viernes, 5 de enero de 2018

Breve digresión sobre el vicio o la virtud del reír a partir de “La Risa”, de Henri Bergson


Entre la insania y la virtud, la risa hay que saber ganársela:  Entre la espontaneidad y el artificio, la risa nos habita o nos exilia a su gusto y afición: juguetes de ella somos y, a veces, perversos y mágicos autores.

Dicen que somos el único animal que ríe, pero nos hartamos de comparar nuestra risa con la de las hienas, la del conejo, la del delfín, la de los chimpancés  o la de cualesquiera otros animales que esbozan esa mueca tan cara a la mayoría de los humanos, aunque hay excepciones, está claro. Por otro lado, la risa es sospechosa de debilidad mental, como nadie ignora. Y reírse a solas parece prueba irrefutable de la insania. Tiene detractores y apologistas, y hay tantas maneras de reírse, seguramente, como seres individuales habitamos el planeta. Es difícil establecer una idiosincrasia nacional tomando como referente la risa, porque no hay naciones risueñas y naciones que no lo sean, aunque los estereotipos traten de convencernos de que pueblos como el alemán, el danés o el sueco, pongamos por caso, son más refractarios a la risa que todos esos pueblos africanos en los que no intercambiar una sonrisa con alguien al encontrarse por primera vez en el día vale tanto como negar el saludo. Desde bien pequeño mis padres estuvieron convencidos de que de los cinco hijos que tenían, uno, yo, les había salido tonto, y ello se debía a que no podían explicarse cómo, tras haber llevado a cabo yo alguna trastada de consideración y siendo amenazado con todos los castigos del infierno -de los que los bofetones contundentes del padre, que me convertían en un dominguillo (porque ya desde entonces tenía yo mi orgullillo) eran un anticipo neorrealista- me limitaba a esbozar una sonrisa que, desarmándolos, no sabían cómo interpretar, porque, desde el presente, creo identificar que había bastante más en ella de tic nervioso que propiamente de desafío a la autoridad, aunque también había un fuerte componente de terquedad, de empecinamiento en el error, de asunción del mal hecho y de insistencia en el ni negallo ni enmendallo. En cualquier caso, la risa forma parte de mi naturaleza desde que me recuerdo como algo distinto del entorno familiar, de esos años en los que el espíritu de grupo, de clan, anula la percepción de la propia individualidad. La risa, siendo una persona de acreditadas querencias septentrionales y amante de los dramas, la metafísica y el Eclesiastés, me habita y configura una forma de ser que, sin tomarme la vida a broma, me induce a ver, en todo, el lado cómico que pueda tener, ¡y a fe que la realidad es generosa conmigo!  He reído bastante más que he llorado, sin duda, y me parece algo tan natural en mí que nunca me había parado a estudiar el fenómeno, por si acababa pseudopsicoanalizándome. No sé si con el sentido del humor se nace, pero estoy tentado de decir que sí, porque hay personas que carecen de él casi por completo, como cualquier habrá comprobado en su experiencia vital. Escribo ese “casi” porque me resisto a creer que incluso al ser más serio y avinagrado del mundo no se le haya “escapado”, como una raterilla barroca, alguna sonrisa e incluso alguna risa: no somos inmunes al ridículo ajeno, y algunos, los verdaderos humoristas,  comienzan por el propio. Llevado por esa reflexión sobre la risa cayó en mis manos un estudio de Bergson que siempre había querido leer: La risa. Mucho antes, Bousoño había explorado la sutil relación entre la poesía y el chiste, pero puedo asegurar que bien poco reí con su lectura, pero sí, hasta la convulsión, con El Lazarillo o con El antropólogo inocente; en el primer caso ante unos alumnos a quienes hube de aprobar colectivamente porque mientras hacían un examen los descoloqué con mis redobladas risotadas; en el segundo, en un viaje a las 7’30 de la mañana en un tren de cercanías, camino de Badalona, para irritación incomprensible de quienes me tomaron por loco y para solaz de quienes tomaron subrepticiamente nota del libro que era capaz de provocar aquellas carcajadas. Si algo tiene la risa de propio es que halla constantemente pretextos, intextos, postextos y hasta paratextos para liberarse, en la amplísima gama de modalidades que tiene en una misma persona. Es evidente que hay risas enemigas de la risa, lo que vale tanto como que hay risas verdaderas y risas falsa, del mismo modo que hay lágrimas reales y lágrimas de cocodrilo…, pero la risa espontánea no admite ni disfraz ni trampantojo ni sosias ni imitaciones, a diferencia de esas otras risas resabiadas, resbaladizas, respingonas y retorcidas que delatan ipso facto la doblez de los falsos reidores, mediocres imitadores de lo inimitable. Si cualquier motivo se basta y sobra para disparar la risa         , la jerarquía de los mimos es inevitable, algo a lo que contribuye su propia naturaleza: no es lo mismo un resbalón en plena calle, una confusión  amnésica: meter la cafetera en la nevera en vez de posarla sobre la placa eléctrica, subirse a un tren que va a Lugo en vez de al que va a León, que una alusión satírica de Quevedo o la magnífica