miércoles, 31 de enero de 2018

El arte narrativo de Galdós o el destello del genio creador: ejemplo para una crestomatía de su obra.


Un fragmento con voluntad de cuento o cómo sacar partido narrativo de una materia mínima que engrandece y adensa la novela.

Ha sido constante, desde que me embarqué en esta aventura intelectora de Los episodios nacionales, la tentación de construir una crestomatía galdosiana, porque, aunque se trate de un esfuerzo propio de otros tiempos en los que era más difícil el acceso a los textos completos, me parece evidente que vamos camino de volver no tanto a las Selecciones al estilo del Reader's Digest -un uso, por cierto, que en español, "digesto", se limita a la literatura jurídica-, pero sí a la lectura de textos breves que nos permitan "contactar" con autores en los que acaso poder entrar después, con más tiempo, y leer una obra completa. Fue  todo un género editorial el de Páginas escogidas, que solía confirmar el carácter canónico del autor que merecía una publicación así. Era la rúbrica de su importancia en el mundo de las Letras. Hoy quizás debería volver a ponerse de moda para unos lectores habituados a extensiones brevísimas que les exigen, además, escasa intensidad lectora, porque a la que se complique algo la intelección..., malo. El fragmento que transcribo, perteneciente al volumen Narváez, de la cuarta serie, me parece una obra de arte absolutamente moderna, hecha la salvedad de cierta retórica propia de la época, por supuesto; pero la capacidad inventiva de Galdós es de una modernidad total. Si tuviera que buscar un referente actual de la imaginación con que aquí nos regala el autor de La desheredada, quizás escogería a Javier Marías, para quien ciertas digresiones novelísticas como la presente, son muy de su agrado. Aún tengo presente la excelente reflexión sobre el cubo de la basura en Todas las almas, si no recuerdo mal. Un texto como el presente, que escarba en lo cotidiano hasta encontrarle una dimensión que, sin ser rebuscada, sí nos deslumbra por la capacidad visionaria de quien ha sido capaz de darle "voz" a algo que a nosotros nunca se nos hubiera ocurrido que pudiera tenerla, me parece la demostración palpable del genio creador. Este tipo de fragmentos abundan en las novelas de Galdós, y sí, también en Los episodios nacionales, por supuesto, lectura que, ya en la recta final de ella, me parece de obligado disfrute.

Hube de fijarme entonces en un accidente de mi casa que en todo el verano no mereció mi atención, y era el ruido, o más bien concierto de ruidos que hacían las diferentes puertas del vetusto edificio al ser abiertas o cerradas. Cada noche observaba yo un nuevo rumor o musical concepto, ya como lastimero quejido, ya como frase de angustia o sorpresa, y aplicando el oído y la imaginación, concluía por dar un significado verbal a sones tan extraños. Por entretenernos en algo en las lentas noches comuniqué mis observaciones a Ignacia, y apoderada esta de lo que tanto era artificio de la mente como realidad sonante, oyó más que yo, y compuso todo un poema con los ruidos de las viejísimas tablas de mi casa solariega. “La puerta del comedor, siempre que entra alguien, dice: “¡Ay, ay, ay!, ¿cuándo os cansaréis de abrirme?..., y la de la despensa: “Dejadme morir cerrada…”. Pues fíjate en los peldaños de la escalera cuando sube Úrsula, que es de libras… Dicen: “Muero porque no muero”. Y cuando baja Prisca, que corre como una rata, hablan ene lenguaje familiar. Yo lo oigo así: “Pues aquí venimos los frailes gilitos vendiendo cabriiitos…” Pon atención y oirás lo mismo que oigo yo…
-Pepe, Pepe -me dijo Ignacia una noche cuando desperté del primer sueño-, fíjate en ese ventanón que han dejado abierto en el desván. El viento lo mueve, y al abrirse canta el primer verso de la jota… atiende y oirás: “Hay en el mundo una España…”, luego se cierra con un golpe, “pum”, al cual sigue un ruido muy suave, algo así como el de las chupadas de un niño cuando coge la teta.
Puestos a oír, oíamos verdaderas maravillas. La puerta del comedor hablaba en griego y en latín, y decía cosas de la misa para echarse después a reír con alguna frase desgarrada, más propia de boca de manola que de una venerable puerta de casa ilustre; la que comunica el comedor con la pieza donde están los armarios de ropa decía: “Madre, unos ojuelos vi”, y los armarios remedaban rezos de monjas, ronquidos de durmientes, pregones como el “¡De Jarama, vivos!” que tanto habíamos oído en Madrid.
Llegamos a componer el completo inventario de estos domésticos ruidos con música y letra; y como alguna noche nos molestase tanta música, nos atrevimos a decir a mi madre que mandara untar de aceite los mohosos goznes para que callasen o fueran más silenciosas las parlantes y cantantes puertas. Pero ella, sonriendo con la dulce severidad que empleaba siempre que se veía en el caso de negarse a darnos gusto, nos dijo:

-Por Dios, hijos míos, no me pidáis que suprima los ruiditos de mi casa, que si ella no me cantara con el son de sus puertas y el estribillo de sus gonces, me parecería que pasaba de casa viva a casa muerta. Con esos ruidos melancólicos, que me cuentan cosas del presente y del pasado, me crié, y con ellos quisiera morirme. En ellos oigo la voz e mis padres y de mis hermanos  de mi tío Anselmo, corregidor que fue de Guadalajara. Amigo íntimo del Empecinado y de don Vicente Sardina, nos refería las palizas que estos daban al general Hugo. También me traen a la memoria esos murmullos la voz de mi abuela, cuando a mí y a mi hermana no contaba las fiestas que dieron en el Retiro por el casorio de doña Bárbara con Fernando VI; la voz de mi padre. ¡ay!, una tarde, cuando, sentaditas mi madre y yo en este mismo sitio desgranando judías, entró y muy afligido nos dijo que le habían cortado la cabeza al rey de Francia. Esto fue el año 93: la noticia de tal atrocidad llegó a nuestra villa el día de San Blas: ya veis si tengo memoria… Con que, no matéis los ruidos y dejadme mi casa como está… No seáis, por Dios, tan modernos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario