Noviembre de 1918.
Una revolución alemana (4vols)de Alfred Döblin: una obra esencial para entender
el inevitable destino de Alemania (y de Europa) tras la Primera Guerra Mundial
a partir de la fracasada revolución espartaquista
de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg.
Hay
obras que nunca llegarían al público si al frente de ciertas editoriales de
prestigio no hubiera editores tan conscientes del significado cultural de su
tarea como es el caso de Daniel Fernández, director editorial de Edhasa, o como
lo ha sido el de Jorge Herralde al frente de Anagrama durante toda una exitosa
vida de editor. Poner al alcance del lector en lengua española una obra como
esta de Döblin, fundamental para entender la República de Weimar, época en la
que se dirimió el futuro de Europa entre la democracia capitalista y el
comunismo soviético, merece el mayor de los reconocimientos y de los aplausos.
Que haya sido capaz de llevarlo adelante con la ayuda del Goethe-Institut, organismo del Ministerio Alemán de Asuntos
Exteriores, habla bien a las claras sobre un modelo de gestión editorial que
sabe explotar los recursos a su alcance. Para nadie es una sorpresa que Edhasa
cuenta con uno de los mejores fondos editoriales, y que su línea de novela
histórica no admite parangón, pero el agradecimiento de los lectores por la
publicación de la presente tetralogía me consta que será inmarcesible. A mí
particularmente, me gusta mucho su colección de libros de aforismos, que ha
conseguido reunir un catálogo espectacular. De hecho, no me importaría
ofrecerme para confeccionar, para ellos, lo que podría llamarse el Vademécum Edhasa de aforismos, siguiendo
el reconocido modelo de The Oxford Book
of Aphorisms o el indispensable The
Viking Book of aphorisms, con una selección del poeta W.H.Auden y el
polígrafo Louis Kronenberger. Todo se andará…
En
el primero de los cuatro volúmenes de Noviembre
de 1918. Una revolución alemana, el titulado Burgueses y soldados, Döblin sitúa la acción en Estrasburgo, Alsacia,
un territorio en permanente disputa entre Alemania y Francia. Escoger la
frontera entre dos culturas y dos potencias políticas europeas como marco del
arranque del fresco histórico que levanta el autor con una extraordinaria
capacidad narrativa nos indica bien a las claras esa línea de oposición a la
identidad férrea y expansiva que está en el origen, entre otras muchas causas
geoestratégicas, está claro, de la Primera Guerra Mundial, que estalló hace
ciento dos años y de la que aún seguimos extrayendo lecciones de notable
utilidad para la política actual y para el conocimiento del ser humano. Las
novelas de Döblin, al centrarse en personajes concretos, cuya peripecia vital
se irá desarrollando a lo largo del ciclo, nos permite acceder a la comprensión
de unas mentalidades y de unas emociones que su novela nos transmite con
fidelidad y magnífico realismo. Este ciclo novelístico, aunque tiene la misma
intención realista que su célebre novela Berlin
Alexanderplatz, ofrecernos la
comprensión de una sociedad determinada en un momento dado de la Historia,
desde la mirada individual a sus miembros, presenta una estructura más clásica,
aunque no renuncia a ciertas libertades formales e imaginativas que, sin
embargo, entran dentro de lo que podríamos considerar recursos más
tradicionales, como la aparición de Satán como personaje, o de “aparecidos”,
como ocurre en el magnífico relato del Libro Primero que abre el último
volumen, Karl y Rosa, un relato, por
cierto, que admitiría una edición independiente y serviría como “reclamo”
editorial para atraer compradores de una tetralogía tan cara como de lectura
tan necesaria. En el volumen se arranca de la derrota alemana, de la caótica
retirada de sus fuerzas de los frentes de guerra y se nos presenta a tres
personajes que adquirirán un carácter protagonista a lo largo de la novela: los
tenientes Becker y Maus y la enfermera Hilde. De los tres, Becker es, sin duda el más
importante, porque es, a todas luces, un trasunto parcial del propio autor,
dada la conversión al catolicismo que comparte con él, así como ciertos valores
y preocupaciones culturales que se desarrollan en los siguientes volúmenes
Becker, que regresa herido de gravedad, encarna la poderosa decepción
existencial que supone la derrota, de ahí sus palabras: Querida
paz, ten piedad de nosotros, que regresamos. Ya desde el comienzo del ciclo
novelístico, Becker comienza a sufrir alucinaciones o revelaciones como la
aparición de Johannes Tauler, considerado el fundador de la mística alemana,
quien le dice: Eres duro y orgulloso, un
ánimo grande, una alta montaña. No cierres los ojos, hijo mío. Debes pedir
paciencia y un final clemente. El Señor viene en medio de un silencioso y suave
murmullo. Por otro lado, la
cuidadosa narración de hechos históricos fidedignos ocupa un lugar esencial del
relato, como todo lo relativo al inicio de la revolución alemana y al intento
de enviar un destacamento de marineros alsacianos para intentar proclamar la
República Socialista Alemana de Alsacia, en un intento de retener dicho
territorio que, en cosa de semanas será ocupado por las fuerzas francesas: El Consejo Central de Obreros y Soldados de
Estrasburgo a la población: “Mantened la calma, el soldado alemán no es vuestro
enemigo. El pueblo alemán y los soldados alemanes han dado el golpe de gracia
al sistema que tanto odiamos”. En
ese sentido, es clarificadora la parte dedicada a la narración de la visita de
Maurice Barrès, el parlamentario nacionalista, al territorio, como avanzadilla
de la inminente ocupación francesa. En ese contexto de rendición es en el que
