viernes, 18 de diciembre de 2020

«Els diners bruts de l’honorable senyora Rita», de Xavier Rigall Torrent: la vena corrosiva del humor catalán.

 


Un No-Marlowe cassolà investiga en la Ciudad Inmortal el robo de una herencia en negro procedente de un burdel...  La incorrección política desnudando la corrección política...

De ninguno de los libros de mi biblioteca puedo decir que haya ido corriendo a comprarlo, salvo este de Xavier Rigall. Probé, andando, en la FNAC y en La Central del Raval, pero no hubo suerte -que es propio de las joyas esconderse-, pero, puesto el autor en conocimiento de mi frustración, enseguida me dijeron en su editorial que disponían de ejemplares en La ciutat invisible, una diáfana y bien surtida librería de la calle Riera d’Escuder, casi esquina con la calle Sants. Como de natural soy perezoso, y eso cae lejos de Pl. Universidad, decidí que lo mejor era enchandalarme, atarme a la muñeca el magnífico Polar que me mide hasta el azúcar en sangre…, meter el billete de 20€ en una bolsita de plástico para que no se me esfilargasés al ir a pagar, por efecto del sudor, y llevar otra, un poco más grande, para proteger el libro en el camino de regreso, tan sudado como el de ida. Y así lo hice. Me calcé las Asics (ánima sana in córpore sano), los pantalones y la camiseta y pasando por l’Escorxador -adonde me llevan los pies como norte de la única metáfora que admite el esfuerzo de un fondista fondón-, al que le di cinco vueltas para alargar el entrenamiento, seguí hacia mi destino recóndito. Confieso que, embebido en mi esfuerzo, me pasé de largo y acabé llegando casi hasta donde BCN pierde su vasto nombre y empieza el de L’H, pero eso tiene el correr “a lo largo”. Retrocedí y, después de preguntar a un desconocido, en BCN casi todos lo son, di con la calle, con la librería y con el libro deseado. Pagué con el billete incólume, resguardé la “joya” con la bolsa de plástico, me la puse en la espalda, sujetada por el cinturón de bidones de agua isotónica que es mi gran aliado en los entrenamientos y salí de naja para casa, feliz como el clásico gínjol.

Superada la aventura de la compra, quedaba lo que yo intuía como una divertida travesía lectora desde que conocí los gorjeos del autor en Gorjeolandia, ese espacio aéreo poblada por tantas aves canoras no especialmente afinadas ni todas ellas capaces de una ironía auténtica y divertida, como la que sí practica Xavier Rigall;  la mayoría de esas aves, de hecho, suelen ser más *cañonistas que propiamente canoras, pero la posibilidad de silenciarlas hace más plácida la estancia en la plataforma preferida de los nefelibatas. He ido leyendo muy poco a poco, porque de ese modo alargaba la buena compañía, algo así como ese güisqui de treinta y seis años que se bebe con dedal, aunque lo propio sería haber hecho la comparación con el vodka, pues el protagonista, Bernat Parellada, debe de saberlo todo sobre el vodka, pero yo, como abstemio premium, soy un profano tanto en este como en aquel.

La historia de un detective que se presenta así: No visc a Los Angeles sinó en una ciutat que es pensa que és el que no és y así: Com que soc una persona que sempre vaig a la meva, que no em fico en grupets polítics, culturals, gastronòmics ni de cap tipus, el meu cercle d’amics es força reduït, ya da a entender que es una lectura que se abre con buen pie, porque Bernat Parellada, experiodista, es un ser singular y propiamente periférico al núcleo duro de la realidad impostada en que viven la mayoría de personajes de la ciudad Inmortal, como se suele conocer a Gerona, creyéndose lo que no son y viviendo un permanente «como si» cuya naturaleza perversa va a elucidar el personaje encargado de descubrir al ladrón de una jugosa herencia de casi un millón de euros procedentes de un burdel y no declarados a la Hacienda pública.

Estamos, pues, ante una novela policiaca que hace de la crítica social «al paso», como se pone de manifiesto en la declaración de Martirià Banyuls, un personaje secundario de la trama: Jo soc de família pobra: vaig néixer durant la guerra, la postguerra va ser molt dura, no vaig no estudiar; però és igual, avui estudia tothom i ningú no sap res, uno de sus grandes atractivos, porque nada se libra de los comentario mordaces, uno por activa y el otro por pasiva, de la pareja protagonista del libro: el investigador y quien no tarda mucho en declararse su «secretaria»: Úrsula, el complemento y acoplamiento perfecto para el investigador. Desde que la ávida (de dar y recibir afecto y sexo) Úrsula se cruza en su camino, la investigación acrecienta su interés, porque se trata de un personaje tan polifacético como simple y tan aficionado al vodka como el propio protagonista, y no es el alcohol lo que los hace inseparables, ciertamente, pero a toda esa jugosa información han de acceder los lectores por sí mismos, sin que el crítico atorrante y sicalíptico de turno -léase mi menda leyenda- se lo chafe. Recuerdo que es una novela policiaca, lo que en las películas sería un «thriller» cómico, como, por ejemplo, Detective con rubia, de Frank Tashlin, con una inspiradísima caracterización de Poirot por parte de Tony Randall. Y que transcurre en Gerona, ciudad que le disputa a Vic ser el cor de la Catalunya eterna, pero en la que  vaig anar a aquell quiosc perquè avui dia és molt difícil trobar un quiosc a Girona, i més un que estigui obert el diumenge, i aquell és el que queda més a prop de casa, perquè jo visc en un pis aquí sobre la sagristia. Una ciudad donde, como se queja el narrador-protagonista: En totes les ciutats les oficines públiques se solen posar al centre, a Girona les posen tan lluny com poden y en donde al diario de referencia,  El progrés de Girona,  no hi sortirà mai cap notçicia que faci quedal malament els que manen a la ciutat.

 En el plano de la literatura, he de reconocer que el modelo más cercano, si bien en lengua distinta, es el del detective loco de Eduardo Mendoza, que nos dio dos memorables obras iniciales y tres secuelas infumables. Buena parte del humor que construye Rigall con una naturalidad envidiable y un ritmo conseguidísimo tiene, a mi profano entender, ese toque del absurdo chocando con el establishment y las necedades de la corrección política, porque en la novela de Rigall, dicho sea  en plata, no se salva ni dios…, como esa calle de Santa Clara, la más posh de Gerona, a la que los socios anticapitalistas que apoyan al alcalde, lo que a este no le importa porque no hi ha cap problema, són tots nois de casa bona,  quieren renombrar como Calle Hugo Chávez, aunque el partido Ultraroig hace campaña para evitarlo, porque era un tebi, un revolucionari de pacotilla. Los ultrarrojos quieren que le pongan Ióssif Stalin. Más allá de la referencia literaria de Mendoza, y ciñéndome a la literatura propiamente en catalán, reconozco que las «maneras» de Rigall me han recordado mucho las de uno de mis escritores favoritos, Llorenç Villalonga, cuya obra L’hereva de dona Obdulia, siquiera sea por la cercanía del título, me la ha recordado. Insisto, son de géneros muy distintos, pero la ironía que desmonta el negoci moral de la burguesía provinciana sí que la reconozco en esta novela de Rigall.

La capacidad crítica del autor halla siempre, a cada paso de su dúo protagonista, motivo de mofa, de befa y aun de escarnio. Desde la ex del protagonista, que es una jefa de los mossos, de aquellas «de armas tomar», hasta el novio de la hija de ambos, Ferran, que es la encarnación viva de la corrección política tontuna,  pasando por el alcalde y otros personajes menos relevantes y aun episódicos, el autor no desperdicia la ocasión de enfrentar una realidad pacata a la acción corrosiva y casi anárquica de la pareja protagonista, en el fondo dos moralistas amorales dispuestos a cualquier transgresión pero respetando principios sagrados de los que permiten vivir con fidelidad a uno mismo para no saberse parte del negoci -este bastante más brut  (¡casi brut nature!) que los dineros que hereda la señora Rita- del que hablaba antes.

O yo tengo un sentido del humor disparatado, que bien podría ser, o hace mucho tiempo que no caía en mis manos una novelita en catalán tan divertida y con un humor tan gratificante, porque está construido sobre la burla eficaz de la hipocresía, del cinismo y del lenguaje y la acción políticamente correctos, como se advierte en este reconocimiento del autor, profesor en sus ratos «no libres»..: En molts instituts és difícil fer classe: els professors poden ser més bons o menys, més treballadors o menús, més conscienciats o menys, però poc poden fer si les circumstàncies impedeixen que puguin fer res.

Está claro que Parellada no es Marlowe, ni Gerona es Los Angeles, pero a cualquiera que se plantee leer algo divertido e inteligente, como ha de ser siempre el mejor humor, que no lo dude, Els diners bruts de l’honorable senyora Rita es «su» libro y lo recomendará tan fervientemente como yo lo estoy haciendo, porque en estos tiempos covideños de distancia, miedo y prevención, echarse unas risas, y a veces carcajadas, no tiene precio… ¡Cómo no va a empatizar un lector que se define tan apodícticamente como el narrador-protagonista:

-Bernat -em va demanar l’alcalde-, tu com et definiries ideològicament?

-En essència, podríem dir que la meva ideologia preferida és la que em toqui menys els collons.

Quienes hayan vivido en Gerona, como yo tuve la suerte de hacerlo cuando nadaba para el GEiEG, allá por los 70 del pasado siglo, tendrán el plus añadido de disfrutar del modo como Rigall afronta una historia «provinciana», hoy en día diríamos vegueriana o «comarcal», con la facilidad con la que el escalpelo abre camino a las manos del cirujano para poner al descubierto esos males enquistados de los microcosmos... La habilidad del autor para la construcción de los personajes, aunque tienda hacia la parodia y el sainete -en la bienhumorada tradición de Pitarra o del Rusiñol de La niña gorda-, aumentan el disfrute del lector. Al fin y al cabo, la máxima creación de la novela es la del primer personaje, el narrador, al hilo de cuyas palabras seguimos, regocijados, las aventuras de los protagonistas. El magnífico catalán coloquial de la obra, alejado de las empingorotadas ínfulas del noucentisme hard core, hace la lectura adecuada incluso para lectores que no tengan el catalán entre sus lenguas habituales o entre quienes lo tengan como lengua pasiva después de haberlo estudiado algún tiempo. Lo digo porque dudo mucho de que el humor de la obra, con resortes tan lingüísticos en muchas ocasiones, funcione de igual manera en una traducción, aunque es cierto que hay muchos pasajes en los que el humor se desprende de la acción y no tanto de la lengua en que se narra.

Bueno, pues ya lo sabe todo el mundo (que tenga a bien leer esta recensión, por supuesto…): Els diners bruts de l’honorable senyora Rita es todo un indiscutible placer lector.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

«El misántropo», de Menandro y «El misántropo» de Molière: dos aproximaciones distintas y un mismo «error» verdadero.

