Del
oscurantismo carlista hasta los pronunciamientos isabelinos, el arte de Galdós
se crece en la adversidad de tanto tiempo mohoso: la mejor vena literaria para
la Historia más deplorable.
El inicio de la Tercera serie de Los episodios
nacionales, cuando Galdós ya había dado por finiquitada su heroica tarea
novelística, tiene un inicio muy flojo, como si el maestro estuviera
“desengrasado” y se moviera más por inercia que por genio. Zumalacárregui, por
otro lado, es un personaje tan sombrío como escasamente atractivo desde el
punto de vista narrativo: un ser hermético, devoto, leal, austero e insípido.
La narración parece entorpecerse a sí misma y el protagonista escogido, un
cura, Fago, que va de bando a bando, ajustándose a la circunstancia en que los
meandros de la narración lo colocan, aunque su corazoncito lo tiene con
Zumalacárregui, quien lo convierte poco menos que un héroe de la causa. La
ferocidad sanguinaria del clero en las guerras carlistas se impone en la
narración, que se abre con un episodio en el que se manifiesta el odio acérrimo
entre los dos bandos, el de don Carlos y el de la reina Isabel, defendida por
los cristinos, por la Regente: En aquella terrible guerra, más
que ganar batallas, urgía sostener el tesón de la causa, y esto no se lograba
sino aboliendo en absoluto toda compasión delante de los sectarios; tratando
con crueldad al enemigo fuerte, con menosprecio al débil, para que cundiese y
se afianzase la idea de que el cristino era forzosamente, por naturaleza, un
ser inferior, abyecto indigno hasta de las consideraciones más elementales,
Solo así se formaba un partido viril, duro, resistente a toda adversidad.
La narración refleja fielmente el ambiente rural de aquella guerra, que se
libraba en terrenos propicios a cada causa, rehuyendo las grandes ciudades. De
hecho, Zumalacárregui no pudo tomar Bilbao, un fracaso que, posiblemente,
debilitó su causa, porque, como se razonaba entonces: Una vez en
Burgos, las potencias nos reconocen, y a Madrid con los faroles. Al margen
de las anécdotas de carácter social, propia de las costumbres, como el uso de
la patata como alimento, reservado hasta entonces para el engorde del ganado,
lo mejor del libro, algo insípido, como su protagonista, es la parte dedicada
al traslado en litera del general, herido en una pierna, de Durango a Cegama, a
su aldea natal, donde acabará muriendo por la complicación de la herida. Se
advierte un intento de retomar los modos narrativos que habían llegado a su
punto culminante al final de la Segunda serie, pero el resultado deja mucho que
desear. No ocurre lo mismo, sin embargo, con el siguiente volumen, Mendizábal,
el desamortizador, que nos ofrece la más brillante muestra imaginable del arte
galdosiano, con unos personajes y una trama de folletín de los que sabe extraer
un relato apasionante, además de introducirnos en aquella auténtica revolución
de las costumbres, los sentimientos e incluso las ideas que fue el
Romanticismo. Estamos en Madrid, está claro, y en una trama urbana, muy alejada
de esos pinitos peredianos de Zumalacárregui. La vida madrileña ha
tenido muchos relatores, pero pocos han conseguido unir su apellido a la ciudad
para conseguir que se hable del “Madrid galdosiano” con una naturalidad
semejante a la de cuando hablamos del “Madrid de los Austrias”. Que un
novelista tenga un territorio de su “propiedad” puede garantizarnos,
cuando sabemos de su habilidad artística para convertirlo en un mundo pletórico
de vida, una lectura amena e interesante: ese es el caso de Mendizábal.
La vida de Fernando Calpena, un desheredado, la refiere él mismo en breves
palabras que nos remiten a la obra excepcional de Galdos, La
desheredada, con la que lo comparte casi todo: Sí, vida y gloria
mía… Yo no soy nadie. Ignoro quiénes son mis padres. Vivo de la protección
misteriosa de una persona desconocida, por quien estoy en Madrid, por quien
disfruto ese destinillo, y no sé más. ¿Verdad que es raro? (…) Aura se
embelesaba oyéndole (…) y es de creer que solo con aquella historia tan poética
y linda se prendaría locamente del pobre desheredado. (…) También te digo una
cosa, Aura: bien podría suceder que de la noche a la mañana recibiera yo, como
caída del cielo, una fortuna grande… Se han dado casos: yo he leído de algunos
casos… El personaje, que alimenta un misterio, como decíamos, típico del
folletín, se va abriendo paso en el mundillo madrileño gracias al amparo de una
señora que entra en contacto con el cura Pedro Hillo, taurófilo, que se
convertirá en algo así como el ángel protector del personaje. A través de
Calpena Galdós pretende mostrar narrativamente el paso del clasicismo ilustrado
al revolucionario romanticismo, como el propio Calpena se encarga de
demostrarnos: -Yo soy pueblo, pueblo nací y pueblo me encuentro ahora.
¡Ay!, amigo Hillo, me acuerdo de mi cuna Era de mimbres, y estaba rota y medio
deshecha. Yo ensanchaba los agujeros con mis manecitas, y me echaba fuera para
jugar con un perro y dos cabras que había en la pobrísima estancia donde me
criaron… ¡Y ahora me habla usted de duquesas y princesas! A usted le ciega, o
más bien le enloquece su bondad… Yo no soy lo era. He dado un gran vuelco mis
ideas son otras. No tengo ya más que una ambición, y a satisfacerla se
encaminan todas las potencias de mi alma. Me crió aquel bendito en la
templanza. En la regularidad, en el justo medio de todas las cosas. Pues ya no
quiero justo medio; ya me solicitan las situaciones extremadas… Quiero exceso
de vida, energías poderosas, mucho gozar o mucho sufrir, luchar, hacer cara a
los grandes desastres si vienen, hartarme de felicidad si _Dios me la depara.
