lunes, 29 de febrero de 2016

La lectura perversa (y polimorfa).

                  
Pierre-Auguste Renoir. Retrato de Edmond Maitre. El lector (1871

Divagación sobre el lector extraviado.


La lectura no parece concitar sino elogios unánimes. Y la unanimidad es, con frecuencia, el indicio inequívoco de la aberración. Que la cultura no es salvaguarda moral de nada, se ha dicho y repetido hasta la saciedad. Que un sano analfabetismo tiene, a menudo, un vigor espiritual extraordinario, no se le escapa a nadie. Hay quienes consideran que de la literatura española, siendo lo que es, un tesoro de incalculable valor, una suerte de patrón oro de la literariedad, nada hay tan excelso como el Romancero viejo, obra popular por excelencia, fruto de mil retoques, supresiones, añadidos y variantes, por más que en el origen de cada romance, en su irrecuperable forma original, haya habido un nombre y dos apellidos. Hay, sin embargo, una lectura alienadora, despersonalizadora, de la que no suele hablarse. No me refiero, es obvio, a la lectura de todos aquellos libros que poco o nada tienen en sí de buenos y sí todo de execrable, sino a la actitud del lector, a esa extraña disposición ante la obra, habitualmente literaria, pero no necesariamente, porque dicha actitud se extiende al campo amplísimo de las Humanidades, en el que cabe, ¡y cómo no!, la divulgación científica; esa disposición, digo, que lleva al lector poco menos que a la negación de lo leído, aunque, mejor pensado, no es tanto la “negatividad” la propiedad básica de esa curiosa acción lectora, y nada intelectora, cuanto la indiferencia, la distancia, la incredulidad o propiamente el olvido inmediato. ¡Cuánto habré leído que propiamente no he leído! Debo de ser el ignorante con más horas de lectura del mundo… Viene de lejos, claro está, de cuando leer sin comprender o haciéndolo a medias, como las medias verdades de las confidencias equívocas, no garantizaba sino poco más que una imagen políticamente correcta e intelectualmente perversa. El lector perverso, polidisciplinariamente perverso, podríamos decir, es algo así como una especie de senderista poco sensible a la naturaleza y con escasas dotes de orientación: camina, es cierto, pero se pierde lo mejor del camino, aunque probablemente a lo largo de su vida haya recorrido cientos o miles de ellos, y su memoria no guarda ningún recuerdo sustantivo que le permita evocar lo que, en su vida, ha sido un factor decisivo para definirlo: caminar, leer. Ya sea en periodos creativos, ya en los áridos de la sequedad espiritual, cuando Citano está más cerca del canto del cisne que Perengano de liarse con la lengua para alumbrar algún fruto borde, leer con una pasión feroz que no excluye la ceguera ni la desidia, ¿cómo ha de entenderse, sino como una perversión enfermiza? Dejo de lado esa fértil divagación en que solemos caer los lectores, bien porque alguna línea o palabra nos ha dado pie, bien porque, por benemérito arte de birlibirloque, nos exiliamos en la abigarrada Babia para contemplar a nuestras anchas minúsculos acontecimientos de nuestras confusas vidas, bien porque, desde que hemos abierto el libro, íbamos ya predispuestos a engolfarnos en ciertas digresiones  -que no, ¡ay!, transgresiones…- por las que necesitábamos andar con pie confiado y ligero; la orillo, digo, y me atengo a lo sustancial: a la desustanciación de lo leído, a la ininteligibilidad súbita que nubla el entendimiento del lector de excelente vista, quien reconoce todas las palabras de todas las frases, pero se ve incapaz de arrancarle a esa sólida y trabada arquitectura sintáctica la más mínima pizca de significado. Las hojas del libro se convierten, entonces, en binzas cebolludas y amenazan con desmoronársenos entre los dedos, como en un cuento de terror ciertos cadáveres súbitamente expuestos a la luz. Nadie suele reconocer que incurre con cierta periodicidad en la lectura fementida, pongámonos quijanescos, y menos aún que buena parte de las que constituyen su formación lectora han sido de esa raigambre modorra, porque no es reconocimiento que evite la vergüenza o la descalificación, cuando no la befa y el escarnio. Me adelanto a las censuras, pues, y sin arrogancia ninguna, me reconozco veterano frecuentador de esa perversión. Ninguna exculpación es posible. Me he ido muy lejos siempre de donde más cerca de la vida estaba. ¿Por miedo? ¿Por precaución? ¿Por vergüenza? ¿Por incompetencia? Lo ignoro. Y ni siquiera sé si me gustaría saberlo. Es un hecho. Ha sido un hecho. Convivo con él. De esa torpe variante de la acedía, o de la desolación, ha salido de todo, ungüentos mágicos de botica y bostezos insólitos tras los regüeldos blanquecinos de esa imposible digestión del vacío estéril. La lectura perversa es lectura, ojo, no se ponga en duda, porque se malentendería cuanto de paradoja e incluso de oxímoron hay en esa perseverante actitud de quienes aguantamos horas, repito, horas, con el libro en las manos y volvemos, de tanto en tanto, a tropezar con esta o aquella frase más o menos, en ese contexto de desdén, absurda, para inmediatamente regresar a nuestro extravío, extrañados por la dificultad expresiva de aquellos a quienes mecemos en las manos con una ternura solo comparable a la que nosotros les suscitaríamos a ellos. ¡Cuántos libros no son sino espejos infranqueables! Algo de torpe mosca perdida en su olvidada transparencia somos los lectores perversos, en efecto.

