de la sutileza metodológica del «Doctor sutil», y en ese
retorcimiento sí que me reconozco plenamente: Le gustaba desplegar su ingenio en
cualquier discusión; por consiguiente, a veces en una conversación defendía
opiniones acerca de cuya improcedencia y yerro era consciente, si bien en su
defensa ponía en juego todo su raciocinio y su ingenio. […] Lord Elibank
[Patrick Murray, a quien Johnson menciona, por haberlo visitado en su casa, en
su Un viaje a las islas occidentales de Escocia] tenía desmedida
admiración por esta capacidad. Una vez me dijo que «cualquiera que sea la
opinión que defienda Johnson, no diré que me convenza, pero sí que nunca deja
de mostrarme que tiene excelentes razones para manifestarla.» Sobre el
carácter competitivo de Johnson poco hay que decir, porque él sabía
perfectamente que la dialéctica es la forma civilizada de la lucha física, que
se trata de una «contienda» y que no está solo en juego el triunfo relativo de «tener
la razón», sino de derrotar al adversario: Cuando un hombre voluntariamente se
enzarza en una controversia, ha de hacer cuanto pueda por rebajar a su
adversario, porque la autoridad que emana del respeto de que uno goce tiene un
gran predicamento sobre la mayoría de las personas, a menudo mayor que todo
razonamiento. Si mi antagonista emplea mal la lengua cuando escribe, aun cuando
eso no sea esencial a la cuestión, lo zarandearé y lo vilipendiaré por su mal
uso de la lengua.» BOSWELL: «Y no podrían darse entre ellos muy buenas
conversaciones sin que se compita por la superioridad?» JOHNSON: «No sería una
conversación animada, pues, de serlo, resulta indispensable que uno u otro
salga vencedor.» A pesar de todo lo expuesto hasta aquí, Johnson era también
muy consciente de que la verdadera dedicación de un orador no había de ser la
discusión con otros, sino la apropiación de la sabiduría a través del único
modo posible, entonces y ahora: la lectura: Los cimientos del saber -afirmó-
han de plantarse con la lectura. Los principios generales hay que extraerlos de
los libros, si bien es preciso ponerlos a prueba en la vida real. En las
conversaciones nunca se adquiere un sistema. Con todo, era consciente de
que la lectura no era una afición ni extendida ni popular: Johnson: Es
extraño que se lea tan poco en el mundo y que se escriba tanto. La gente en
general no siente mayor inclinación por la lectura si puede encontrar otra
ocupación que le entretenga. Tiene que mediar para la lectura un acicate
externo: emulación, vanidad, avaricia. El progreso que el entendimiento logra
por medio de un libro tiene en sí más molestias que placer. A pesar de es
conciencia superior de la virtud de la excelencia por lo que se refiere al uso
de la razón, a Johnson no le dolían prendas si había de retractarse por algún
error, como recoge Boswell: Una dama una vez le preguntó cómo había podido
definir cuartilla, referido a la anatomía equina, como “la rodilla de un
caballo”, y respondió al punto: “Por ignorancia, señora; por pura ignorancia”.
Si hay una vida miscelánea esa es la de
un autor que ha dejado tan importante colección de dichos, apotegmas y
aforismos que la lectura de su biografía viene a ser como un vademécum de citas
brillantes con las que deslumbrar siempre en cualquier reunión, aunque se ha de
tener, para ello, muy buena memoria y una gran sentido del don de la
oportunidad: una cita mal encajada arruina cualquier reputación…,ya se sabe.