 


El difícil rechazo de la propia especie: la misantropía o el hartazgo de la sociabilidad reptiliana: verdad y caricatura de una caracterología. 

         Grande ha sido mi decepción. Tan grande como grandes son los autores a lo que revisito llevado por la emoción de confirmar lo que yace en el inconsciente colectivo: que ambos textos habían fijado «de una vez por todas» un carácter tan particular y reconocible como el del «misántropo».  Vivía con esa idea, pero la relectura de ambas obras me ha convencido de que las dos apenas se quedan en la superficie más tópica del retrato de ese carácter más extendido de lo que se cree y menos conocido de lo que se piensa. De hecho, ¿quién no se ha reconocido como misántropo alguna vez, superado por las exigencias de la vida en sociedad o por los compromisos familiares, de amistad y de  mera solidaridad, tan frecuente en nuestra sociedad? ¿Quién hay que no haya llegado a la conclusión de Alcestes, al final de la obra de Molière?: Traicionado por todas partes, abrumado por mil injusticias, voy a huir del abismo en que triunfan los vicios y a buscar en la tierra un lugar retirado donde pueda permitirme la libertad de ser un hombre de honor. Es decir, que a lo largo de la obra, el temible misántropo cultiva su carácter casi como un disfraz que le ahorra ciertas inconveniencias de la vida social, y le permite sustraerse a compromisos que juzga indeseables, siempre, eso sí, que esa careta con que pone freno a la relación con los demás no le impida conseguir el amor de a quien desea con fervor, lo cual ya nos permite dudar de la «seriedad», digámoslo así, de su misantropía. Ese «lugar retirado» es en el que vive el misántropo de Menandro, cuidándose de sí y conviviendo con una hija, pero rehuyendo todo otro trato con sus iguales, incluso con su propia mujer, de la que vive separado. Cnemón está orgulloso de su manera de ser, y le parece propiamente un ideal, tal y como le revela a su hijo: No es propio de un hombre hablar más de lo debido. Sin embargo, tienes que saber algo, hijo, pues quiero decirte unas pocas cosas sobre mí y mi carácter. Si todos fueran como yo, no habría tribunales, ni los hombres llevarían a la cárcel a sus semejantes, ni habría guerra, cada uno se contentaría con tener lo justo. Pero quizá os agraden más las cosas como son. El enredo de la obra, que incluye un romance y exige un final feliz, implica que Cnemón caiga en un pozo y que sea rescatado por su criado, razón por la cual entra él en la razón de no impedir que se acerquen a su hija con la intención de desposarse con ella. En la Comedia Nueva, la propia de Menandro, había un propósito moralizador que no lo hay ya en el teatro de Molière, aunque en este el carácter del personaje se define de forma más exhaustiva y Alcestes se declara por extenso e intenso sobre -y en eso coincide con Cnemón- lo contento que está con su propia manera de ser: Nada aborrezco tanto como las contorsiones de todos esos grandes hacedores de protesta, esos afables donantes de frívolos abrazos, esos obligados voceros de inútiles palabras que con todos realizan alardes de cortesía y tratan de igual modo al honrado que al fatuo.  […] La estimación tiene como base alguna preferencia, y estimar a todo el mundo es no estimar a nadie. […] Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que no hace del mérito ninguna diferencia; quiero que se me distinga, y hablándoos con franqueza, ser amigo del género humano no me cuadra en absoluto. […] Quiero que el hombre sea hombre, y que en cualquier momento se revele el fondo de nuestro corazón en nuestras palabras. […] Me hiere y me disgusta mortalmente ver la complacencia que se tiene para el vicio; y a veces siento impulsos repentinos de huir a un desierto, del trato de los hombres. Tan es así, que uno de sus interlocutores ha de recordarle la necesidad que tenemos de sociabilidad, razón por la cual hemos de practicar la tolerancia para con los demás, alejándonos del rigor del juicio severo que nos aísla: Hay que apenarse un poco menos por las costumbres de la época y disculpar un poco más la naturaleza humana. […] En el mundo, es preciso saber ser tratable; a fuerza de cordura, podemos hacernos insufribles. Alcestes, al final, es víctima de ese severo  carácter suyo insufrible que no acepta los términos medios de una discreta mentira en aras de la convivencia. Pagado de sí mismo, reconoce, sin embargo, que su propia tranquilidad espiritual depende de ser amado por quien en modo alguno está dispuesta a transigir con esa endemoniada y altiva manera de ser que mira a todo el mundo por encima del hombro, como cuando desprecia al poeta que busca la alabanza y solo recibe la destemplanza: ORONTE: ¿No podría saber lo que os parece mi soneto? ALCESTE: Francamente, es como para guardarlo en un bargueño. En estos enredos sociales de menor interés se desenvuelve la obra como un fresco social en el que la misantropía no acaba de perfilarse adecuadamente, sino como un rechazo al trato que proviene delo que podría ser una justificada esquivez de la trivialidad, la banalidad y la superficialidad, a juzgar por cómo se describen otros personajes de esa sociedad de la que el misántropo quiere alejarse, como este en boca de Celimena: Es un hombre todo misterio, de pies a cabeza, que os lanza al paso miradas enfebrecidas, y que sin tarea alguna que se conozca, anda siempre atareado. Os habla siempre con abundancia de gestos, y, a fuerza de cumplidos, fatiga a todo el mundo; dispone siempre de un secreto, que comunica en voz baja […] y ese secreto luego resulta que no es nada […], y lo dice todo al oído, inclusive los buenos días.

         Bien se advierte, pues, que tenemos, en la literatura, un cierto problema con la misantropía que no raye en lo delictuoso de Unabomber, ni en la psicopatología, al estilo del personaje cinematográfico de Mejor…imposible, de James L. Brooks o de un personaje real como el autor de El guardián entre el centeno, J.D.Salinger, cuya aversión, más que a sus semejantes, lo era contra los media. En cualquier caso, lo que está claro es que la misantropía tiene más de tópico caracterológico que de realidad explorada psicológicamente hasta sus últimas consecuencias, acaso como lo intento Herman Hesse en El lobo estepario, una obra que no admite una relectura pasados los preceptivos veinte años de la primera; pero eso les ocurre a muchas novelas de las que solemos calificar como “de ideas”, que envejecen muy mal.

         A mi modesto entender de persona usualmente cordial, de fácil trato y dispuesto a pegar la hebra con el mismísimo Mefistófeles, si se tercia, la misantropía tiene más de reacción pasajera y defensiva que propiamente de una personalidad cuajada e inmodificable que nos acompaña a lo largo de la existencia. Es cierto que hay personas incompatibles con la vida y que escogen, a la que pueden, el camino de desparecer de este mundo, y todos mis respetos para ellas. Otros son huraños, esquivos, malhumorados y de trato prácticamente imposible, lo cual no implica que ello afecte a cualquier semejante, sino solo a algunos en particular y por razones que a esas mismas personas se les escapan. El mal genio, que sería la máxima atenuación de la misantropía, está tan extendido que, si por ello juzgáramos a las personas, poca sociedad cordial iba a quedársenos. Ebenezer Scrooge es una simplificación ternurista del misántropo, y me parece más apropiada la inteligente plasmación de ese carácter que nos encontramos en La piedra lunar, de Wilkie Collins, en la persona del mayordomo Betteredge, lector ferviente, por cierto, de las aventuras de un hombre «reducido» a la soledad por causa de fuerza mayor, lo que equivale a una suerte de misantropía obligada que solo se atenúa con el descubrimiento y la evangelización de Viernes.

         A todos en un momento u otro nos molestan nuestros semejantes y todos hemos deseado, como Alcestes, retirarnos a una isla desierta donde no nos importune la presencia de los demás, con sus expectativas o sus exigencias respecto de nosotros. Son muchas las personas cuyo ideal de vida consiste en colgarse de la frente la percha de cartón de los hoteles que nos asegura un descanso más largo del habitual: Please Do not Disturb…, y hay no pocas personas que con su frialdad polar marcan unas distancias que hacen imposible siquiera el acercamiento de la cortesía mínima que garantiza la convivencia. Pero tengo para mí que lo que demasiado alegremente llamamos misantropía, es decir, en toda su crudeza: «odio a nuestros semejantes», solo puede darse si media una de esas perturbaciones mentales graves que he señalado con anterioridad. Creo que estamos determinados genéticamente, como especie sociable que somos, a la colaboración con nuestros semejantes, y que solo a través de esa cooperación forjamos, incluso, nuestra personalidad individual. De ahí, por lo tanto, la dificultad intrínseca para perfilar el «tipo» literario del misántropo, cuyas personificaciones siempre acaban pareciéndonos «acartonadas», «envaradas», ajustadas a un patrón fácilmente reconocible, pálidos reflejos, en definitiva,  de lo que el terrible concepto contenido en el calificativo, «odio»,  suele provocar. No es menos relevante, a los efectos de estas consideraciones, que tanto Menandro como Molière nos hablen del misántropo en dos comedias con las que nos quieren hacer reír, porque, para ellos, como para la mayoría de nosotros, la misantropía, peca más de ridícula que de peligrosa para la paz social.

 

 

domingo, 6 de diciembre de 2020

«Orbe», de Juan Larrea: el testimonio autobiográfico de un ultraísta vital.


 

«Yo soy el protagonista, hoy yo soy el protagonista, yo soy mi protagonista», frase obsesiva y gratuita que durante un día entero salió mil veces de mis labios en Madrid 1929.

         Juan Larrea, en una excelente, pero cortísima, entrevista concedida a RTVE, para el programa A fondo, presentado por Joaquín Soler Serrano, una joya videográfica para la literatura española y universal, se define como  «ultraísta», pero no como miembro del efímero movimiento vanguardista encabezado por  el portentoso poeta Vicente Huidobro, sino ultraísta del «Plus Vltra» del escudo de la bandera de España. Larrea es un poeta de la trascendencia, un poeta que vivió su vida poéticamente -aventurero del espíritu, se autodefine- , sometido al gobierno que el azar, la casualidad, lo inesperado y lo subconsciente le determinaron a lo largo de su vida, regida por decisiones, como la de irse de España a Francia o de Francia al Perú, dictadas por «arrebatos» del azar que tiraban de él en cualesquiera direcciones que siguió en su asendereada vida. O como él mismo se retrata en estas páginas: Nunca me he poseído totalmente, es decir, nunca mi yo percibido como tal ha sido dueño de las fuerzas que han manejado desde dentro de mí mi vida. […] Vivo en una niebla pertinaz de mí mismo.