NO quiero andar por caminos trazados, ni que me cuenten los pasos que doy, ni
que me lleven con andadores, ni que me muevan con hilitos, como si fuera yo
figura de titiritero. No, no: de un salto me he echado fuera del retablo y entro
en el mundo yo solo. El mundo es grande. Un sentimiento, grande también, llevo
yo conmigo. ¿Hay espacio? Sí. ¿Tengo yo alas? Sí. Pues a volar. El volumen,
sin embargo, está dedicado a Mendizábal, de quien sorprende un aspecto de su
biografía que bien podría considerarse menor si en él no se detectase una
corriente trágica de nuestra vida nacional: el temor a ser calificado como
cristiano nuevo y como judío no converso, lo que lo lleva a cambiarse el
apellido, de Méndez a Mendizábal y a asegurar que, en vez de en Chiclana, había
nacido en el País Vasco: - No es que yo me llame propiamente
Mendizábal. Mi apellido es Méndez. Pero como el señor don Juan Álvarez y
Méndez, el grande hombre que ha venido de las Inglaterras a meternos en cintura
y a salvar al país, se ha variado el nombre, poniéndose “Mendizábal”, que tan
bien suena, yo…, explica un comerciante con ese gracejo popular con el cual
se traduce paródicamente todos los hechos, por pomposos que sean o que se nos
quieran presentar como tales. No hace falta ir más lejos de la propio Wikipedia
para enterarnos de que “la casa de los Méndez, dedicada al negocio de la
trapería, a la que pertenecía su madre, era conocida en Cádiz como una familia
de cristianos nuevos de origen judío. Eso explicaría, según el historiador Juan
Pan-Montojo, su decisión de cambiar su segundo apellido por el de
Mendizábal, con el que se otorgaba un origen vasco, garantía en sí mismo de
limpieza de sangre. La nueva identidad resultaba tanto más útil para fabricar
su imagen, por cuanto que la casa de comercio de Miguel Mendizábal era una de
las más importantes del Cádiz dieciochesco. De Oñate a La Granja,
continúa el folletín alrededor de Fernando Calpena, si bien en este
volumen se declara abiertamente la corresponsal de Pepe Hillo como madre del
protagonista, a quien reconoce como tal, libera de la pena de prisión y acepta
que siga su libre voluntad, negándose a coartársela para ajustarse a lo que la
dama espera de él. Se trata de una “cortesana” de sólidas luces con quien, sin
embargo, aún ni siquiera el hijo entra en contacto, deseoso de seguir los pasos
norteños de Aura para rescatarla y hacerla suya: Fernando es mi hijo… Y
esto que escribo quisiera que él lo leyese, y a él mismo se lo escribiría
gozosa, añadiendo: “Hijo de mi alma, perdóname. Reconozco tu independencia;
acato tu libre albedrío. Tus amores o me gustan, pero los respeto. Acabemos eta
horrenda lucha. Dime tus condiciones y nos entenderemos.. La política se
mezcla con la acción y son frecuentes las reflexiones de unos y otros
personajes sobre la tragedia española, que no es otra que la del intento de
imponer por la fuerza unas ideas al resto de conciudadanos: En todos
los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado
enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni aun en
las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan
odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte (…), causan dolor y espanto,
por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche de vidas
con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba matar
ciegamente lo más florido de la nación. Hay, en la descripción del bando
carlista una impostura constante que Galdós denuncia con una lucidez que,
andando el tiempo, rescatará Valle-Inclán para describir la corte de la
antagonista, Isabel II -propiamente la Regente, María Crsitina, y “cristinos”
eran llamados los seguidores de los derechos de Isabel II-: -Sí, pero
la realidad nos impone la idolatría del mentir, ¿no es eso? -Sí,
porque siendo mentiroso cuanto nos rodea, si blasonamos de verdaderos, o nos
encierran por locos o nos apalean a cada triquitraque. Falso es todo lo que
ves, carísimo, y en esta Corte diminuta no hallarás más verdad que en la grande
de Madrid; farsa es la religiosidad de la mayoría de estos cortesanos;
hipócrita la creencia en el derecho divino de este pobre Rey de comedia;
engañoso el entusiasmo de los que mangonean en el ejército y en las oficinas.
Solo es verídico el pueblo en su ignorancia y candidez; por eso es el burro de
las cargas. Él lo hace todo: él pelea, el paga los gastos de la campaña, el
muere, él se pudre en la miseria, para que estos fantasmones vivan y satisfagan
sus apetitos de mando y riquezas. No imitemos al pueblo, el gran inocente, el
eterno bobo de mundo civilizado, el polichinela sobe cuya joroba recaen todos
los palos. Y pues hemos de comer y de vivir y abrirnos paso en el tumulto de
esta mascarada, pongámonos la careta. Se trata de una idealización
dinástica que afecta a la realidad toda, de modo que las guerras carlistas, aun
a pesar de su crudeza despiadada, se nos aparecen como una fantasmagoría
absurda que implica, sin embargo, durísimos peajes. Antes de que Fernando
Calpena salga hacia el norte, espoleado, dice el narrador, por Espronceda, se
recoge al hecho singular del “duelo” entre Mendizábal e Istúriz, si bien desde
una perspectiva jocosa y manifiestamente antirromántica: Una tarde fue
sorprendido por la candente noticia de que Mendizábal e Istúriz se desafiaban.