Barrès, con clarividencia singular, dado su conocimiento de la cultura alemana,
formula una profecía a punto de cumplirse cuando Döblin está acabando de
escribir, en 1937, este volumen: El
castillo del diablo ha caído, pero el Diablo no se ha marchado,
apostillando que en un plazo de 20 años los alemanes, después de la derrota se
armarían para volver a atacar a los franceses, como así resultó ser:
En
este primer volumen de la tetralogía, son innumerables las voces singulares que
recoge Döblin en su narración, y bien puede decirse que no falta nadie. Es
cierto que muchas realidades nos son ya familiares por la mucha Historia que se
ha escrito al respecto, como la hipocresía y el cinismo de los militares
alemanes imperiales que se lavan las manos de la derrota y propalan la especie
de la “puñalada por la espalda” que les asestaron los civiles que promovieron
el exilio del Emperador, la rendición del ejército y la negociación para el
armisticio, como se aprecia en el bando que cuelgan para informar a los
soldados que han de huir apresuradamente de los frentes, dejando atrás una
ingente cantidad de material servible: Hasta
el día de hoy hemos empuñado con honor las armas. El ejército ha hecho un
servicio inmenso, con fiel entrega y en cumplimiento de su deber. Abandonamos
la lucha erguidos y orgullosos; una teoría que, a través de tan singular
personaje como Erich Ludendorf -el único de quien Döblin, a mi juicio, no saca
todo el partido que semejante botarate histgriónico permitía- llega hasta los
círculos nacionalistas en los que se apoya Hitler para conseguir el poder en
1933. Antes, con todo, la hicieron suya los dirigentes de la aún no nacida
República de Weimar cuando saludan en Berlín a los soldados que vuelven del
frente “sin haber sido derrotados”. De ese mismo carácter histórico es la
narración del entierro de los 8 berlineses que resultaron muertos en los
sucesos de la insurrección contra el Emperador, entierro en el que se nos
introduce a otro de los personajes capitales del ciclo: Karl Liebknecht, el
dirigente espartaquista: Habló Liebknecht: El tribuno de la plebe era
delgado, tenía un rostro pálido e inquieto, sus ojos, marcados por la falta de
sueño, se volvían sin fijarse a derecha e izquierda; el oscuro bigote colgaba
descuidado sobre la boca. De vez en cuando, aquel hombre aún joven apretaba los
dientes con una especie de permanente furia e indignación que le impedía seguir
el hilo de sus pensamientos. Parecía ser el único en el cementerio que no se
daba cuenta de cómo se bebían sus palabras las gigantescas masas humanas. Hablaba
alto, con fuerza, a impulsos irregulares, estaba ronco y a veces tropezaba en
sus propias palabras. En los sucesivos volúmenes, a medida que la acción
gire en torno a la tensa y compleja situación política que se produce con la
insurrección espartaquista, Liebknecht, como también Rosa Luxemburg, irán
compartiendo el protagonismo con el trío Becker, Maus y Hilde.
El
segundo tomo de Noviembre de 1918, El
pueblo traicionado, continúa con la técnica de mosaico propia de quien
quiere ofrecer una visión que abarque el mayor número posible de las realidades
subjetivas que conforman lo que nos empeñamos en singularizar como “la
realidad”, por más que, como se sabe desde hace mucho, por la psicología
Gestalt, el todo sea diferente de la suma de las partes. A medida que avanza la
novela se van sumando personajes que contribuyen, por su extracción social, por
su relevancia política o por su característica psicología a la conformación de
ese singular que cada uno vive de distinta manera. Que aparezca un sórdido caso
criminal, algo que vertebraba su más famosa novela, Berlin Alexanderplatz, o que se nos recreen con una verosimilitud
absoluta los movimientos de las diferentes fuerzas en conflicto, la Cancillería
“ocupada” por Ebert, las conjuras de los militares derrotados, las dificultades
internas objetivas del proceso revolucionario espartaquista a través de tres
personajes tan distintos como Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht y el agitador
prosoviético Karl Radek, le da al segundo volumen una dimensión de novela
histórica que el autor no acaba de aceptar, de ahí su presencia intercalada en
la narración para recordar que, a pesar de la innegable fidelidad histórica con
que narra aquellos acontecimientos trascendentales en la Historia de Alemania,
y de Europa, no deja de ser todo obra suya, no sujeta al rigor de la Historia,
sino a la arbitrariedad de la novela: Al
autor de estas líneas le entristece que, a pesar de las posibilidades de la imaginación,
para seguir los acontecimientos y el destino de los personajes de una forma
fidedigna tenga que llevar constantemente a sus lectores a través del mal
tiempo, de la lluvia, y sólo de vez en cuando pueda llevarlos por una severa
helada y una alegre nevada. No es culpa suya. (…) Pero está en Berlín, y sigue
siendo noviembre. (…) Este noviembre dura mucho, demasiado (no solo para el
lector, también para el escritor). Pero los que lo vivieron no pueden sentirlo
como más breve. De ahí que no retroceda lo más mínimo ante el reto de
expresar francamente su opinión acerca de lo narrado, como si se tratara de un
narrador verdaderamente omnisciente, algo que acaba siendo y, además, con una
escrupulosidad por la transcripción de la verdad que sorprende cuando se han
leído diversas fuentes históricas sobre aquella revolución alemana abortada en
agraz: Hasta ahora no hemos visto auténticas masas
revolucionarias. Se puede reprochar esto a alguien que quiere describir una
revolución. Pero no es culpa nuestra. Es que se trata de una revolución alemana.