Recordemos que con cuatro años fue enviado desde Bilbao a vivir en Madrid con una abuela y que, después, hace el bachillerato en Miranda de Ebro. Ignoro si en régimen de internado o en casa de algún familiar, pero a lo que voy es a que por fuerza hubo el joven Larrea de desarrollar un carácter introspectivo, como lo demuestra, más que en su poesía, un género que cultiva desde los 12 años, pero que abandona en 1930 la poesía, coincidiendo con el paso hacia el «más allá» vital que significa el viaje a Perú con su mujer embarazada, de la que recuerda esta hermosa coincidencia del azar objetivo surrealista: Me acuerdo también de que al planear mi viaje a la cordillera del Perú me di cuenta, al pensar que tenía que pasar por Arequipa y encontrándose Guite embarazada, que la palabra Arequipa en un trastrueque de sílabas producía Aquí pare. Y en efecto, allí de un modo natural nació mi hoja Luciana. Curioso juego al que también se presta el nombre de mi hija Luz y Ana encontrado por casualidad en un árbol.

Esta reflexión, que aparece hacia el final de Orbe, publicado en España, gracias a los desvelos de Pere Gimferrer, ¡en 1990!,  es la que abre las que haré a partir de ahora para celebrar este texto autobiográfico de Juan Larrea en el que podemos descubrir buena parte de la personalidad que alumbró su poesía y  el ensayismo de carácter simbólico en el que se afanó durante el resto de su producción literaria, empezando por la devoción fraternal con la que dedicó  largos años de su vida al estudio de la obra de a quien él consideraba propiamente como su hermano: César Vallejo. A pesar de la valiosa colección de arte precolombino que logró reunir en Perú, gracias al dinero de la herencia que le tocó tras el fallecimiento de su madre, y de la dedicación al más importante poeta peruano de toda la Historia del país andino, la vida de Larrea es una prodigiosa mezcla de azares que se mezclan con una dedicación intelectual que deja atrás el mundo de la poesía para meterse en la investigación de esos misterios numinosos en los que creía tan lúdica pero fervientemente. A lo largo de Orbe advertimos algunos de ellos, como el de la fijación con los décimos de lotería de Navidad que supuestamente ha descubierto que le habían de tocar:  pensé que era ocasión de adquirir el medio billete de Navidad que había decidido comprar. […] Estos días he pensado que la cifra numérica del billete debía atraerme sin saber por qué, llevando en sí una significación que solo conocería más tarde. […] Regresé al punto de partida, entré a la lotería y pedí que me enseñaran los billetes que tuvieran. Solo tenían tres. Un medio billete del 6614 y dos billetes enteros. Adquirí para mí el medio billete y, cumpliendo el encargo de M.L., compré un décimo de uno y dos del otro que quedaban. ¿Qué habrá en la vida que no esté relacionado? o como el revelado en la entrevista mencionada, el ganador de una carrera de caballos también entrevisto por azar,  quizás porque el nombre del caballo, Baccarat, alude a un juego de cartas y, por metátesis, también puede asociarse con la palabra  baraka, “capacidad de hacer milagros” en árabe, ¡ni el mismísimo Larrea podía explicar la auténtica razón, salvo que se vio impelido a apostar por él todo su dinero y ganó!

Orbe, en la medida en que fue escrito a modo de diario personal y sin la intención de publicarlo, es un texto muy apropiado para «conocer» a Larrea o, por lo menos, la versión de sí mismo que él nos da con notable sinceridad, si atendemos a cómo entramos en el texto:  Mi insuficiencia nerviosa unas veces me produjo enfermedades o trastornos físicos, después obsesiones, después ambas cosas a la vez. Ahora solo complicaciones psíquicas. […] Imposibilidad de interesarse por otra cosa que no sea yo, con una constante y obsesiva introspección. Cosa curiosa porque la sensación del yo no existe. Este tipo de revelaciones psíquicas: la sensación del yo no existe nos va a ir marcando la lectura, pródiga en planteamientos y muy parca en conclusiones, porque el pasmo de Larrea ante la realidad procede, siempre, de la percepción intuitiva de los hilos misteriosos que tejen la realidad tal y como se nos ofrece a los sentidos. Pero no rehúye, con todo, la definición que se aproxime a lo que nos quiere dar a entender: El yo es la capacidad de ver, de inteligir la realidad objetiva y subjetiva. Y es la realidad misma, situada en punto muerto de la transmutación de dos elementos, puesto que en cuanto el yo se enferma o baja simplemente de presión, el sentido de la realidad se ausenta y cae por los despeñaderos de su propio vacío. Seguir el desarrollo de Orbe tiene un aliciente añadido nunca sabemos, de una página para otra, sobre qué aspecto de la realidad va a recaer la atención del autor, exceptuando su propia persona, que es un a modo de hilo conductor del diario, por más que las digresiones acaben convirtiéndose en «claves» para entender la personalidad del escritor.

Ser un excelente poeta visionario y un ultraísta vital militante en modo alguno garantiza que tus opiniones políticas tengan un plus de racionalidad o de interés objetivo, porque el modo francamente «peculiar» de entender la realidad de un personaje como Larrea le puede conducir a sustentar opiniones tan encontradas como las siguientes: En el estado actual del mundo creer en las imaginaciones de justicia social universal propuestas por las clases trabajadoras es una ingenuidad de espíritus simples, que no llegan a apercibirse de la mayor justicia a que el mundo tiende a través de su inconsciencia y Alemania tiende hacia un nacionalismo rabioso. Nacionalismo que por una parte pone dique a todo peligro bolchevique y por otra moderará el espíritu excesivamente posesivo de Francia. No hay que asustarse de los gestos de los hitlerianos, antes por el contrario son la mejor garantía del destino colectivo del mundo. Quizás su convencimiento de que el tiempo que rige a la humanidad es distinto del que rige a cada hombre explique hasta cierto punto su peculiar análisis político, una realidad sobre la que no abunda en demasía en el libro, ¡gracias a Hermes!

Recordemos que Larrea pertenece a una época en la que no solo las vanguardias artística defienden el «irracionalismo», sino también ciertos movimientos políticos, como los fascismos de los 30. Añadamos la atención que se le presta en aquellos años 20 y 30 a los fenómenos paranormales y a las experiencias ocultistas que ya había sembrado la generación modernista anterior: Pessoa y Hitler, por ejemplo, coincidían en la misma pasión por el ocultismo; Valle-Inclán los precedió con su obra La lámpara maravillosa y el «reinado» de Madame Blavatsky y su «tesosofía». El Berlín de finales de los 20, por ejemplo, era un auténtico hervidero de predicadores farsantes a cuyo lado los telepredicadores de las televisiones usamericanas son auténticos charlatanes de feria. No estoy diciendo en modo alguno que la pasión de Larrea por lo críptico y lo misterioso linde con el charlatanismo porque la motivación simbólica de ese mundo que subyace al mundo de la cotidianidad forma más parte de la semiología que de la chalanería. Por otro lado, la considerable importancia que Larrea concede a los sueños, siguiendo, sin duda, el poderoso influjo que en el surrealismo en el que le encuadraron artísticamente tuvo el famosísimo libro de Freud: Los sueños, abre un capítulo de enorme importancia en su biografía: ¿No habrá otras realidades impalpables, otros mundos que dejan su huella en la formación del sueño? Me interrogo por pura retórica, porque hace mucho tiempo que tengo la seguridad íntima de que esto es cierto y ya otras veces he pretendido analizar algunos de mis sueños con este espíritu, sabiendo que su contenido era más complejo. Tengámoslo presente, porque buena parte de la vida de Larrea se ajustó, también, al contenido de esos sueños, como en el que vio a su hijo rubio, en posición fetal sobre su propio vientre, como un embarazo no solo ectópico, sino extracorporal, justo antes de darlo a luz, o mejor dicho, de que se lo sacaran a la luz con fórceps…

La preocupación teórica sobre la poesía, sus herramientas, sus límites y su función aparece una y otra vez a lo largo de libro, y nunca defrauda, el autor, a la hora de aplicar la lupa hermenéutica, porque, a su juicio, la suya era una época de bajada a los infiernos nuestra época. […] Gerardo de Nerval hizo su bajada a los infiernos, su bajada profética e involuntaria. Rimbaud en su semi-estado de voluntad hizo como que bajaba profetizando la futura y general bajada. Pero él no pudo bajar. Lautréamont se lanzó al vacío. Los surrealistas cayeron dentro, y quizás por ello mismo  el lenguaje empleado por los surrealistas tiende a ser un lenguaje directo, es decir, a ser la expresión inmediata de un estado de espíritu personal correspondiente a cierto estado colectivo. […] Si el hombre tiene voluntad completa, el arte se manifiesta a través de esa voluntad. […] El surrealismo tiende a la manifestación de la voluntad involuntaria, de lo que obra en su inconsciente, de lo que no pertenece en cierto modo a su individualidad. La razón de su preocupación ético-estética procede de la conciencia de estar viviendo una época de crisis no solo económica o social, sino, por lo que a él le afecta, estética, si bien las fuerzas políticas obrantes en aquellos tiempos, sobre todo el marxismo-leninismo, intentan poner el arte a su servicio: Por otra parte, asistimos a la tentativa de imponer al arte una nueva servidumbre, en convertirlo en instrumento de una idea política. Así sucede en Rusia, así en la nueva orientación surrealista. […] Durante estos últimos tiempos el arte es generalmente producto de la represión que la colectividad ejerce exteriormente sobre el individuo. Pero como el individuo obedece en su existencia a las leyes íntimas de la colectividad, el artista es producto de la represión del exterior sobre el interior. Ahí ha quedado formado un campo, el campo del sueño, de los deseos no realizados, de las apetencias individuales que sirve de compensación. Es decir, que tiene un valor religioso.

Del hecho de que la atención de Larrea se fija en los resortes cotidianos de la existencia, deducimos la inmensa curiosidad del poeta por todas las manifestaciones de la vida sin establecer una jerarquía de ningún tipo, ni intelectual ni de clase ni estética: está abierto a cuanto sucede. Y si le gustan las películas de Josef von Sternberg: se diría que en la vida tienen que existir individuos tipos, cuya existencia corresponde a la del complejo de que dependen. Las grandes obras literarias crean héroes que tienen parte de esta significación [Edipo, Peer Gynt, Don Quijote…]. Hoy los films de Von Sternberg parecen estar cargados también de esta calidad, una cualidad que atribuyó especialmente Morocco: Lo mismo me sucedió con el film Coeurs brulés, durante cuya representación me sentí enajenado, sintiendo los ecos de otra realidad diferente existente dentro de mí; de igual modo es capaz de interesarse muy profundamente por el protagonista del asesinato del Presidente francés Paul Doumer, Paul Gorgulof: Me interesaría saber qué es lo que han pensado en limpio Bretón y los demás surrealistas. De Gorgulof poeta se reían los poetas avanzados. De Gorgulof asesino es posible que se hayan reído los que escriben «Descendez les flics, camarades», los que dicen que el acto mejor es tomar un revólver y matar al primer transeúnte. Lindas camarillas poético-revolucionarias, que no viven sino a espaldas de la vida. Viva la política, y ya se advierte aquí una sana y acerba crítica contra un pronunciamiento de Breton que le persiguió toda su vida, una atención, la de Larrea, a ese asesino que me recuerda el análisis que se hace en El hombre sin atributos del criminal Moosbrugger, un personaje que tanta fascinación le produce a Musil; tanto como preciarse de haber leído algo insólito para un poeta surrealista, menos para Juan Larrea, por supuesto:  Acabo de leer la última encíclica de Pío XI (Acerba animi… Sobre la persecución de la Iglesia en México). Curioso documento que se presenta ante mi modo de ser como un modelo de incomprensión; o de leer algo más próximo a sus particulares intereses paranormales: He leído el curioso libro del Dr. Osty, El poder desconocido del espíritu sobre la materia, [Editorial Aguilar, 1932] estudio experimental llevado a cabo con el médium Rudi Schneider.  Nadie, salvo otros aficionados a lo inverosímil deben de acordarse hoy de quién era el Dr. Eugene Osty, un investigador de lo psíquico que estaba a medio camino entre la superchería y la parapsicología, y por cuya descripción lo asocio yo al protagonista de La casa encantada, de Robert Wise, que Larrea quizás haya visto con verdadera delectación… Larrea recuerda también su interés inicial por un caso del que luego se logró demostrar su impostura: Acabo de leer un curioso folleto profético de la Madre Maria Ràfols por demás interesante y significativo. Representa la decadencia del espíritu profético que se complace en la nimiedad, en el detalle. Arroja, asimismo n poca luz sobre la España de hoy y la que está por venir. No tengo tiempo de analizarlo.

