Una obra picaresca
menor, las Aventuras del bachiller
Trapaza, para un interés lector mayor: Incluso en los clásicos segundones
hay placeres primeros.
De vez
en cuando conviene adentrarse en obras que, sin ser las de relumbrón en ciertas
épocas, sino centón de ellas, permiten tener una visión de conjunto de un periodo
literario o de un género, en este caso el de la picaresca, al que pertenece las
Aventuras del bachiller Trapaza, obra
de un autor acaso poco leído hoy en día, pero por el que conviene pasear por un
doble motivo: para mejor apreciar las obras cumbre del género, desde el Guzmán hasta El Buscón, y para deleitarnos en un uso del lenguaje que dista años
luz de la grisura del que se nos endilga como lenguaje “transparente”, “económico”,
“sobrio” o “eficaz” en las obras de literatos recientes, donde diríase que un
destello léxico noventayochista, por no retroceder mucho, casi podría arruinar
una reputación. Tengo por costumbre no dejar pasar el año sin leer, como
mínimo, alguno de estos clásicos que permiten forjar un juicio más ajustado de
una época. Se hace figura quien se
singulariza, escribe Solórzano; y parece haberme esclarecido la intención,
porque, aunque solo sea para acabar revelándolo en este Diario, es un placer
añadido el de frecuentar obras, como la presente, que apenas tiene lectores; obras
recónditas, como ese portal Nuruega,
tanta era su oscuridad, que describe Solórzano. No tengo plan lector
ninguno, y me guía el azar y el capricho en la elección de mis lecturas, pero,
de siempre, me he impuesto dos obligaciones anuales: leer un clásico español y
otro greco-latino. A partir de ahí tanto pueden acabar siendo seis como esa una
obligatoria. Nunca lo sé.
Las
aventuras del bachiller Trapaza, sus bachillerías del embuste y el
embeleco, constituyen un repertorio de lugares comunes del género que Solórzano
consigue hacer legible a condición de que le perdonemos lo insustancial de la
trama, la escasa singularidad de los personajes y algunas obras intercaladas
más a beneficio de inventario que propiamente porque vengan “de molde” al
desarrollo de los acontecimientos, si bien el entremés de la castañera tiene su
gracia y el de la suplantación de la Monja Alférez, por ver a la cual piden
pagar la entrada, también. Desde los orígenes hasta un presente aciago, pasando
por todos los padecimientos imaginables, la vida de Trapaza es un sinfín de
tretas, de ardides, para intentar hacer fortuna y obtener una sólida posición
social. Casi todo el espectro social desfila por las páginas del libro y a cada
momento hay pretexto para trazar una radiografía satírica y jocosa de la
sociedad de la época. Como se trata de una obra de aluvión, esto es, en la que
se van sumando escenas que tienen por protagonista a Hernando (o Fernando) Trapaza,
cómico hijo de sus cómicos padres: Pedro de la Trampa y de Olalla Tramoya, nada
que no sea lo que ocurre en el momento tiene la más mínima importancia. Casi
podría hablarse de ella como de una novela “gestáltica”, centrada en el “aquí y
ahora”. Nada ocurre que tenga, como trasfondo, un plan, un proyecto vital, una
aspiración, un programa de vida, una cadena de actos ordenados a un fin: el
presente continuo, el momento impostergable, domina la acción y, por ello
mismo, la lastra. ¿Cómo concitar el interés del lector hacia el futuro, esa
prolepsis inevitable de quien lee? Sustituyéndola por una realización de los
episodios como unidades discretas cuya eficacia radica en su propia
individualidad, nunca en la acumulación de las mismas. No se trata de un
conjunto de cuentos, pero casi. Todos los autores señalan la inspiración
bocacciana de Solórzano, más evidente en el conjunto de relatos Los alivios de Casandra. Eso lleva a que
la desigualdad entre unos y otros episodios convierta la lectura en una suerte
de sorpresa permanente, en un “a ver qué viene ahora” y “a ver cómo sale de
esta” que no siempre satisface de igual manera al lector.
El
hecho de estar narrada en tercera persona, a diferencia de la primera, típica
de la picaresca, introduce una perspectiva, la del narrador omnisciente, que
hace más llevadera la lectura, porque, fácilmente identificable con el autor,
el relato se nos presenta trufado de juicios, reflexiones morales y estéticas
que permiten, hasta cierto punto, una identificación del lector con esa voz,
como cuando advierte: El juego ha sido
siempre destruición de la juventud y polilla de las haciendas. Gracias a ese
narrador se introduce en la narración una distancia que acentúa el carácter
casi guiñolesco de Trapaza, porque se trata, en última instancia, de un ser
desprovisto de interioridad, de profundidad psicológica y emocional, solo
atento a las necesidades básicas, entre las que buscar trapaceramente su bienestar es la primera. Poco a poco, a medida
que avanza la obra, el tono crítico-festivo impuesto por el narrador le permite
al lector la obtención de ciertas recompensas lectoras, entre las que no son
las menores el uso de un lenguaje con el mejor sabor de la época, como
enseguida veremos. La obra no tuvo un éxito arrollador, porque se editó pocas
veces, en comparación con otras; pero tuvo la continuación que se promete en la
obra: La garduña de Sevilla, hija de
Trapaza y Estefanía, lo que permite hablar de la saga Trapaza, del mismo modo
que en las novelas de caballerías se continuaban las aventuras de los hijos de
los protagonistas, como las famosas Sergas
de Esplandián, que continuaban las de su padre Amadís de Gaula.