jueves, 25 de febrero de 2016

“Aventuras del bachiller Trapaza. Quintaesencia de embusteros y maestro de embelecadores”. Alonso de Castillo Solórzano.



Una obra picaresca menor, las Aventuras del bachiller Trapaza, para un interés lector mayor: Incluso en los clásicos segundones hay placeres primeros.

De vez en cuando conviene adentrarse en obras que, sin ser las de relumbrón en ciertas épocas, sino centón de ellas, permiten tener una visión de conjunto de un periodo literario o de un género, en este caso el de la picaresca, al que pertenece las Aventuras del bachiller Trapaza, obra de un autor acaso poco leído hoy en día, pero por el que conviene pasear por un doble motivo: para mejor apreciar las obras cumbre del género, desde el Guzmán hasta El Buscón, y para deleitarnos en un uso del lenguaje que dista años luz de la grisura del que se nos endilga como lenguaje “transparente”, “económico”, “sobrio” o “eficaz” en las obras de literatos recientes, donde diríase que un destello léxico noventayochista, por no retroceder mucho, casi podría arruinar una reputación. Tengo por costumbre no dejar pasar el año sin leer, como mínimo, alguno de estos clásicos que permiten forjar un juicio más ajustado de una época. Se hace figura quien se singulariza, escribe Solórzano; y parece haberme esclarecido la intención, porque, aunque solo sea para acabar revelándolo en este Diario, es un placer añadido el de frecuentar obras, como la presente, que apenas tiene lectores; obras recónditas, como ese portal Nuruega, tanta era su oscuridad, que describe Solórzano. No tengo plan lector ninguno, y me guía el azar y el capricho en la elección de mis lecturas, pero, de siempre, me he impuesto dos obligaciones anuales: leer un clásico español y otro greco-latino. A partir de ahí tanto pueden acabar siendo seis como esa una obligatoria. Nunca lo sé.
 Las aventuras del bachiller Trapaza, sus bachillerías del embuste y el embeleco, constituyen un repertorio de lugares comunes del género que Solórzano consigue hacer legible a condición de que le perdonemos lo insustancial de la trama, la escasa singularidad de los personajes y algunas obras intercaladas más a beneficio de inventario que propiamente porque vengan “de molde” al desarrollo de los acontecimientos, si bien el entremés de la castañera tiene su gracia y el de la suplantación de la Monja Alférez, por ver a la cual piden pagar la entrada, también. Desde los orígenes hasta un presente aciago, pasando por todos los padecimientos imaginables, la vida de Trapaza es un sinfín de tretas, de ardides, para intentar hacer fortuna y obtener una sólida posición social. Casi todo el espectro social desfila por las páginas del libro y a cada momento hay pretexto para trazar una radiografía satírica y jocosa de la sociedad de la época. Como se trata de una obra de aluvión, esto es, en la que se van sumando escenas que tienen por protagonista a Hernando (o Fernando) Trapaza, cómico hijo de sus cómicos padres: Pedro de la Trampa y de Olalla Tramoya, nada que no sea lo que ocurre en el momento tiene la más mínima importancia. Casi podría hablarse de ella como de una novela “gestáltica”, centrada en el “aquí y ahora”. Nada ocurre que tenga, como trasfondo, un plan, un proyecto vital, una aspiración, un programa de vida, una cadena de actos ordenados a un fin: el presente continuo, el momento impostergable, domina la acción y, por ello mismo, la lastra. ¿Cómo concitar el interés del lector hacia el futuro, esa prolepsis inevitable de quien lee? Sustituyéndola por una realización de los episodios como unidades discretas cuya eficacia radica en su propia individualidad, nunca en la acumulación de las mismas. No se trata de un conjunto de cuentos, pero casi. Todos los autores señalan la inspiración bocacciana de Solórzano, más evidente en el conjunto de relatos Los alivios de Casandra. Eso lleva a que la desigualdad entre unos y otros episodios convierta la lectura en una suerte de sorpresa permanente, en un “a ver qué viene ahora” y “a ver cómo sale de esta” que no siempre satisface de igual manera al lector.