Ese fue un vicio, la pedantería, en el que nunca cayó Johnson, ¡antes al
contrario!, era más frecuente que pasara por un patán, por un gañán, que por la
persona ilustrada hasta la extenuación que era, y a él le gustaba alimentar esa
imagen distorsionada de sí mismo: se consideraba hijo de su villa inglesa,
Lichfield, en la que cifraba el súmmum del mejor acento inglés, como le dice a
Boswell cuando lo lleva para que se empape de él…
Recordemos que, hijo de librero siempre
en apuros, Johnson conoció los rigores de la pobreza, y que ni siquiera pudo
culminar sus estudios en Oxford, donde estudió solo once meses. Su título de
Doctor es honorario y le fue expedido por el Trinity College de Dublín. Desde
que llegó a Londres, él sí, con una mano delante y otra detrás, pero ambas
prestas para escribir lo que fuera para sobrevivir, la carrera de Johnson
transcurrió en la más absoluta oscuridad y anonimato imaginables. Lo suyo fue,
pues, un caso excepcional de determinación filológica incomparable. Fue un
hombre conservador, simpatizante del partido tory, y con no pocos puntos de
vista sociales y políticos muy discutibles: El
vulgo es hijo del Estado. Si alguien pretende enseñarle doctrinas contrarias a
lo que el Estado aprueba, los magistrados bien pueden y deben poner coto a sus
pretensiones, se atreve a decir con total convicción; algo que, en nuestros
días, ha repetido la ministra socialista de Educación para horror de cuantos la
hemos escuchado.
Si un libro que detestaba, Vida y opiniones
del caballero Tristram Shandy, le llevó a decir que no perduraría,
cometiendo un fallo garrafal de apreciación estética, no es menos cierto que este
llevaba un título muy adecuado para la biografía de Boswell, porque,
relativamente parco en noticias biográficas propiamente dichas - En esta obra he sido más
cauto y reservado y, si bien no digo nada más que la verdad, he tenido muy en
cuenta que toda la verdad no siempre ha de exponerse, dice Boswell-., el libro
se recrea constantemente en las más que variadísimas «opiniones» del famoso
autor. ¡Y las tiene para todo, desde la independencia de las colonias americanas
hasta la educación, pasando por cualquier materia que caiga bajo la red extensa
de su preocupación intelectual: donde caza de todo: mayúsculo y minúsculo!
Recordemos que se declara radicalmente contra la esclavitud, y dio ejemplo con
el criado negro, Francis Barber, de origen jamaicano, que le fue fiel en vida y
muerte, y a quien Johnson dejó una generosa pensión. Aparece en el libro la
discusión judicial que hubo sobre la rebeldía de un esclavo negro que se negaba
a asumir tal condición en territorio inglés y a quienes los jueces reconocieron
como hombre libre a todos los efectos y en todo el territorio de Gran Bretaña,
en pleno desarrollo aún del denigrante comercio de esclavos en todo el mundo.
Toda la vida inglesa, pues, que abarca la del protagonista
del libro desfila por sus páginas, y hay referencias de todo tipo, desde la persecución
y muerte de la minoría católica hasta los más pequeños detalles, como lo que se
presenta como el invento de la «sangría»: Ese brebaje que los hipócritas
llaman “obispo”, hecho a base de vino, naranjas y azúcar y que a Johnson
siempre le había gustado, aunque Johnson, debido a sus muchas enfermedades,
abandonó enseguida la bebida y se redujo al té, que bebía, literalmente, por
litros. La rareza de Johnson ha de extenderse, como es lógico a su vida
privada, y a su matrimonio con Elizabeth Porter, quien era 21 años mayor que él
y aportaba tres hijos a tan curioso matrimonio, aunque durante muchos años Johnson
vivió separado de ella al iniciar su aventura londinense sin tener siquiera un
techo bajo el que guarecerse para dormir. A Boswell se le escapa alguna vez la
perplejidad sobre de dónde sacaría Johnson el tiempo para poder llevar a cabo
trabajos tan densos y complejos como en los que él se sumergió, pero hemos de
recordar el pertinaz insomnio que aquejó durante toda su vida al autor, y que
él supo aprovechar con una eficacia que solo podemos valorar aquellos que también
lo padecemos e intentamos que no se convierta en una tortura.
La afición de Boswell a las Letras se manifiesta en él desde
la adolescencia, como recuerda el Doctor Percy, Obispo de Driomore: Cuando
era chico tenía una afición desmesurada por la lectura de novelas de
caballería, afición que conservó durante toda su vida, a tal punto que cuando
pasó parte de un verano en mi casa parroquial, en el campo, eligió como lectura
de diario la antigua novela española Felixmarte de Hircania, en
un volumen en folio, del que dio cuenta casi por entero. Y sin embargo le he
oído atribuir a esas extravagantes lecturas esa desasosegante inclinación del
ánimo que le impidió dedicarse a una profesión fija. No es, como
comprobarán los lectores de habla española la única referencia a la cultura
española que hay en esta vida escrita por Boswell. Hay una referencia a Quevedo,
si bien en boca de Mr. Cambridge, amigo suyo: Un escritor español ha
expresado ese concepto de forma poética. Luego de observar que la mayoría de
las edificaciones de Roma ha perecido del todo, mientras el Tíber fluye igual
que siempre, añade: Lo que era firme huyó, y solamente/lo fugitivo permanece y
dura. Se refiere, obviamente, a
Quevedo y su soneto A roma sepultada en sus ruinas, cuyo último terceto
dice así: ¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,/ huyó lo que era firme y
solamente/lo fugitivo permanece y dura! Es extraño, sin embargo, que no
figure una nota del traductor a pie de página en la magnífica edición de Acantilado.