(…) [La revolución] anda errante, anda errante en Alemania, cada vez más
encogida, como una floristilla con la faldita rasgada, temblando de frío, con
los dedos amoratados y buscando cobijo. Donde no le dan con la puerta en las
narices, con dureza y convicción, se la alimenta con amables refranes y un
plato de sopa aguada. (…) El que tenga un ápice de sentido común apostará por
Ebert y los generales. (…) En la guerra, Dios está con los batallones más
fuertes, y en la paz con la mayor astucia. Tan curioso Dios se ha buscado
nuestra época, que se le podría tomar directamente por el rey de Prusia. (…)
Hablando con honradez: ¿qué nos importa? Por nosotros, que Ebert devore a los
generales o los generales a Ebert. Tal vez entonces llegue un tercero y los
devore a ambos. (…) Podríamos concluir ya nuestro libro, por falta de interés
hacia nosotros mismos. Mal asunto, cuando la falta de interés por un libro
empieza por su autor. Pero tenemos que llamarnos al orden. Porque sería ir
demasiado lejos. Un “llamamiento” que tuvo eco, porque aún acabaría
añadiendo dos volúmenes más a lo narrado, ¡por suerte para sus lectores!
En
este segundo volumen, El pueblo
traicionado, es preciso destacar la aparición de una historia, la del director
del Gymnasium donde trabajaba Becker, y al que vuelve para reencontrarse con
sus colegas, que supondrá un elemento decisivo en la evolución del
protagonista, de Becker. Se trata de una historia homosexual centrada en la
relación del director con un alumno, con quien comparte la sensibilidad por el
arte y la poesía, una relación que remeda, en cierta manera, el círculo de
Stefan George, el poeta alemán que fue utilizado por los nazis, por más que él
incluso se exiliara en Austria, horrorizado por esa barbarie antihumanista que
rechazaba tajantemente. En el transcurso de esa conversación, Becker, alter ego indiscutible del autor, nos deja pensamientos de tanto poder
apodíctico y antibelicista como el siguiente: Lo inconcebible, lo verdaderamente inimaginable de la guerra… éramos
nosotros mismos. Nosotros, usted y yo, un culi, un animal sin inteligencia.
Conciencia ni entendimiento, un negro de Papúa que hace lo que se le manda y no
se hace preguntas. (…) Pero ellos la tiran como una rama muerta, la vida, y
nunca han aprendido ni sabido nada, y se quedan allí tirados como semihumanos
que han tenido que trabajar en las pirámides. Y eso soy yo, y eso es usted, un
hombre instruido, por cuyas venas ha corrido el cristianismo, la filosofía
antigua y moderna, Platón, Spinoza, Descartes, Kant. Y de hecho han corrido por
nuestras venas y no han dejado nada en nosotros, y hemos seguido siendo torpes
esclavos, criaturas sin cerebro que jadean, completos trogloditas, medio monos
de la Edad de Piedra. (…) Pero entonces me llega… una orden de movilización.
Alguien, desde una oficina, desde un despacho que no conozco, escribe: ve allí,
ve allí, ve hacia tu muerte, hacia tu perdición, ve a perder una pierna, a que
una bala se te meta en la médula. Cuidado hijo mío, habrá gas, gas venenoso,
gas mostaza, trágatelo. Y usted pronto se da cuenta de que se trata de la
cabeza y de las piernas, de los pulmones y el hígado, y nadie podrá nunca
devolvérselos, porque su madre le ha dado todo eso una única vez. Y usted está
preparado para eso desde hace mucho tiempo. En tiempo de paz, se le ha
preparado para eso, entre Kant y Platón. Y usted… no pregunta. Usted no
pregunta, va, sigue. La oficina que emite las órdenes es más que Dios. ¿Me
oye?, más que Dios.