¡Y habían sido Pílades y Orestes, camaradas en la adversidad, amigos en la
próspera fortuna! (…) -Luego, ¿no ha corrido la sangre? -dijo Hillo. A lo que
contestó Álvarez que no, que lo que había corrido era bilis. -Ha sido un duelo
a primera bilis, y ya está el honor satisfecho. Las andanzas de un liberal
en el territorio carlista, movido, sin embargo, por una cuestión amorosa, tiene
su punto culminante en el atrevido rescate que lleva a cabo Fernando de dos
mujeres y su padre, a quienes libera a punta de pistola para llevarlos a su
caserío, si bien en condiciones muy adversas, y con el padre herido
y en riesgo de perder la vida, cosa que en efecto sucede. El padre, don Alonso,
con un criado que responde al nombre de Sancho, es llevado en una carreta de
vuelta a su casa después de haber perdido la razón por la política, como el
otro Alonso la perdió por los libros de caballerías. Estas analogías son
frecuentes en los Episodios y refuerza la convicción de que
Galdós se encomendó a Cervantes para “restaurar” el prestigio de la novela
española en el siglo XIX, sacándola de la decadencia que la afectaba desde la
muerte del alcalaíno: Desde que le tocó la demencia política, ¿usted
sabe los libros y papeles que entraban en casa? Tres veces por semana nos traía
el bagajero de Vitoria un fajo así, de folletos y periódicos, todos echando
chispas, vomitando veneno. Y con los papelotes chicos venían después carros
cargados de Enciclopedias, de obras como misales, que trataban de libertad y
cortes, de revoluciones y demonios coronados. Herido el propio Fernando en
la arriesgada travesía, y siendo atendido en casa de las dos hermanas a cuerpo
de rey, el volumen acaba con otro acontecimiento histórico bastante chusco: la
rebelión de los sargentos en el Palacio de La Granja y la disparatada
entrevista entre los representantes de estos y la Regente, María Cristina,
quien, como se dice coloquialmente, se los merendó con patatas en un periquete,
aun teniendo que ceder lo justo para defender los derechos dinásticos de su
hija. Que María Cristina era una mujer inteligente lo demuestra el hecho de que
sus segundas nupcias, estas morganáticas, con Fernando Muñoz, un militar de su
guardia, no interfirieran lo más mínimo en el curso de los acontecimientos, lo
que bien pudiera haber creado un conflicto dinástico aún mayor del que don
Carlos había creado: El Príncipe se alegró, diciendo para su sayo:
Reina casada, Regenta eliminada. Pero la Gobernadora fue más lista; no declaró
oficialmente sus nupcias; se entendió con Roma… manda sus hijos a criar al
campo. NI siquiera figuran sus alumbramientos en el registro de la Facultad de
Palacio. En la Gaceta, y dentro de las leyes del reino, es tan viuda de
Fernando VII como lo era el 30 de setiembre de 1833, a las veinticuatro horas
de expirar el padre de Isabel II. Literariamente, a medida que avanza la
redacción de los Episodios…vamos observando que se consolidan
ciertos recursos narrativos y creativos que Galdós había llevado a la
perfección en su serie de novelas contemporáneas. La creación de un personaje
como Víctor Ibrahim y Coronel, capellán castrense y conocido de Pepe Hillo, a
quien se ofrece para lo que sea menester, es una prueba de ello. Galdós se
apunta a una de sus especialidades narrativas, con este personaje: la
transcripción literalmente fonética del habla particular de algunos sujetos,
bien sea por ser extranjeros, por su vulgaridad sin educación o por regionalismos,
como el vizcaíno de El Quijote, por ejemplo. En este caso se trata de un
andaluz popular muy gracioso: Loj alurnoj e Lusifé…, por ejemplo,
o, cuando comenta que Aura fue apartada de Fernando por ser hija de quien
fue: La chica e Mendisába, hombre; una hija de extranjis, cuarterona de
inglesa, que estaba en poer de una tal que yaman la Sayona, prendera o
marchanta de piedras… El Gobierno ha tenido que escondé a la chavala y prendé a
Carpena. Ya ve en qué se ocupa mi don Juan. La imbricación de folletín y
política rinde sus máximos efectos narrativos, como se aprecia, y así seguimos,
de momento, a punto de entrar en el famoso asedio a Bilbao por parte carlista,
donde Espartero cimentó buena parte de su gloria, en Luchana, que
así se llama el volumen. La nueva entrega de la serie, muy centrada en la
guerra carlista del norte y especialmente en el asedio fracasado a Bilbao,
tiene algún punto de interés en las reflexiones expresadas por la cortesana que
es madre de Fernando, pero a la que la acción se traslada a la familia Arratia
y al intento de seducción de Aura por parte de los dos hijos mayores de la
familia, la hazaña narrativa se ensombrece y trivializa extraordinariamente,
casi hasta parecerle al lector un alargamiento excesivo para el escaso o nulo
interés de la fama. De hecho, la heroica defensa de Bilbao, simplemente
enunciada, no tiene la garra de aquellas dos obras extraordinarias que
fueron Zaragoza y Gerona, gestas a las que de
pasada se alude en la narración. Se advierte cansado a Galdós, como si le
pesara el esfuerzo narrativo, pero tuviera que cumplir con un compromiso. Hay
alguna gratificación, está claro, como es la aparición de Beltrán de Urdaneta
un viejo y libertino noble arruinado que pasea su desengaño, sus escepticismo y
su decrepitud con el mejor de los humores y la más experimentada sabiduría
posible sobre la condición humana, un ser propiamente dieciochesco y dispuesto
a hacer de su capa un sayo y disfrutar de la vida aunque le vaya en ello la
misma. Como lo ve el personaje, lo vemos los lectores: Calpena
recordaba, en presencia de Urdaneta, las imágenes que había vito de Voltaire,
de Talleyrand, del abate L’Epée. La presencia de Urdaneta incita a Galdós
al uso del estilo cervantino, porque el propio don Beltrán es, también, ¡uno más!,
trasunto de don Quijote, siquiera por lo que hace a la parte desengañada del
mundo y el precipitado de virtud que es capaz de trasladar a quienes se acercan
a él, como ocurre con Calpena: El que en su camino encuentra un árbol
de grata sombra, cargado de fruto, es tonto de capirote si no se planta allí…
Si lo desprecias y sigues andando, te expones a no encontrar más que paisajes
fantásticos, efecto de eso que llaman miraje. Corres, corres… ¿y que ves?...