A cualquiera en su sano juicio han de sorprenderle estas aficiones de Larrea, porque parecen una extravagancia más propia de alguien perdido en nebulosas mentales que lo alejan del recto uso de la razón, que de un reconocido intelectual que siempre negó haber pertenecido a la Generación del 27, porque consideró que en 1930, con el viaje a Francia, y el correspondiente cambio de lengua, del español al francés,  y luego al Perú, había dado el salto al más allá, en el ultraísmo vital que rigió su vida, por eso acaba el libro con una afirmación tan sustancial como la siguiente: Así como los hechos ocurridos en el tiempo una vez almacenados en la memoria no obedecen ya a la ley del tiempo, sino que son utilizados por el consciente o por el inconsciente con arreglo a otra facultad de asociación de cuya destilación pueden derivarse ideas abstractas más completas, mitos, sistemas, etc., así la vida humana parece estar regida por otras potencias inconscientes que se determinan con los hechos, como si estos ya obraran en su memoria, es decir, despojados de su valor sucesivo en el tiempo. Su asociación parece ser determinada por un mecanismo semejante al de los sueños.

         Acercarse a su obra, sin embargo, y ahí está el éxito que tuvo en su momento entre los lectores españoles que oíamos hablar de él por primera vez en 1970 Versión celeste, es una estupenda recompensa, lo mismo que sumergirse en este Orbe tan extraordinario a fuer de honesto, espontáneo y desprejuiciado.

 

 


 

miércoles, 30 de septiembre de 2020

«Quéreas y Calírroe», de Caritón de Afrodisias y «Efesíacas», de Jenofonte de Éfeso.

La primera novela europea conservada y una brillante secuela: el ideal del amor romántico sometido a la prueba de las mayores adversidades imaginables o la maldición de la belleza… La perfección de un género desde sus inicios.

 

         Ahora que nos llega la noticia de la desaparición de la Biblioteca Básica Gredos, atenta a los clásicos grecolatinos desde su nacimiento, en un servicio cultural a la sociedad de primer orden, equivalente al de la Fundació  Bernat Metge para la lengua y la sociedad catalanas, traigo a este Diario unas impresiones volanderas sobre la primera novela europea conservada, Quéreas y Calírroe y una secuela suya, Efesíacas, a las que  nos introduce la sabiduría helénica de un auténtico especialista como es Carlos García Gual, con traducción de Julia Mendoza.

Diríase que se trata de lecturas para helenófilos o apasionados por las culturas antiguas, pero mi experiencia de las mismas es la de haber leído una muestra del género novelístico, tenido por menor entonces, con un nivel de perfección formal y de interés humano sobresaliente. En mi calidad de devoto lector y apasionado de los clásicos, no por ello estoy exento de ciertas flaquezas humanas, y a veces se adentra uno en obras clásicas de las que ha de salir por piernas que lleven sobre ellas sus ojos, a juzgar por el soberano aburrimiento que deparan las mismas o por la propia incapacidad de degustarlas por falta de contexto, experiencia o sensibilidad. En el caso presente ha sucedido justo lo contrario: leía con ansia y me uncía al relato de las adversidades de los jóvenes enamorados con el pasmo de quien ve usados recursos narrativos propios del género diecisiete siglos después, en el auge de la novela del XIX y en subgéneros como el folletín, con el que comparte no pocos de sus principios básicos, si entendemos que dentro de ese género puedan caer obras maestras como El conde Montecristo, por supuesto.

         Que las tramas giren en torno al amor sometido a la prueba de la separación y al compromiso de morir antes que de ser de otro o de otra, ha hecho pensar que estas obras se dirigían a un público femenino; del mismo modo que las obras de Chretien de Troyes sobre la materia de Bretaña fueron lectura de mujeres en castillos de los que los hombres salían para ir a las Cruzadas durante mucho tiempo. Fuera o no así, es indudable lo mucho que debieron contribuir a la creación del mito romántico, del amor absoluto, de la entrega total, de la devoción casi religiosa a la dama; un bonito repertorio de actitudes que veremos desarrollarse, siglos más tarde, en la llamada «novela sentimental» del siglo XV, en el que uno de sus más preclaros ejemplos Cárcel de amor, de Diego de San pedro, es considerado como el primer best-seller novelístico europeo.

         La acumulación de múltiples episodios, todos ellos actuantes contra el interés supremo de la pareja de reunirse y disfrutar el uno del otro, dotan a la narración de un ritmo realmente trepidante desde el mismo inicio de la novela. Que las intrigas envidiosas desbaraten el matrimonio de los dos jóvenes, provocando un malentendido a resultas del cual el recién esposado acusa a su mujer de serle infiel y le propina una patada en el vientre que la derriba, cayendo ella en un estado catatónica, por efecto del golpe, que lleva a todos a considerar que está muerta, abre una narración en la que la decisiva intervención de unos ladrones que quieren saquear su tumba y la encuentran viva, marca el devenir de la narración: es secuestrada para venderla como esclava, ella, que es la encarnación de Afrodita, por lo que sacarán de su venta más dinero que de cualquier otro robo. El marido, tras descubrir el engaño a que ha sido sometido, no busca más que su propia muerte; pero el descubrimiento de que su amada está viva lo empuja a dejar a sus padres y lanzarse a la aventura de encontrarla para regresar con ella a su tierra, teniendo en cuenta lo que se afirma al principio, cuando se narra su enamoramiento: Fáciles son las reconciliaciones de los amantes, y con gusto aceptan todo tipo de excusas. Junto a esa obviedad, no se recata el narrador del apunte psicológico agudo: la mujer es fácil de engañar cuando se cree amada.

         La narración, ceñida al caso de los amantes, no evita juicios generales ni impresiones subjetivas por parte del narrador, auténtico deus ex machina de cuanto ocurre, en lo que parece complacerse, como si fuera la encarnación de Fortuna y en su mano estuviera determinar por qué penalidades han de pasar los amantes antes de un final feliz -¡discúlpeseme ser un aguafiestas!- que es característico de este género de la novela bizantina. Tómese como ejemplo este juicio sobre los atenienses: —¿Sois vosotros los únicos que no habéis oído hablar de la indiscreción de los atenienses? Es un pueblo charlatán y aficionado a los juicios, y en su puerto miles de sicofantes se informarán de quiénes somos y de dónde traemos estas mercancías. Y les entrará la mala sospecha a esos hombres malignos.

         La descripción de los personajes, como este apunte del narrador sobre Calírroe, va mucho más allá de los «tipos», pues los individualiza y nos permite adivinar una complejidad que los enriquece: De esto se rió para sí Calírroe, pese a estar sumamente afligida (él la creía completamente estúpida), porque se daba cuenta de que ya estaba vendida, pero consideraba su venta más feliz aún que su antigua nobleza, ya que quería librarse de los piratas. Junto a esa técnica, el narrador usa el soliloquio de los personajes con la intención de buscar, apelando a sus sentimientos, la complicidad de los lectores. La belleza de Calírroe es algo así como su salvoconducto, porque al caer todos rendidos ante ella, villanos y reyes, se le da la oportunidad de usarla como arma protectora de su integridad. Veamos el efecto que provocaba: Y entonces fue posible ver que los reyes lo son por su propia naturaleza, como ocurre en los enjambres de abejas, pues todos la seguían automáticamente, como si la hubieran hecho por votación señora por su belleza. Y cómo un beso suyo es capaz de trastornar a quien se lo da: …y a Dionisio se le hundió el beso como un dardo en el corazón, y ya no era capaz de ver ni de oír, y estaba por todas partes cogido en la trampa, no encontrando ningún remedio a su amor.

         La naturalidad con que la protagonista piensa en abortar el hijo engendrado por Calírroe, la misma con la que su esclava le promete que se lo facilitará, sorprende en esta muestra inicial del género, porque durante siglos algo así en la novela europea posterior al Cristianismo estará severamente censurado, y hasta no hace mucho, ha sido una práctica social prohibida. La reflexión patética de la madre, dirigiéndose a su propio hijo, nos recuerda las prácticas de la oratoria y, por supuesto, los modelos dramáticos de las tragedias antiguas: No conviene que tú, hijo, vengas a una vida miserable, que te convendría rehuir incluso si ya hubieras nacido. ¡Márchate libre, sin que te afecten las desgracias, y no oigas nada de las aventuras de tu madre!

         La presencia dosificada del narrador omnisciente no impide que sea un rasgo constitutivo del género: Pero incluso ese mismo día se irritó de nuevo aquella divinidad celosa, y el cómo, poco más adelante lo diré. Quiero contar antes lo ocurrido en Siracusa durante este tiempo. Aquí se revela la estructura en dos líneas paralelas a lo largo del tiempo: por un lado, lo que le ocurre a Calírroe; por el otro, lo que le acontece a Quéreas.  Y el narrador nos lleva de una a otro y viceversa con la decidida voluntad de hacernos creer que cada nueva aventura no solo aleja a los enamorados, sino que hace imposible su reencuentro. Por eso se ve obligado a recordarles a sus lectores que por naturaleza ama el hombre la vida, y ni en las peores desgracias pierde la esperanza de un cambio a mejor, habiendo sembrado en todos esta ilusión el dios creador para que no escapen a una vida desdichada.

