Pierre-Auguste Renoir. Retrato de Edmond Maitre. El lector (1871 |
Divagación sobre el lector extraviado.
La lectura no parece concitar sino elogios unánimes. Y la unanimidad es,
con frecuencia, el indicio inequívoco de la aberración. Que la cultura no es
salvaguarda moral de nada, se ha dicho y repetido hasta la saciedad. Que un
sano analfabetismo tiene, a menudo, un vigor espiritual extraordinario, no se
le escapa a nadie. Hay quienes consideran que de la literatura española, siendo
lo que es, un tesoro de incalculable valor, una suerte de patrón oro de la
literariedad, nada hay tan excelso como el Romancero viejo, obra popular por
excelencia, fruto de mil retoques, supresiones, añadidos y variantes, por más
que en el origen de cada romance, en su irrecuperable forma original, haya habido
un nombre y dos apellidos. Hay, sin embargo, una lectura alienadora,
despersonalizadora, de la que no suele hablarse. No me refiero, es obvio, a la
lectura de todos aquellos libros que poco o nada tienen en sí de buenos y sí
todo de execrable, sino a la actitud del lector, a esa extraña disposición ante
la obra, habitualmente literaria, pero no necesariamente, porque dicha actitud
se extiende al campo amplísimo de las Humanidades, en el que cabe, ¡y cómo no!,
la divulgación científica; esa disposición, digo, que lleva al lector poco
menos que a la negación de lo leído, aunque, mejor pensado, no es tanto la “negatividad”
la propiedad básica de esa curiosa acción lectora, y nada intelectora, cuanto
la indiferencia, la distancia, la incredulidad o propiamente el olvido
inmediato. ¡Cuánto habré leído que propiamente no he leído! Debo de ser el
ignorante con más horas de lectura del mundo… Viene de lejos, claro está, de
cuando leer sin comprender o haciéndolo a medias, como las medias verdades de
las confidencias equívocas, no garantizaba sino poco más que una imagen
políticamente correcta e intelectualmente perversa. El lector perverso,
polidisciplinariamente perverso, podríamos decir, es algo así como una especie
de senderista poco sensible a la naturaleza y con escasas dotes de orientación:
camina, es cierto, pero se pierde lo mejor del camino, aunque probablemente a
lo largo de su vida haya recorrido cientos o miles de ellos, y su memoria no
guarda ningún recuerdo sustantivo que le permita evocar lo que, en su vida, ha
sido un factor decisivo para definirlo: caminar, leer. Ya sea en periodos
creativos, ya en los áridos de la sequedad espiritual, cuando Citano está más
cerca del canto del cisne que Perengano de liarse con la lengua para alumbrar algún
fruto borde, leer con una pasión feroz que no excluye la ceguera ni la desidia,
¿cómo ha de entenderse, sino como una perversión enfermiza? Dejo de lado esa
fértil divagación en que solemos caer los lectores, bien porque alguna línea o
palabra nos ha dado pie, bien porque, por benemérito arte de birlibirloque, nos
exiliamos en la abigarrada Babia para contemplar a nuestras anchas minúsculos
acontecimientos de nuestras confusas vidas, bien porque, desde que hemos
abierto el libro, íbamos ya predispuestos a engolfarnos en ciertas
digresiones -que no, ¡ay!,
transgresiones…- por las que necesitábamos andar con pie confiado y ligero; la
orillo, digo, y me atengo a lo sustancial: a la desustanciación de lo leído, a
la ininteligibilidad súbita que nubla el entendimiento del lector de excelente
vista, quien reconoce todas las palabras de todas las frases, pero se ve
incapaz de arrancarle a esa sólida y trabada arquitectura sintáctica la más
mínima pizca de significado. Las hojas del libro se convierten, entonces, en
binzas cebolludas y amenazan con desmoronársenos entre los dedos, como en un
cuento de terror ciertos cadáveres súbitamente expuestos a la luz. Nadie suele
reconocer que incurre con cierta periodicidad en la lectura fementida,