definición de Religión del diccionario de Ambrose Bierce: Hija del Terror y la Esperanza, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible. De ahí que hable de “jerarquía”, por más que sea difícil establecer un canon, al modo del que se suele defender en otras artes, como la Literatrua, la Pintura o la Música. No siempre llueve a gusto de todos, el humor, y hay humoristas incapaces de hacerme ni siquiera sonreír, Louis de Funès, por ejemplo, o Bob Hope, y otros, como Jerry Lewis o Woody Allen que me activan el resorte de la risa apenas protagonizan la primera tontería, sea dicha o hecha, porque los gags visuales mudos están en el ADN de la invención del cine, como la escena del regante regado pone de manifiesto, una vía que no ha dejado nunca de explotarse con mayor o menor ingenio, porque, dejando de lado los ridículos mecánicos de que habla Bergson, que tanta risa nos producen, está claro que si hay alguna palabra asociada al humor esa no puede ser otra que ingenio. Baltasar Gracián escribió dos tomitos de obligada lectura: Agudeza y arte de ingenio, que ofrecen un compendio teórico-práctico de las diferentes clases de ingenio y su relación con el humor. Sí, sí, ese mismo Gracián perseguido por su orden, los jesuitas, porque en una homilía se le ocurrió decir que había recibido una epístola de Satanás y que se disponía a leérsela a los aterrorizados y azufrados fieles…, lo cual es un anticipo prodigioso de La guerra de los mundos radiada por Orson Welles para espanto de la ingenuidad luterana de los usamericanos de su época. Bergson se aplica al estudio de la risa con un rigor forense que excluye, durante su lectura, no sé si deliberadamente, la ausencia de manifestación tan sana para el organismo humano, aunque un par de veces, a través de los ejemplos que usa consigue que aparezca en el lector, si bien se trata, como es obvio de casos de ingenio, propios de la literatura, pues son las comedias al estilo de Scribe las que el selecciona para extraer esos momentos humorísticos que son comunes a cualquier otra manifestación teatral en cualquier país, pongamos por caso Arniches o el mismísimo Oscar Wilde. Bergson, el filosofo de la duración, del devenir, del movimiento, no tarda en dejar bien claro que lo propio de la risa es el contraste entre lo fluido de la vida y la rigidez mecánica que a ella se opone: Toda rigidez del carácter, toda rigidez del espíritu y aun del cuerpo será, pues, sospechosa para la sociedad, porque puede ser indicio de una actividad que se adormece y de un actividad que se aísla, apartándose del centro común, en torno al cual gravita la sociedad entera. (…) Esta rigidez constituye lo cómico y la risa su castigo. Y de ahí, de ese contraste, extrae Bergson que el peor enemigo de la risa es la emoción: Lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón. Se dirige a la inteligencia pura. Esto nos permite entender la lectura que hacía Cecilia Böhl de Faber de Don Quijote como una obra que de ningún modo la incitaba a reírse, sino a llorar, y hasta compungidamente, por las muchas adversidades, apaleamientos, tundas y desgracias por las que ha de pasar el inmortal caballero. En la medida en que hay una tensión entre individuo y sociedad, a propósito de las ocasiones en que se manifiesta esa rigidez que necesita ser castigadas con la risa para promover su corrección, Bergson nos dice que la risa debe responder a ciertas exigencias de la vida común. La risa debe tener una significación social, porque, como ya había dicho: no saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados. Diríase que la risa necesita de un eco. No estoy yo muy de acuerdo con esa exigencia social, sobre todo porque, a juzgar por mi propia experiencia, mi propensión a sacarle  punta cómica a la mayoría de mis vivencias, sean sociales o íntimas, jamás me ha empujado a querer compartir con nadie esas risotadas que o me ha provocado la visión de los hechos externos o yo he creado a partir de la imaginación o de cualquier estímulo. Bergson, atento al rigor inapelable del ensayo, incluso propone algunas leyes que acotan el fenómeno de la risa y que no está de más recordar: 
1.Toda deformidad susceptible de imitación por parte de una persona bien conformada puede llegar a ser cómica. 
2. Las actitudes, gestos y movimientos del cuerpo humano son risibles en la exacta medida en que este cuerpo nos hace pensar en un simple mecanismo. (…) Es el automatismo instalado en la vida y probando a imitarla. Es lo cómico.
    3. Es cómico todo incidente que atrae nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos ocupábamos de su aspecto moral. (…) ¿Por qué mueve a risa un orador que estornuda en el momento más patético de su discurso? ¿De dónde proviene lo cómico de esta frase en una oración fúnebre que cita un filósofo alemán: “El finado era virtuoso y rollizo” Únicamente de un brusco tránsito de nuestra atención del alma al cuerpo.
    4.  Es cómico todo arreglo de hechos y acontecimientos que encajados unos en otros nos dan la ilusión de la vida y la sensación clara de un ensueño mecánico.
     5.  El absurdo cómico es de la misma naturaleza que el de los sueños.