         La obra está llena de escenas de mucho mérito, como la despedida de la madre de Quéreas, quien quiere que su hijo la lleve con ella, autorizándolo a tirarla por la borda si era un estorbo para los designios de su hijo: Al decir esto rasgó sus vestidos, y exponiendo sus pecho y sus senos dijo: —Hijo, respeta esto y compadécete de mí, si alguna v3z tuve tu boca sobre los pechos que destierran la pena, que no es propiamente de Caritón, sino, como en otras ocasiones sucede en el texto, una cita literal de la Iliada, usada como tributo y argumento de autoridad, para aspirar a formar parte de una tradición que ennoblezca las aspiraciones literarias del novelista.

         Al narrador le gusta acentuar las paradojas que produce no solo la separación de los amantes sino las escasas informaciones deformados que reciben uno del otro respectivamente, como le ocurre a Calírroe cuando cree que Quéreas ha muerto, razón por la cual le erige una tumba en una colina cercana: —Tú me enterraste a mí primero en Siracusa, y yo a mi vez a ti en Mileto. Hemos sufrido males no solo grandes, sino también asombrosos, pues nos hemos enterrado el uno al otro, pero ninguno de los dos posee el cadáver del otro. Del mismo modo, y como harán muchos novelistas realistas después de él, ve necesario, de tanto en tanto, abrir un nuevo “libro” con un resumen de o ocurrido, de tal modo que no se pierdan los lectores en la multiplicación de episodios que pueden despistarlos.

         La novela, hacia algo más allá de la mitad de la misma, se convierte, de repente, en una novela “de tribunales”, con el consiguiente interés que siempre despiertan en lectores y espectadores las obras que giran en torno a procesos judiciales. En este caso se trata de la disputa entre dos reyes dependientes del rey de Persia, que se disputan la posesión de Calírroe, guardándose uno la baza de Quéroe para desbaratar el intento del otro de que le sea reconocida como su propia mujer. El comentario del narrador lo deja bien claro: En treinta días no hablaron de otra cosa los persas y sus mujeres, más que de este juicio, de suerte que, si hay que decir la verdad, Babilonia era un tribunal. Recordemos que las «causas célebres» han sido una constante en los «novelones» del XIX y aun después. El juicio, como es obvio, se complica porque el rey de Persia acaba enamorándose también de Calírroe y se consume por poder hacerla suya, algo que nos anticipa la propia Calírroe: Los demás, cuando se presentan al tribunal, desean hallar benevolencia y gracia ante él, y yo en cambio o que temo es agradar al juez.

         La sutileza del narrador, sabiendo los lectores, frente a Calírroe, que Quéreas está vivo, lo lleva a imaginar la realidad a través del sueño de la protagonista, porque, tras salir del sueño justo cuando iba a abrazar a Quéreas, y contárselo a su criada, esta la consuela del modo que, para el lector, habría de cumplirse el mismo: —Ten ánimo, señora, y alégrate. Has tenido un hermoso sueño. Abandona toda preocupación, pues lo que has visto en sueños es lo mismo que verás despierta. Eso ocurre cuando ambos amantes se encuentran frente a frente en el tribunal, aunque Dionisio, que la reclama como esposa porque la compró como esclava, le impide correr a su encuentro. El comentario del narrador omnisciente, dueño absoluto de su relato y de sus técnicas, nos sorprende una vez más con una intervención usada recurrentemente por los novelistas a lo largo de la vida del género, que se prevé larga y fértil: ¿Quién sería capaz de describir dignamente el aspecto de aquel tribunal? ¿Qué autor sacó a escena una historia tan extraordinaria? Podría uno pensar que estaba en un teatro lleno de miles de sentimiento, pues había de todo a la vez: lágrimas, alegría, asombro, compasión, incredulidad, ruegos… Amigos como lo fueron, los griegos, de la pureza de los procedimientos legales y democráticos, la jugada del rey de Persia para que Calírroe quede bajo custodia de su mujer, en vez de seguir bajo la de Dionisio es una auténtica filigrana de la razón. Aplazado cinco días el juicio para que preparen sus argumentos, el rey de Persia concluye que Calírroe ha de quedar bajo custodia del juez, porque no es justo que la que se va a someter a juicio sobre quién es su marido venga con un marido al juicio. Me perdonarán mis queridos intelectores, pero una esgrima tan delicada me cuesta Caritón y ayuda leerla en los «productos» novelísticos de nuestros días que, casi por equivocación, acabo llevándome a los ojos.

         La novela está llena de formulaciones de carácter proverbial o filosófico que recoge en buena parte los logros de la filosofía y la literatura griegas de siglos anteriores, por eso al narrador le fluyen de forma tan natural juicios al estilo de este: por naturaleza cree el hombre precisamente aquello que desea; o de este:  Quéreas, al oír esto, se lo creyó sin vacilar, puyes el hombre desgraciado es fácil de engañar. Se trata, en definitiva, de un autor muy consciente de su propio saber y de la tradición cultural desde la que escribe. Por eso no nos sorprende que los giros constantes de la trama los ponga bajo la advocación de los dioses, quienes trastocan en cualquier momento hasta los más firmes designios de los personajes: Se compadeció de él [Quéreas] Afrodita, y tras haber perseguido por tierra y mar a aquellos dos seres, los más hermosos, a los que al principio había enlazado al yugo, decidió devolverlos de nuevo el uno al otro.

         El reencuentro, ya dijimos que esta novela sentimental no admite otro final que el final feliz, no ocurre de forma inmediata, porque aún han de sortear no pocos obstáculos para que la felicidad de la pareja sea completa, aunque el narrador, tan compasivo, se adelanta al anhelo con que leen el público: Creo que esta parte final de la historia va a ser la más agradable para los lectores, pues va a purificarla de las tristezas de los primeros libros.

         Y así es porque así el autor lo quiso, como reza el colofón de la novela: Tal es la historia de Calírroe que he escrito.

A título anecdótico cabe reparar, según nos hace ver Julia Mendoza en nota oportuna, que en esta novela aparece la primera mención de los chinos en la literatura europea, llamados «Seres» por provenir la palabra de si, «seda» en chino. De igual modo, la pulcritud de la edición lleva a la traductora a ilustrarla con unas notas llenas de sabiduría helenófila que harán las delicias de todos los amantes de las misceláneas y del mundo antiguo en general.

¡Que lo disfruten!

La secuela, Efesíacas, cuyo autor nada tiene que ver con el historiador Jenofonte,  es considerada como una obra muy menor en relación con la perfección narrativa de Quéreas; pero he de reconocer que la he leído con idéntico interés, porque las aventuras de Habrócomes y Antía, aun comprimida en mucho menor extensión, nos ofrece motivos literarios de mucha enjundia. Se inicia con la mutua seducción de los jóvenes tras algún malentendido y una profecía del templo de Apolo en Colofón [el templo de Claros, cerca de Éfeso] que dice que, una vez juntos, serán separados y perseguidos por piratas. La sensualidad de Efesíacas es mucho más explícita que en la novela de Caritón, como advertimos en su noche de bodas: yacían desfallecidos por el placer, llenos de pudor y miedo, respirando entrecortadamente. Su cuerpo se estremecía de temblor y sus almas estaban agitadas […] y durante toda la noche compitieron uno con otro, rivalizando en quién se mostraba más enamorado.

Una vez secuestrados, y hecha la promesa mutua de suicidarse antes que ser de otros, el principal objetivo de la trama son los ardides y recursos que utilizan ambos jóvenes para impedir convertirse en objetos sexuales de otros. A veces, sin embargo, la exaltada efusión sentimental de la obra acentuaba los rasgos emotivos de dichas tramas, salpicadas de episodios muy diversos, para gusto, sin duda, de las lectoras, de modo que encontramos «renuncias» tan apasionadas como esta: —Tengo, Habrócomes, tu cariño, y estoy convencida de que soy extremadamente amada por ti. Pero te suplico, dueño de mi alma, que no te traiciones a ti mismo ni te arrojes a la cólera de una bárbara. Accede al deseo del alma, yo os dejaré libres dándome la muerte. Solo una cosa te pido: entiérrame tú mismo y dame un beso cuando caiga sin vida. Y acuérdate de Antía.

Desde falsas denuncias contra quien como Habrócomes se niega a secundar los lascivos deseos de su ama hasta el bandido enamorado, dispuesto a renunciar a sus viles procedimientos para someter a sus víctimas, pasando por el recurso de la pócima en apariencia mortal, como la de Romeo y Julieta, la novelita está llena de motivos narrativos de corte tradicional que ya en aquellos primeros tiempos del género debieron de ser algo así como una señal distintiva del mismo. De hecho, el robo de la tumba de Antía es en todo similar al robo de la tumba de Calírroe, algo que, sin duda, no debía de molestar a los lectores, porque tenían la seguridad de «moverse» en un universo conocido; pero es nuevo, sin embargo, el recurso de representar la epilepsia para impedir un acercamiento sexual a la protagonista. De hecho, cuando la protagonista cuenta cómo fue «infectada» nos ofrece lo que podríamos considerar la primera aparición literaria de los «muertos vivientes», que tanto éxito tendrían después en las películas y las series.

Lo común, con todo, estaba claro: la vivencia de la belleza como una fatalidad que determina el azaroso destino de quienes han sido distinguidas con ella. Las quejas de Calírroe y las de Antía son las mismas, y se resumen en esta imprecación de Antía: —¡Oh belleza traidora -decía-, oh infortunada hermosura! ¿Por qué continuáis haciéndome daño? ¿Por qué os habéis convertido para mí en causa de tantas desgracias? ¿No os bastaron tumbas, muertes, cadenas, bandidos, sino que ahora me meterán en un burdel y un proxeneta me obligará a destruir la pureza que hasta ahora guardaba para Habrócomes?

         Lo dicho, aun siendo secuela, tiene virtudes propias que la hacen de muy apetecible lectura.



 

 

 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

«Vida de Samuel Johnson, Doctor en Leyes», de James Boswell o un monumento biográfico inconmensurable.