Desde
el punto de vista del lector contemporáneo no filólogo resulta peliagudo
establecer una lista de valores del libro que inciten a una lectura entregada,
porque es muy posible que la distancia con el asunto y con el estilo sea tanta
que no halle asidero al que agarrarse para mantenerse en la lectura. Voy a
intentar, en lo sucesivo, traer a colación algunas citas del texto que nos
permitan vislumbrar, a través de ellas, la riqueza lingüística y estilística
que anime a hacer esta lectura, cuya recompensa en modo alguno puede compararse
con la que depara la de obras como el Guzmán
de Alfarache o el mismísimo Lazarillo,
pero sí con otras obras, si menores, de notable interés, sin embargo, como La segunda celestina de Feliciano de
Silva, cuya lectura encarezco incluso con antelación a la presente.
La
visión moralista y la estupenda pluma de Solórzano para el retrato costumbrista
satisfarán, creo yo, al lector más exigente, como se puede apreciar cuando, como
parodia de otras obras, y con no poca sorna, las introduce: ¡Oh, cudicia, lo que haces! ¡Oh miseria, a
qué de bajezas te pones! Ninguno ha tenido las dos, que con la primera no se
haya visto en muchas afrentas y con la segunda no haya gastado más que hiciera
un generoso. Baste de sermoncito y volvamos a Trapaza. Una habilidad que no
cede ante verdaderos detalles de perspicacia social y psicológica, como en aquella
aguda reflexión: aquella era la hora en
que más se conoce la que es perfecta hermosura o fingida, que es acabada una
mujer de levantarse de la cama. La creación de un personaje como el hidalgo
don Tomé, arruinado caballero trazado sobre la plantilla del escudero del
Lazarillo, no deja de tener su gracia al haber añadido la dimensión poética que
permite cierto juego metaliterario, pues el tal Tomé es horrísono poeta culterano:
Gémina luz viviente/presta ocasos
purpúreos zafiros,/no ya visibles, algente/sí, en cóncavos retiros,/por quien
delio esplendor anima giros. La descripción del tal Tomé, venía este caballero con vestido negro de
gorguerán, acuchillado sobre tafetán pajizo. Traía muy largas guedejas, bigotes
muy levantados, gracias al hierro y a la bigotera que habrían andado por allí;
un sombrero muy grande, levantadas las dos faldas a la copa, con unos alamares
pajizos y negros, toquilla de cintas de Italia destos dos colores y por roseta
un guante, que debía de ser de alguna ninfa; al cuello, una banda de las mismas
cintas, con gran rosa atrás, cosas para calificar por figura profesa al tal
sujeto, se completa enseguida con la delicadeza poética con que acoge a
Trapaza como secretario: ninguna cosa me
satisface más que vos que me hayáis hablado a mi modo, porque yo soy exquisito
en el dialecto, y así gusto que quien más me comunicare tome el modo de hablar
que yo tengo. Por el libro desfilan otros tópicos como el del viejo
enamorado que paga con creces esa dificultad que señala el autor: Cuando el amor se apodera de canas es
dificultoso el poderse echar dellas. Así, Estefanía, quien sigue su carrera
delictivoimpostora de forma paralela a Trapaza, que está enamorado de ella, y
de quien acabará teniendo una hija, fuerza la caída en sus redes de un incauto,
de un viejo que trocando los frenos a las
edades, con la hermosura de Estefanía al lado, olvidóse de las muchas navidades
que tenía, y sacando esfuerzos de su flaqueza, quiso mostrarse más alentado que
pedían sus años, y así dentro de seis meses, dio consigo en la sepultura.
Finalmente,
que tampoco quiero extenderme más allá de a lo que una leve cata obliga, cualquier aficionado a la lengua no dejará de
hallar en el libro un repertorio de voces que le compensará del posible tedio
que le provoque el encadenado de episodios. Así, voces como Gomia, ese nombre damos al que come
mucho y desordenadamente, aplicados a un personaje, como a la mujer del médico,
metafóricamente, nos deleita con un hallazgo retórico más que notable: la
esposa del médico era gomia de Navidades,
porque parecía insaciable en consumir años a causa de su mucha edad. Traerse de runfla un escribano y dos
corchetes, esto es, en hilera. El uso de un cultismo inesperado: Os ha sucedido la desgracia porque vuestro
estado anda en lites, de lis, lites:
pleito judicial. Una metáfora afortunada: Mil
veces esta calle me pespunta…, esto es, la pasea. O la evocadora descripción
de una celestina: Esta señora era
algebrista de voluntades o zurcidora de amores. Las insólitas caravanas que no son sino las
diligencias que uno hace para lograr alguna pretensión. O, y ya termino, el
insólito darse un verde de tal cosa, que
vale hartarse, atracarse de ello.
