Salvando las distancias.
Titular una autobiografía no es tarea fácil, y, una
vez el libro impreso, pocos habrán sido los autores que no hayan quedado
decepcionados al ver el abismo inabarcable que se tendía entre esas pocas
palabras que ni resumían ni constreñían ni sugerían ni definían ni captaban ni
atesoraban la vida que bajo ellas se había querido mostrar con todas las
trampas retóricas habidas y por haber. Terreno resbaladizo donde los haya. No
me extraña que, junto al nombre del autor, tantas obras haya habido que se
hayan limitado a titular Autobiografía
o Memorias, como un paraguas genérico
que a nada comprometía salvo a especificar los términos exactos del contrato
suscrito con el lector: lo que de aquí en adelante se contare se te quiere
hacer llegar en calidad de verdad verdadera…, como la del oro que cago el moro
y la de la plata que cagó la gata, añadiríamos nosotros, con su buen quilo de
sabiduría intelectora, frente al gramo de locura de la primera parte
contratante. Y, sin embargo, hay una tentación difícil de resistir en los
autores de autobiografías; titular las suyas de tal modo que en esas pocas
palabras no solo seamos capaces de identificarlos inequívocamente, sino también
de captar el principal rasgo de su personalidad. Así, en Vivir para contarla, de Márquez, que, amparada en la expresión
coloquial, destaca su carácter de testigo de su siglo; Habla, memoria, de Nabokov, con esa soberbia del dios de las Letras
que concede la voz como insufló dios en el barro el alma del hombre; El mundo de ayer, de Stefan Zweig, es
decir, de quien fijó la frontera no entre el ayer y el hoy, sino entre el ayer
y el suicidio que siguió a su despedida de lo que vivió prácticamente como “la
consumación de los tiempos”, creyendo que la barbarie nazi acabaría dominando
el planeta; Memorias. El peso de la paja, de Terenci Moix, en la que, más
allá de sí mismo, y de la ambigüedad erótica del título, destaca el espacio
donde vino al mundo (y murió, por cierto a no menos de 500 metros de él, al
comienzo de la calle Muntaner, a menos de 50 de donde yo moro); Automoribundia,
de Ramón Gómez de la Serna, de tan fuerte raigambre neológica en quien hizo del
neologismo no solo un modo de estar en el mundo, sino una manera de ser; Desde la última vuelta del camino, de Pío
Baroja, en la que, con eco tan cervantino, ese camino que iba recorrer don Miguel “puesta ya el pie en el
estribo”, se vuelve don Pío, tan aventurero, y venturoso literariamente, para
desandar por sus pasos contados la historia de su vida. La edad nos acerca al
ejercicio de la memoria, sin duda, de ahí que nada tan ridículo como cuando,
con otro nombre y en otra época, tuve que hacer la crítica en un diario de las
memorias que un don nadie de menos de treinta años había escrito ¡de sus
primeros doce años de vida!, donde ya recogía, a su decir, una fuerte tendencia
europeísta… La parodia sirve como contraste para percatarnos de esa pulsión
memorística que nos depara la edad y que nos invita, aunque poco tengamos que
contar, a buscar el deleite de la evocación, de la narración, de la descripción
y, sobre todo, del contexto, pero no porque la época que se haya vivido sea
única, incomparable o “histórica” -es obvio que todas lo son-, sino porque ha
sido la nuestra. Suele haber, con todo, difusa conciencia de que haber vivido
unas épocas u otras añaden no se sabe qué pedigrí a las existencias, como si lo
que nos rodeaba hubiera dependido de nosotros o hubiera dejado en nosotros un
pósito de incalculable valor. De eso nos cura, ya digo, el que,
independientemente del atractivo sobrevenido a través de la narración de la
Historia, todas las épocas son históricas y en todas ellas solo los
espectadores privilegiados, por memoria, por entendimiento y por voluntad -que
es, por cierto, el título de las memorias de Camilo José Cela: Memorias, entendimientos y voluntades,
las tres viejas potencias del alma- son capaces de exprimir significados que
