Diccionarista y palabrófila
He asistido a la representación teatral El diccionario, cuyo tema no es propiamente la creación del famoso Diccionario de uso del español, de María Moliner, sino la biografía de la autora, condicionada, no podía ser de otra manera, por la realización de una obra cuya importancia para nuestra lengua ya señaló Gabriel García Márquez en hermoso artículo publicado en El País el 10 de febrero de 1981, poco después de su fallecimiento y cuyo texto parece haber sido la primera fuente de inspiración para el autor, Manuel Calzada, a juzgar por cierto motivo recurrente y algunos datos biográficos. Quienes hemos leído desde la primera hasta la última de las 3031 páginas de la edición de 1983 podríamos habernos sentido defraudados por la relativamente escasa atención que se le presta al diccionario a lo largo de la obra, pues éste funciona como pretexto para acercarnos a la biografía de la autora, pero la recreación interpretativa, aun con el limitado repertorio gestual con que compone la actriz Vicky Peña su personaje, consigue el objetivo de atraer la atención de los espectadores y emocionarlos, si bien la trayectoria vital de la lexicógrafa no se aparta, sustancialmente, del modelo de las vidas truncadas por la rebelión de los militares nacionalistas contra la Segunda República.
La obra está bien estructurada y progresa con el ritmo pausado que imponen los dos ejes sobre los que se construye: el tratamiento de la enfermedad que acabará con ella, una arterioesclerosis cerebral que la priva de su dedicación intelectual, y una conferencia a los académicos que no quisieron elegirla académica de la lengua, aunque al elegido en su lugar, Emilio Alarcos Llorach, no le faltaran méritos. Con todo, esa gran ironía, que la mejor lexicógrafa española no formara parte de la RAE, nos indica bien a las claras el porqué de ciertos atrasos, miserias e incoherencias de nuestro país, ajeno completamente, por tradición secular, a la meritocracia y adicto a la dedocracia. A partir de esos dos ejes se intercalarán saltos al pasado, apenas marcados escénicamente sino por música alusiva, referencias explícitas a hechos pasados que se suceden en el momento en que se los nombra y el uso de la iluminación para crear espacios, como la conseguida escena del balcón al que se asoma el matrimonio para que se les vea “sumarse” al carro de los vencedores y evitar, aunque solo lo lograran en parte, el ostracismo profesional y la miseria. Se trata de una escena llena de humillación y afán de supervivencia a partes iguales que emociona por su veracidad , crueldad y patetismo. Del mismo modo, y aunque solo sea un apunte sobre el que no hay un desarrollo que hubiera fortalecido la historia, conmueve el conflicto matrimonial suscitado por el deseo del marido de no convivir bajo el mismo techo con la madre de María, una mujer que, habiéndose quedado sola después de haberla abandonado su marido, tuvo que sacar adelante a sus hijos sin más ayuda que su trabajo y el de su propia hija, quien daba clases particulares. Se entiende que semejante negativa, para quien pronto se convirtió a su vez en madre, constituyera una herida que, por lo que se dice en la obra, siempre se mantuvo abierta, sin cicatrizar nunca. Quizás por ese y otros agravios, como el escaso interés del marido por la obra de su mujer, se insinúe en la obra un claro divorcio sexual en la pareja, si bien éste puede deberse a la negación de la sexualidad en la vejez que parece haber imperado en este país hasta hace relativamente poco. A este respecto se escucha el que, a mi entender, es uno de los más inteligentes diagnósticos sobre el difícil mundo de las relaciones entre hombre y mujeres en este país: “Cuando un hombre se dedica a su trabajo lo hace por la familia; cuando una mujer se entrega a su trabajo, abandona a su familia”, dice la lexicógrafa, para señalar esa diferencia social injustificable en la valoración del trabajo, y sobre todo del trabajo intelectual.
