El complejo de inferioridad religioso: El Corán:
una pobre secuela del Antiguo y del Nuevo Testamento: una extenuante lectura.
Hacía tiempo que me rondaba la idea de adentrarme en la
lectura de El Corán, y siempre se me
adelantaban otras ocupaciones que me lo impedían. Están demasiado cerca los
asesinatos de París, y ello puede inducir a pensar que tenga, esta lectura,
alguna relación con ellos, que sea una suerte de respuesta enfocada hacia la
averiguación del porqué de la locura terrorista islamista. De ningún modo. Ha
tocado ahora del mismo modo que, antes de El
Corán, he leído El hombre
autorrealizado, de Abraham Maslow, es decir, sin razón ninguna, por puro
azar y por genuino interés intelector.
De la lectura de El
Corán lo primero que he de decir es: ¡por fin he llegado al final! –apenas hace
un par de horas que logré la hazaña–, porque, a medida que iba progresando en
ella, creí que llegaría el momento en que me vería forzado a dejarla, dada la
extenuante redundancia de sus mensajes. De hecho, no es fácil advertir que a su
relator, Mahoma, debió de pasarle algo parecido, porque, a medida que se acerca
el final, las zoras, o capítulos del libro, van reduciéndose progresivamente,
hasta reducirse a la mínima expresión, a veces incluso la propia de una breve
oración o salmo. Los musulmanes sostienen, no sin razón poderosa que los asiste,
que cualquier traducción de El Corán –yo
he usado la del argentino Muhammad Isa García, escrita para los fieles
sudamericanos con un estupendo surtido de notas a pie de página que ilustran
convenientemente la lectura– no es sino una traición del único original posible
en árabe clásico, única lengua en la que se puede tener acceso directo a la
revelación divina hecha en esa lengua, a pesar de las dificultades de
interpretación que pueden presentar ciertos pasajes. Desde esa consideración,
es evidente que allí donde los lectores en su lengua original advierten un
notable contenido poético, en la traducción ni rastro queda de ella, salvo en
algunas expresiones, contadísimas, que nada tienen que ver con el recuerdo
espectacular de un mundo poético como el de El
collar de la paloma, los Rubaiyat,
Las mil y una noches o tantas obras
arábigas llenas de encanto y delicada poesía.
El Corán se
inscribe en la tradición de la Torá hebrea, esto es, del Pentateuco,
considerándose Mahoma como otro profeta enviado por Dios para persuadir a los
fieles que han de adorar a un solo dios y no incurrir en el politeísmo propio
de aquellas épocas: XXXV. 23. Tú solo eres un
amonestador6. 24. Te he enviado con la Verdad, como albriciador y amonestador;
no hubo ninguna nación a la que no se le haya enviado un amonestador.
A la larga lista de enviados antiguos: Noe, Abraham, Jonás, etc., el Islam
añade la figura de Cristo, hijo de María, pero negando su condición de hijo de
Dios, porque es “imposible” que Dios tenga ni compañera ni descendencia. El
maniqueísmo profundo que rige la composición del libro no se abandona en ningún
momento y los mismos mensajes, de una sencillez escandalosa, casi un insulto
para el pensamiento racional, se reiteran hasta la saciedad: Dios es
omnipotente y omnisciente, en su mano estuvo el inicio del mundo y de la vida y
en las suyas está el marcar el día del Fin del Mundo, la resurrección de los
muertos y el Juicio Final en el que unos entrarán en el Paraíso celestial,
poblado no solo de huríes, sino también de hermosos efebos camareros que les
servirán el néctar divino que no embriaga, y otros se precipitarán en el
Infierno donde solo se alimentarán de pus. A lo largo del libro es muy curiosa
la continua perplejidad de Dios sobre cómo es posible que los destinatarios de
su mensaje se nieguen a recibirlo y a comulgar con él y practicarlo. Una y otra
vez se reitera el planteamiento que acabo de esbozar hasta hacerse insufrible
la lectura. ¡Cuesta tanto encontrar algún destello de originalidad o de
imaginación! Comparado con la Biblia,
un solo libro de esta, El cantar de los
cantares, por ejemplo, tiene un valor literario incomparable, si comparado
con el catecismo que es El Corán,