Es sorprendente la facilidad galdosiana de Döblin para
construir unos Episodios Nacionales
tan ajustados a la Historia y la verosimilitud apabullante con que los
diferentes personajes históricos se conducen en sus páginas. Su arte narrativo
nos coloca ante esos personajes como si el propio Döblin, por arte de
birlibirloque, hubiera estado presente en ellos, tomando nota de cuantos
detalles le habrían de servir, después, para escribir esta magnífica crónica
viva de aquel periodo. No son psicologías complejas, ciertamente, porque tanto
el “rechoncho” Ebert, como los militarotes conspiradores, tan limitados de
pensamiento y de posibles obras, después de la derrota, permiten un vigoroso
retrato de sus cortedades. Algo más complejos son los del bando espartaquista, si
bien Karl Liebknecht no sobresale, precisamente, por su capacidad estratégica,
sino por su vehemencia insurreccional, algo que acabará desesperando a Rosa
Luxemburg y provocará un enfrentamiento entre ellos dentro de la dirección del
recién nacido Partido Comunista Alemán. Aquí y allá el autor, en boca de muy
diferentes personajes, nos va dejando caer esos juicios que conforman la
radiografía de aquel momento histórico, como, por ejemplo, el juicio de algunos
soldados que regresan a Berlín y se encuentran con una agitación incomprensible
en una ciudad que intenta sobrevivir al frío y a la escasez; juicios como el
del amigo de Becker, Maus: Escupo sobre
la revolución, lo que lo llevará a alistarse en los Freikorps, de infausto
recuerdo. O la de otro soldado que no acaba de entender nada de cuanto ocurre
entre espartaquistas y los socialdemócratas: Desde que estoy en Berlín no oigo más que hablar y hablar. Si les
cosieran la boca a los berlineses, todo volvería a ir bien. Necesitamos paz y
comida. Todo lo demás son tonterías. Otro, sin embargo, defenderá que lo
propio de Alemania es ser gobernados por un “hombre fuerte”, de lo que deduce
que se necesita al Emperador o, si eso no es posible, a Liebknecht, por más que
Karl Radek no tuviera una opinión sobre su tocayo que permitiera validar la del
soldado sin experiencia política. Para el agitador soviético a Liebknecht le falta dureza y distancia. Un idealista
alemán. Miedo me da. Pero se equivoca. Las masas lo arrollarán. La revolución
pasará por encima de él. Lo que, en efecto, acabo ocurriendo, aunque
hayamos de esperar hasta el 4º volumen para asistir a la derrota de una
magnífica improvisación suicida. En términos de actualidad política española, Noviembre de 1918, con su enfrentamiento
radical entre el comunismo y la socialdemocracia nos permite entender, en
parte, dados los orígenes leninistas de Podemos y su impulso inicial de
“asaltar el cielo”, el “imposible” diálogo que se ha gestado entre ambas
fuerzas, y que se refleja a la perfección entre el posibilismo de Ebert,
dispuesto a encadenar la legalidad de la nueva Republica constituyente con la
del antiguo régimen al que juró fidelidad, y la revolución espartaquista que le
daría el poder a los soviets alemanes, los consejos de soldados y obreros,
oportunamente dirigidos por el KPD, por supuesto, algo que Rosa Luxemburg, poco
leninista ella, y poco amiga de los golpes de estado, no compartía.
Relativamente comparsas en esa lucha eran los Socialistas Independientes,
también representados entre los Comisionados del Pueblo que dirigían el país
durante la transición hacia la República, que conoceríamos después como “de
Weimar”, donde se hizo su constitución, tras la huida del Emperador a Holanda.
El punto culminante del segundo volumen, en términos de
motor narrativo, es el asesinato de algunos manifestantes de la comitiva que,
liderada por los espartaquistas, quería tomar al asalto la Cancillería donde
Ebert actuaba como auténtico jefe de estado y canciller de la nación, si bien
con una fragilidad representativa total y un temor absoluto a ser barrido bien
por los espartaquistas bien por los militares, por más que estos, como solía
decir Gröner, sucesor del alocado Ludendorff que huyó a Suecia tras admitir la
inevitabilidad de la capitulación, por más que ningún militar la firmara y él
se encargará de poner en circulación la teoría de que Alemania había sido
“apuñalada por la espalda” por los civiles, sin dejarles, a los militares,
“acabar” su trabajo y lograr la victoria: Nuestro
lema es actuar, pero evitar todo lo que suene a actuar. Y eso es lo que
traía a mal traer a Ebert, quien, a tenor de lo narrado por Döblin, tardó lo
suyo en afirmarse en su puesto de primer presidente de la República de Weimar.
También era frecuente entre los militares un chascarrillo que, puesto en boca
del general Schleicher en la novela, quien acabaría siendo el último Canciller
de la República de Weimar antes del ascenso de Hitler, quien lo incluyó entre
las víctimas de la famosa “noche de los cuchillos largos”, define perfectamente
cuál era la situación política alemana en aquel momento crucial: El buen Dios ha sido comprensivo con
nosotros. Hemos perdido la guerra, pero hemos ganado al señor Ebert. En
esas bambalinas del proceso democrático alemán es evidente que la actuación de
los militares, comenzando por el propio Hindenburg, respondía a una idea de
éste según la cual el Alto Estado Mayor representaba la única autoridad
legítima en Alemania, que había pasado del emperador a él, Hindenburg, y no a
Ebert: Una república no entra en
consideración para Alemania. La monarquía es la forma estatal histórica de los
alemanes. No tiene por qué ser exactamente la monarquía de antes de la guerra.