pongámonos quijanescos, y menos aún que buena parte de las que constituyen su
formación lectora han sido de esa raigambre modorra, porque no es
reconocimiento que evite la vergüenza o la descalificación, cuando no la befa y
el escarnio. Me adelanto a las censuras, pues, y sin arrogancia ninguna, me
reconozco veterano frecuentador de esa perversión. Ninguna exculpación es
posible. Me he ido muy lejos siempre de donde más cerca de la vida estaba. ¿Por
miedo? ¿Por precaución? ¿Por vergüenza? ¿Por incompetencia? Lo ignoro. Y ni
siquiera sé si me gustaría saberlo. Es un hecho. Ha sido un hecho. Convivo con
él. De esa torpe variante de la acedía, o de la desolación, ha salido de todo,
ungüentos mágicos de botica y bostezos insólitos tras los regüeldos blanquecinos
de esa imposible digestión del vacío estéril. La lectura perversa es lectura,
ojo, no se ponga en duda, porque se malentendería cuanto de paradoja e incluso
de oxímoron hay en esa perseverante actitud de quienes aguantamos horas,
repito, horas, con el libro en las manos y volvemos, de tanto en tanto, a
tropezar con esta o aquella frase más o menos, en ese contexto de desdén,
absurda, para inmediatamente regresar a nuestro extravío, extrañados por la
dificultad expresiva de aquellos a quienes mecemos en las manos con una ternura
solo comparable a la que nosotros les suscitaríamos a ellos. ¡Cuántos libros no
son sino espejos infranqueables! Algo de torpe mosca perdida en su olvidada transparencia
somos los lectores perversos, en efecto.
Lectores perversos y libros que no se dejan, fácilmente, profanar.
ResponderEliminarAunque esos libros existen, y creo haber hecho alguna alusión a ello a propósito de "La muerte de Virgilio", de Broch, la carencia que hoy confieso, a medias entre la vergüenza y la satisfacción, es responsabilidad exclusiva del lector. Sé bien que mucho de lo que he escrito no lo hubiera escrito sin esa perversa actitud excursionista; ¡pero es tanto lo que me he perdido! Desgraciadamente, el tiempo para el arrepentimiento es tan corto como para la reparación...
EliminarEn total desacuerdo. El lector siempre es inocente. De igual manera que el comensal lo es. El mérito del plato habrá de atribuirse siempre, en el ciento por ciento de los casos al cocinero, al escritor. Por más que ahora te digan en algunos restaurantes horrendos y pomposos el orden en el que tienes que comerte las viandas, o por mucho que "el escribidor" (homenaje a Varguitas) pretenda quedar por encima de ti, que lo lees, a base de pajas mentales y florilegios metafísicos.
ResponderEliminarUn efusivo saludo!
(P.D Un libro coñazo es un libro coñazo aunque lo leas con la concentración de un óptico de Jena. Pero es que aunque lo leyeras con el descuido de un adolescente con déficit de atención diagnosticado, seguiría siendo un libro coñazo).
Pues sí, Julián, no nos ponemos de acuerdo, pero mis argumentos son de peso, porque son personales y no sé si incluso intransferibles..., si bien aspiraba, por musical vía simpática, a concitar la atención de quienes fueran tan perversos como yo y no tuvieran remilgos pequeñoburgueses a la hora de reconocerlo. Cargo la suerte en el lector porque ese extravío, al menos en mi caso así ha sucedido, se da incluso al contacto con obras maestras contrastadas, canonizadas.
EliminarSi se trata de una obra maestra va a suceder, simplemente, que no encaja en tu sensibilidad (la de ese día, la de ese periodo de tu vida o por siempre jamás). Pero incluso sabiendo que la obra es " a ti puede parecerte un coñazo y entonces estás legitimido e incluso obligado -si, por ejemplo, tienes un blog como este- a justificarlo.
EliminarIlustranos con un ejemplo, Juan. Una "obra maestra", según tú, que sin embargo tengas atragantada. Probablemente cuando nos la digas, pensaré: "lógico... ¡pero como iba a gustarle esta novela a Poz!".