Turbadora me ha parecido, por ejemplo, la siguiente reflexión de Bergson : ¿Y por qué nos mueve a risa un negro? (…) Dudo si acaso no resolvió la cuestión cierto cochero que, delante de mí, trató de mal lavado a un cliente de color que llevaba en su coche. ¡Mal lavado! Un rostro negro sería, pues, para nuestra imaginación un rostro embadurnado de tinta o de negro de humo. De entrada, queda este intelector estupefacto ante la petición de principio del filósofo: una persona negra, per se, nos hace reír, a los blancos, claro… Enseguida he consultado el año exacto de la publicación, y la obra la escribió en 1899, es decir, con 21 años. No es disculpa, está claro, como tampoco lo es que Miguel Mihura, con 27, escribiera en esa joya del teatro español de vanguardia que fue Tres sombreros de copa: DIONISIO.¿Y hace mucho tiempo que es usted negro? BUBY. No sé. Yo siempre me he visto así en la luna de los espejitos. DIONISIO. ¡Vaya por Dios! ¡Cuando viene una desgracia nunca viene sola! ¿Y de qué se quedó usted así? ¿De alguna caída? Las “leyes” de Bergson cubren los motivos básicos de la generación de lo cómico: el físico, lo mecánico contra la rigidez, lo moral, el lenguaje y la irracionalidad onírica. Es evidente que hay más, pero no dejan de ser variaciones sobre los temas básicos. El ingenio está en la base de muchos de ellos que tienen que ver con una capacidad especial de visión creativa, lo suficientemente perspicaz como para hacer brotar en el acto relaciones ocultas para la mayoría, lo que acercaría notablemente el fenómeno de la risa a los resortes que la disparan en el caso de los chistes, de los que dos citas de Bergson, ambas magníficas pueden ser consideradas como tales: La primera toma como pretexto la inercia mecánica que nos condiciona la vida cotidiana: Hace unos años naufragó en los alrededores de Dieppe un gran paquebote. Algunos pasajeros lograron salvarse en una embarcación después de muchos trabajos. Unos aduaneros que habían acudido valerosamente a socorrerles empezaron por preguntarles “si no tenían algo que declarar”, y la segunda cae de lleno en lo que solemos entender por agudeza satírica, propio de ese género, el vodevil, u tantas obras gloriosas ha dado a la Historia del Teatro; en este caso escoge una de Scribe,  Los descarados, en la que se habla de una novia cuarentona que lleva flores de azahar en su traje de boda y un personaje. Giboyer, dice: “Podría ponerse hasta las naranjas”. La risa tiene la virtud, finalmente, de hacerle subir un peldaño, a quien ríe, sobre aquello de lo que se ríe, o, como lo dice Jean Paul Richter, a quien cita Pirandello en su ensayo sobre el humor: el humor es la melancolía de un ánimo superior que llega a divertirse incluso con aquello que le entristece, lo cual no anda lejos del lema de Giordano Bruno: In tristia hilaris, in hilaritate tristis. Pero de todas las sentencias que intentan fijar que debamos entender por humor o cuál sea la naturaleza exacta de la risa, me quedo con la que también incluye Pirandello en su estudio, esta de Joubert: El esprit consiste en tener muchas ideas inútiles y el buen sentido de estar provisto de nociones necesarias. La risa no necesariamente, como nadie ignora, puede ser entendida como sinónimo de alegría o de buen humor: hay risas tristes, congeladas, en los huesos (como la que da título a la obra de José Bergamín), desangeladas, zafias, torpes, falsas, forzadas, nerviosas, crispadas, sardónicas, hiperbólicas, artificiales, siesas y un largo etc. que cada cual puede rellenar a su gusto. En mi caso personal he de reconocer que la ingenuidad me puede, ese pronto naíf que me dispara la risa, sola  o en compañía, usualmente a raíz de meras figuraciones escenificadas con un grado de verismo tal que da igual que jamás pisen los umbrales de la realidad par cosechar la risa contundente de lo sucedido. A su manera, este espíritu risueño -¡pero ojo, no bobo!…-  lo tengo comparado con la afición a silbar, esa necesidad constante de ponerle banda sonora a los paseos, ciertas actividades mecánicas y, sobre todo, al bajar y subir escaleras, que parece el medio propio y propicio para tal actividad musical. Reírse y silbar conforman, pues, un dúo de “virtudes” como para echarse a temblar si, como desgraciadamente es mi caso, se manifiestan, ambas, en un mismo individuo. Avisados quedan…