Cuando un escritor deviene una «institución» o la insólita pasión de Boswell por la amistad, a pesar de la singularísima idiosincrasia del Dr. Johnson… La vida de una época, de una literatura y de un hombre extravagante y eximio…

         Reconozco, después de haber escrito 67 páginas de extractos de la lectura, mi impotencia absoluta para escribir una recensión que dé una idea cabal de lo que este libro significa no solo en el género de la literatura de la memoria, sino, al mismo tiempo, como retrato de una época gloriosa de las letras inglesas. Que Johnson sea el autor del mas famoso diccionario de la lengua inglesa sería ya un timbre de gloria tan extraordinario que diríase que, a su lado, palidecen cualesquiera otras obras que hubiera podido escribir el autor, y, sin embargo, es el mismo de algunas que se consideran hitos de esas letras y aun de las universales.
         La relación entre Boswell y Johnson, mediando entra ambos una considerable diferencia de edad, tiene un componente de respeto y de afecto mutuo que convierten la obra en una larga conversación que dura dos mil páginas, si bien figura en ella una hermosa muestra epistolar de Johnson, al autor y a otros muchos coetáneos suyos. La rendida admiración de Boswell está clara desde buen inicio, pero, a medida que frecuenta al protagonista, este va reconociendo en el joven Boswell unas virtudes que facilitan el desarrollo de un poderoso vínculo de amistad, lo que no ocurre, por ejemplo, con la mujer de Boswell, que detesta cordialmente al amigo de su esposo, como repite una y otra vez Johnson en sus cartas, cuando, a pesar de no caerle nada bien, le desea lo mejor y no pierde la esperanza de que algún día deje de aborrecerlo, lo que en efecto ocurre.
         Johnson fue una personalidad poliédrica, con una tendencia a la depresión tan marcada como suele ocurrir en los casos de bipolaridad tipo 2. Según Boswell,  el gran cometido de su vida, decía él, no era otro que escapar de sí mismo; esta era la disposición que consideraba la enfermedad de su espíritu, de la que no le curaba sino la compañía .Era un gran admirador de Robert Burton, y consideraba que su libro, Anatomía de la melancolía, era, aligerado de citas, sugería Johnson, lo más importante que se había escrito desde los Ensayos de Montaigne.
Ya en aquella época hablaban de «los perros negros» -que Ian McEwan rescató como título para una novela reciente- para esa particular afección del espíritu, y Johnson la sufrió desde joven, lo que añade, si acaso, un mérito más a su intensa dedicación a las letras, porque con harta frecuencia sufría de un insomnio y un decaimiento contra los que luchaba ejercitándose en lo que mejor sabía hacer: la crítica y el trabajo filológico, aunque amaba la química e hizo también sus pinitos en ella. Su regla de oro para luchar contra las crisis la dejo dicha -porque es convicción universal que habló infinitamente más de lo que escribió…-, y el libro de Boswell aspiró a que los lectores no nos perdiéramos los frutos efímeros y sabrosísimos de tan valiosa conversación: «Un hombre que padezca esa manera de ser debe apartar de sí los pensamientos que le angustien, y no tratar siquiera de combatirlos.» […] «De ninguna manera. Intentar rebatirlos es locura. Debería tener una lámpara que luciera constantemente en su alcoba durante toda la noche, y, si se siente desasosegado e insomne, debe coger un libro y leer, y solazarse para descansar. Dominar el entendimiento es un gran arte, que puede alcanzarse por medio de la experiencia y del ejercicio habitual. […] Que siga un curso de Química, que aprenda a bailar en la cuerda floja, que emprenda un curso de lo que se le antoje, todo a la vez. Que se las ingenie para disponer de tantos refugios para el espíritu como le sea posible, tantas ocupaciones a las que pueda volar por sí mismo. La anatomía de la melancolía, de Burton, es obra valiosa. Acaso este lastrada por una sobrecarga de citas, pero hay un gran espíritu y una fuerza estimable en cuanto dice Burton cuando escribe por su cuenta.»
Esta vida de Boswell no fue la única que se escribió sobre Johnson, aunque ninguna puede compararse con el poderoso y monumental ejercicio biográfico llevado a cabo por el amigo escocés de Johnson, una amistad que daría para no pocas pullas y bromas sobre la relación entre ingleses y escoceses, un «tema» recurrente en el libro. Entre otras cosas, Johnson es también conocido por haber sido el debelador de la superchería del Osianismo llevada a cabo por James Macpherson, quien aseguraba haber hallado un manuscrito en gaélico con los poemas de Osian, un asunto del que está al corriente cualquier aficionado a la filología; manuscritos que el supuesto descubridor jamás quiso enseñar a nadie. Pero no quiero desviarme del impulso inicial que era, precisamente, comenzar por el principio, por un retrato del autor que nos permita acercarnos al personaje. Samuel Johnson era apabullador, y su marcada personalidad no siempre fue del agrado de todo el mundo. Pasa con él como con algunas personas que obligan a sus interlocutores a moverse en los extremos: o se le adora o se le odia. Lo que está claro es que, allí donde estuviere, ocupaba el centro de la atención, excepto que él quisiera dar un paso al lado y se refugiara bien en la comida, bien en el silencio, bien, incluso, en el adormecimiento grosero o, a menudo, en largos soliloquios: La costumbre de hablar consigo mismo, en efecto, fue desde que lo conocí uno de sus rasgos más singulares.  
Veamos algunas semblanzas contrastadas que pueden ayudarnos a hacernos una idea de lo que vengo diciendo. Giuseppe Baretti, un legendario viajero y filólogo, quien frecuentó el círculo de Johnson en Londres, junto al actor Garrick, el pintor Joshua Reynolds -cuyo retrato de Johnson encabeza estas líneas- o el escritor Edmund Burke, nos recuerda una de sus señas de identidad mas queridas por «el viejo gruñón»: Johnson era un inglés de pura cepa. Aborrecía a los escoceses, los franceses, los holandeses, los hanoverianos; tenía el mayor de los desprecios por todas las demás naciones de Europa: así eran sus prejuicios más arraigados, que nunca procuró domeñar. Y sobre todos ellos, odiaba a los «americanos», los descendientes del Mayflower que, tras el motín del té, iniciaron su guerra de independencia hasta emanciparse de Inglaterra. William Dodd, un sacerdote vividor y hombre de letras que acabó en la horca, y a quien Johnson defendía, también nos legó un testimonio curioso en una carta de 1750:  Johnson, el célebre autor del Rambler, que es entre todos los demás el individuo más raro y más peculiar que yo haya visto en la vida. Mide un metro ochenta, tiene violentas convulsiones de la cabeza y el cuello, y distorsiona los ojos al mirar. Habla con aspereza, en voz muy alta, y no presta atención a la opinión de nadie, siendo absolutamente pertinaz en las suyas. Mana de su boca el sentido común en todo cuanto dice, y parece poseído de una provisión prodigiosa de conocimientos, que no tiene la menor reserva en comunicar al rimero que tenga delante, aunque con tal obstinación que da a sus parlamentos un aire falto de gentileza, algo zopenco, desagradable e insatisfactorio. En dos palabras, no hay palabras para describirlo.» En esa línea de la descalificación física última, abunda el doctor T. Campbell, veinticinco años después de Dodd: Tiene el aspecto de un idiota, carente del más tenue rayo de sensatez en cualquiera de sus facciones, y es de una torpeza proverbial, y gasta una peluca gris sin empolvar, cargada sobre un lateral de la cabeza; anda en todo momento bailoteando una jiga endemoniada, y a veces hace esfuerzos denodados con tal de insuflar a silbidos algún pensamiento en sus paroxismos de ausente. El editor George Kearsley  ratifica ese retrato de un Johnson poco menos que estrafalario: Cuando caminaba por la calle, por su constante cabeceo, y por el concomitante movimiento del cuerpo, parecía que avanzara de ese modo, con independencia de lo que hicieran sus pies. Oliver Goldsmith, el autor de El vicario de Wakefield , sostenía la tesis contraria, y no por su amistad con Johnson, ni por haber sido ayudado económicamente por el, sino por haberlo tratado como contertulio a lo largo de muchos años: Johnson, qué duda cabe, tiene rudeza en sus modales, pero no hay hombre que tenga un corazón más bondadoso que el suyo. Del oso no tiene más que la piel.  Finalmente, el propio retrato de Boswell nos compensa de esa visión «externa que no tiene en cuenta el trato exquisito y la verdadera humanidad escondida del escritor inglés: Fue difícil de complacer y fácil de ofender; impetuoso e irascible de temperamento, aunque de corazón humanísimo y sumamente benévolo. […] No debemos extrañarnos ante sus arranques de impaciencia y de apasionamiento en los momentos más intempestivos, especialmente cuando lo provocaba la ignorancia supina, o la presunción de la petulancia, y justo es admitir que lanzase apresurados y satíricos dardos envenenados incluso contra sus mejores amigos. […] Le encantaban las alabanzas cuando le eran presentadas, pero era demasiado orgulloso para andar buscándolas. […] En todo momento expresaba sus pensamientos con gran potencia y con un lenguaje de elegante elección, cuyo efecto se reforzaba gracias a su voz tonante y a una lenta y cuidadosa pronunciación. En él se aunaban la cabeza más lógica y la imaginación más fértil.
Johnson era consciente de la poderosa impresión que causaban en sus interlocutores sus muchas extravagancias, en buena medida desaires a la necedad y al orgullo mal entendido, como cuando a un señor que le espetó: —Señor, yo a usted es que no lo entiendo,  Johnson le respondió: —Señor, he encontrado un razonamiento idóneo para usted, pero no me considero en la obligación de encontrarle también un sensato entendimiento; de ahí que Johnson fuera consciente en todo momento de su «singularidad» y de que incluso se diera el gustazo de «cultivarla». Boswell nos lo aclara en uno de los pasajes del libro:  Durante esa temporada se puso caprichosamente de moda en los periódicos el recurrir a palabras de Shakespeare para describir a personas vivas que eran muy conocidas, cosa que se hacía bajo el epígrafe de «Modernos personajes de Shakespeare. [Como se le comentara a Johnson que no figuraba entre ellos, dijo:] «Pues sí, sí que estoy -repuso-. Mucho habría lamentado quedarme fuera». Repitió entonces el verso que se le había asignado: «Tendréis que prestarme la boca de Gargantúa». Con todo, recordemos lo que se cuenta de él en su biografía cuando llegó a Londres, para que se tenga juicio cabal de lo que supuso su magisterio: Causa pesar que Johnson y [Richard] Savage vivieran a veces en la más extrema indigencia, a tal punto que no pudieron pagar siquiera un alojamiento de mala muerte, de modo que vagabundeaban juntos por las calles durante noches enteras. Lo mismo que le sucedió a nuestro romántico Gustavo Adolfo Bécquer tras llegar a Madrid y encontrarse, literalmente, «en la calle».