Pero en ninguna circunstancia dejaremos que la antinatural tiranía
socialdemócrata se asiente. Con esos
mimbres, ya se advierte, la de Weimar bien podría, de acuerdo con el impulso
galdosiano del autor, ser calificada con uno de sus títulos: la de los tristes destinos. No obstante, con sus 4 millones de votantes,
la socialdemocracia continuaba siendo en la Alemania de entonces el primer
partido de la clase trabajadora, de ahí la posición pragmática encarnada, por
ejemplo, por Bernstein: Recordó las palabras de Bebel: Donde no hay beneficio,
no sale humo de las chimeneas. (…) La vida tiene que recuperar la economía
mundial, hay que restablecer los contactos, establecer otros nuevos. La
producción necesita un mercado donde venderse. De las cuales son eco las
del propio Ebert: Una cosa es segura: si
la República alemana ha de sobrevivir, necesita trabajo. Hemos hablado de
socialización, y deliberaremos más aún, más en profundidad aún acerca de ella,
en el presente, con la colaboración de todos los implicados: especialistas,
financieros, sindicalistas, obreros, políticos… Pero una cosa es segura: el
socialismo es trabajo (…) La eliminación de los males de la guerra, la
elevación de la alimentación del pueblo hasta un nivel normal, es nuestra tarea
más apremiante. Por eso apelo a los obreros y soldados alemanes. Que no olviden
los cincuenta años de trabajo educativo de los socialistas.
El
tercer tomo de Noviembre de 1918, El regreso de las tropas del frente,
tiene un variado contenido que alterna lo estrictamente histórico con lo
novelesco, porque se continúan y desarrollan las historias centrales de la
novela, la de Friedrich Becker, Hilde y Mas, con especial intensidad en el caso
del primero; la del dramaturgo Stauffer, que acabará conociendo en Suiza a la
admiradora cuyas cartas le secuestró su primera esposa; la de los hampones, uno
de los cuales tiene una graciosa disquisición ideológica con el agitador
soviético Radek y, finalmente, la propia de los actores básicos en aquella
suerte de trágica ópera bufa que acabó siendo la revolución alemana. Es tal la
acumulación de información novelesca en las páginas de este tercer tomo, que
bien podría Döblin haber escrito una obra en doce o quince volúmenes, si hubiera
desarrollado a fondo las decenas de historias que conforman la obra. El propio
autor, que aparece como tal, encarnado en el narrador, nos lo confiesa
paladinamente: El mundo, bramando
realidades, sudando hechos por mil sitios al mismo tiempo, no habría sido este
mundo si no hubiera sacado a la luz, en confusión, figuras burlescas, trágicas
y puras. En esta tercera parte, que aparece como tal, como las anteriores,
por cuestiones prácticas, me imagino, porque la obra es un todo ininterrumpido
en el que la división en volúmenes no marca cambios temáticos o estilísticos
que justifiquen su aparición como volúmenes independientes, emerge la figura de
un actor importante en el periodo de posguerra: Woodrow Wilson, el presidente
norteamericano cuyos famosas 14 puntos para conseguir la paz en Europa acabaron
sembrando más vientos que recolectando calmas, sobre todo porque uno de ellos
era el polémico “derecho a la autodeterminación”, tan mal entendido en Europa,
como él mismo confiesa, de forma premonitoria, en las páginas de la novela: Wilson:
La nación del mañana, la única que hay,
es la federación mundial de los pueblos. Hay que terminar con las
nacionalidades engendradas y mantenidas de forma artificial. Ya no responden al
mundo de hoy. El mundo se ha hecho más grande y más dependiente. La
aparición de Wilson le permite al autor establecer un contraste claro entre el
“nuevo mundo” y la “vieja Europa” en términos políticos y, a través de la
amante nacionalizada americana del dramaturgo Stauffer, en términos
existenciales, porque Lucie, la amante recobrada por Stauffer del túnel del
tiempo se lo dice muy clarito: Cuando
escribes, cuando trabajas como lo haces, eres pueblo, y estás en verdadera
conexión con el pueblo. No necesitas buscar más masas. No encontrarás pueblo en
esa búsqueda, solo más y más asambleas. (..) A veces exaltáis a una persona, a
veces idolatráis al Estado, y ahora les toca el turno a las masas. ¿Por qué son
las masas mejores que las diez mil personas que las forman? (…) Entre nosotros
se piensa, en general, que hay que trabajar, tener suerte, abrirse paso y no
dejarse desanimar. Al Estado se le deja en paz. Si gobiernan tontos o canallas,
uno mismo tiene la culpa de eso. La reflexión tiene que ver, obviamente,
con el contexto berlinés de la pareja y la “agitación” social que se vive en
esos momentos, con la ciudad en permanente desfile de manifestaciones que
