A nadie engañé cuando
presenté el diario como un robo que ahora restituyo a su legítima propietaria,
Katherine Mansfield. Bien claro lo dejé dicho en el título y en el subtítulo de
la entrega. Pido disculpas a quienes puedan haberse sentido burlados por el
hecho de que mis confesiones íntimas lo sean pero de forma mediata a través de
la voz de la autora neozelandesa. He querido reflexionar, mediante esta
pseudoimpostura, sobre algo tan llamativo como que un diario íntimo pueda
llegar a ser plagiado o que alguien se apodere de él mediante el subterfugio eufemístico del
plagio que es la famosa intertextualidad, la cual consiste en construir un
diario propio mediante una sucesión inacabable de citas directas, paráfrasis y
homenajes al autor o a la autora intertextualizado… Yo he optado directamente
por la usurpación para que quedara claro mi objetivo, y porque ha sido tan
grande la identificación que he experimentado con la autora que, sin ninguna
propiedad, hago mías todas y cada una de
las palabras suyas transcritas por mí y traducidas por Ester de Andreis.
Mi reflexión ha tenido como
objetivo poner en tela de juicio la intransferibilidad , y perdón por el
voquible, que pueda haber en la expresión de la intimidad que singulariza a un
autor o autora. Si supuestamente el Diario de Mansfield es una obra
estrictamente personal, que solo la retrata y singulariza a ella, una de dos, o
ella y yo somo uñas y carne, siendo tan distintos: ella bisexual, de
preferencia lesbiana; yo, heterosexual;
ella neozelandesa, yo, africano; ella de habla inglesa, yo, española...;
o el “mí mismo” del que tan pagados solemos ser no es más que humo, en algunos
espeso, pero humo al cabo.
El culto a la personalidad
nace ya en la tribu primordial, porque el chamán, intermediario entre el resto
de la tribu y las fuerzas naturales, digamos que se contagia de aquel poder
terrorífico y absoluto. El artista, que es
depositario y decantador, según famosa descripción Heideggeriana de las
palabras de la tribu, e intermediario de los dioses, como el chamán, siempre se
ha revestido de un halo de excepcionalidad sobre el que he querido reflexionar
para llegar a la conclusión de que, en realidad, esa excepcionalidad es
comunalidad; que los creadores lo son,
singulares, porque son capaces de
expresar al común de los mortales, siempre que estos sean capaces de acceder a
la decodificación adecuada del
mensaje. No hay entrada del
Diario de Mansfield que no pueda hacer íntimamente mía. Y no solo eso, sino que
se da el caso de que incluso en lo epifenoménico observo una coincidencia con
ella que no quiero tildar de asombrosa, sino de meramente natural, porque la
otra conclusión a la que llego es que hay lo que indico en el subtítulo:
universales de la intimidad creadora que todos compartimos, independientemente
de que nuestra capacidad creativa sea nula o de escaso relieve.
Que los escritores
coincidamos unos con otros en nuestras preocupaciones sobre el métier –que tan
fino queda, así dicho-, sobre el oficio, no puede sorprender a nadie, y menos
aún el hecho de que expresemos abiertamente la inseguridad, las dudas, el
descontento y aun el horror que nos producen ciertas flaquezas temáticas o
estilísticas; tampoco puede sorprender
que sintamos esa insociable necesidad de soledad, de retiro, de ocultamiento,
de estar a solas con nosotros mismos; tampoco, así mismo, que compensemos
nuestra sciomaquia permanente con una cierta incomprensión –que a veces llega
incluso a la crueldad- hacia quienes nos rodean (¡qué terrible he vivido
siempre el verso/confesión de JRJ! –precisamente en Diario de poeta y
mar/Diario de un poeta recién casado –: ¡Cuánto me cuesta llegar contigo a mí!
). Ahora bien, que el grado de coincidencia se extienda, por ejemplo a lo
plenamente circunstancial, como la tristeza que siente Mansfield ante un té
flojo, la misma, y aun multiplicada, que yo sentí, hasta el dolor y casi las
lágrimas, en una escena de Un hombre sin pasado, de Aki Kaurismäki, en la que
el protagonista que por amnesia ha caído en la marginación comparte un vaso de
agua caliente con sus colegas de infortunio y saca de un pastillero una bolsita
de té que sumerge en el agua y que, después de usada, prensa bien entre los
dedos para secarla y volverla a guardar en la cajita metálica para una sucesiva
inmersión…, eso ya prueba que incluso los pormenores de una vida pierden
capacidad singularizadora. Desde esta perspectiva se comprueba, entonces, que
un título como Diario íntimo, de Unamuno, quizás debería titularse con mayor
propiedad “Diario éxtimo”, siguiendo su propio neologismo, o “Diario
intraíntimo”, por extrapolar su famoso concepto de la intrahistoria.
