10. De
gofos y gofas. (¡Ahora
sí que sí...!, y sic)
Curiosamente, por ninguno de esos espacios vulgocráticos se
pasean los prohombres y las promujeres
de la política cuando nos visita, cada cuatro años o asín, el circo de las vulgares campañas electorales, supremo
ritual del adocenamiento, la ranciedumbre y la soez estulticia
publicitaria.
No hay mejor escaparate para calibrar la vulgaridad de un
país que una ocasión excepcional, y al tiempo frecuente, como es la del
desarrollo de una interminable campaña electoral. En nada se distinguen las
tales del resto de la vida política habitual, sino en la intensidad con que se
manifiestan los peores resabios de la desigual comunión que estrecha, hasta la
asfixia, a los representantes y a los representados, en un abrazo vivificador
para ambos: absoluta confirmación de sus inanidades respectivas. Tales para cuales.
Demos los cría y ellos se juntan en
la Gogia, en perfecta ouroborosía, y vuelva a disculpársele al
libelista el atrevido neologismo, de común significado, no obstante.
En ese periodo excepcional, en el que se suspende el
principio de racionalidad, ad maiorem
populi gloriam, y los labios se ven desbordados por el ímpetu falaz de las
promiscuas lenguas promitentes, ¿dónde esconderse de las necedades que, al modelno bombo y platillo de los
cutrísimos vídeos de trasnochado agitprop, ofenden a los escasos y
avergonzados depositarios del sentido común, aquellos a quienes ya les
ofendieron, en los nefastos tiempos en que los parieron, los ferocísimos
doberman que babeaban y ladraban su agresividad de camada negra?
No hay lugar en la realidad donde ocultarse del vocerío
desgarrado, del atropello del insulto, de la falacia contumaz, de la
chirigota grosera, del esperpento
consumado, de la amenaza del miedo, de los eslóganes aciagos y así
sucesivamente hasta la basca final. Se queda pequeña, la realidad, en efecto,
para huir de la viscosidad que se extiende hasta lograr que todo se enganche en
ella. Allá donde uno vaya, en periodo electoral, le será imposible distanciarse
de la sombra pegajosa de la irracionalidad que pretende obnubilarle para que el
así ensombrecido –sin asomo de asombro...– acabe dando por buena y justa la
derrota de la razón y proclame la buena nueva de la bandería, de la secta, de
la horda.
Con razón hablan del juego
de la política. Y una campaña electoral es la suprema expresión de ese espíritu
lúdico que banaliza cuanto toca, que trivializa cuanto existe, que lo
infantiliza todo. De ahí que, con deleznable paternalismo, se apele, con
sospechosa constancia, a la mayoría de edad del electorado y a su madura
capacidad de decisión. Primero te ponen a bailar el corro de la patata al ritmo
del romance del traidor Marquillos o de la adúltera Catalina, y después
pretenden que separes el grano de la paja de los diferentes programas que se te
ofrecen reducidos a latiguillos, muletillas, chascarrillos y esloganillos que,
con pericia y devoción divulgan los organilleros de rigor por todas las plazas
de España.
En última instancia, sin embargo, la petición final no es
que te guíes por un análisis razonable de las diversas ofertas que se te
ofrecen y que decidas en conciencia, sino que reconozcas a qué bando, a qué
tribu perteneces y cierres filas para derrotar al adversario, la encarnación de
todos los males habidos y por haber. Democracia y espíritu crítico son una
pareja mal avenida, incompatible, en constante desavenencia, imposible.
Democracia y sumisión, el matrimonio ideal por el que suspira el espectro
político desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha. Asentimiento
entusiasta, adulación cortesana y
obediencia ciega, la tríada mágica que abre las puertas del escalafón que lleva
a la gloria del poder con mayúsculas, el PODER, o a la mera ficción del tal,
cuando se es el líder de un partido en la oposición, como le ocurre a quienes,
como Rajoy o Mas, tienen el triste
hábito de perder elecciones y ganar disgustos.
¿Qué más risible, bochornoso y patético, por poner el
ejemplo autonómico bien conocido, que un Molt Honorable in péctore y sin Govern ni DOG que llevarse a la firma paseando su esencialismo y su carisma presidencial —con heredada
gesticulación pujoliana ad hoc— por
las inventadas Vegueries de la
Cataluña sempiternamente amenazada y en peligro de extinción, de consunción
patriótica? El señor Mas, a quien le aplanan el nombre –Àrtur, dicen los
amantes de decir A Coruña y LLeida, en vez de los castellanísimos La
Coruña y Lérida, para pasar por paletos lingüísticamente correctos– para kennedyficarlo y darle un toque
internacional de Prime Minister de
mercadillo, es un alma en pena, atiborrada de triunfos electorales morales que
no le han deparado sino un eterno aire de apolillado figurón de la política que
acabará deshaciéndose en el aire de sus fracasos, como las momias expuestas a
la curiosidad de los profanadores de tumbas, antes de alcanzar el poder real,
la firma, y la visita de pleitesía a Montserrat. Y si algún día llegara a
gobernar, ¿quién duda ya de que lo acabará haciendo como un espectro, como una
sombra pitarresca, como el simulacro torpón y difuminado de quien pudo haber
sido?