nos esclarecen el curso sinuoso de los acontecimientos que no cesan. Paradigma
de la Historia que se desarrolla, por así decirlo, a espaldas de quienes la
viven es el magnífico libro de Sebastian Haffner, Historia de un alemán, quien no tiene empacho en reconocer que no
vio venir la historia de terror universal que acabó significando la subida al
poder de Adolf Hitler, un hecho político cuya terrorífica dimensión, a
posteriori, fue para él una auténtica sorpresa, inimaginable mientras la estaba
viviendo día tras día en esos fatídicos años de la ascensión y dominio del
partido nazi. Todas la biografías son susceptibles de ser contadas con interés,
y, de igual modo, no todas las autobiografías nos llegan siempre de la mano
capaz de apasionarnos por lo que nos cuentan. Es cierto que hay muchos
“negros”, una expresión que procede del francés, cuando la necesidad de los
escritores de folletines les llevó a contratar escritores para satisfacer la
amplia demanda popular del género, como fue el caso de Dumas, y de ahí se
empezó a llamar négrier -negrero- al autor
y nègre -negro- a quien trabajaba
para él de forma anónima. Los ingleses, aunque no menos esclavistas que el
resto de europeos, prefieren la expresión ghostwriter,
escritor fantasma; que hay muchos negros, decía, que se prestan a transcribir
las memorias de famosos que luego aparecen como autores de sus autobiografías.
No es el caso, desde luego, de los escritores, intelectuales, políticos y
artistas que se precian de reunirse a solas consigo mismos para poner en claro
parte de su vida o su vida entera, en una suerte de controlado ejercicio de
sinceridad sobre sí mismos y, sobre todo, sobre su época. La autobiografía, así
pues, es un género que, como el diario personal, debería de tener muchos más
practicantes de los que tiene, porque hay algo de higiene mental y de purga
anímica que es conveniente hacer cuando advertimos que la edad ha iniciado ya
el camino descendente del dardo que se lanzó hacia el futuro y la conquista de
un blanco cuando nacimos. Cada cual sabe, o debería de saberlo, cuándo es el
momento adecuado para iniciarse en el menester. Hoy, aquí, y al margen de que
sigo atareado en aquella Juventud en Poz
en la que voy entrando y de la que voy saliendo con un ritmo algo desconcertante,
casi en stacatto, quiero dejar
escrita mi propuesta de lo que ha de ser el único título, mío o de cualquier
otro heterónimo mío, de las memorias definitivas de mis personas: Salvando las distancias. Al mismo
tiempo, se me ha ocurrido, aunque antes se me ocurrió como narración que no
llegué a escribir jamás, porque entre la potencia y el acto hay siempre un
entreacto en el que me distraigo excesivamente con el entremés que me aparta de
lo que era mi objetivo, dejar constancia de un método que tiene mucho que ver con
una práctica mía que solo descubrí como tal cuando me percaté de que guardo,
desde los catorce años, todas las agendas de direcciones y teléfonos que he
tenido en mi vida. El método era sencillo, dada la clasificación alfabética,
salvo irrupciones de otras letras para aprovechar los huecos en letras que no
tocaba: seguir la aparición de cada una de las referencias para establecer algo
así como la hitadura (admítaseme el neologismo para “colocar los hitos”) del
camino de mi vida. Desde esa perspectiva, es evidente que, al hilo de esas
agendas, habría de retorcer las circunvoluciones cerebrales al máximo para
poder extraer, de la manera más nítida posible, mi relación con nombres que, de
entrada, tienen el poder de paralizarme, como si ni siquiera hubiera sido mi
mano quien en esas agendas los escribiera: Margaret Burke; Percy y Sita
Aswani; Agustín Beloki; Daniel
Garathoni; Luis Miguel Canalejo; Fernando Meijide Pérez; Carlos López Sanz;
José María Puente Pérez;Miguel Ángel Pérez Eguibar; María Francisca Pérez
Horna; José Vinuesa Tentor; Academia
Nobel, en Montera, 13… No menos de ocho agendas en las que aparecen nombres borrosos
