(Libelo
libelular)
El estado reflexivo es contrario al natural. El
hombre que medita es un animal depravado.
J.J. Rosseau
1. Introducción depravada
No desde los ojos del exquisito que
no soy, sino desde los del hastiado al que se le ha vuelto imposible
soportarla, por puro hartazgo, por empacho estomagante, emprendo esta invectiva
contra la vulgaridad que causa devastadores estragos en un país de tan triste
historia como es la de España, si no erraba el vate arrabolero, y de tan
ambiguo presente macroeconómico, como no yerran los indicadores estadísticos de
los conspicuos mamones, es decir, de los secuaces de Mamón, los despreciables
chulos engominados de la liquidez y los futuros a quienes las miserias de la
microeconomía les parecen un justificado efecto colateral inevitable de su
explotación del mundo. En el babilónico lenguaje contable, ¡y constatable!, del
debe y del haber, las crisis siempre las padecen los mismos, porque también son
los mismos, pero otros, los que sacan tajada de ellas, cíclicamente. ¿Hay
espacio real o ficticio, desde la educación hasta la política, pasando por el
mundo del espectáculo, el de las sectas religiosas, con la católica a la
cabeza, las ufanías literarias, los eméticos jardines del botellón, las
paradas-consulta del mercado o los programas de televisión, entre otros...,
donde la vulgaridad no se haya convertido en dueña y señora chillona y
marimandona, desgarrada y pandémica? Tampoco pretendo hacer sociología de
baratillo o antropología inocente, y mucho menos levantar estampas
costumbristas desde las corrosivas y pedagógicas luces de la sátira
moralizante. No. Quiero desahogarme. Así de claro. ¡Y de necesario! Porque es
de justicia que, al menos, ponga el grito en el cielo de celulosa reciclada el
hijo de vecino que sufre tan en silencio la inhumana agresión ética y estética
de la vulgaridad rampante, desacomplejada, jaleada, mimada, espoleada,
bendecida y votada. La corrección
política y el mercado insaciable y omnipotente han creado una sociedad
monstruosa cuyos miembros, permanentemente adulados para obtener de ellos el
valioso voto y sus magros ingresos mensuales, se han convertido en dictadores
del gusto aberrante que abarca todos los
aspectos de la vida. La masa se ha Petronizado y cualquier hijo o hija de
vecina se cree el árbitro de la elegancia. Así pues, apenas nada ni nadie puede
escapar de esa viscosa vulgaridad que, como la publicidad, se cuela de matute en
nuestra vida y nos la hace imposible, insufrible, insoportable, invivible.
Interactiva es la primera palabra tótem del nuevo siglo. Interactuar es dictar
en el teclado del móvil desde quién hace el ridículo en concursos televisivos
casposos, hasta quién se va o se queda de aquí o de allá de las múltiples
jaulas donde inverosímiles miembros y miembras de la especie se ofrecen a la
empatía inversora al por mayor de ciertos congéneres con quienes congenian en
grado de representatividad casi tautológica. De aquí a nada hasta el pronóstico
meteorológico se elaborará por interactuación con el espectador. “Si quiere que
el anticiclón se instale en la península, envíe Quieto parao, al 777; si quiere
que se aleje la borrasca, envíe Fus
Fus Fus al 333”, y, con suerte,
hasta le puede tocar al agraciado participante un precioso y decorativo juego
de isobaras de regalo, ¡sólo por participar!, ¿a qué espera?, ¡llame ya!
Recuerde: Quieto parao al 777 ; Fus,
Fus, Fus al 333. Cualquier desahogo como mandan las cánones es paradójicamente
contrario al orden y al método; de ahí que la diatriba vaya recalando, al buen
tuntún del horror, el hastío y el asco, en terrenos de muy diferente
morfología, clima, flora y fauna. No hay orden posible en la vulgaridad, ni
jerarquías caben en su seno de matalotaje. Ubicua y omnipotente, la vulgaridad
se extiende como los mares de nubes bajo la cima cónica de los altos volcanes:
todo lo cubre con densa niebla impenetrable; nada se ve a través de ella y
ella, sin embargo, todo lo recubre con la pegajosa humedad que atrae las
miradas. La vulgaridad tiene vocación amalgamadora, batiburrillera, y de ese
pandemónium caótico y bullanguero iré yo aislando –y alisando con el firme
tundidor de la defensiva indignación–, casi con doble vocación de entomólogo y
escarmentador, un limitado repertorio representativo de las infinitas
variedades de la vulgaridad nacional cuyos rasgos ontogénicos en modo alguno
desmienten la filogénesis de la chocarrería que cubre nuestra geografía
peninsular como el diseño radial de las vías que nacen del abdomen de la gran
araña, siempre presta a engordar con las presas que caigan en cualquier rincón
de la tela que, como velo de Maya, disfraza la historia y la vida comunes, ¡y a
menudo tan descomunales! Los argumentos
ad hominem suelen estar prohibidos en cualquier reflexión argumentativa que se
precie de tal, pero la condición de desahogo de estas líneas permite -¡y aun
exige!- que comparezcan algunos personajes soeces, ¡y preclaros indigentes
intelectuales!, cuya actuación pública es la muestra elocuente de la tesis que
defiendo: la existencia de una España vulgar omnipotente que se ha ido
imponiendo a esas otras Españas ilustradas que tratan de sobrevivir al turbión
de chabacanería y estulticia que amenaza con convertirlas en desarraigados
fantasmas del sueño de la razón, tristes vilanos estériles, incomprendidos y
despreciados estilitas del yermo... No se me escapa, por paradójico efecto
contrario, que bien pudieran los especímenes humanos que yo traiga al primer
plano desde el fondo amorfo -¡y
solidísimo!- de esa vulgaridad acabar
teniendo una mayor presencia pública y causar aún más estragos de los que
pretendo combatir. Pienso ahora en la infame dimensión hortero-comercial de una
apuesta estética como la de la ultrapublicitada
Yo soy La Juani de Juan José Bigas Luna, entronizador de un modelo
canónico de la zafiedad cuya validez suprema consiste en su mera existencia,
modelo que, al otrora impecable director de Bilbao, Caniche o Jamón, jamón y deleznable de tantas otras
como Huevos de oro o La camarera del Titanic, le parece el protocolmo de la
creatividad.Como en las patéticas conjuras propiléicas del peplum, cualquier
adalid de la vulgaridad en este país de todos los demonios no está solo.
Siempre halla la complicidad de corifeos y corifeas –juguemos a la corrección y
a la polisemia- que le jalean, se lo creen, lo comparten y lo difunden. En este
país las necedades nacen con carruaje de altavoces tirado por caballos blancos,
como bien sabe cualquier aficionado al cine que haya sufrido el éxito comercial
de engendros como la saga de los Torrentes y un sinfín de ordinarieces de
parecido jaez, algunas de ellas con pretensiones de cine de autor, que han
logrado financiación en el revuelto río de los pesebres oficiales, estatales y
comunitarios, amén de los autonómicos, sedientos todos ellos de una etiqueta
que cuajara en el archivo de clichés de los espectadores: ¡El nuevo cine
extremeño!, ¡El nuevo cine balear!, ¡El novísimo cine catalán!, ¡El nuevo cine
ceutí!, etc. Pero ya habrá tiempo de volver la mirada cinegética hacia ese
paradigma de la vulgaridad cinética que es buena parte del cine patrio.