buscan realidades contrarias: instaurar la república de los soviets, los
consejos de obreros y soldados, o convocar una Asamblea constituyente para
fundar la primera república alemana. En ese combate de fuerzas, de ideas y de
estrategias ha de entenderse el espacio que Döblin concede a los protagonistas
de la Historia de aquellos días: Liebknecht, Rosa Luxemburg, Ebert y
Hindenburg. Ebert, en términos que podemos entender perfectamente en España a
partir del desafío secesionista catalán, lo deja meridianamente claro (y no es
él, ciertamente, un paradigma del típico humor berlinés, el Berliner Schnauze): Esos caballeros no tendrán la guerra civil que querrían. Quieren
cortarnos el paso hacia la Asamblea Nacional prevista por la ley. Aquel que
hace tal cosa viola la ley. Es un delincuente, nada más. Lo que esos caballeros
harán en ese caso es un golpe de Estado, exactamente igual que el del día 6 en
la Chausseestrasse. Ese golpe tendrá un mal final… igual que el otro. (…) En un
país como Alemania, siempre se encuentran tropas dispuestas a mantener el orden
y a proteger al Gobierno, que es la tesis básica que defiende, ante Radek,
un representante del hampa berlinesa en una cínica y deliciosa conversación: Motz, el hampón,
filosofa con Radek: ¿Cómo puede, mirando
a esa gente, llegar a la conclusión de que o golpean los generales o golpea el
pueblo? Probablemente ambos serán golpeados… por la comodidad alemana. (…)
Según mi profunda convicción, una revolución solo puede producirse en Alemania
por motivos teológicos y con una finalidad teológica. Todo lo demás son
revoluciones periféricas, es decir, alteraciones del orden.
En
uno de los grandes mítines que se sucedían entonces en Berlín casi diariamente,
Ebert, en el parque Lustgarten, describió nítidamente la línea divisoria entre
el partido socialista y el recién constituido partido comunista: Nosotros, los del SPD -gritó el hombrecillo
regordete y bigotudo, visiblemente indignado representante de la razón humana-,
queremos paz, pan y libertad. Queremos democracia. Sin democracia no hay
libertad. (…) La violencia siempre es reaccionaria. Todos los días, los
fanáticos adeptos de Liebknecht llaman a la violencia. Reparten armas. Amenazan
con atacar al Gobierno por la fuera de las armas. Saldremos al paso de tales
intentos con la mayor decisión.
De
forma caleidoscópica, Döblin va pasando de uno a otro escenario para ofrecernos
una visión casi holística de la realidad de entonces: El golpe revolucionario
de Eisner en Múnich, donde se enfrenta a la ciudadanía por su intención de
suprimir la religión católica en las escuelas, aun siéndolo él, católico, como
la gran mayoría de sus combavarienses; la entrada de las tropas francesas en
Aquisgrán (que desfilan junto a una estatua del emperador alemán a la que
recubren con una tela negra, un uso curiosamente cercano, porque los
secesionistas catalanes hacen lo mismo con el retrato del Rey que preside la
sala donde toma posesión el President de la Particularitat…); los preparativos
para la firma del tratado de Versalles y
la creación de la Sociedad de Naciones; las manifestaciones a favor y en contra
del gobierno republicano provisional y last
but not least, la continuación de las
historias individuales que vertebran la obra, sobre todo la del alter ego del
autor, Friedrich Becker. Sumido en una desesperación angustiosa, próxima a la
depresión, Becker, que se desentiende de la relación amorosa que Hilde, que ha
vuelto de Estrasburgo, le propone, comienza a sufrir alucinaciones de
naturaleza intelectual, porque a través de tres figuras muy distintas, un
brasileño, un león y una rata, en un proceso que recuerda vagamente ciertos
recursos de la obra de Nietzsche, Becker mantendrá unas tensas discusiones
sobre el sentido de su vida que propiciarán, en su debido momento, el
desembarco, con armas y bagajes, en la adhesión al catolicismo, un proceso que
calca el del propio Döblin, si bien Becker lo acaba viviendo de forma mística,
bajo la advocación de Tauler. Su abnegación cristiana tiene todo que ver con la
defensa férrea que hace de la dignidad del director acusado de pederasta, quien
acabará muriendo víctima de la salvaje paliza recibida por parte del padre del
alumno a quien ha supuestamente seducido, al tiempo que asume la obligación de
velar por su joven discípulo e insinuado amante, por quien llegará a participar
en los combates revolucionarios. El cristianismo de Becker, no es hurgar e hilar sutilezas lo que
conduce a la auténtica vida, viene remachado por la convicción de su madre,
un personaje altruista a carta cabal de que
ser Cristo es muy difícil. Ya encontrarlo es difícil. La gente es orgullosa, y
no quiere someterse.