Julián, no se trata tanto de las obras, ya digo, cuanto de esa actitud que se enseñorea del lector aun a pesar de sus buenos propósitos lectores/degustadores. Del mismo modo que la inspiración crea a partir de la nada, o ansí...; el extravío perverso solo crea sobre la destrucción... Eso sí, como todo hijo de vecino también tengo una obra atragantada, aunque ignoro si es tan maestra como dicen, aun a fuer de faulkneriana, "Volverás a Región" de Juan Benet. Dos veces me atoré, como un evadido obeso en la última alcantarilla antes de la libertad..., y no ha tenido tercera.
EliminarNo pudo con ella ni Emma Cohen que por aquellos años estaba buenísima y era su pareja. Lo reconoció en una entrevista. Pero a alguien había que elevar a los alatares que se ajutase a los clichés de la "intelligentsia" (¿o es con "z"?) en boga durante aquella época. Igual "Larva" de Rios. Dos libros infatuados hasta el estrépito.
EliminarHay muchos libros que comienzo y que no termino para no estar en ellos perversamente. No entiendo bien qué es capaz de retenerme y qué no. Depende. Uno tiene sus ciclos de atención tan variables... No veo nada confesable al modo hebraico de expresar una falta para concitar el perdón de algún tribunal invisible. ¿Qué a veces uno no se concentra y la mente divaga incapaz de estar en el texto? He ahí el origen de la falta de lectura o de que se escojan textos leves y poco comprometidos. La mayor parte de la población siente esto mismo, que tú llamas con el término de perversión, cuando se enfrenta a los libros. Es incapaz de estar en el centro y su mente se escapa, inhábil de entrar en los vericuetos del alma del escritor a veces tan sofisticada. Y lo deja o no lee o escoge algo que sí que le atraiga. En cambio, tú, artista desencajado, tienes un superyo gigantesco que te absorbe e impera en tí el debo frente al gozo o no leo. Te impones lecturas que son hitos del himalaya y te encuentras en ellos perezoso, mentalmente, distraído, descentrado y perseveras por pura voluntad, una volición de hierro forjada en fraguas anexas a la de Vulcano. Tienes vocación intelectual o crees tenerla. El mundo es un prodigio con la lectura. Somos tanto los libros que hemos leído, como presumía Borges, que no concebimos nuestros días sin ese acicate excelso de los libros. Pero de ahí a ser un personaje libresco hay poca distancia. Dicen que Azorín cuando llegaba a un pueblo de Castilla o de donde fuera, en lugar de recorrerlo e ir a hablar con la gente, se iba al archivo o la biblioteca si la hubiera para lograr escribir acerca de él. Su imaginación era libresca. Sus compañeros, los libros. Hay otro tipo de escritores más vitales, que viven y cuentan lo que viven. Puede que los libros se te estén rebelando y revelando que no todo está en ellos. Puede que cuando te arrastras por ellos con voluntad impertérrita ellos se alejen de ti o tú de ellos. Pero ese imperativo categórico te inhibe de semejante sensación. Porque ¿qué serías tú sin los libros? ¿Qué quedaría de tu armazón mental sin los libros? Tal vez en tu emocionada y contrita confesión haya algo más que ejercicio de estilo brillante. ¿Te imaginas un año sin leer? Tal vez sin escribir. Sería algo más que terapéutico. Sería un vivir en el límite, sin la obligada intelectualización a la que propendes, sería éxtasis, condena, abandono, brutal choque con la realidad... Si lograras pensar a través de otro modo expresivo... Todo en ti es un ejercicio prodigioso de intelecto. Incluso cuando hablas del lector lo llamas interlector, una figura que yo relaciono con lo que decía Cortázar con el lector macho en lugar del lector hembra, juicio del que se desdijo cuando se vio el machismo que implicaba. Pues bien, ese interlector que hay en ti se distrae, no atiende, como los chicos de la ESO ante nuestros discursos. Y la aridez de los libros se te impone y no disfrutas, pasas por ellos a veces fatigado. Y hoy nos confiesas que eres un lector perverso, polimorfo. ¿Qué sería tu vida sin la lecto/escritura? ¿Qué quedaría en ti sin esas dos vertientes nucleares en tu personalidad?