pues un magnífico plantío de cardos borriqueros. Frente a los sabrosos
comentarios de la corresponsal de Pepe Hillo, sobre el pronunciamiento de La
Granja, por ejemplo: La historia de España, que hasta hace poco gastaba
el coturno trágico, paréceme que se aficiona a la comodidad de los zapatos de
orillo, o al desgaire de la alpargata, Galdós acentúa, al final de Luchana,
la trama folletinesca sobre la reunión de Fernando y Aura, lo cual incluye,
como dijimos antes, los tanteos amatorios de dos de los hermanos y la
posibilidad de que la enamorada de Calpena acabe casándose con uno de los tres
hijos, Zoilo, el que la consigue como el vaquero se empeña en conseguir a
Marilyn en Bus Stop, de Joshua Logan. Así, con un impecable
ejercicio de folletinesco continuará... queda suspendido el
volumen antes de pasar al carlismo levantino, teatro supremo de las
crueldades. La campaña del Maestrazgo nos permite seguir los
pasos descabellados de don Beltrán Urdaneta por tierra levantinas para
recuperar unos dineros que prestara a Juan Luco, cuyos hijos, Marcela y Francisco,
han abrazado la vida religiosa, y quieren dedicarlos a crear un convento, aun a
pesar de que reconocen que el padre dejó escrito que se habían de separar los
dineros de Urdaneta y devolvérselos. La figura de Marcela, a medio camino entre
la Marcela cervantina y Mauricia la Dura de Fortunata y
Jacinta es un personaje que, a pesar de su erudición, que enfada al
noble: Si en los comienzos del diálogo le encantaba a Urdaneta la
firmeza de las convicciones de la peregrina y el severo estilo con que la manifestaba,
en cuanto empezó a largar citas se le hizo un poquito indigesta tanta
sabiduría. Preguntole que cómo podía repetir sin equivocarse tantos textos de
sagradas escrituras, y ella lo explicó por su prodigiosa retentiva… Lo que una
vez leía, no se le olvidaba nunca, y su mente era una copiosa biblioteca, que
usaba sin compulsar libros. Por todo el camino fue soltando citas de Santis
Padres y de Aristóteles y Cicerón; que también éranle familiares los filósofos
profanos; y ya un tanto mareado don Beltrán con aquella erudición fastidiosa,
diputó a Marcela por un papagayo con más memoria que discernimiento. Aún era
muy pronto, dice el narrador, para formar un juicio tan terminante, se
crece ante el lector, más aún cuando, ejerciendo de “tercero” don Beltrán en el
proceso de amores del guerrillero que la pretende y la terca monja, consigue
que esta acceda a considerar las pretensiones de Nelet, Manuel Santapau, de
hacerla abjurar de su estado religioso y abrazar la otra religión, la del amor
y de la familia, en compañía del rico guerrillero. El narrador ya hace una
salvedad sobre lo mucho que se ha de dudar del juicio del noble, y le asiste la
razón. Incluso la figura del tortosino Ramón Cabrera, el “Tigre” del
Mestrazgo, al que Galdós, ignoro por qué, llama siempre “leopardo”, queda
difuminada frente a la trágica historia de los amores de Nelet y Marcela, que
lo es, trágica, porque en una acción de guerrilla acaba matando al hermano de
Marcela, lo que se convierte en una culpa imperdonable que no solo acaba con su
futuro matrimonio, sino que lo lleva a la locura de ponerle a todo punto final,
lo que incluye el asesinato de Marcela y su suicidio posterior. Un amour
fou, pues, casi canónico. Menudean menos las reflexiones de calado político
o moral, en este volumen, pero quiero destacar el testamento de viva voz de
Urdaneta cuando sabe que se ha dictado la orden de ajusticiarlo como prisionero
cristino que es de las fuerzas carlistas: Haced un país donde haya todo
lo contrario de lo que unos y otros, a quienes no sé si llamar guerreros o
bandidos, representáis; haced un país donde sea verdad la justicia, donde sea
efectiva la propiedad, eficaz el mérito, fecundo el trabajo, y dejaos de quitar
y poner tronos… Lo que va a resultar es que, cualquiera que sea el resultado,
estáis fabricando una nación de bandolerismo, que en mucho tiempo, gane quien
ganare, ha de seguir siendo bandolera, es decir, que tendrá por leyes la
violencia, la injusticia, el favor, la holgazanería, el pillaje y la
desvergüenza. Ha de añadirse a esos píos deseos la constatación de un
requisito político que, a juicio de Urdaneta, es básico para lograr fines como
los que pretende la facción: Ten presente que no se hace nada de
provecho sin fuerza, entendiendo por esto, no el poder de las armas, sino una
virtud eficaz y activa, que a veces reside en una persona, a veces en las leyes. La
Estafeta romántica marca un corte nítido geográfico en la atención a
la guerra carlista, porque retomamos la historia de Fernando a través de un
formato epistolar al que ya había recurrido Galdós, por ejemplo en su
novela La incógnita, diez años antes. Los hilos sueltos de los
amores de Fernando y Aura, más los nuevos descubrimientos familiares sobre su
origen y parentesco, que lo lleva a convertirse, por ejemplo, en nieto de don
Beltrán de Urdaneta, con quien había congeniado tanto cuando se encontraron y
compartieron estancia en la posada. Se trata de una concesión al lector para no
dilatar por más tiempo el conocimiento exacto de todo lo concerniente al héroe
que, a su manera, aún sigue siendo una incógnita en la Serie, por más que se
hayan seguido sus pasos hasta caer herido y refugiarse después en casa de quien
resultará ser su tío, el hijo de don Beltrán. Al hilo de esta aventura
genealógica, aprovecha Galdós para darle un buen repaso al romanticismo que se
puso de moda en aquellos años y que con tanto gracejo retrató Mesonero Romanos
en su famoso artículo, El romanticismo y los románticos. Incluso a
través de un sueño del protagonista se revive el suicidio de Larra, y se
recuenta su entierro, la asistencia de los románticos de su generación y la
intervención de Zorrilla, consagrándose como joven poeta. Como toda la novela
es epistolar, las noticias que se recogen en unas cartas pronto quedan
superadas, en las siguientes, por la “verdadera” realidad que se conoce, lo
cual genera un movimiento de afirmaciones y desmentidos que
contribuyen a la vivacidad de la relación epistolar. Ello incluye hasta la
muerte de don Beltrán y los funerales que se encargan para honrar su memoria,
por ejemplo: Ya por diferentes conductos sabrán ustedes que nuestro don
Beltrán vive, que fue mentirosa la noticia de su fusilamiento. Todo el
volumen está atravesado por noticias de tipo romántico, sobre todo las
relativas a la lectura y el eco social de algunas obras famosas que marcaron un
antes y un después en las costumbres y en la literatura, aunque Galdós opte,