El hecho de estar narrada en tercera persona, a diferencia de la primera, típica de la picaresca, introduce una perspectiva, la del narrador omnisciente, que hace más llevadera la lectura, porque, fácilmente identificable con el autor, el relato se nos presenta trufado de juicios, reflexiones morales y estéticas que permiten, hasta cierto punto, una identificación del lector con esa voz, como cuando advierte: El juego ha sido siempre destruición de la juventud y polilla de las haciendas. Gracias a ese narrador se introduce en la narración una distancia que acentúa el carácter casi guiñolesco de Trapaza, porque se trata, en última instancia, de un ser desprovisto de interioridad, de profundidad psicológica y emocional, solo atento a las necesidades básicas, entre las que buscar trapaceramente su bienestar es la primera. Poco a poco, a medida que avanza la obra, el tono crítico-festivo impuesto por el narrador le permite al lector la obtención de ciertas recompensas lectoras, entre las que no son las menores el uso de un lenguaje con el mejor sabor de la época, como enseguida veremos. La obra no tuvo un éxito arrollador, porque se editó pocas veces, en comparación con otras; pero tuvo la continuación que se promete en la obra: La garduña de Sevilla, hija de Trapaza y Estefanía, lo que permite hablar de la saga Trapaza, del mismo modo que en las novelas de caballerías se continuaban las aventuras de los hijos de los protagonistas, como las famosas Sergas de Esplandián, que continuaban las de su padre Amadís de Gaula.
Desde el punto de vista del lector contemporáneo no filólogo resulta peliagudo establecer una lista de valores del libro que inciten a una lectura entregada, porque es muy posible que la distancia con el asunto y con el estilo sea tanta que no halle asidero al que agarrarse para mantenerse en la lectura. Voy a intentar, en lo sucesivo, traer a colación algunas citas del texto que nos permitan vislumbrar, a través de ellas, la riqueza lingüística y estilística que anime a hacer esta lectura, cuya recompensa en modo alguno puede compararse con la que depara la de obras como el Guzmán de Alfarache o el mismísimo Lazarillo, pero sí con otras obras, si menores, de notable interés, sin embargo, como La segunda celestina de Feliciano de Silva, cuya lectura encarezco incluso con antelación a la presente.
La visión moralista y la estupenda pluma de Solórzano para el retrato costumbrista satisfarán, creo yo, al lector más exigente, como se puede apreciar cuando, como parodia de otras obras, y con no poca sorna, las introduce: ¡Oh, cudicia, lo que haces! ¡Oh miseria, a qué de bajezas te pones! Ninguno ha tenido las dos, que con la primera no se haya visto en muchas afrentas y con la segunda no haya gastado más que hiciera un generoso. Baste de sermoncito y volvamos a Trapaza. Una habilidad que no cede ante verdaderos detalles de perspicacia social y psicológica, como en aquella aguda reflexión: aquella era la hora en que más se conoce la que es perfecta hermosura o fingida, que es acabada una mujer de levantarse de la cama. La creación de un personaje como el hidalgo don Tomé, arruinado caballero trazado sobre la plantilla del escudero del Lazarillo, no deja de tener su gracia al haber añadido la dimensión poética que permite cierto juego metaliterario, pues el tal Tomé es horrísono poeta culterano: Gémina luz viviente/presta ocasos purpúreos zafiros,/no ya visibles, algente/sí, en cóncavos retiros,/por quien delio esplendor anima giros. La descripción del tal Tomé, venía este caballero con vestido negro de gorguerán, acuchillado sobre tafetán pajizo. Traía muy largas guedejas, bigotes muy levantados, gracias al hierro y a la bigotera que habrían andado por allí; un sombrero muy grande, levantadas las dos faldas a la copa, con unos alamares pajizos y negros, toquilla de cintas de Italia destos dos colores y por roseta un guante, que debía de ser de alguna ninfa; al cuello, una banda de las mismas cintas, con gran rosa atrás, cosas para calificar por figura profesa al tal sujeto, se completa enseguida con la delicadeza poética con que acoge a Trapaza como secretario: ninguna cosa me satisface más que vos que me hayáis hablado a mi modo, porque yo soy exquisito en el dialecto, y así gusto que quien más me comunicare tome el modo de hablar que yo tengo. Por el libro desfilan otros tópicos como el del viejo enamorado que paga con creces esa dificultad que señala el autor: Cuando el amor se apodera de canas es dificultoso el poderse echar dellas. Así, Estefanía, quien sigue su carrera delictivoimpostora de forma paralela a Trapaza, que está enamorado de ella, y de quien acabará teniendo una hija, fuerza la caída en sus redes de un incauto, de un viejo que trocando los frenos a las edades, con la hermosura de Estefanía al lado, olvidóse de las muchas navidades que tenía, y sacando esfuerzos de su flaqueza, quiso mostrarse más alentado que pedían sus años, y así dentro de seis meses, dio consigo en la sepultura.