pues no es más que eso, en el fondo, un catecismo elementalísimo que comparte,
eso sí, con la Biblia judía, la misma
sumisión a los designios divinos. De hecho, Islam significa “sumisión”, y de
ahí el título de la novela de Houellebecq, quien ya salió con bien de una denuncia
judicial puesta contra él por algunos imanes parisinos. Esa es la sensación
dominante que a uno le queda después de la lectura de El Corán: me someto totalmente a los designios de Alá –que es, a su
vez, lo que significa “ musulmán”; no tengo ni libertad ni capacidad crítica ni
pensamiento propio: soy lo que Alá quiere que sea, porque en él está incluso la
elección de quienes quiere que crean en el Islam: XXII. 67. [¡Oh, Mujámmad!] No dejes
que [te discutan] sobre los preceptos. Exhorta a creer en tu Señor, porque tú
estás en la guía del camino recto. La impresión que a uno le domina,
tras la lectura, es la de que Alá es el Gran Hermano orwelliano llevado a la
perfección absoluta: LVIII. 7. ¿Acaso no ves que Dios conoce cuanto hay en los cielos y en la
Tierra? No hay confidencia entre tres sin que Él sea el cuarto, ni entre cinco
sin que Él sea el sexto. Siempre, sean menos o más, Él estará presente
dondequiera que se encuentren, si bien con la salvedad de esa
perplejidad enunciada: LXVI. 10. Diles:
“¿Por qué no creen [en el Corán] que Dios reveló, siendo que un sabio de los
Hijos de Israel5 atestiguó su veracidad y creyó en él? Pero ustedes actuaron
con soberbia. Sepan que Dios no guía a un pueblo de injustos. En nota a pie
de página el traductor nos refiere que ese sabio no fue otro que el Gran Rabino
de Medina, llamado ‘Abdullah Ibn Salam, quien se convirtió al Islam al reconocer en
Mujámmad los signos del último Profeta de Dios que estaban mencionados en la Torá.
El hecho de que Dios escogiera a un iletrado como vehículo
de transmisión de su revelación es bastante similar a la elección crística de
unos iletrados pescadores del mar de Galilea, y ello ha de ponerse en relación,
forzosamente, con aquella puerilidad del mensaje transmitido a que aludía al
comenzar esta crónica de mi fatigada lectura. No es un libro para personas con
cierta exigencia –tampoco excesiva, la verdad– y me hago cruces y medias lunas
de cómo es posible que un credo tan hiperbólicamente simple sea capaz de
siquiera llamar la atención de personas instruidas y habituadas al contacto con
lo que ha sido el desarrollo de la razón en Occidente. Para los musulmanes, sin
embargo, que Mahoma fuera un analfabeto es la prueba del tres de que El Corán es auténticamente la palabra de
Dios, no la de Mahoma, algo que se reitera en exceso a lo largo del libro,
cuando se avisa reiteradamente de que el Profeta no es un poeta ni nadie con
inventiva como para “crear” la revelación, sino un mero instrumento, un
vehículo que ni siquiera podía escribirlas directamente: XXI. 5. Y dicen [otros idólatras]: “[El Corán] no es
más que sueños incoherentes, o [palabras que] él mismo ha inventado, o es un
poeta. Que nos muestre un milagro como lo hicieron los primeros [Mensajeros, si
es verdad lo que dice]”. 6. Ninguno de
los pueblos a los que exterminé creyeron [al ver los milagros], ¿acaso éstos
van a creer? [No lo harán].
El vínculo entre Dios y
los creyentes se basa en algo tan sencillo como la recompensa al final de la
vida: los no creyentes, al infierno; los creyentes al Paraíso, que se describe
a lo largo del libro con todas las señales de riqueza imaginables; del mismo
modo que no se escatiman los tormentos de los condenados al fuego eterno. En
realidad, parece, desde la perspectiva actual, como una religión reducida a cómic
para niños. Como no puede por menos que dejar de advertirse aquí: LXI. 10. ¡Creyentes! ¿Quieren que les enseñe un negocio que los salvará
del castigo doloroso? 11. [Este buen negocio es que] crean en Dios y en Su
Mensajero, contribuyan por la causa de Dios con sus bienes y sus seres, pues
ello es lo mejor para ustedes. ¡Si supieran!, donde el tono de charlatán de feria dirigiéndose a jóvenes
oyente a quienes quiere encandilar con los regalos de la tómbola parece
evidente.
