Los hechos: la autobiografía
unamuniana de Philip Roth desde la infancia hasta lograr el éxito literario.
Hay cierta semejanza entre Woody Allen y Philip Roth, cuando uno entra en las
obras de ambos lo hace como quien entra en casa de un viejo amigo: conocemos
sus manías, sus delirios, sus miedos, sus fobias, su credo, sus virtudes…, y es
difícil que nos sorprenda, aunque siempre nos sentimos cómodos en su compañía,
y a veces hasta reconfortados de que el tiempo no desfigure a las personas
hasta el punto de no reonocerlas o de sentirlas distanciadas. Con posterioridad
a Los hechos, que fue su primer
intento autobiográfico, Philip Roth es autor de otro texto del mismo género
sobre la enfermedad y la muerte de su padre: Patrimonio. Una historia verdadera. Prefiero el segundo al primero,
pero en Los hechos Roth utiliza un
recurso de ficción que nos permite no solo leer el texto autobiográfico sino la
autocrítica del mismo y, hasta cierto punto, unas migajas de teoría acerca de
la naturaleza y propiedades del genero autobiográfico: Lo único que estoy diciendo es que un libro que se atiene fielmente a
los hechos -un destilado de los hechos que renuncia a la furia imaginativa-
puede liberar significados que la ficcionalización haya oscurecido, relajado o
incluso invertido, y puede remachar unos cuantos clavos emocionales bastante
puntiagudos. Roth parte, evidentemente, de la oposición entre la ficción
con base autobiográfica, que constituye la mayor parte de su obra, como la
nunca suficientemente elogiada El lamento de Portnoy, y la autobiografía
centrada en los hechos desnudos de ese ornamento de ficción que los oscurece
hasta desrealizarlos. El método seguido por Roth para la composición de esta
obra autobiográfica está directamente emparentado con una obra como Niebla, de Unamuno, autor a quien ignoro
si Roth leyó, aunque intuyo que no, porque, de haberlo hecho, es imposibe que
no se hubiera colado alguna referencia a esa diálogo soberbio entre Augusto
Pérez y don Miguel en casa de este último, cuando el atribulado personaje
ajusta cuentas con su creador. Roth escoge a Nathan Zuckerman como privilegiado
interlocutor y crítico de sus memorias de infancia, juventud y primera madurez.
Le envía el manuscrito mediante una carta en la que le expresa cuál es su
posición ante el género: En el péndulo de
la autoexposición, que oscila entre el mailerismo agresivamente exhibicionista
y el salingerismo secuestrado, diría que yo ocupo una posición intermedia,
y le revela el origen del impulso autobiográfico: En la primavera de 1987, en el momento culminante de un periodo de
diez años de creatividad, lo que iba a ser una operación quirúrgica de poca
importancia se convirtió en una durísima y prolongada tortura física, origen a
su vez de una depresión que me condujo hasta el borde de la disolución mental y
afectiva. (…) Tras la depresión, lo que hacemos es abalanzarnos, llenos de
agradecimiento, hacia la vida corriente, y aquella era mi vida en su variante
más corriente. (…) Para recaer en mi vida anterior, para recobrar mi vitalidad,
para transformarme en mí mismo, me puse a recoger la experiencia sin
transformar. De hecho, fue el cansancio de la “furia imaginativa” -que es
como Roth caracteriza a la ficción- lo que lo llevó a prescindir de los
disfraces y ofrecer una versión desnuda de sus experiencias vitales, y de ahí,
por consiguiente, el título escueto y casi programático del libro, Los hechos. El propósito del autor es
muy laudable: Si algo refleja este
manuscrito, es mi saturación de las máscaras, los disfraces, las distorsiones y
las mentiras, pero la crítica que Zuckerman y su mujer hacen del manuscrito
pronto nos convence no tanto del grado inequívoco de artificiosidad e incluso
de ficción que hay siempre en la autobiografía, sino de la censura y de la
cobardía del autor, quien renuncia a adoptar frente a sus “hechos”, la actitud transgresora
que sí emplea en la ficción: Parece que
te falta valor -el descaro, los redaños- para hacer en una autobiografía algo
que en una novela considerarías totalmente esencial. De ahí, así pues, que
Zuckerman se reivindique: quien
posibilita que te destripes implacablemente, quien te hace de médium en los
verdaderos enfrentamientos contigo mismo…, soy yo, convenciéndonos de que
es en sus obras de ficción donde podremos hallar la “verdadera” autobiografía
del autor. Es significativo que Zuckerman comience dudando del papel de cada
cual: Ya ni siquiera estoy seguro de
quién de los dos es el hombre de paja. Al principio pensé que era él, en su
carta a mí… Ahora parece que soy yo, en mi carta a él. Es irrelevante afirmar
que no confío en él cuando la manipulación es el mensaje, lo sé, pero el caso
es que no, que no me fío. ¡Y cómo fiarse de ese viejo zorro astuto de Roth,
que ha pasado las de Caín y ha escarmentado en mil conflictos, sobre todo
amorosos, como el de su primer matrimonio con Margaret Martinson, extrañamente
Josie en Los hechos, o el último con
la actriz Claire Blomm, cuyas memorias vengativas no lo dejan bien parado, que
se diga! De hecho, la acuciante duda metafísica de Zuckerman es, como no podía ser
de otra manera, el desconocer la fuente recóndita de donde él y su mujer
nacieron: ¿Quiénes somos, nosotros dos,
en todo caso? Y ¿por qué? Tu autobiografía no nos cuenta lo que pudo ocurrir en
tu vida para que nosotros surgiéramos de ti. Hay un enorme silencio en torno al
asunto. Lo que Roth deja manifiestamente claro es la enseñanza que le
depararon hechos como el de su primer matrimonio, por más que tropezara por
segunda vez en la misma piedra, desdiciéndose: no podía desaprender de la noche a la mañana lo que varios años de
batallas legales me habían enseñado, a saber: que nunca, pero nunca nunca,
debía ceder al estado ni a su poder judicial la posibilidad de decidir con qué
persona debo contraer el compromiso más profundo, ni de qué modo, ni durante
cuánto tiempo. Hay algo, en Roth, de don Juan ingenuo que atenúa la acritud
evidente con que encaró el drama matrimonial cuya historia se cuenta, como parte
fundamental, en esta breve autobiografía en la que el estilo transparente y
casi de acta notarial no se altera en ningún momento. Hay poco espacio para el
virtuosismo estilístico y una deliberada voluntad documental. Se advierte, con
todo, el enorme esfuerzo de contención llevado a cabo por el autor, aunque aquí
y allá salten, de vez en cuando, algunas chispas de su cáustico humor. Por lo
que se pregunta Zuckerman, tras leer el manuscrito es por la preeminencia de
los hechos frente a la ficción, lo que equivale a interrogarse sobre sí mismo,
claro está: ¿Por qué será que cuando hablan
de los hechos se sienten en terreno más seguro que cuando hablan de la ficción?