Finalmente, que tampoco quiero extenderme más allá de a lo que una leve cata obliga,  cualquier aficionado a la lengua no dejará de hallar en el libro un repertorio de voces que le compensará del posible tedio que le provoque el encadenado de episodios. Así, voces como Gomia, ese nombre damos al que come mucho y desordenadamente, aplicados a un personaje, como a la mujer del médico, metafóricamente, nos deleita con un hallazgo retórico más que notable: la esposa del médico era gomia de Navidades, porque parecía insaciable en consumir años a causa de su mucha edad. Traerse de runfla un escribano y dos corchetes, esto es, en hilera. El uso de un cultismo inesperado: Os ha sucedido la desgracia porque vuestro estado anda en lites, de lis, lites: pleito judicial. Una metáfora afortunada: Mil veces esta calle me pespunta…, esto es, la pasea. O la evocadora descripción de una celestina: Esta señora era algebrista de voluntades o zurcidora de amores. Las insólitas caravanas que no son sino las diligencias que uno hace para lograr alguna pretensión. O, y ya termino, el insólito darse un verde de tal cosa, que vale hartarse, atracarse de ello.

miércoles, 17 de febrero de 2016

El humor quintaesenciado de Noel Clarasó: “Diccionario humorístico”.





Noel Clarasó o el humor ordenado lexicográficamente;  Diccionario humorístico: humor genuino de la mejor estirpe española: Juan Ruiz, Quevedo, Ramón,  Jardiel, Tono,  Mihura…