con buen criterio, por la vía cómica para traerlas a escena: Llámase
Las cuita del joven Uberte, o cosa así, y ello es una historia muy sentimental
y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte, y está siempre
buscándole tres pies al gato, hasta que le da la ida negra de pegarse un tiro,
lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado
execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió de conocer
al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece
vizcaíno, así como “Goiti” o “Goitia”. De todos modos, la propia aventura
amorosa del personaje, de Fernando Calpena, ha de entenderse desde esa óptica
del movimiento romántico, y de ahí el modo como él se lamenta de la ridícula
suerte que han acabado corriendo sus amores: terminado en las tablas
por un monólogo de desesperación, mientras dentro suenan voces y cantorrios de
epitalamio… (…) Quedamos en que mi tristísimo y pedestre desenlace se guarda,
por ahora, inédito, Ya me lo he silbado yo. Un “monotema” sobre el que
vuelve una y otra vez: Desde aquel tremendo día me ha repugnado hablar
de mi caída sin dignidad, de mi tragedia sorda, desairada, enteramente
circunscrita a la escena del alma, sin ruido, sin armas, sin gloria. Ni el
placer muscular de la lucha, ni el goce amarguísimo de manifestar con violencia
la ira, ni el desahogo de la venganza; nada, mi querido Hillo. Ha sido una
originalidad artística que jamás pude soñar: la terminación de un drama por el
vacío, introduciendo la humana pasión en la máquina neumática y asfixiándola
inicia y estúpidamente, hasta que su preceptor, el sacerdote Pepe Hillo le
pone delante de los ojos el ridículo de semejante acción dramática teñida de un
insoportable aire bufo: ¡Niño, por Dios! Quítate el caperuzo de
espectro y vete a tu casa. ¿O es que representas el galán desesperado, melenudo
y ojeroso que, cuando las cosas ya no tienen remedio, pues están echadas las
bendiciones, se aparece espada en mano, queriendo atravesar a la dama infiel,
al segundo galán solapado, al primer barba, que es el padre, al segundo, que
hace de sacerdote, y a la característica, zurcidora de aquel enredo? ¡Niño, por
Dios! Hasta en el teatro apestan ya esas cosas. Finalmente, se desvela la
identidad de la madre de Fernando: Pilar de Loaysa, condesa de Arista y el
protagonista y ella, antes de verse por primera vez, inician una
correspondencia que permite al protagonista ir asumiendo su condición, aceptar
su destino ingrato y compensarlo con la posibilidad de aspirar a casarse con
Demetria, quien, junto con su hermana, lo cuidó en su casa cuando, tras
rescatarlas del poder de los facciosos, fue herido en una pierna y hubo de
guardar reposo en ella durante dos meses. La historia propiamente
dicha de Ramón Cabrera, con el fusilamiento de su mujer y la terrible venganza
del caudillo carlista, sigue apareciendo en el volumen, pero no puede luchar contra
la presencia omnímoda del Romanticismo, lo que, leído desde hoy, se advierte
que fue una verdadera revolución social. La situación política, con la
“espantá” del pretendiente cuando sus fuerzas estaban a punto de entrar en
Madrid, la sintetiza perfectamente don Beltrán con una especulación al hilo de
la actualidad: Dice el señor Rostchild que, cuando se vea claro cómo
termina el grave pleito entre la revolución y la monarquía en España, verá si
le conviene o no abrir su caja al, reina o dictador que flote en la riada.
Cierto que la cara de la revolución le asusta a él, don Dinero; pero la de
Carlos V, que también trae mueca revolucionaria y de las más feas, no es muy
tranquilizadora. Y de ahí el sabio consejo que emana de su dilatada
experiencia: No están los tiempos, ni las cosas de los tiempos, para
escrúpulos y fililíes. Sálvese una parte, si no todo, de lo que se posee, y no
se haga puntillo de honor de los llamado derechos, pues estos, en toda ocasión
histórica, no son tales derechos si no les acompaña y robustece la fuerza.
En Vergara,
sigue utilizando Galdós el recurso epistolar que le permite una pluralidad de
narradores, de perspectivas, si bien acota unos hechos, como la paz de
Vergara, que intentaron cerrar de una vez por todas el conflicto
sucesorio y acabó cerrándolo en falso por las guerras intestinas en cada uno de
los bandos, más acentuada, en ese momento, la del del pretendiente don Carlos.
En el capítulo XI reaparece, sin embargo, el narrador omnisciente y, en
comparación con los anteriores, lo más objetivo posible: Agotada la
preciosa colección de cartas que un Hado feliz uso en manos del narrador de
estas historias (lo que no ha sido flojo alivio de tan rudo trabajo), su afán
de proseguirlas, revistiendo de verdad la invención y engalanando lo verdadero,
oblígale a lanzarse otra vez por valles y montes, ojeando los acontecimientos y
las personas, que de unas y otros da pingüe cosecha la España de aquellos días.
La acción aun se divide entre la aventura sentimental de Zoilo, prisionero que
es liberado por Fernando Calpena para ser enviado a Bilbao y poder rehacer su
vida con su mujer y su hijo, y las negociaciones difíciles para lograr la paz
entre Maroto y Espartero, certificada en el famoso abrazo que no fue seguido
por sus tropas respectivas. Las dudas de Maroto que sabe que se convertirá en
el enemigo número uno del carlismo y los temores de que se negocie con los
rebeldes unas condiciones que los convierta en rivales en el escalafón de los
vencedores dominan la escena histórica del momento, como defiende, con pasión
Santiago Ibero, según lo recuenta el narrador: No vaciló en
confiar a su amigo la repugnancia de que terminara la guerra por tratos y
componendas con los facciosos, reconociéndoles grados, e igualándoles con los
que habían derramado su sangre por Isabel. Esto era inconveniente, indecoroso,
inmoral; hacer concesiones al retroceso era reconocerle como un Estado.
Transigir con él era una declaración de impotencia. No, no, mil veces: los
soldados de la Libertad debían perecer antes que terminara la campaña por otro
medio que el hierro y el fuego. Si se quería establecer una paz durable, era
forzoso descuajar el carlismo, y abrasar toda semilla, para que ningún tiempo
ni ocasión pudiera germinar de nuevo. Con los elementos que a la sazón poseía
la Libertad, debía emprenderse la extinción completa, radical, de aquel bando
execrable que pretendía implantar el despotismo asiático, la superstición y la
barbarie. “Que en todo el siglo y en los siglos que sigan no se oiga hablar más
de Pretendientes, ni de clérigos salteadores, ni de fanatismo, ni de estas
antiguallas odiosas.