A lo largo de sus casi infinitas 616 páginas de apretado
texto, le va a ser muy difícil a un lector acostumbrado a ciertas exigencias
narrativas o líricas, seguir con placer lector un texto que, desde cualquier punto
de vista, aun del del anecdotario, tan pocas alegrías le va a deparar. Ya he
dicho que se trata de un libro “santo”, esto es, que, por su propia naturaleza,
entendida desde el punto de vista de los creyentes, no puede ser analizado
desde la perspectiva de otros géneros ni puede ser comparado con las crónicas
históricas judías ni con las Metamorfosis
de Ovidio ni con los Vedas, por
ejemplo. He tenido la sensación, por otro lado, de que la revelación de Alá lo
que incita, en realidad, es a recitar la Torá, más que el propio Corán, porque continuamente le está
comunicando a Mahoma que diga que los creyentes han de recitar lo que él les
revela en El Corán, sin que se especifique,
salvo en escasas ocasiones, cuáles sean esas revelaciones, más allá de las
simplicísimas ya enunciada anteriormente. Hay continuamente una alusión a un
texto implícito (V. 48. [Y a ti, ¡oh, Mujámmad!] Te he revelado el
Libro que contiene la verdad definitiva [el Corán], que corrobora los Libros
revelados anteriormente y es juez de lo que es verdadero en ellos. Juzga
conforme a lo que Dios ha revelado y no te sometas a sus deseos transgrediendo
la Verdad que has recibido) que no puede ser otro, y corro el riesgo
de equivocare, que la Torá. Los
intentos de Alá por entroncar con la religión judía y la cristiana dan siempre
la penosa impresión de ser una especie de dios advenedizo que aspira a ser
confundido con el Dios de Moisés, sin la esperanza de lograrlo, de ahí el
énfasis en la “sumisión” al mensaje que les transmite Mahoma, el último Gran
Profeta de Yahvé. Esa “rivalidad” divina, va más allá del puro nominalismo, porque
si no no se entiende la animadversión explícita a los judíos (V. 82. Verás que los peores enemigos de los creyentes son los judíos y
los idólatras, y los más amistosos son quienes dicen: “Somos cristianos”. Esto
es porque entre ellos hay sacerdotes y monjes que no se comportan con soberbia)
y, en términos generales, a los que califica de “intelectuales” y a los
poderosos, a los ricos. Con todo, no deja de ser curioso que ciertos integristas
religiosos judíos hayan logrado tener una fluida relación con los clérigos
iraníes, con quienes no dudarían en aliarse para acabar con el régimen
democrático corrupto de Israel. De hecho, también Mahoma explota el filón del “pueblo
escogido” al organizar a los musulmanes: III. 110. [¡Musulmanes!] Son la mejor
nación que haya surgido de la humanidad porque ordenan el bien, prohíben el mal
y creen en Dios.
He leído con notable interés el texto porque quería
confirmar algunos extremos que tocan de lleno en la actualidad de lo que ocurre
en el mundo. El primero de ellos era el de si El Corán avala o no la guerra santa: II.190. Y combatan* por la causa de Dios a quienes los agredan, pero no
se excedan, porque Dios no ama a los agresores. En otra nota a pie de
página, el traductor nos especifica que qaatil
( قاتل ) es la voz
árabe que significa combatir con armas, lo que, sin duda, justificaría esa guerra
contra el infiel que algunos grupos terroristas de carácter islámico defienden
como ajustada a las enseñanzas de El
Corán. Y en otra parte: VIII. 65. ¡Oh, Profeta! Exhorta a los
creyentes a combatir [por la causa de Dios]. Por cada veinte pacientes y
perseverantes de entre ustedes, vencerán a doscientos9; y si hubiere cien,
vencerán a mil de los que se negaron a creer, porque ellos no razonan10.
Sin embargo, y ese baile de contradicciones forma parte de la naturaleza de un
libro formado por “aluvión” de materiales, no siguiendo un plan predeterminado,
en otro sitio se dice: LXVII. 20. Algunos creyentes dicen:
“¿Por qué no desciende un capítulo [del Corán donde se prescriba combatir]?”