En
este tercer volumen aparecen dos realidades que llaman mucho la atención de
quien lee, obviamente, con el recuerdo vivo no tanto de la Primera Guerra
Mundial, cuanto de la Segunda. Me refiero a un episodio de represalia, la deportación masiva llevada a cabo en
Lille, por el 64 Regimiento de Infantería de Pomerania durante la Semana Santa
de 1916. Alrededor de seis mil jóvenes de ambos sexos (…) fueron obligados a
trabajar en el campo para el ejército alemán, que se apropió casi por completo
de la cosecha. Los mataban de hambre, los trataban a palos, les obligaban a
cargar munición y construir refugios. No hemos vuelto a ver a un gran número de
esos niños y ancianos. Mil Lillenses fueron llevados a campos de
concentración en Braunschweig y después a Vilna en ocho días de viaje por tren.
La instalación era lo más parecido a lo que fueron después los campos de
concentración nazis.
Por
otro lado, llama la atención que Döblin haga mención de dos combatientes
catalanes que participaron como voluntarios en la Gran Guerra. René, un excombatiente,
le cuenta a su anfitriona, la señora Scharrel, sus experiencias: Ella tuvo noticia de los españoles que
habían participado en la guerra en la legión. Habían sido más de diez mil,
gente estupenda, entre ellos muchos estudiantes y escritores. René contó que,
en el Somme, había estado en las trincheras con Pujulà i Vallès, un escritor.
Habló de Pere Ferrès Costa, un catalán que se había ido al frente con toda una
tropa de catalanes; habían estado en Amiens y Arras, y en 1915, cuando llegó la
hora de avanzar, muchos españoles se quedaron allí tendidos, Ferrès Costa entre
ellos. (…) En ella (una notita arrugada) estaba escrito el principio de un
madrigal de Costa, un Canto a Catarina. René leyó el comienzo: “si gosava,
Catarina, us faria una cançó, més ja sé que ma complanta no us agradaría, no.”
René había aprendido un poco de español y hablaba con entusiasmo del ansia de
libertad de los catalanes. Tarareó la melodía de una canción que cantaban más
adelante, después de Verdún: -No pasaréis, y si pasáis, será por encima de un
montón de cenizas. No passareu. Que el legendario lema de nuestra Guerra
Civil, “¡no pasarán!”, hubiera sido empleado con anterioridad en la Primera
Guerra Mundial, en la batalla de Verdún, no deja de ser una curiosidad acaso
poco conocida.
El
cuarto tomo de Noviembre de 1918,
titulado Karl y Rosa, que culmina
esta magna obra a medio camino entre la novela histórica, el fresco social y la
novela psicológica, amén de muchas otras narraciones de diversa índole, desde
la novela de crímenes hasta la sátira política, se abre con lo que, a mi
parecer, es la narración más atractiva de todo el ciclo: la vivencia fantástica
de Roxa Luxemburg, en la cárcel de Breslau, cuando entra en contacto con el
espíritu de su amante fallecido en el frente oriental, el doctor Hannesle, Hannes en la intimidad, todo ello precedido
por un recuento de lo que fue el golpe de fuerza de Lenin, disolviendo la
Asamblea Constituyente de la que nacería la nueva Rusia democrática, para, una
vez liquidada la democracia formal con un golpe de fuerza llevado a cabo por
las fuerzas de Lenin, instaurar la dictadura del proletariado. La delicada
historia de amor entre Rosa y Hannes, entre una mujer al borde de la
extenuación física y el espíritu del hombre de su vida, escrita desde la
perspectiva de la presencia real del espíritu y las posibilidades fáusticas que
se abren ante la encarcelada, temerosa de sucumbir físicamente a su encierro
adquiere una tonalidad lirica realmente emocionante. Es tan intensa esa
historia de amor que quizás Döblin quiso reivindicar a través de ella las
emociones de una mujer a quien siempre se valoró por su brillante y poderoso
intelecto. A mi entender, este primer capítulo que abre la obra podría incluso
ser editado en forma separada como aproximación a la totalidad de la misma y
como señuelo para la adquisición de los cuatro volúmenes. Es evidente que todos
los lectores de Berlin Alexanderplatz se complacerán en la
lectura de la presente obra, pero esa “separata” emocionante bien podría
acercar nuevos y fervientes lectores a una obra que merece la mayor de las
difusiones y la más entregada de las lecturas, porque son muchas las
compensaciones que nos ofrece Döblin, y no es la menor la de poder entender
“desde dentro” un periodo convulso pero determinante en la historia europea
como fue el nacimiento, el desarrollo y la defunción de la República de Weimar.
Si a ello le añadimos la visita de otro espíritu que se hace pasar por Hannes, cuando
Rosa Luxemburg se queda en minoría en el seno del recién nacido Partido
Comunista Alemán, previniendo a Liebknecht de la inmadurez del proletariado
para poder consolidar un golpe de estado por la fuerza armada de la
movilización obrera, se consolida un relato de naturaleza gótica que nos
permite construir una visión de Luxemburg absolutamente inédita y en las
antípodas de lo conocido tradicionalmente acerca de ella.