ResponderEliminarCreo que no debo de haberme expresado con claridad, porque, en realidad, más que un año sabático lo que yo necesito es recuperar el tiempo lector (o intelector) perdido... Lo paradójico, Joselu, es que mis extravíos suelen ser siempre hacia la realidad. Sería algo así como el poema de Darío, Lo fatal: "la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos", siendo la carne la vida y la tumba los libros. A veces, de verdad, no me reconozco en ese retrato generoso que haces de mí, porque diríase que soy un ser apergaminado, hojaresco, sombríamente entintado y, sobre todo, apalabrado; no estoy muy seguro de que concuerde el retrato con el bulto, cuando, como digo en la entrada, es la vida la que me aparta de la lectura que se me difumina tan incontrolablemente. En cualquier caso, ¿es posible oponer la lectura a la vida? No sé si será "lo mejor" de la vida, pero me cuesta concebir que estén enfrentadas.
EliminarHoy nos has descrito con un texto absolutamente intelectualizado algo que pasa por la mente de nuestros alumnos cada vez que los exponemos a algo que se les escapa y han de leer sin voluntad, por imperativo. Como cuando les hice leer con toda mi buena voluntad El viejo y el mar que había llevado a Hemingway al Nobel. ¡Qué fracaso! Sintieron probablemente lo mismo que tú nos ha descrito, la acedía, el bostezo, una sensación tremenda de sopor, de distancia inenarrable. Pero tú serías capaz de leerte con provecho una guía telefónica (cuando existían) de Barcelona y sacar un post para el Diario de un artista desencajado. Estoy seguro. Los apellidos te motivarían y extraerías materia literaria sorprendente. A mí me pasa con los anuncios por palabras de La Vanguardia.
ResponderEliminarEn resumidas cuentas, esto nos pasa a todos, pero muchos, cáspita, abandonamos el libro y buscamos otro incapaces de estar así. Me recuerda cuando iba a ver alguna representación de Beckett y la veía somnoliento, dando cabezadas, incapaz de seguir a los personajes. Me llegué incluso a convencer a mí mismo que era la mejor forma de ver las historias del autor irlandés. Entre la vigilia y el sueño. Pero no creo.
En todo caso, un artículo vibrante y gozoso, digno de estar en este Diario que a sensaciones tan dispares nos lleva.
Pues fíjate que hasta tu exposición se me hace ardua de entender, soy lectora empedernida desde muy joven, pero lo que se me hace difícil de entender, lo dejo, me da igual si otros han dicho que es una obra maestra, a mi no me sirve. No sé si he entendido bien lo que quieres decir, yo he entendido que hablas de lectores que leen como el que ve un cuadro que no entiende pero que tiene que decir que es maravilloso porque así lo dicen los entendidos. ¿Es eso?, bueno, perdona por mis elucubraciones, creo que me quedas grande, jajajaja. (Pero algo aprendo). Un cordial saludo.
ResponderEliminarPuede que me haya complicado mucho la vida y que, de rebote, se la haya complicado a intelectoras, como es tu caso, tan pacientes como para leerlo y, te quedo muy agradecido, dejar constancia de ello. La situación de partida es relativamente sencilla: quería retratar la cantidad de lecturas en cuyo curso se me ha despistado la mente como un paseante que cambia de dirección en una ciudad sin saber por qué y sin llegar nunca al objetivo que le había movido a echarse a caminar.De esa capacidad para despistarme se sigue que muchísimas lecturas o no lo han sido tal, lecturas, o las he hecho tan mal que bien dispuesto estoy a pagar el peaje de volverlas a hacer o de compensar aquellas distracciones con otras lecturas.
EliminarLa primera decisión de la que hablas te la elogio... A mí me ha costado mucho hacerlo y he insistido, aunque lo haga mal y con despistes, pero ahora ya sí que no me anda con paños calientes... Bienvenida a esta tu casa crítica.