De nuevo en Madrid la
acción, el arte costumbrista de Galdós abre Montes de Oca con
una descripción magistral del mundo de los fogones madrileño y de cómo se fue
introduciendo el nuevo concepto de Restaurante y de menú a precio fijo, entre
otras sabrosas noticias. Puesto fin a la guerra carlista, la novela deriva el
interés que hasta entonces había puesto en Fernando Calpena hacia el militar
Santiago Ibero y, en el ámbito político, a los movimientos de Espartero para
conseguir convertirse en Regente, movimiento que, desplazando a la Reina madre,
la obliga a exiliarse junto con su marido morganático, con quien había
contraído matrimonio en secreto poco después de morir Fernando VII. Esas
nuevas, nada nuevas, serán aireadas por su propia hermana en París, creándose
una poderosa enemistad entre ambas. De hecho, fue la oposición de Espartero a
que se cumpliera una nueva ley sobre los Ayuntamientos lo que forzó la
situación en un entrevista en que Espartero poco menos que le aplicó una
primera versión de nuestro actual 155… Montes de Oca, seguidor de María
Cristina y acérrimo defensor de la causa realista, estuvo entre los
conspiradores que urdieron planes para restituir a la Reina madre a su función
regente, porque la lucha entre las facciones progresista y moderada dentro del
liberalismo acabó teniendo parecida virulencia que la propia guerra contra el
carlismo. Montes de Oca representa un cierto idealismo que no nublaba una
visión lúcida de la realidad: En los momentos críticos de la vida
de los pueblo no es fácil saber dónde está la alucinación y dónde la claridad
del juicio. Alucinan los triunfos repentinos, no la desgracia; la usurpación
puede ser un delirio; el derecho no lo es. Estamos en el apogeo de los
pronunciamientos, esa modalidad españolísima de hacer política desde el
ejército que se inaugura así que Fernando VII traiciona los ideales de la Pepa,
que fijaba la soberanía nacional en el pueblo español, algo insoportable para
quien se consideraba único y exclusivo representante de ella. De forma paralela
a ese mundo de intrigas, Galdós describe la vida familiar de un funcionario
que, como muchos de ellos, dependerá de qué facción esté en el poder para poder
disfrutar de su puesto y el sueldo correspondiente. Eso sí, la descripción de
la familia incluye un personaje femenino, Rafaela, transgresor en grado sumo, y
reflejo de una situación social muy diferente de la vida putada por el código
tradicional. Santiago Ibero, que coquetea con ella, acabará distanciándose,
horrorizado por el “realismo” casi naturalista de su manera de enfrentarse a
las relaciones amorosas. Y eso lo hace quien defiende que nuestra
existencia no es más que un tejido de errores, y que gran parte del tiempo que
vivimos lo empleamos en la necesaria rectificación de juicios y creencias,
pero el planteamiento “liberal” de Rafaela va bastante más allá de lo que el
romanticismo del joven Ibero está dispuesto a aceptar. Una joven viuda, harta
de la mojigatería que le reserva el destino, y cuyas manifestaciones viriles
confunden a Ibero: Diga usted lo que quiera; pero yo pienso que con las
guerras, aunque sean civiles, las naciones crían callo y se hacen más fuertes…
Y qué sé yo… me parece a mí que las peleas encarnizadas ilustran, quiero decir
que despabilan a la gente. En fin, si es disparate que los sea. Lo que usted no
me negará es que con las guerras se aumenta el dinero. Parte de ese
pensamiento radica en las dificultades crónicas por las que ha pasado su
familia, aunque ahora que su padre ha sido mandado a Ciudad Real las cosas
hayan cambiado para ellos: La pobreza es cosa muy mala, y hay que huir
de ella sin faltar a la decencia. Pero el choque frontal entre
el coqueteo de Ibero y el realismo de Rafaela, que desarme al joven militar, se
produce cuando ella es capaz de formular un pensamiento que cuesta imaginárselo
en aquella época: Una vez en el mal camino -dijo Rafela con una
sequedad que contrastaba con su pena-, me parecía una simpleza perderme sin
gracia… Para pobreza ya tenía la de la honradez… ¡Perdición pobre…!, es como
ahogarse en un mar hediondo. Si a eso añadimos lo que le
reprocha al joven Ibero: Tomándome por mujer-simón para una carrera, o
unas horas, pretendías que yo te amase, que me pusiera flaca y ojerosa y
lánguida por ti. ¡Pero qué tonto eres, qué cosas tiene mi maestro!,
entendemos la vergüenza infinita que hubo de sentir quien vio en Rafaela una oportunidad
de disfrute sin coste social: El amor no es cosa que se reclama por
derecho. Se inspira sabiéndolo inspirar, se siente cuando se siente; pero no
pueden venir alcaldes y alguaciles a decirle a una: “pague usted el amor que
debe”. El mejor arte de Pérez Galdós es este de la imbricación de lo
individual en lo histórico, esta plena realización de lo que Unamuno
llamaba la intrahistoria, porque a través de estos personajes y sus conflictos
entendemos cabalmente no solo el alma de una época, sino también su
constitución corporal, junto con las manifestaciones orgánicas y las
necesidades de dicha realidad. De ahí que lo reivindique como arte supremo de
su invención novelística: Dos minutos después, Ibero y Rafaela, solos en la
sala, producían una escena que sin ser histórica merece ser puntualmente
relatada. ¿Y por qué no había de ser histórica, siendo verdad? No hay