         El conocimiento popular de Johnson en medio mundo se limita a la cita de dos de sus aforismos, dos entre los cientos de ellos que «derramaba» a diario en sus conversaciones, sazonando con ellos uno de los grandes placeres de que pudieron gozar quienes lo trataron: El primero es contra el falso patriotismo: «El patriotismo es el último refugio de un canalla», una verdad palmaria que en Cataluña es el pan nuestro de cada día. El segundo reza: «El Infierno está empedrado de buenas intenciones.» Sin embargo, la grandeza de su figura como crítico literario, además de su  magnum opus:  Un diccionario de la lengua inglesa, en cuyo título ya advertimos la humildad intelectual que caracteriza a los grandes genios, se cimentó en la monumental Vidas de los poetas ingleses más eminentes, cincuenta y dos biografías y estudio crítico que precedieron a una selección de poemas de dichos autores. Añadamos a ello su obra de creación ensayística, agrupados en los volúmenes: The Rambler y The Idler, y la novela corta The History of Rasselas, Prince of Abissinia, y tendremos una visión casi exhaustiva de una obra que ha de ser leída tan urgentemente como la propia vida escrita por Boswell, un auténtico ejemplar único en el ahora fértil terreno de la literatura de la memoria. Recordemos, no obstante, que ya desde Plutarco y sus Vidas paralelas, el género de la biografía hunde sus raíces en lo mejor del esfuerzo intelectual de la civilización grecolatina.
         Pretender sintetizar esas 67 páginas de citas extractadas del libro es tarea imposible, y quizás consiguiera lo contrario de lo que pretenderían: acercar a los lectores a este volumen singular que, acaso, en el terreno de la monumentalidad, solo compita con la autobiografía de Chautebriand, Memorias de ultratumba, y sus 2800 páginas…Limitarme a reiterar mi admiración pecaría de impresionismo cansino. Entiéndase, en consecuencia, que aquello que escriba de aquí en adelante en modo alguno acota o agota -¡y menos aún acogota!- una auténtica enciclopedia vital, como esta de James Boswell, quien murió demasiado joven, y probablemente alcoholizado, a diferencia de su venerado maestro y amigo del alma a quien sirvió de ardiente notario y confidente de excepción. El estricto orden cronológico que siguió el abogado escocés fue tan riguroso como la autenticación de cuanto se le atribuye a Johnson en esta obra y no ha sido recogido directamente por Boswell. Ahora que las tertulias han decaído, frente al dominio execrable de los “tertulianos” de la radio y la televisión, la obra de Boswell es un homenaje a los cenáculos literarios y a la vida social de quienes en el intercambio personal completaban su formación humana y cultural. Empecemos, si acaso, por esas dotes de autentico contertulio de Johnson, cuyos consejos sobre el diálogo, formales y de contenido, jamás han de echarse en saco roto.
         La biografía de Boswell es una exaltación de la tertulia, del diálogo, de las francas conversaciones sobre lo humano y lo divino que formaban parte de la vida cotidiano no solo de Johnson, claro está, sino de todos los ingenios con quienes tuvo la suerte de confraternizar y, a menudo, de discrepar. Todos ellos reconocen en el lexicógrafo un ejemplar único y él mismo se encargó de alimentar esa leyenda que lo presentaba a medias ogro a medias Duns Scoto, por lo de «Doctor Sutil», aunque a él los escoceses, con la excepción de Boswell y pocas más, tan poca gracia le hacían… En la biografía de Boswell aparece un Johnson que se desentiende de la conversación en una comida para comer a dos carrillos; una persona que maltrataba tanto, físicamente, los libros, que nadie se atrevía a prestarle obras de cierto valor bibliográfico; un espíritu extravertido y huraño al mismo tiempo y sin solución de continuidad, capaz de una agresiva carcajada restallante como de un silencio resentido…: En el transcurso de una acalorada disputa, cuando concluía un argumento y se encontraba por lo general harto fatigado debido a la virulencia con que vociferaba, solía resoplar igual que una ballena. He de reconocer que parte de mi interés por el biografiado se ha acentuado cuando me he visto reflejado en su persona en este o aquel aspecto de su personalidad, algo que nos pasa a todos los lectores de biografías: siempre estamos al acecho del momento en que tengamos la convicción de estar leyendo nuestra propia biografía. Boswell resume, en parte, esta faceta dialéctica de la personalidad de Johnson: Fue difícil de complacer y fácil de ofender; impetuoso e irascible de temperamento, aunque de corazón humanísimo y sumamente benévolo. […] No debemos extrañarnos ante sus arranques de impaciencia y de apasionamiento en los momentos más intempestivos, especialmente cuando lo provocaba la ignorancia supina, o la presunción de la petulancia, y justo es admitir que lanzase apresurados y satíricos dardos envenenados incluso contra sus mejores amigos. […] Le encantaban las alabanzas cuando le eran presentadas, pero era demasiado orgulloso para andar buscándolas. […] En todo momento expresaba sus pensamientos con gran potencia y con un lenguaje de elegante elección, cuyo efecto se reforzaba gracias a su voz tonante y a una lenta y cuidadosa pronunciación. En él se aunaban la cabeza más lógica y la imaginación más fértil. En admirable lección de oratoria -aunque me sorprende que a lo largo de todo el libro no haya aparecido la figura de Quintiliano y su capital Institutio oratoria, libro mayor por excelencia para estas artes del discurso. Confirmando la percepción de Boswell, y a pesar de que la actuación de Johnson a veces contraviniera sus propios preceptos, la claridad de los mismos son de total actualidad para, si son aplicados, mejorar nuestra vida parlamentaria: En todo tipo de discurso, sea placentero, grave, severo u ordinario, conviene hablar con calma, y más despacio que con premura, pues el discurso que obedece a las prisas confunde a la memoria, y con gran frecuencia, además de la impropiedad, conduce al balbuceo y al tartamudeo, al desconcierto u a la machacona insistencia en lo que debería seguir con naturalidad, mientras que un discurso sosegado reafirma la memoria, añade una presunción de sabiduría al oyente, y hace más propio el mismo discurso y el semblante con que se pronuncia. Ya puestos, sin embargo, completemos los requisitos para el «perfecto orador» que señaló Johnson: Ha de haber en primer lugar sabiduría, ha de haber materiales; en segundo lugar, es preciso que haya un dominio de las palabras; en tercer lugar, imaginación, es decir, la capacidad de colocar las cosas en una perspectiva tal como no suelen verse; en cuarto lugar, es precisa la presencia de ánimo, una firme resolución de no dejarse vencer por los fracasos. Este último es un requisito esencial, por falta del cual son muchas las personas que no sobresalen en las conversaciones. Sin ir más lejos, a mí mismo me falta; echo a perder la partida entera por no ganar una sola baza. En resumen: La oratoria es el poder de derribar los argumentos del adversario y poner otros en su lugar. El «rizo rizado» de la pasión dialéctica nos lo revela Boswell para que tengamos conocimiento de la sutileza metodológica del «Doctor sutil», y en ese retorcimiento sí que me reconozco plenamente:  Le gustaba desplegar su ingenio en cualquier discusión; por consiguiente, a veces en una conversación defendía opiniones acerca de cuya improcedencia y yerro era consciente, si bien en su defensa ponía en juego todo su raciocinio y su ingenio. […] Lord Elibank [Patrick Murray, a quien Johnson menciona, por haberlo visitado en su casa, en su Un viaje a las islas occidentales de Escocia] tenía desmedida admiración por esta capacidad. Una vez me dijo que «cualquiera que sea la opinión que defienda Johnson, no diré que me convenza, pero sí que nunca deja de mostrarme que tiene excelentes razones para manifestarla.» Sobre el carácter competitivo de Johnson poco hay que decir, porque él sabía perfectamente que la dialéctica es la forma civilizada de la lucha física, que se trata de una «contienda» y que no está solo en juego el triunfo relativo de «tener la razón», sino de derrotar al adversario: Cuando un hombre voluntariamente se enzarza en una controversia, ha de hacer cuanto pueda por rebajar a su adversario, porque la autoridad que emana del respeto de que uno goce tiene un gran predicamento sobre la mayoría de las personas, a menudo mayor que todo razonamiento. Si mi antagonista emplea mal la lengua cuando escribe, aun cuando eso no sea esencial a la cuestión, lo zarandearé y lo vilipendiaré por su mal uso de la lengua.» BOSWELL: «Y no podrían darse entre ellos muy buenas conversaciones sin que se compita por la superioridad?» JOHNSON: «No sería una conversación animada, pues, de serlo, resulta indispensable que uno u otro salga vencedor.» A pesar de todo lo expuesto hasta aquí, Johnson era también muy consciente de que la verdadera dedicación de un orador no había de ser la discusión con otros, sino la apropiación de la sabiduría a través del único modo posible, entonces y ahora: la lectura: Los cimientos del saber -afirmó- han de plantarse con la lectura. Los principios generales hay que extraerlos de los libros, si bien es preciso ponerlos a prueba en la vida real. En las conversaciones nunca se adquiere un sistema. Con todo, era consciente de que la lectura no era una afición ni extendida ni popular: Johnson: Es extraño que se lea tan poco en el mundo y que se escriba tanto. La gente en general no siente mayor inclinación por la lectura si puede encontrar otra ocupación que le entretenga. Tiene que mediar para la lectura un acicate externo: emulación, vanidad, avaricia. El progreso que el entendimiento logra por medio de un libro tiene en sí más molestias que placer. A pesar de es conciencia superior de la virtud de la excelencia por lo que se refiere al uso de la razón, a Johnson no le dolían prendas si había de retractarse por algún error, como recoge Boswell: Una dama una vez le preguntó cómo había podido definir cuartilla, referido a la anatomía equina, como “la rodilla de un caballo”, y respondió al punto: “Por ignorancia, señora; por pura ignorancia”.
         Si hay una vida miscelánea esa es la de un autor que ha dejado tan importante colección de dichos, apotegmas y aforismos que la lectura de su biografía viene a ser como un vademécum de citas brillantes con las que deslumbrar siempre en cualquier reunión, aunque se ha de tener, para ello, muy buena memoria y una gran sentido del don de la oportunidad: una cita mal encajada arruina cualquier reputación…,ya se sabe. Ese fue un vicio, la pedantería, en el que nunca cayó Johnson, ¡antes al contrario!, era más frecuente que pasara por un patán, por un gañán, que por la persona ilustrada hasta la extenuación que era, y a él le gustaba alimentar esa imagen distorsionada de sí mismo: se consideraba hijo de su villa inglesa, Lichfield, en la que cifraba el súmmum del mejor acento inglés, como le dice a Boswell cuando lo lleva para que se empape de él…
         Recordemos que, hijo de librero siempre en apuros, Johnson conoció los rigores de la pobreza, y que ni siquiera pudo culminar sus estudios en Oxford, donde estudió solo once meses. Su título de Doctor es honorario y le fue expedido por el Trinity College de Dublín. Desde que llegó a Londres, él sí, con una mano delante y otra detrás, pero ambas prestas para escribir lo que fuera para sobrevivir, la carrera de Johnson transcurrió en la más absoluta oscuridad y anonimato imaginables. Lo suyo fue, pues, un caso excepcional de determinación filológica incomparable. Fue un hombre conservador, simpatizante del partido tory, y con no pocos puntos de vista sociales y políticos muy discutibles:  El vulgo es hijo del Estado. Si alguien pretende enseñarle doctrinas contrarias a lo que el Estado aprueba, los magistrados bien pueden y deben poner coto a sus pretensiones, se atreve a decir con total convicción; algo que, en nuestros días, ha repetido la ministra socialista de Educación para horror de cuantos la hemos escuchado.