El
volumen final narra con poderosos recursos el desastre final del intento
revolucionario, la huida de los dos cabecillas del nuevo partido y la traición
que lleva a su detención y a su brutal asesinato por las patrullas de soldados
leales a la reacción nacionalista autoritaria, más que a los mandatarios de una
República aún nonata. En aquellas verdaderas aguas turbulentas en que se
convirtió el regreso de los soldados y la formación de los cuerpos de asalto,
los Freikorps, auténticos mercenarios a sueldo, más que soldados del ejército
regular, si bien todos ellos acabarían entrando en la Reichswehr, tuvieron un
trágico protagonismo en la ejecución de los dos políticos comunistas.
Por
otro lado, de las historias que se han ido contando a lo largo de la obra, se
presta especial atención a la evolución de Friedrich Becker, quien, tras volver
a emplearse como profesor, acaba convirtiéndose en el defensor a ultranza de la
dignidad del director a quien se acusa de acoso pederasta a un alumno que
comparte con él la pasión por la belleza, la poesía y algo más que nunca se
explicita en la novela, aunque se dé a entender. El acoso que sufren profesor y
alumno, incluido el padre de este, que literalmente manda al hospital de una
paliza al profesor y acaba siendo detenido y encarcelado, le sirve a Becker
como ejemplificación de la intolerancia social y convierte la defensa de ambos
en un asunto personal que llevará hasta el extremo de incluso perder su trabajo
y sumarse a la defensa del cuartel de la policía junto al alumno. Acabado el
conflicto, Becker recorrerá Alemania, como un mendigo, en busca de su propia
redención. Llegará a visitar a Hilde y Maus, ya casados y con una hija, y en su
largo peregrinar acabará convertido en lo más parecido a un profeta que avisa a
sus conciudadanos de que se preocupen por su alma, que es lo que importa. En
esa tensión mística se incluye la tentación de Satán, quien le cuenta su
aventura con Rosa Luxemburg, por cierto. Aunque es llevado ante la justicia en
numerosas ocasiones, nunca se le puede acusar de nada subversivo, porque la
suya es una misión religiosa, no política. Viviendo a salto de mata donde y
como puede, acabará siendo asesinado de forma fortuita y, discretamente,
lanzado su cadáver al mar. Antes de deslizarse por la pendiente del misticismo,
Hilde se reencontró con Maus y aceptó la proposición matrimonial de éste,
quien, habiendo defendido la revolución en un primer momento, al volver a
Berlín, se había enrolado ahora en las fuerzas militares que se oponían a ella
y defendían al gobierno socialdemócrata de Ebert. Antes de hacer suya la causa
del profesor esteticista y homófilo, Becker recobra la razón y comienza a
trabajar en el Gimnasium dando clases de griego. A partir de Antígona, el texto
que trabaja con los alumnos, se desarrolla una línea de reflexión sobre los
deberes de los individuos y los del estado y la posición que los primeros han
de adoptar frente al segundo; una reflexión que incide particularmente en su
replanteamiento vital, el que le llevará al desengaño del mundo y a abrazar la
salvación espiritual.
A
pesar de cuanto llevo escrito, tengo la impresión de no haber sabido comunicar
el entusiasmo con que he leído esta magna aventura novelística que es Noviembre de 1918. Ha de saberse, sin
embargo, que en ella el autor Alfred Döblin ha desplegado un abanico de
recursos narrativos que por fuerza cualquier lector ha de sentirse apabullado.
Es cierto que el autor manifiesta su aversión a lo que considera una traición
socialdemócrata a la causa del proletariado, pero no es menos cierto que, a lo
largo de sus casi 2400 páginas, se empeña en calificar de aventurerismo
político el intento de golpe de estado del Partido Comunista, encabezado por un
personaje excesivamente idealista y aun romántico, como Karl Liebknecht, quien
se hizo con el poder en el partido a expensas de una dirigente como Rosa
Luxemburg mucho más preparada intelectualmente que él. Es muy posible que la
evolución ideológica de Luxemburg la hubiese inducido a militar en el
socialismo no autoritario, pero eso es ya retropolítica-ficción que poco o ningún
sentido tiene. Lo que nos ofrece Döblin es una visión holística de un momento
decisivo en la vida de los alemanes y de los europeos, de ahí que su novela no
solo se centre en Alemania, sino que extienda sus centros de interés a la
Alsacia-Lorena o a París, con la llegada de Woodrow Wilson para aquella
ceremonia de la confusión que acabaron siendo tanto el Tratado de Versalles
como la creación de la Sociedad de Naciones. En todo caso, la agilidad
narrativa de Döblin, saltando continuamente de una a otra historia, sin apenas
confundir al lector “viajero”, permite una lectura fluida y entregada, porque
es tanta la Historia que se “aprende” en sus páginas como la que se “vive” a
través de unos personajes totalmente extraídos de la realidad con unos recursos
de gran novelista, de novelista de la mejor escuela realista, por más que
ciertas libertades argumentales, como la irrupción de lo escatológico en forma
de narración gótica, con presencia demoniaca incluida, se acepten con absoluta
naturalidad e indescriptible goce lector. Quien decida internarse en este ciclo
narrativo ha de saber que todo el tiempo que empleare en él le será
recompensado generosamente. Y si aún hay alguien que no haya leído Berlin Alexanderplatz, aún podrá alargar
la felicidad lectora algunas semanas más.