acontecimiento privado en el cual no encontremos, buscándolo bien, una fibra,
un cabo que tenga enlace más o menos remoto con las cosas que llamamos
públicas. No hay suceso histórico que interese profundamente si no aparece en
él un hilo que vaya a parar a la vida afectiva. Del destino
político del padre de Rafaela me gustaría reseñar un proyecto económico que
está en las antípodas de lo que sucede en nuestros días: Su capital
goza fama de sucia y villanesca; pero la mejoraremos, introduciendo los
adelantos. (…) La desecación de las lagunas de Ruidera aumentarían en muchos
miles de fanegas los terrenos laborables. Con una administración proba y activa
y unos cuantos toques de Gaceta, el país de don Quijote sería un edén, y
vendrían en tropel a establecerse en el los extranjeros, cargados de
capitales. Los dos últimos volúmenes de la Tercera serie, Los
ayacuchos y Bodas reales se centran en el exilio que
Espartero impuso a la Reina regente, al negarse esta a compartir la regencia
con el General, lo que abrió una brecha entre los militares progresistas y los
moderados que facilitaría una sucesión de gobiernos que acabarían configurando
un sistema de inestabilidad política del que son ejemplo paradigmática los
“cesantes”, esos servidores del Estado, y de sí mismos, que solo disponían de
ingresos si su “caudillo” de turno estaba o no el poder. Galdós tiene la
delicadeza narrativa de fijarse en la reina Isabel y su hermana cuando ambas
son unas niñas que, alejadas de la madre, han de formarse con los tutores que
el Estado pone a su disposición para que, en el futuro, esté a la altura de su
mandato. Como les decía quien fue nombrado su tutor legal, Agustín
Argüelles: sin una buena sintaxis no puede un soberano ordenar los
discursos que tiene que echar a los embajadores de otros monarcas, ni poner
bien una carta sobre negocios de Estado”. (…) Para los chicuelos de Juan
Particular se escribían los cuentos comunes, inocente literatura de la
infancia. Para las niñas de la nación se había escrito el más bonito de los
cuentos: la historia de España. Manuel José Quintana fue nombrado preceptor
de las infantas. Fernando Calpena, que aún sigue siendo en estos dos libros el
hilo narrativo, junto con Santiago Ibero, del que ahora hablaremos, reflexiona,
a raíz de las noticias que le llegan de su corresponsal en Palacio, Mariano
Centurión, del que Galdós hace un retrato inmortal, lo siguiente: ¿Pero
aquí están todos dementes? ¿Es esto la metrópoli de una nación o el patio de un
manicomio?... Y pregunto yo dónde se ha metido el sentido común, sin que nadie
acierte a responderme… A juzgar por lo que se oye, el país es un insensato que,
aburrido de sí mismo y no sabiendo cómo vivir, pide a los demonios que se lo
lleven. El Ministerio entrante es calificado como de la peor extracción
ayacucha. Y yo pregunto: “¿Qué significado tiene esta palabra, y qué se quiere
expresar con ella?” Ni Espartero estuvo en la batalla de Ayacucho, funesta para
nuestra nacionalidad en América, ni los feligreses de su camarilla, a quienes
acusamos de infinitos males pelearon tampoco en aquella célebre acción de
guerra. Eso es tan peregrino como el llamar borracho a José Bonaparte, que no
lo cataba. La imaginación popular emborrona la historia, y luego nos cuesta
Dios y ayuda descubrir con raspaduras la verdad. A pesar de lo extenso de
la cita -¡total, tienen estas líneas tan pocos lectores, si es que tienen
alguno, que no va a echar para atrás a quien se atreva a degustar este retrato
clásico que Galdós traza de Centurión, un aristócrata más que venido a menos,
por obra y gracia de su libérrima voluntad-, no me resisto a ofrecer un retrato
que, acaso, no circule como debiera, desgajado de este volumen de Los
ayacuchos: Representaba don Mariano Centurión cincuenta años,
excediendo la edad aparente a la verdadera, que apenas de los cuarenta
pasaba, diferencia que atribuían los chismosos a la disoluta vida del
caballero. Segundón de una casa noble de Andalucía, criado desde su más tierna
edad en la holganza, sin serios estudios, sin disciplina que le contuviera ni
buenos ejemplos que le llevaran a mejores fines, acabó por perder la salud y el
escaso caudal que heredó de su padre. Con estos segundones obres reza el
adagio: Iglesia, Mar o Casa Real; mas no habiendo puesto Marianito sus miras
oportunamente en el estado eclesiástico ni en el militar de mar o de tierra, ya
no tenía edad ni espíritu para procurarse otro refugio que el de un triste
empleo; y repugnándole, por la dignidad de su noble alcurnia, las plazas de
oficina, se dio a solicitar un puesto en Palacio, conforme le aconsejaba el
sabio refrán. Era Centurión hombre de escasos conocimientos en los diversos
ramo del saber, pero de mucho despejo natural y de memoria felicísima; narrador
ameno de cuentos y sucedidos, y con instintos de escritor que habrían sido
verdaderas dotes si las cultivara. Se había pasado la juventud, sin sentirlo,
en los ocios corruptores de las viñas andaluzas: zambras y jaleos, peladuras de
pava, cañas y toros, meriendas y timbas. Cuando empezó a comprender la vanidad
de semejante vida, ya era tarde para emprender otros rumbos: encontrábase viejo
a los cuarenta años, el cuerpo lleno de dolores y flaquezas que le obligaban a
doblarse como una caña, el espíritu sin ilusiones, la bolsa enteramente vacía.