         Si un libro que detestaba, Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, le llevó a decir que no perduraría, cometiendo un fallo garrafal de apreciación estética, no es menos cierto que este llevaba un título muy adecuado para la biografía de Boswell, porque, relativamente parco en noticias biográficas propiamente dichas - En esta obra he sido más cauto y reservado y, si bien no digo nada más que la verdad, he tenido muy en cuenta que toda la verdad no siempre ha de exponerse, dice Boswell-., el libro se recrea constantemente en las más que variadísimas «opiniones» del famoso autor. ¡Y las tiene para todo, desde la independencia de las colonias americanas hasta la educación, pasando por cualquier materia que caiga bajo la red extensa de su preocupación intelectual: donde caza de todo: mayúsculo y minúsculo! Recordemos que se declara radicalmente contra la esclavitud, y dio ejemplo con el criado negro, Francis Barber, de origen jamaicano, que le fue fiel en vida y muerte, y a quien Johnson dejó una generosa pensión. Aparece en el libro la discusión judicial que hubo sobre la rebeldía de un esclavo negro que se negaba a asumir tal condición en territorio inglés y a quienes los jueces reconocieron como hombre libre a todos los efectos y en todo el territorio de Gran Bretaña, en pleno desarrollo aún del denigrante comercio de esclavos en todo el mundo.
Toda la vida inglesa, pues, que abarca la del protagonista del libro desfila por sus páginas, y hay referencias de todo tipo, desde la persecución y muerte de la minoría católica hasta los más pequeños detalles, como lo que se presenta como el invento de la «sangría»: Ese brebaje que los hipócritas llaman “obispo”, hecho a base de vino, naranjas y azúcar y que a Johnson siempre le había gustado, aunque Johnson, debido a sus muchas enfermedades, abandonó enseguida la bebida y se redujo al té, que bebía, literalmente, por litros. La rareza de Johnson ha de extenderse, como es lógico a su vida privada, y a su matrimonio con Elizabeth Porter, quien era 21 años mayor que él y aportaba tres hijos a tan curioso matrimonio, aunque durante muchos años Johnson vivió separado de ella al iniciar su aventura londinense sin tener siquiera un techo bajo el que guarecerse para dormir. A Boswell se le escapa alguna vez la perplejidad sobre de dónde sacaría Johnson el tiempo para poder llevar a cabo trabajos tan densos y complejos como en los que él se sumergió, pero hemos de recordar el pertinaz insomnio que aquejó durante toda su vida al autor, y que él supo aprovechar con una eficacia que solo podemos valorar aquellos que también lo padecemos e intentamos que no se convierta en una tortura.
La afición de Boswell a las Letras se manifiesta en él desde la adolescencia, como recuerda el Doctor Percy, Obispo de Driomore: Cuando era chico tenía una afición desmesurada por la lectura de novelas de caballería, afición que conservó durante toda su vida, a tal punto que cuando pasó parte de un verano en mi casa parroquial, en el campo, eligió como lectura de diario la antigua novela española Felixmarte de Hircania, en un volumen en folio, del que dio cuenta casi por entero. Y sin embargo le he oído atribuir a esas extravagantes lecturas esa desasosegante inclinación del ánimo que le impidió dedicarse a una profesión fija. No es, como comprobarán los lectores de habla española la única referencia a la cultura española que hay en esta vida escrita por Boswell. Hay una referencia a Quevedo, si bien en boca de Mr. Cambridge, amigo suyo: Un escritor español ha expresado ese concepto de forma poética. Luego de observar que la mayoría de las edificaciones de Roma ha perecido del todo, mientras el Tíber fluye igual que siempre, añade: Lo que era firme huyó, y solamente/lo fugitivo permanece y dura. Se refiere, obviamente,  a Quevedo y su soneto A roma sepultada en sus ruinas, cuyo último terceto dice así: ¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,/ huyó lo que era firme y solamente/lo fugitivo permanece y dura! Es extraño, sin embargo, que no figure una nota del traductor a pie de página en la magnífica edición de Acantilado. Y hay un par de alusiones de dos refranes españoles, uno de ellos lo he localizado rápido; pero del otro no he encontrado ni rastro: «Como dice el proverbio español, “quien a casa quiere llevarse la riqueza de las Indias, la riqueza de las Indias ha de llevar consigo”. Así sucede al viajar: el hombre ha de llevar consigo el saber si aspira a volver de saber cargado.», dice Johnson en el libro. Sin embargo, no he encontrado ese refrán ¡ni en la magna obra de Sbarbi…!
La habilidad de Boswell consistió en saber captar la más vívida imagen posible de Johnson, y quien lee esta monumental biografía acaba convirtiéndose en testigo cordial del desarrollo de una hermosa amistad entre los dos hombres, quienes incluso hicieron una viaje a las Hébridas, las islas escocesas, que dieron lugar a dos libros, el propio de Johnson y el diario del mismo viaje que escribió Boswell. Cuando no compartían su tiempo en Londres, mantenían una fluida correspondencia en la que se advierte el papel de mentor que ejerce Johnson sobre el joven Boswell, adentrándose, incluso, en ámbitos de su más estricta intimidad. Como auténticos amigos íntimos que llegaron a ser, se producen, a veces, ciertos roces de los que quedaron manifestaciones epistolares y que Boswell usa generosamente en su biografía, del mismo modo qie incluye un generoso cuerpo epistolar que Johnson puso a su disposición y/o que él supo recabar de las amistades del insigne escritor. A este respecto, qué duda cabe que lo más elocuente es insertar una de las cartas de Johnson a Boswell, porque de ella deduce cualquier lector el inmenso afecto que se dispensaron ambos hombres, a los que les separaban nada menos que un abismo de 31 años:
«13 de julio de 1779
Querido señor,
¿qué ha podido suceder, que nos ha convertido en extraños el uno para el otro? Contaba con haber sabido algo de usted en cuanto llegara a casa; contaba con saber algo después. He ido al campo, he vuelto y sigue sin haber carta de mi buen señor Boswell. Confío en que nada malo le haya ocurrido; si algo malo sucediera, ¿por qué iba a ocultárseme a mí, que bien le quiero? ¿Es acaso un arranque de humor el que le dispone a probar cuál de los dos es capaz de aguantar más tiempo sin escribir? Si así fuera, uted gana. Pero mucho me temo que algo se malquiste. Líbreme, pues, de mis suspicacias.
         Mis pensamientos en la actualidad los empleo en adivinar las razones de su silencio. No espere usted que le cuente nada, aun cuando algo tuviera que contar. Escríbame; le ruego que me escriba. Hágame saber de qué se trata, cuál ha sido la causa de esta dilatada interrupción.
         Soy, querido señor, su más afectuoso y humilde servidor.
                                                                  SAM. JOHNSON.»
Johnson, que cubrió con su agudeza de pensamiento todos los ámbitos sociales, no pudo dejar de manifestarse sobre la vida política de su tiempo, muy dividida entre los whigs, que reclamaban todo el poder para el Parlamento, y los tories que reclamaban mayores poderes para el rey. Aunque Johnson, hombre de acendrada piedad, se inscribía entre los tories, lo cierto es que estaba muy orgulloso de que fuera el pueblo el sujeto soberana a quien pertenecía, en última instancia la capacidad de dirigir la vida de la nación. En su primera madurez, tras instalarse en Londres, Johnson solía escribir sesiones parlamentarias imaginadas, las cuales tuvieron cierto éxito, pero ante la confusión entre la verdad de las mismas y su condición de ficción, dejó de escribirlas. No está de más, me parece, a pesar de la extensión de la cita, que veamos razonar a Johnson sobre estos temas: Está por llegar el tiempo en el que todo ciudadano inglés dé por sentado que dispondrá de cumplida información sobre el estado de la nación, tiempo en el que tendrá derecho a ver satisfecha esa expectativa. Y es que, dejando a un lado lo que urjan los ministros, o aquellos que por vanidad o interés pasan a ser acérrimos partidarios de los ministros, en lo tocante a la necesidad de que tenga la ciudadanía confianza en quienes nos gobiernan, y la presunción de sondear con ojos profanos los más recónditos rincones de la política, es evidente que dicha reverencia solo pueden exigirla consejos cuyas deliberaciones todavía no se han puesto en práctica y proyectos aún suspensos y pendientes de deliberación. Sin embargo, cuando un designio da en éxito o en fracaso, cuando los ojos y los oídos de todos son testigos del general descontento, o de la satisfacción general, sobreviene el momento apropiado para desenmarañar la confusión y para esclarecer lo oscuro, para mostrar debido a qué causas se ha producido cada acontecimiento y con qué efectos es probable que termine, para exponer con todos los pormenores lo que el rumor siempre acuna en exclamaciones del común, o bien confunde y sume en el desconcierto debido a relatos mal digeridos e incluso indigestos, para poner de manifiesto, en suma, de dónde proviene la felicidad o la calamidad, y dónde por tanto es preciso esperar una o la otra, y para tender, en fin, con honradez y sin tapujos ante el pueblo las indagaciones que del pasado puedan espigarse y las conjeturas que del futuro puedan estimarse. […] Y Boswell añadió: Aquí vemos, asumido como principio incontrovertible, que en este país el pueblo es el superintendente de la conducta y de las medidas que tomen aquellos que tienen en sus manos el  gobierno de la nación.
Es evidente que podría alargar esta recensión con los muy jugosos juicios de un autor a quien, al margen de su vida, conviene leer en sus ensayos y en su novelita Rasselas… -escrita, por cierto, para cubrir los gastos del funeral de su madre-, pero creo cumplida mi misión de «introducir» al lector en la conveniencia de sumergirse en una obra monumental que le hará pasar extraordinarios momentos de placer lector. Johnson, extravagante y atrabiliario, se vuelve un personaje entrañable con quien, a buen seguro, nos hubiera gustado departir, aunque hubiéramos podido ser víctimas tanto de su alacridad como de su  mordacidad. De hecho, su aparente desorden era un orden distinto y singular, como él mismo dejó bien claro: Johnson: La pereza es una enfermedad que hay que combatir, aunque no le aconsejaría yo que se plegase usted con todo rigor a un determinado plan de estudios. Yo por lo menos nunca he perseverado en un plan durante dos días seguidos. El hombre debe leer aquello a lo que lo guíen sus inclinaciones, pues lo que lee por imposición poco o ningún bien le hará. Un joven debe leer cinco horas al día, pues así adquirirá un gran caudal de conocimientos.
¡Cuánto lamento que otro Samuel, Beckett, dejara incompleta su obra  Deseos del hombre, sobre el curioso ménage de personas que residían en cada de Johnson, quien fue fiel siempre al precepto de Tomás de Kempis que podría considerarse una magnífica guía para encarar la convivencia: No te enojes si no puedes hacer a los demás como quieres que sean, ya que tampoco tú puedes ser como quisieras. Sorprende en él, eso sí, que, a pesar de su espíritu ilustrado y cultivadísimo, frecuentador constante de los clásicos grecolatinos, tuviera un miedo cerval a la muerte. De hecho, aquejado de hidropesía, queda constancia de que los cortes que se hizo en las piernas para liberar el líquido -¡por si al médico le daba reparo hacerle las incisiones!- aceleraron su muerte; pero de ese penoso proceso de consunción de nuestro autor tiene el lector todos los detalles en este monumento biográfico que es la obra de James Boswell.

¡Feliz lectura!