Sin duda, una inmersión en el barroco pequeño, si pudiera expresarse así. Tu cata en Castillo Solorzano produce en el lector ocioso un entrañable placer pues a este autor solo lo conocía de nombre y nunca había entrado en él. Reconozco mi escaso recorrido por los periodos clásicos de la literatura fuera de los autores que estudié en mi carrera y los que he frecuentado en mis finiquitados años de docencia que no salen de los mayores y más nombrados. Es tan largo lo que habría de leerse y tan escaso el tiempo vital para hacerlo... Juan Poz afila sus artilugios estilísticos en el trasiego de los clásicos enfrentándose cual caballero andante a los tiempos modernos que parecen haber instaurado en la lengua la arquitectura de Mies Van der Rohe en la simplificación de líneas y ornamentación buscando un estilo de comunicación que atienda solo a la utilidad y la eficacia. ¿Quién sabe si este proceso algún día se revertirá y se volverá a los clásicos como nutrientes de la lengua en los siglos venideros? Uno a veces ve una iglesia barroca de un pueblecito y tiene la impresión de que eso en otro tiempo fue algo sustancial. Que dijo mucho a los hombres de otrora. Ve uno las columnas salomónicas, los retablos llenos de polvo, las imágenes deslustradas, los bancos de madera, los púlpitos desde los que se lanzaban invectivas contra los pecadores, los confesionarios múltiples en que los fieles confesaban sus faltas mortales ante un representante de dios en la tierra. Alguna vez hay hasta alguna señora canosa que con aire morigerado enseña la iglesia a los visitantes. Uno ve esto y piensa en el lenguaje de aquel tiempo aparentemente lejano y siente vibrar el músculo sentimental y anhela volver al estilo, al arte de las imágenes, a la música sacra, a los oficios, a las letanías, a los rosarios compartidos, pero es difícil. La lengua ofrece una oportunidad formidable de hacernos volver a otra época. He ahí la literatura, incluso la pequeña como la de Castillo Solorzano, para evocar otra dimensión de la palabra ante una época utilitarista y grisácea como la nuestra en que los escritores huyen del estilo como alma que lleva al diablo. El estilo para estos plumines lleva anejo el ornamento inútil que ya no saben apreciar. Y apuestan por el efectismo, la sutileza rara, el circunloquio arrinconado en un afán de golpear directamente al lector que ya no paladea el artificio de la lengua, acostumbrado al fast food alimenticio. Recuerdo a un bloguero que a veces visito que también recorre puebliños de la geografía patria, se llama Juan Pérez. Él, de un modo parecido a Juan Poz, aprecia el arte de la filigrana, el artesonado, los trampantojos, las custodias de una iglesita poco conocida. Él, también como Santa Teresa, sabe que Dios está entre los pucheros, y en lo pequeño, en lo mimado con esmero está la esencia de todo arte que se precie. Eso significa ir contra el fluir del tiempo de una España vulgar y de un mundo que ha perdido la noción de arte y solo entiende de redes sociales como expresión de la podre y la inanición intelectual.
ResponderEliminarSin duda, este espacio es singular y aleccionador. Uno se acerca a una dimensión escasa o insólitamente frecuentada por el presente de vates imberbes que creen escribir, solo lo creen.
"Un mundo que ha perdido la noción de arte y solo entiende de redes sociales como expresión de la podre y la inanición intelectual." Me quedo, Joselu, con esa frase corolario que expresa a la perfección mi opinión. Hoy, además, llevo todo el día dándole vueltas a una "sublime decisión", cual es la de apearme temporalmente del mantenimiento de mis blogs y de mi participación en ese territorio tan cajón de sastre que es Gorjeolandia. Hoy más que nunca, avanzada yala obra que anuncié aquí, "Juventud en Poz", compruebo que todo el tiempo del mundo es poco para lo esencial. Me divierto, no lo puedo negar, pero en términos de obra propia me perjudica mucho. Tiempo atrás me hubiera dicho que hay tiempo para todo. Hoy sería candidato de fuste para protagonizar "El avaro", cambiando el dinero por el tiempo. No es que me asuste dejar cosas inacabadas por una insólita aparición de los huesos y la guadaña, pero ¡he protestado tanto en mi vida por la falta de tiempo!, que ahora que puedo disponer de él a mi antojo (o casi), advierto que me disperso en exceso y aun postergo lo esencial. No quisiera dejar las críticas de cine, porque lo de ver películas se ha convertido en un momento íntimo diario que mi conjunta y yo disfrutamos de lo lindo; pero, en todo caso, lo espaciaré. Llevo un ritmo infernal..., pero reconozco que la Hª del cine está llenísima de obras maravillosas.
EliminarTe agradezco tus palabras, porque este, como dices, es un rincón que tiene mucho de chamarilería, y eso me gusta. No sé si alguna vez te he dicho que mis escaparates favoritos son los de las ferreterías, y eso reza también para esas tiendas de las "pulgas" que de siempre me han cautivado. No en vano, aquí, las llamamos los "encantes". Solo la magia habita en ellas.