Y hay un par de alusiones de dos refranes españoles, uno de ellos lo he
localizado rápido; pero del otro no he encontrado ni rastro: «Como dice el
proverbio español, “quien a casa quiere llevarse la riqueza de las Indias, la
riqueza de las Indias ha de llevar consigo”. Así sucede al viajar: el hombre ha
de llevar consigo el saber si aspira a volver de saber cargado.», dice
Johnson en el libro. Sin embargo, no he encontrado ese refrán ¡ni en la magna
obra de Sbarbi…!
La habilidad de Boswell consistió en saber captar la más
vívida imagen posible de Johnson, y quien lee esta monumental biografía acaba
convirtiéndose en testigo cordial del desarrollo de una hermosa amistad entre
los dos hombres, quienes incluso hicieron una viaje a las Hébridas, las islas
escocesas, que dieron lugar a dos libros, el propio de Johnson y el diario del mismo
viaje que escribió Boswell. Cuando no compartían su tiempo en Londres, mantenían
una fluida correspondencia en la que se advierte el papel de mentor que ejerce
Johnson sobre el joven Boswell, adentrándose, incluso, en ámbitos de su más
estricta intimidad. Como auténticos amigos íntimos que llegaron a ser, se
producen, a veces, ciertos roces de los que quedaron manifestaciones
epistolares y que Boswell usa generosamente en su biografía, del mismo modo qie
incluye un generoso cuerpo epistolar que Johnson puso a su disposición y/o que
él supo recabar de las amistades del insigne escritor. A este respecto, qué
duda cabe que lo más elocuente es insertar una de las cartas de Johnson a
Boswell, porque de ella deduce cualquier lector el inmenso afecto que se
dispensaron ambos hombres, a los que les separaban nada menos que un abismo de
31 años:
«13 de julio de 1779
Querido señor,
¿qué ha podido suceder, que nos ha convertido en extraños el
uno para el otro? Contaba con haber sabido algo de usted en cuanto llegara a
casa; contaba con saber algo después. He ido al campo, he vuelto y sigue sin
haber carta de mi buen señor Boswell. Confío en que nada malo le haya ocurrido;
si algo malo sucediera, ¿por qué iba a ocultárseme a mí, que bien le quiero?
¿Es acaso un arranque de humor el que le dispone a probar cuál de los dos es
capaz de aguantar más tiempo sin escribir? Si así fuera, uted gana. Pero mucho
me temo que algo se malquiste. Líbreme, pues, de mis suspicacias.
Mis
pensamientos en la actualidad los empleo en adivinar las razones de su
silencio. No espere usted que le cuente nada, aun cuando algo tuviera que
contar. Escríbame; le ruego que me escriba. Hágame saber de qué se trata, cuál
ha sido la causa de esta dilatada interrupción.
Soy, querido
señor, su más afectuoso y humilde servidor.
SAM.
JOHNSON.»
Johnson, que cubrió con su agudeza de pensamiento todos los
ámbitos sociales, no pudo dejar de manifestarse sobre la vida política de su
tiempo, muy dividida entre los whigs, que reclamaban todo el poder para
el Parlamento, y los tories que reclamaban mayores poderes para el rey.