Pero cuando es revelado un capítulo [del Corán] con preceptos obligatorios, y
se menciona en él la guerra, ves a aquellos cuyos corazones están enfermos9
mirarte como si estuvieran en la agonía de la muerte. Sería mejor para ellos
21. cumplir con los preceptos y no pedir que se prescribiera la guerra. Porque
cuando llegue el momento de combatir, lo mejor será que obedezcan a Dios con
sinceridad.
Digamos que El Corán se ha formado a
partir de revelaciones que fue teniendo Mahoma a lo largo de casi 23 años, de
donde forzosamente se sigue que es difícil pedir que el libro tenga una
coherencia reconocible. El proceso de transmisión a través de la repetición
memorística en sus primeros tiempos dificulta esa misma coherencia, si bien
también se recogían por escrito en diversos materiales dichas revelaciones, que
no empezaron a compilarse sino tras la muerte de Mahoma. La edición canónica de
lo que actualmente entendemos por El
Corán fue, en realidad, un largo proceso, si bien puede considerarse que se
trata de un texto que poco o nada difiere de lo revelado por Mahoma. El
carácter de transmisión oral de la doctrina musulmana forma parte de sus señas
de identidad. “Una persona que pueda recitar todo el Corán se llama qāri' (قَارٍئ) o hāfiz (términos que se
traducen como "recitador" o "memorizador,"
respectivamente). Mahoma es recordado como el primer hāfiz. El canto (tilawa تلاوة) del Corán es una de las bellas artes del mundo musulmán”, nos dice la
Wikipedia, y cualquiera lo comprueba cuando ha tenido la ocasión de contemplar
alguna madrasa donde los niños, sentados, repiten rítmica y machaconamente el
texto de El Corán para imprimirlo en
su memoria.
El Corán, como es bien sabido, y sigue
en ello las directrices de la Torá,
es un manual de ordenación de la vida social. Está lleno, así pues, de
prohibiciones y normas de obligado cumplimiento que afectan a la mayoría de
comportamientos sociales. Hay una reivindicación evidente de la solidaridad con
los desposeídos a través del obligatorio ejercicio de la limosna, por ejemplo;
del mismo modo que hay una segregación objetiva de la mujer, relegada a la
condición de bien que el hombre ha de saber administrar: II.223. Sus mujeres son para ustedes como un campo de labranza, por
tanto, siembren en su campo cuando [y como] quieran. II.228. Ellas tienen tanto
el derecho al buen trato como la obligación de tratar bien a sus maridos. Y los
hombres tienen un grado superior [de responsabilidad] al de ellas; Dios es
Poderoso, Sabio. Igualmente, hay una prohibición absoluta de las manifestaciones
sexuales, que han de recatarse profundamente. Los “actos impuros” han de recibir
su castigo: XXIV. 2. A la fornicadora y al
fornicador aplíquenles, a cada uno de ellos, cien azotes. Y las mujeres han de
evitar a toda costa convertirse en “ocasión” de pecar: XXIV. 31. Dile a las creyentes que
recaten sus miradas, se abstengan de cometer obscenidades, no muestren de sus
atractivos [en público] más de lo que es obvio, y que dejen caer el velo sobre
su escote.(…) [Diles también] que no hagan oscilar sus piernas [al caminar] a
fin de atraer la atención sobre sus atractivos ocultos. Pidan perdón a Dios por
sus pecados, ¡oh, creyentes!, que así alcanzarán el éxito. Algo en lo que no están
muy lejos de la Iglesia Católica ni de muchas otras religiones, que parecen
haber fundamentado su fuerza en la opresión de la mujer. Trata, así mismo, de “refinar”
los comportamientos sociales: XXXI. 19. Sé modesto en tu andar y
habla sereno, que el ruido más desagradable es el rebuzno del asno. De igual modo, establece
cómo ha de ser el saludo entre los fieles: XXXVI. 58. “¡La paz sea
con ustedes!7”, serán las palabras del Señor Misericordioso. El Corán tiene una visión negativa de la persona, a la que
considera incapaz, por sí sola, de vencer sus naturales limitaciones individuales
para ascender a la condición de creyente: LXX. 19. El hombre fue
creado impaciente: 20. se desespera cuando sufre un mal 21. y se torna mezquino
cuando la fortuna lo favorece. Más parece concebirla, a la persona, como un ser perverso
al que se ha de redimir que todo lo contrario, de ahí la necesidad de la
doctrina, de la revelación. De todos modos, y para honrar la verdad, no es
menos cierto que la doctrina revelada también tiene muchos aspectos positivos
que abundan en la necesidad de preocuparse por el bienestar de todos, como los
siguientes: XC. 12. ¿Y qué te hará comprender lo
que es el camino del esfuerzo? 13. Es liberar [al esclavo] de la esclavitud 14.