como sombras y sombras nítidas con nombre bien identificables… Que conste que
en estos tiempos de móviles, Ipads y otros artilugios, sigo llevando en el
bolsillo de la camisa mi agenda de direcciones y teléfonos, junto a la bolsita
de plástico con el paño para limpiar las gafas y los bolígrafos y lápices
correspondientes, como una suerte de equipaje mínimo sin el cual no sé salir de
casa. Releer una por una esas agendas y tratar de descubrir qué haya sido mi
vida en aquellos años en que fui llevándolas, una tras otra, en un proceso en
el que iban desapareciendo nombres que era un contento y añadiéndose muy pocos
nuevos, que eso parece lo propio de las relaciones sociales, constituir una
pirámide invertida, es posible que me acerque más a la ficción que a la
realidad, aunque, por esos golpes del azar, uno de esos nombres, Vicente Marín
Morte, ahora escultor conquense con quien coincidí, cuando yo tenía 16 años y
él 18, en la Residencia Blume de Madrid, él como atrabiliario lanzador de
jabalina; yo como tontucio nadador
infatuado; y de quien recibí una hermosa lección zen que no olvidaré mientras
viva. Cualquier vida puede ser contada tomando cualquier motivo como método
narrativo, pero he de confesar que este de las agendas tiene la virtud secreta
de trazar caminos existenciales con apariencia de telas de araña que hubieran
consumido LSD, y cuya visión tanto me impresionó en su momento. No hay orden
posible, y todo es expresión del caos, del azar y de la necesidad. Es probable,
por otro lado, que la última agenda no se distinga del poema definitivo de
Mallarmé: la página en blanco, que la compre y no la macule con nombre,
dirección o teléfono alguno, muestra verídica del triunfo de la muerte y su gélido rescoldo, la humilde ceniza.
Mi querido erudito, ahora tb nadador según acabo de leer jaja hay una verdad incuestionable en esto de la autobiografías, sea cual sea el título o sistema por el que se ordenan los recuerdos de lo vivido por alguien ... los recuerdos de quien vivió lo que sea que haya vivido no pueden ser cuestionados por nadie porque nadie más que quien recuerda lo vivido lo vivió... cuestión distinta es si recuerda con fidelidad, si haciéndolo se atreve a contra la verdad de lo recordado y lo que es más difícil si es capaz de hacer desaparecer el espacio que queda entre la potencia y el cato y finalmente se materializan las memorias o autobiografía de alguien ... empiezo a pensar que además de ser apasionante las circumboluciones de tu cerebro también ha debido serlo las circunvoluciones que ha seguido tu vida ... meeencantaría verlo materializado. .. si ves que e despido por favor avísame cuando suceda por fin ;)
ResponderEliminarUn beso graande JUAN!
cato = ACTO
ResponderEliminardespido = DESPISTO
Desastre = María
Lo mismo de siempre, ya sabes ;)
Como en el género narrativo, al que más se acerca, la creación del narrador o narradora es el hecho significativo, junto con el tono adecuado, en esto de las memorias. Oírse en boca ajena (porque si la vida es sueño, ficción es nuestro soñador) contando la vida propia provoca unas dislocaciones la mar de curiosas... De momento ahí ando luchando con esa Juventud en Poz en la que entro, como quería Valery "armado hasta los dientes", dispuesto a no dejar títere con cabeza, que es privilegio de quien recuerda... Claro que daré "señal de vida", caso de que la cuaje, claro... Don't worry... Y gracias por tu refrescante presencia.
ResponderEliminarInvado tu espacio para algo mucho más prosaico y menos agradable que comentar a tu entrada, Juan. Tu servidor de correo devuelve los míos clasificándolos como spam, y no veía otra manera de hacértelo notar. Yo sí recibo tus correos, pero tú los míos no, al parecer. No sé si podrás solucionarlo, ya me dirás...
ResponderEliminarUn abrazo,
Javier
Me pongo a ello, Javier, pero una cosa está clara, "servidor" mío no lo es en absoluto, si rechaza tus correos... Un abrazo.
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