2 comentarios:

  1. Reconozco que me cuesta reírme y carezco fundamentalmente de sentido del humor. Me atrae más el lado dramático de las cosas y mi carácter me aproxima a lo trágico. Es mi historia personal y de eso uno no puede huir. Una vez viendo a Pepe Rubianes en el teatro Victoria con más de mil personas más, mantuve un rictus serio mientras el teatro se venía abajo de carcajadas con sus historias de los berberechos y los mejillones. Así dos horas hasta que Pepe Rubianes se puso serio e hizo dos escenas dramáticas y allí me convenció. La risa no me resulta fácil. Reconozco que El antropólogo inocente y Una plaga de orugas, su continuación, me divirtieron, pero no me hicieron carcajearme. Soy duro para la risa, pero a veces hay cosas que me provocan una sonrisa permanente. Hace dieciséis años vi a un grupo teatral ruso llamado Pokatuka en el Festival de Payasos de Cornellà que me mantuvo toda la sesión con una sonrisa maravillada. Era mi humor, un humor difícil, surreal y raro que no me permite la risa con sucesos sencillos. Tengo miedo al humor de los novelistas americanos porque no hay peor cosa que leer algo presuntamente humorístico que no te hace puñetera gracia. Prefiero la tragedia sin duda al humor, pero probablemente sea un defecto de configuración mío. No lo lamento especialmente, pero sí lamento mi nula capacidad para la música, para el baile y las matemáticas. Puedo vivir sin la risa, me he tenido que acostumbrar a ello. Dices que eres risueño y te creo, pero lo que es humorístico para ti para mí no lo es. Sin embargo, a veces mis alumnos en un examen reparaban en mí y me veían riéndome por lo bajini de modo irreprimible. Creo que las personas nos reímos por cosas distintas. La familia de mi mujer encuentran divertidísimos a Paco Martínez Soria y Lina Morgan. Y lo respeto. Yo soy demasiado complicado para reírme de cosas simples. Tienen que ser tremendamente complicadas. Y aun así, me cuesta.

    Tuve una madre que se meaba de risa pensando en arrojar las cenizas del marido muerto por el váter, pero temía que luego al cagar le saliera una mano que la cogiera de improviso. Reconozco que detestaba a esa madre, pero que me hizo reír su retorcimiento.

    La risa es síntoma de sencillez y no me ha tocado ese lugar en el mundo. No por exceso de inteligencia sino por exceso de complicación. ¡Qué se le va a hacer!

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    1. Hombre, tanto como "síntoma de sencillez" no diría yo... Que hay risas bobas, como la mía de niño, sí, y que hay una simplicidad muy natural en quienes se ríen de lo obvio, también, pero hay muchas risas, creo haber hecho referencia a ello en el texto, que, como la de Sterne, en Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, son cualquier cosa menos algo sencillo, ¡y no hablemos ya de ese prodigio que es la risa cervantina! Reconozco que te reconozcas, en estado no condicionado, un ser serio y ajeno a la risa, algo muy propio, por cierto, de los mejores humoristas, como Buster Keaton, que es ejemplo paradigmático, pero una cosa es la risa y otra, muy distinta, el "sentido del humor", del que no solo no careces, sino que es, y tengo pruebas fehacientes de ello, exquisito y elaborado. Estoy completamente de acuerdo contigo: el humor es idiosincrásico (o idiótico, aunque esto último parezca un insulto...). Cada uno se cuece en el propio y son, por definición, privativos del sujeto. Hay un amplio espacio social en el que se comparte el humor, sin duda, de ahí el éxito de tantas películas, libros o performances, como ahora la de Fuigdemont, por ejemplo, y casi puede añadirse como ley a las de Bergson que, a medida que se ensancha ese espacio, se contrae la calidad del humor creado. Y luego estamos "los raros", que diría Rubén, por supuesto. No conozco a nadie que comparta conmigo el punzante sentido del humor de Juan Ramón Jiménez, pero la lectura de la carta que le escribió a un vecino para pedirle que "deslocalizara" al grillo que tenía en su maceta, un piso por debajo del suyo, y que le turbaba horrísonamente el silencio creador que necesitaba para su obra me parece de una comicidad de muchísimos quilates... He observado, al menos en mi caso, que mi sentido del humor ha contribuido enormemente al desarrollo de mi imaginación y, sobre todo, a la consolidación de esa visión del mundo sub species theatralis a la que tantas risas le arranco pro domo mea...

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