La obra peca de lentitud próxima a la parsimonia, y sufre la ausencia de un dinamismo que no acaba de ser felizmente sustituido por las reflexiones intelectuales. Digamos que se queda a medio camino entre Historia de una escalera, Informe para una Academia y Secretos de un matrimonio, pero ya se entiende que la confección de las fichas para un trabajo ciclópeo, los hallazgos sorprendentes, las decepciones inconsolables, el vacío de los entendidos y rivales, el ensimismamiento en la belleza etimológica, etc. son difíciles de plasmar escénicamente. A esa morosidad en el desarrollo de tan escasa acción ha de achacarse el esfuerzo que ha de hacer el espectador para adentrarse en la vida emocional del matrimonio –sustituir con la evocación del zurcido de los calcetines el ajetreo de cuatro chiquillos que vuelven loco a los progenitores más morigerados lastra no poco la acción dramática y resta grandeza a la labor casi clandestina de quien atendía a tres ocupaciones: su puesto de archivera, su familia y su diccionario- y poner no poco de su parte para hacer abstracción de lo que ve y padecer con lo que proyecta a partir de lo que ve. Si la figura del lector en la narratología moderna es imprescindible, no parece que la del espectador haya de tener la misma importancia en el teatro, pero el planteamiento excesivamente narrativo, referencial, de la obra, en este caso, así lo exige.
Con todo, la obra permite entrar en la biografía de la autora para rendirle sincero homenaje sin caer en la hagiografía, una perversión bien propia de la intelectualidad partidaria cuando quiere “ensalzar” figuras como María Zambrano, biopicada reciente y desastrosamente o movimientos sociales, como los que aparecen en la impostada Tierra y libertad, de Ken Loach, de auténtica vergüenza ajena. Los compañeros de reparto de la protagonista no están, desgraciadamente a la altura de ella, pero no es menos cierto que, sobre todo en el caso del marido, se le exige crear un pathos en intervenciones salteadas, sin continuidad, y brevísimas, lo que imposibilita la labor de cualquier actor, por excelente que sea. No es lo mismo hacer de secundario en el cine que en el teatro, sin duda.
La verdadera María Moliner, la única que al menos a mí me interesa es la que me encuentro en las definiciones infinitas de una obra tan magnífica como en su momento lo fueron el Diccionario de Covarrubias o el Ideológico de Casares, cuya parte analógica es un tesoro de infinito valor. Personalmente, permítaseme la anécdota para acabar, he de agradecer a María Moliner que haya sido la única fuente lexicográfica en la que he encontrado un término supuestamente científico que, sin embargo, no he hallado en diccionarios médicos. Hablo de proyocia, definida por ella como “precocidad sexual”. Eso sí, no trae la etimología, quizás porque habría de formar parte de la revisión permanente en la que trabajaba, como JRJ en su obra inacabable, sabiendo que moriría antes de verla verdaderamente acabada. Como debe ser.
Comparto contigo la admiración hacia la lexicógrafa María Moliner. Su diccionario es de uso corriente por este profesor, aunque no he hecho la tarea ciclópea de leérmelo de cabo a rabo algo que es épico y que supongo que no habrá muchos en el mundo que lo hayan hecho. Tu admiración por los diccionarios es de antiguo y lo atestigua tu nivel léxico extraordinariamente rico a tenor de tus escritos. No puedo opinar sobre la obra teatral que reseñas pero me da idea de tu labor incansable de crítica e interpretación fílmica y dramática, así como intelectual.
ResponderEliminarQue pases un buen fin de año, aunque me imagino que será de forma íntima. Los juanpoces suelen ser poco dados a los festejos ruidosos y eufóricos. Sobriedad e intimidad. Pues eso.
Recuerda que cada vez que ganaba CiU unas elecciones, yo me consolaba leyendo un diccionario de cabo a rabo, y hasta el rabo todo es toro, en cualquier lengua, y en la castellana por demás... Sí, es posible que una partida de Trivial en plan guerra de sexos, y poca cosa más... Te deseo lo mismo, pero algo más animado..., poeta.
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