La verdad es que los hechos son mucha más reacios y difíciles de manejar e
inconcluyentes, y verdaderamente pueden reducir a cero la propia modalidad de
búsqueda que la imaginación abre. No es el caso de Los hechos, sin duda, porque es evidente el conocimiento que se
adquiere de la vida de Philip Roth tras la lectura del libro, pero no es menos
cierto que la lectura nos deja un poso de insatisfacción -ese “querer saber más
y más” a que empuja la curiosidad por las vidas ajenas- que tiene todo que ver
con la selección de la realidad efectuada por el autor: Este manuscrito -escribe Zuckerman-
opta claramente por la versión chico
simpático. En una autobiografía no parece haber más elección que la de
privilegiar dicha vertiente, quizá porque el género te señala que, seguramente,
es más prudente suprimir la libre exploración de casi todos los demás aspectos
que integran una personalidad humana. Es muy estimulante esta esquizofrenia
autor-personaje mediante la que Roth reflexiona sobre el hecho autobiográfico y
sus evidentes trampas y limitaciones. Zuckerman nos dice que conviene no ser
ingenuos, aun a pesar de que el autor se reconoce como tal: también eso puede afirmarse de nosotros, sin
mentir: somos muy ingenuos, incluso los más listos, y no solo de jóvenes, a
la hora de medir exactamente el alcance de las revelaciones hechas por el autor
y su actitud ante ellas, porque a lo largo de Los hechos tiene el lector la impresión de que solo tangencialmente
tienen que ver esos hechos con la vida del autor, como si no le hubieran
afectado, porque apenas hay descripciones convincentes de sus reacciones, más
allá del acta escrupulosa de las respuestas sociales de rigor. O, como dice
Zuckerman, no puedes o no quieres hablar
de ti mismo por ti mismo, o sólo lo haces de ese modo tan decoroso. Eso es,
sin duda, lo más decepcionante de la autobiografía: el pudor, que es de lo
primero que se desembaraza Roth cuando se pone a escribir ficción. Y de ahí,
por consiguiente, la convicción legítima del crítico Zuckerman, con la que nos identificamos
los demás lectores: mi impresión es que
has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes ni idea de
qué eres o has sido alguna vez. Ahora, no eres más que un texto andante.
¡Que no es poco!, me atrevería a decir: ¡nada menos que un texto andante…!
Interesante tu reseña sobre la autobiografía de Roth planteada de modo dialógico y enfrentada a los hechos sin ficcionalizar. ¿Se dice así? Es tan compleja la vida humana, tiene tantos lados oscuros -inconfesables- que dudo que se pueda expresar una autobiografía realmente ceñida a los hechos sin censura. No puede contarse todo lo que creemos saber, que en definitiva es una forma de seleccionar y enjuiciar ficcionando. Toda construcción es ficción, así que prefiero una autobiografía manipulada conscientemente, literariamente. Pienso, sin embargo, en esas nauseabundas memorias de Neruda y de Alberti, pura manipulación y se me cae el alma a los pies. Una autobiografía debe estar escrita con terrible crueldad, sin ausencia de compasión no hay algo valioso. No sé el grado de dureza consigo mismo que hay en Los hechos, pero tengo la impresión de que no hay demasiada, pero no sé. Me sorprendió la autobiografía de Coetzee por la ausencia de compasión consigo mismo. Una autobiografía complaciente es siempre una impostura. Leí de Philip Roth Pastoral americana y no me gustó nada. Pero no es un autor en que haya entrado demasiado aunque leí El lamento de Portnoy y La mancha humana. No lo entiendo de los míos. Hay algo en él que no me llega.
ResponderEliminarComo ejercicio paramemorístico es un libro excelente, porque la reflexión sobre los límites de lo que se ha de decir y cómo en una autobiografía son útiles y entretenidos para cualquiera que decida acometer la práctica del género, y digo "acometer" porque en la propia vida hay que entrar, como decía Valéry, "armado hasta los dientes".
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