y dar alimentos en días de hambre 15. al pariente huérfano, 16. o al pobre
hundido en la miseria. 17. Y ser, además, de los creyentes que se aconsejan
mutuamente ser perseverantes [en el camino del esfuerzo y de la fe] y ser
misericordiosos [con el prójimo]. 18. Estos son los bienaventurados de la
derecha1. 19. Mientras que quienes rechacen Mi revelación serán los
desventurados de la izquierda2 20. y el fuego se cercará sobre ellos.
En el capítulo anecdótico, me ha llamado la atención una
historia de Moisés en la que la Torá
y El Corán discrepan abiertamente: XX. 22. Introduce tu mano en tu
costado y saldrá blanca, resplandeciente, sin defecto alguno. Ese será otro
milagro. Este milagro que
Yahvé le concedió a Moisés, después del de la vara convertida en serpiente,
difiere en que mientras para El Corán
la mano resplandeciente es el milagro, en la Torá, la mano blanquecina es, sin embargo, la aquejada de lepra,
que solo vuelve a su estado natural después de volvérsela a introducir en el
seno. Y no menos me la ha llamado, la atención, el hecho de las poquísimas
veces que se menciona en el texto el nombre de Alá. De hecho, tras una mención
aislada en el capítulo X se ha de
esperar hasta un poco más allá de la mitad del libro para que aparezca de nuevo:
LVIX. 22. Él es Al-lah, no hay otra divinidad salvo Él, el Conocedor de
lo oculto y de lo manifiesto. Él es el Compasivo, el Misericordioso.
LVIX. 24. Él es Al-lah, el Creador, el Iniciador y el Formador. Suyos son
los nombres más sublimes. Todo cuanto existe en los cielos y en la Tierra Lo
glorifica. Él es el Poderoso, el Sabio. Esta pluralidad nominal está
también en la tradición cristiana, como ocurre en esa joya de nuestra literatura
que es De los nombres de Cristo, de
Fray Luis de León. Aunque lo que se lleva la palma el anecdotario es la antigua
costumbre preislámica a la que se hace referencia en El Corán, esto es, al hecho de que los árabes enterraban a sus hijas vivas por temor a la
pobreza o a que estas pudieran caer en manos de los enemigos y eso trajera
deshonra a su familia. Por otro lado, y eso sí que les chocará a quienes
no lo hayan leído, en ninguna sura del libro se especifica que Mahoma no pueda
ser representado de forma natural, no ya caricaturesca, y que, por tanto, la imposibilidad
de hacerlo es doctrina sobreañadida, humana, demasiado humana, a la revelada por el Profeta.
Es evidente que no se pueden ni resumir ni comentar un texto
de más de 600 páginas ni siquiera en un blog como este Diario, tan hecho a los ladrillos críticos, pero no quiero acabar
sin dejar constancia, acaso reiterada, de la profunda decepción que me ha
deparado la lectura de este Corán del que esperaba el sabor del dátil y la
reciedumbre estoica del camello, el hechizo de la luna y el arrayán y el
silencio del recogimiento fervoroso, en vez de un texto pueril que recurre a la
amenaza de la condenación eterna, con unos castigos infernales que ni el triste
Pedro Botero se le podrían ocurrir menos pavorosos, o con una chantajista
recompensa en el Paraíso con huríes y efebos camareros por donde discurren
todos los ríos del mundo…, porque no hay alusión al Paraíso que no vaya
acompañada de la promesa del agua, como si la doctrina, al estilo de los
análisis materialistas de la realidad, hubiera surgido de la determinación
desértica del medio en que vivió su protagonista y sus destinatarios, la
península arábiga. ¡Cómo lamento haber salido tan decepcionado de la lectura!
Tenía puestas tanta esperanzas en algún tipo de
disfrute literario que no hallar ni pizca de él me parece, en todo caso,
el peor de los infiernos con el que me pueden amenazar. Advertidos quedan los
posibles aspirantes; enseñado quedo yo, que no aleccionado, ni convertido.