Aunque Johnson, hombre de acendrada piedad, se inscribía entre los tories, lo
cierto es que estaba muy orgulloso de que fuera el pueblo el sujeto soberana a
quien pertenecía, en última instancia la capacidad de dirigir la vida de la
nación. En su primera madurez, tras instalarse en Londres, Johnson solía
escribir sesiones parlamentarias imaginadas, las cuales tuvieron cierto éxito,
pero ante la confusión entre la verdad de las mismas y su condición de ficción,
dejó de escribirlas. No está de más, me parece, a pesar de la extensión de la
cita, que veamos razonar a Johnson sobre estos temas: Está por llegar el
tiempo en el que todo ciudadano inglés dé por sentado que dispondrá de cumplida
información sobre el estado de la nación, tiempo en el que tendrá derecho a ver
satisfecha esa expectativa. Y es que, dejando a un lado lo que urjan los
ministros, o aquellos que por vanidad o interés pasan a ser acérrimos
partidarios de los ministros, en lo tocante a la necesidad de que tenga la
ciudadanía confianza en quienes nos gobiernan, y la presunción de sondear con
ojos profanos los más recónditos rincones de la política, es evidente que dicha
reverencia solo pueden exigirla consejos cuyas deliberaciones todavía no se han
puesto en práctica y proyectos aún suspensos y pendientes de deliberación. Sin
embargo, cuando un designio da en éxito o en fracaso, cuando los ojos y los
oídos de todos son testigos del general descontento, o de la satisfacción
general, sobreviene el momento apropiado para desenmarañar la confusión y para
esclarecer lo oscuro, para mostrar debido a qué causas se ha producido cada
acontecimiento y con qué efectos es probable que termine, para exponer con
todos los pormenores lo que el rumor siempre acuna en exclamaciones del común, o
bien confunde y sume en el desconcierto debido a relatos mal digeridos e
incluso indigestos, para poner de manifiesto, en suma, de dónde proviene la
felicidad o la calamidad, y dónde por tanto es preciso esperar una o la otra, y
para tender, en fin, con honradez y sin tapujos ante el pueblo las indagaciones
que del pasado puedan espigarse y las conjeturas que del futuro puedan
estimarse. […] Y Boswell añadió: Aquí vemos, asumido como principio
incontrovertible, que en este país el pueblo es el superintendente de la conducta
y de las medidas que tomen aquellos que tienen en sus manos el gobierno de la nación.
Es evidente que podría alargar esta recensión con los muy
jugosos juicios de un autor a quien, al margen de su vida, conviene leer en sus
ensayos y en su novelita Rasselas… -escrita, por cierto, para cubrir los
gastos del funeral de su madre-, pero creo cumplida mi misión de «introducir» al
lector en la conveniencia de sumergirse en una obra monumental que le hará
pasar extraordinarios momentos de placer lector. Johnson, extravagante y
atrabiliario, se vuelve un personaje entrañable con quien, a buen seguro, nos
hubiera gustado departir, aunque hubiéramos podido ser víctimas tanto de su
alacridad como de su mordacidad. De
hecho, su aparente desorden era un orden distinto y singular, como él mismo
dejó bien claro: Johnson: La pereza es una enfermedad que hay que combatir,
aunque no le aconsejaría yo que se plegase usted con todo rigor a un
determinado plan de estudios. Yo por lo menos nunca he perseverado en un plan
durante dos días seguidos. El hombre debe leer aquello a lo que lo guíen sus
inclinaciones, pues lo que lee por imposición poco o ningún bien le hará. Un
joven debe leer cinco horas al día, pues así adquirirá un gran caudal de
conocimientos.
¡Cuánto lamento que otro Samuel, Beckett, dejara incompleta
su obra Deseos del hombre, sobre
el curioso ménage de personas que residían en cada de Johnson, quien fue
fiel siempre al precepto de Tomás de Kempis que podría considerarse una magnífica
guía para encarar la convivencia: No te enojes si no puedes hacer a los
demás como quieres que sean, ya que tampoco tú puedes ser como quisieras. Sorprende
en él, eso sí, que, a pesar de su espíritu ilustrado y cultivadísimo,
frecuentador constante de los clásicos grecolatinos, tuviera un miedo cerval a
la muerte. De hecho, aquejado de hidropesía, queda constancia de que los cortes
que se hizo en las piernas para liberar el líquido -¡por si al médico le daba
reparo hacerle las incisiones!- aceleraron su muerte; pero de ese penoso proceso
de consunción de nuestro autor tiene el lector todos los detalles en este
monumento biográfico que es la obra de James Boswell.
¡Feliz lectura!