Su hermano, con quien andaba continuamente a la greña por cuestiones metálicas,
le negaba todo auxilio; y la demás parentela le hacía la cruz como a un prodigo
que deshonraba la clase y nombre de ilustrísimo de os Centuriones. Rechazado el
hombre en su patria, y no bien visto de sus compañeros de libertinaje, emigró a
la Corte, dispuesto a coger una silla y un plato en el comedero social. Con
notas de ambiente, como la apertura de Lhardy y otros detalles por el estilo,
la trama amorosa se extiende a lo largo del volumen para poder “cerrarla” antes
de acabar la Serie y empezar con la siguiente. ¿Y cómo lo hace Galdós? Muy
sencillo, Santiago Ibero, después de su extraña aventura con Rafaela, cree no
estar a la altura de la mano de Gracia y renuncia a ella tras tomar la decisión
de entrar en religión, a medias por propia voluntad, a medias convencido por
unos monjes catalanes que se lo llevan con él para prepararlo para hacer los votos
correspondientes. Calpena, una vez que ha recibido la información de dónde
hallar a su amigo y prometido de la hermana de su novia, decide “raptar” a
Ibero aun contra la voluntad de este, y buena parte del volumen se la
lleva el esfuerzo de Fernando Calpena por “desprogramar” a su compañero de
armas para que vuelva en sí, renuncia a la vida religiosa y cumpla con su
compromiso social de casarse con Gracia. El episodio me ha resultado tan
familiar en Galdós, que diríase sacado de su famosa obra teatral Electra,
denuncia del fanatismo religioso y de su capacidad de alienación de las
jóvenes. Corriendo he ido a consultar las fechas de escritura, y aunque el
Episodio es un año anterior al drama teatral, como este se inspiraba en un caso
real, es posible que tanto el Episodio como la obra deriven de ese caso que
alcanzó publica notoriedad. Sea como fuere, el proceso mediante el cual
Santiago Ibero va recuperando el juicio, tiene, en el trasfondo, algo de
Cervantino, de ahí las alusiones analógicas a que don Quijote fuera llevado en
una carreta de vuelta a casa contra su voluntad. Como el volumen de Los
ayacuchos recoge las revueltas antiesparteristas en Barcelona,
que acabaron con el bombardeo de Barcelona desde Montjuïc, Galdós
aprovecha la coyuntura para introducir un personaje muy famoso, el creador
del canal de Suez, Ferdinand Lesseps, quien, cónsul en aquellos años en
Barcelona, intermedió con el general Van Halen para suspender los bombardeos y
auxiliar a la población damnificada. Amigo de Calpena, no está de más recordar
la reflexión de este ante la intervención humanitaria del francés, en las que
ve un doble juego diplomático que no le gusta un pelo: He puesto en
delicado entredicho mi amistad con Lesseps, reduciéndola a las meras relaciones
entre caballeros, y encerrando con cien llaves la política siempre que
hablamos; de otro modo sería difícil evitar un rompimiento desagradable, pues
el juego tapado que viene haciendo el representante de Francia, contra lo que
previene su obligación de neutralidad, merece todas mis antipatías. El
volumen dedicado a las bodas reales, pues se casaron a la vez ambas hermanas,
no puede hacernos olvidar que tiene como medida previa la de declarar
mayor de edad a Isabel II a la edad de catorce años, lo que, se mire como se
mire, es robarle a una persona el final de la adolescencia y la juventud en
aras de los intereses de Estado. Y ninguno más susceptible de ser un asunto
popular que la elección del candidato a la mano de la futura reina. El elegido,
Francisco de Asís, primo de la futura Reina, supuso un fracaso propiamente
desde la mismísima celebración de los esponsales, a diferencia de su hermana,
que no solo fue su reverso, sino que incluso se sumaron, ambos cónyuges,
a las muchas intrigas cortesanas contra el trono de la Reina.
Decididamente, el exilio de Espartero, como dice Galdós: sumió al país
en el caos. Aparecen los “soldados de Fortuna” que él dice, y describe
sucintamente las causas del deterioro político de aquella época: Se ve
que estos soldados de fortuna a quienes la guerra llevó rápidamente a las
cabeceras de la jerarquía militar, y estos políticos criados en los clubs,
recriados con presuroso ejercicio literario en las tareas del periodismo;
lanzados unos y otros a la lucha política en los torneos parlamentarios y en el
trajín de las revoluciones, sin preparación, sin estudio, sin tiempo para
nutrir sus inteligencias con buenos hartazgos de Historia, sin más auxilio que
la chispa natural y la media docena de ideas cogidas al vuelo en las disputas;
se ve, digo, que al llegar a los puestos culminantes y a las situaciones de
prueba, no saben salir de los razonamientos huecos ni adoptar resoluciones que
no parezcan obra del amor propio y la presunción. Sorprende, con todo, la
inclusión de Prim entre ellos, y más aún el juicio que le merece quien luego
acabaría siendo Presidente del Gobierno: Hallándose Prim, como quien
dice, en la edad del pavo, cual niño aplicado y muy inteligente, que aún no
conoce la discreción, llamó a Espartero soldado de fortuna, aventurero
egoísta, y a Mendizábal intrigante, embaucador y dilapidador de los
intereses públicos. Andando el tiempo fue de los que creyeron que la memoria
de uno y otro debía perpetuarse con estatuas. Pero lo más chocante, para
quienes, como yo, desconozcan ese extremo de nuestra Historia, es la atribución
de responsabilidad del general catalán en el atentado que sufrió Narváez y del
que salió ileso: Coincidió tan grave suceso con otro sonadísimo: la
tentativa de asesinato del general Narváez. Dirigíase al teatro del Circo,
donde bailaba la Stephan en función de gala, con asistencia de Su Majestad y
Alteza, cuando unos embozados detuvieron el coche junto a los Basilios, y
disparando sus trabucos a boca de jarro por las ventanillas, mataron… al
ayudante señor Baseti, el cual, por un caso fortuito, había cambiado de asiento
con el general. (Entre paréntesis, dígase que la opinión maliciosa señaló a don
Juan Prim como autor del atentado; pero nada se le pudo probar). Un
Narváez, hosco y autoritario, de quien solo queda en los usos políticos una
expresion que ha llegado incluso hasta el nacionalismo pujolista del siglo XX: Lo
primero es el orden, lo primero es hacer país… Esta frase ha quedado desde
entonces como una formulilla en los amanerados entendimientos: siempre que
entraban en el Poder estos o aquellos hombres se encontraban el país deshecho,
y unos gobernando detestablemente, otros conspirando a maravilla, lo deshacían
más de lo que estaba. Por supuesto, el título del volumen no es, ni de
lejos, el principal objetivo del planteamiento narrativo de Galdós, quien se
desentiende de esas “bodas reales” que tanto tenían de fabulosas para unos
madrileños ávidos de diminutas noticias como esa mientras vivían ajenos al
desgobierno, y centra sus esfuerzos en ofrecernos el miserable estado de
la política en aquellos años, cuando ni siquiera entraba en los esquemas de los
caudillos que se rifaban el gobierno, aspirando a ser la mano que escogiera la
Reina en los bailes para nombrarlos, la realidad de una continuación del conflicto
dinástico en forma de un resurgimiento de la guerra carlista. Pero eso quedará
para una Cuarta serie en la que entro con la misma ilusión y fervor con que
inicié esta provechosa andadura, sobrecogido por el respeto hacia una creación
de semejante envergadura como lo es la de este ciclo novelístico que jamás
desmiente su inquebrantable raíz literaria.