Las campañas electorales derrochan dineros, esfuerzos y
euforias levantiscas con una alegría de nuevos ricos que ofende incluso más que
sus viciados contenidos de catecismo elemental. Las costosas banderolas, las
vallas intimidatorias, la megalomanía sembrada aquí, allá y acullá, las cuñas
coñonas y agresivas en las radios, las páginas enteras en la prensa, las ideas
esquinadas en los simulacros de debates con espadas de tercera fila, y más aún
con los primeros espadas, diestros de postín, pero auténticos postes
respondones que monologan y predican.
Pero nada es comparable al gran mitin, el fantástico
aquelarre donde el Gran Buco preside el oficio de tinieblas en las que con
extático placer se sumergen los participantes, los laicos feligreses. Un mitin
es un agujero negro de la realidad: lo engulle todo y no irradia nada, a fuerza
de desearlo, no obstante. Cualquier espectador de telediarios desvía la
atención cuando, entre rugidos, vítores, aplausos, requiebros, y siempre ¡más caña! y ¡dales duro!, ¡y vengan globos!, ¡y banderas, banderolas y banderines!,
el líder de turno le quita el torniquete al herido adversario para que se
desangre ante la concurrencia sedienta de su fracaso. ¡No en vano se escogen
las plazas de toros para el supremo ritual partidario!
Los asistentes y las asistentas al oficio religioso de la
comunión colectiva aguardan las revelaciones aduladoras del BucoBocazas con la
misma fe depositada en otros dioses menores y santos mayores. Un chapuzón de
piropos, un baño de elogios, una ducha de localismo, una fiebre de bandería y
tres consignas mal cosidas al paño raído de un discurso lleno de mentiras y
anacolutos sirven graciosamente al fin perseguido: ruge la marabunta; se
desborda la emoción primitiva de la horda; se besan con estruendo las manos al
ritmo febril que marcan los himnos fanfarriones
y todo el mundo sale satisfecho de haber estado presente y haber contribuido a
lograr un nuevo score en la batalla
democrática: «¡Que lo superen, si pueden!», se congratula el jefe de campaña,
con fe ciega en la falacia de cantidad. Y a recogerlo todo para llegar a tiempo
al próximo escenario, donde se repiten ce por be las mismas escenas, los mismos
arrebatos, las mismas bromas ad hominem,
las mismas brumas de la razón, los mismos bramidos de entusiasmo y
regocijo...
Y el líder entronizado, Gran Buco al que se le rinde
pleitesía, vasallaje. Todo gira en torno a su mágica capacidad de seducción:
nadie sonríe mejor; nadie es más honesto; nadie inspira más confianza; nadie
dice la verdad como él; nadie tiene tantas palabras de aliento para los
desfavorecidos y los preteridos; nadie tiene tantos elogios para quienes se
acercan a él... ¡y se alejan salvos! ¡Día dichoso aquél en el que, gracias a la
mujer del amigo del primo de un vocal tercero de la asociación del barrio, pudo
el humilde votante anónimo tener la fortuna de estrechar la mano teresiana, a
fuer de santa, del líder, por la suerte de estar sentado al lado del pasillo
por donde hizo su entrada triunfal en el coso!
Las campañas electorales van prescindiendo poco a poco de
esos grandes mítines por la imposibilidad de movilizar a un electorado que, a
medida que pasan los años, es más difícil de engatusar, aunque más fácil de
convencer. La división enconada del espectro falaciológico favorece la política de reducción del gasto y la
invención de nuevas vías de propaganda: desde las mortecinas páginas web de los
candidatos, donde está celosamente reservado el derecho de admisión, razón por
la que se censura cualquier mensaje que no sirva de claca al sermón de cada
día, hasta los SMS, pasando por los vídeos colgados en la red para solaz y
estrechamiento de lazos entre los conmilitones, y para espanto y sonrojo de
quienes se niegan a creer que la abyección alcance cotas, ¡y costas!,
semejantes.
Aun así, en la quincena infinita de su existencia, ¿quién
puede quedarse a salvo de ella?, ¿dónde hay un sagrado al que acogerse, sin
riesgo de que la vulgaridad exacerbada se te lleve por delante, como una turbia
riada que todo lo anega, dejando un estéril barrizal a su paso? Ni aunque por
ley fueran las campañas electorales en el mes de agosto, lograría el sufrido y
castigado abstencionista hallar rincón patrio donde refugiarse frente al
turbión (3ª acepción) devastador.