Lo que notaba era que no
ocupaba toda la extensión de mi yo, escribe Mansfield, y ahí sí que mi
estupefacción fue total. Saber que hay
territorios de ti mismo que no llegas a ocupar, que están vacíos, acaso
esperando que los ocupes para ser por completo, para cumplir el precepto
pindárico: llega a ser quien eres, me pareció una coincidencia que se apartaba
demasiado de lo habitual como para pensar que detrás de ella no había algo
diferente del azar, y de ahí la reflexión que ofrezco. Ese territorio desierto
del propio yo no es, en modo alguno, un espacio ignoto, sino todo lo contrario,
la realidad de tomo y lomo –esa bella expresión coloquial para empírica– que te
recuerda tus propias limitaciones, acaso impuestas por las circunstancias,
acaso autoimpuestas por una pluralidad de razones que se ciñen al día a día de
la vida de cada cual. Alguien puede pensar que acaso Mansfield estaba aquejada
de megalomanía, pero quien haya leído las entradas de su Diario que adopté como
mías, se percatará de que tal apreciación está fuera de lugar. La mezcla de
humildad y soberbia es una curiosa y, a veces, trágica combinación que se da en
todos los autores que tienen conciencia de serlo, esto es, que quieren tener
una voz propia, lo cual no implica un mundo propio, pero sí un modo, un estilo,
una manera, una mirada que no puedan ser metidos dentro del canasto de los
imitadores o del de los epígonos.
Una cala en su obra: En una
pensión alemana.
Impresionado por el Diario,
no he podido resistirme a la tentación de leer una de sus obras. Por motivos
que no vienen al caso, he escogido En una pensión alemana, su primer libro, que
publicó a la temprana, pero madura en ella, edad de 23 años. Más adelante leeré
el último Algo pueril y otros cuentos , y así cerraré el arco creador de una
escritora a la que me cabe aplicarle el excelente título de Michel del Castillo
en su indispensable volumen autobiográfico: Mon frère, l’idiot –según la
célebre expresión de Baudelaire–, construido en torno a su identificación con
el gran maestro ruso…, y cuya lectura me emocionó.
En una pensión alemana
ofrece, desde el comienzo de su carrera, una muestra excelente del mundo que
quiso llevar a sus cuentos la Mansfield: la ordinary life, la ordinary people,
como si desconfiase del calado de su propia capacidad y quisiese ceñirse a lo
que en apariencia puede parecer sencillo para quien considera la elección desde
lejos, sin tener ninguna implicación temática o estética en ella. Escogió,
todos los lectores lo saben, el mundo más difícil de llevar a las letras de
molde: el más cercano. Lo hizo, sin embargo, con un talento para el análisis
psicológico, para la “puesta en escena” y para el desvelamiento de las
pulsiones ocultadas por la moral burguesa que el lector no puede por menos que
admirar esa sutileza, esa maestría a una edad en que cualquier escritor del
ámbito realista está comenzando a dar sus primeros pasos, tanteando el poder de
sus recursos y buscando la voz propia de la que hemos hablado.
No quiero extenderme, porque
me aparto del Diario y quiero que sea él el objeto de estas dos aportaciones
críticas, pero hay un cuento, La muchacha que se sentía cansada, que, si
estuviera en mi mano, obligaría a cualquier principiante en el arte de la
literatura a leer, y que, siempre a mi modesto parecer, debería figurar en la
antología de algo así como los diez mejores cuentos de la historia del género.
Con todo, hará bien los discretos lectores de estas líneas en desconfiar de mis
entusiasmos, porque estando, como estoy, en forzado contacto con la mediocridad
de nuestro yermo literario contemporáneo, cualquier camino hallado en los
clásicos me parece que conduzca al éxtasis. Y acto seguido, léanlo. Me lo
agradecerán. De nada.
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