El allanamiento de morada electoral es de tal naturaleza
que el único remedio radical sería decretar su prohibición, cortar por lo
podrido, por la sangría de dineros y de bajezas pseudointelectuales con que se
maltrata a la ciudadanía con amparo legal, de tal manera que los ciudadanos
hubieran de escoger a sus representantes tras cuatro años de evaluación
constante de su acción de gobierno o de oposición. La objeción evidente, se
convertirían las legislaturas en cuatro años de campaña electoral constante, queda
anulada por la constatación de que eso es lo que ya sucede de hecho. El derecho
siempre llega tarde. La realidad siempre va muy por delante de la legislación.
Del mismo modo que la acción política siempre camina siguiendo el husmo de las
estadísticas cocinadas...
Me alegro de esta coda a tu clarividente La España vulgar con el que he disfrutado y reído porque tiene mucho de verdad sobre lo que son las campañas electorales. Personalmente, solo he estado en un mitin en los últimos treinta o cuarenta años y fue en Hospitalet y la convocatoria era de Ciudadanos. Estaríamos unas mil personas (o 800 para no exagerar) y el citado mitin se desarrolló con sensatez y sobriedad. Tanto Arrimadas como Ribera hablaron con mesura, a dos días del 1-O, y fue terapéutico estar allí. Hubo alguna consigna al final que no seguí pero teníamos la sensación de estar en la resistencia, en el limbo fuera del agitprop independentista.
ResponderEliminarDe todas maneras, hay un sencillo medio de abstraerse de todo y es lo que hago yo que es desconectarme de redes sociales, prensa digital, salvo periódicos culturales, y vivir meses y meses en un apagón informativo total. Es lo que he decidido para estos meses del juicio al procés. No quiero recibir el ruido mediático del que somos y seremos objeto. Te aseguro que estar tres meses sin información es de lo más sano del mundo. Al final, cuando vuelves, es como si hubieras estado tres meses en una especie de viaje a un país lejano al que no llegaran las noticias.
Es un capítulo del mismo que ofrezco a modo de botón de muestra de lo que el posible lector puede encontrar en el libelo. Me alegro, con todo, de que te haya divertido. Es un tiempo retórico infumable este que se nos acerca, y sí, lo propio sería hacer lo que sugieres, pero no creo que, siquiera de refilón, eso sí, no me entere de lo que pasa. Es tiempo para entrar de lleno en escrituras y en lecturas exigentes...
EliminarTu mirada sobre la Esoaña vulgar, Juan, es equivalente a la que tengo de la Argentina vulgar . Leyendo el "botón" de las campañas electorales creo que podrías estar describiendo mi país. Es una pena, porque cada sociedad tiene gente tan amable, tan culta en su incultura formal, tan humana, pero no, los que se ven son los que hace ruido, "el que no llora no mama y el que no afana es un gil" escribiría en Cambalache, Enrique Santos Discépolo a principios del siglo XX.
ResponderEliminarDesde lo personal lo veo todo como si mirara una película o viera la tele, costumbre que perdí desde hace mucho tiempo, la de la tele y el cine digo, a excepción de algunos films que selecciono y una sola serie que justamente transcurre en Barcelona y he mirado con uno de mis hijos: Merlí. Recurro a la ficción ocasionalmente y solo si me devuelve la realidad perdida.
Es estupenda tu España vulgar, me da gracia, pero lo que más me produce es pena. Panem et circenses. Un abrazo
Ya en el prólogo reconocí, Ana, que frente a ese cambalache nacional que yo describo hay muchas otras Españas que merecerían incluso más extensión y fervorosos adjetivos entusiastas, porque es mucho bueno, y "lindo", como decís por allá, lo que hay en ellas. Desgraciadamente, no nací con la vena piropeadora excepto para mi Conjunta, a quien aburro día sí y al otro también con el elogio de las gracias que yo le veo. Pero me tengo prometido que algún día haré ese elogio, porque es justo, porque se o debo y porque gracias a esas Españas generosas, cordiales, solidarias y cívicas puedo vivir en un país en el que estoy muy satisfecho de vivir, a pesar de todos sus hondos pesares. Diferimos, eso sí, en ese divorcio con la ficción: yo vivo tan hundido en ella que no dejo de dudar de si hay algo en mí que "sea" real, o si soy ya, para los restos, un ente de ficción como aquel Augusto Pérez -¡qué honor si fuera un Augusto Poz!- de don Miguel de Unamuno. Gracias por la visita, que siempre anima y consuela. Un beso.
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