  
Poco a poco llevo a cabo mi incursión en los muchos campos genéricos por los que transitó un autor célebre en su época y olvidado en la actual, Noel Clarasó, a quien vuelvo cada vez que me tropiezo con algo suyo por las librerías de lance. Clarasó tocó muchos géneros, pero si en alguno tuvo especial fortuna fue en el de esos libros que solo cabe clasificar bajo el marbete de miscelánea o “cajón de sastre”, me refiero a sus tratados de urbanidad, de didáctica de la expresión, de jardinería o a su monumental Antología de textos y citas de la editorial Acervo, publicado en 1970, o al que hoy me ocupa, el Diccionario humorístico, publicado en la Colección Arco de las Ediciones de la Osa Menor en 1950. Clarasó es, por muchas razones, un autor singular cuya importancia objetiva aún no ha sido establecida por los críticos, a pesar de la revalorización de tantos autores de posguerra como se llevado a cabo en los últimos tiempos. Salvador Pániker lo entrevistó en su libro Conversaciones en Cataluña, y en él lo describe como un autor extraordinariamente catalán: trabajador, ordenado, irónico, desconfiado, solitario y místico. En la conversación, Clarasó hace gala de su método de trabajo, cuya base fundamental es un archivo (una “base de datos”, diríamos hoy) envidiable e incomparable, construida día a día, y en la que el autor hallaba cuantos datos requería para sus muy diversas obras y, sobre todo, para su columna, durante 40 años en La Vanguardia, Los pro y loscontra, ubicada en la dignísima página de Pasatiempos, cuando aún el crucigrama no era “de autor”, pero sí los jeroglíficos,  del eterno Ocón de Oro. Clarasó, a pesar de la descripción de Pániker, está aún más olvidado en la literatura catalana en la que fue ganador del Premio Crexells en 1938, el último de la época republicana, con una novela Francis de Cer que, hasta donde yo sé, jamás ha sido editada. Escribió más obras en catalán, pero no parece que haya despertado el interés de los editores catalanes, acaso por la relevancia del autor en la literatura en castellano. En todo caso es un ejemplo más de la naturalidad bilingüe del catalanismo bien entendido y dominante, tanto entonces como hoy.
         La tendencia de Clarasó al pseudónimo, a la pluriidentidad, lo convierte en un autor al que me siento espontáneamente inclinado, dada mi propia afición a los heterónimos. El más famoso de los de Clarasó es León Daudí, un anagrama de su propio nombre y el segundo apellido de su padre, el escultor Enric Clarasó, un pseudónimo que le sirvió para el protagonista de sus novelas policiacas y como autor de frases ingeniosas. De hecho, en su enciclopedia de textos y citas aparece por duplicado, como Noel Clarasó y como León Daudí. Bien podría haber aparecido también como Blas, el personaje de quien recopila sus pensamientos en Observaciones y máximas de Blas.
El presente Diccionario humorístico, en la vena de otros famosos como el del Diablo, de Bierce, el de frases hechas de Flaubert o el más reciente Diccionario de Coll, bien podría haberse titulado también Diccionario de Clarasó, porque en él hallamos al genial inventor de unas definiciones lexicográficas que, emparentadas con los proverbios, los aforismos, los refranes y las greguerías, consiguen que el lector pase ratos excepcionales, a los que puede recurrir cuando otros menesteres más ingratos le hagan fruncir el ceño, torcer la boca o recurrir a la blasfemia… o en circunstancias como el cuidado de los enfermos, las esperas en las salas médicas o los viajes en transporte urbano. El subtítulo del volumen es una pista de por dónde va el contenido: Este diccionario contiene más de 3000 definiciones que explican un sentido nuevo de las palabras inaceptable desde todos los puntos de vista para los que solo saben tomarse la vida en serio. A partir de aquí, así pues, los lectores sabrán que internarse en el presente Diccionario humorístico, supone una incursión en un humor muy concreto, heredero del de la posguerra y de aquella escuela del humor que fue La Codorniz o el teatro de Jardiel Poncela y de Mihura. Si a ello le añadimos la herencia perceptible de Ramón Gómez de la Serna y de sus greguerías, aunque no solo de ellas, tendremos una descripción más o menos aproximada del marco en que se encuadra el humor de Clarasó. 
         Quisiera destacar, porque me parece admirable, la inmensa capacidad de trabajo de Clarasó, quien jamás desmayó en su esfuerzo, y prueba de ello son los más de 70 libros publicados y los innumerables artículos de prensa. En términos de invención, aunque el nivel crítico de exigencia tenga sus más y sus menos, un volumen de 3000 frases ingeniosas supone un derroche de creatividad que asombra a cualquiera; y que más de un centenar de ellas sea extraordinario, para quien esto escribe, resulta literalmente abrumador. Las dotes de observación de Clarasó exceden de lo común y de ello se beneficia el lector, a quien el autor parece siempre tener presente, porque, al fin y al cabo, en la medida en que se convirtió en escritor profesional, fue fiel siempre a su método de trabajo y a su triple objetivo básico: interesar, entretener y sorprender. Dada su afición a la jardinería, no es de extrañar que le revelara a Pániker que su ideal de vejez era la del hortelano de un convento de frailes, aunque ese “retiro” lo practicó en vida, dedicado a su oficio de escritor polifacético, a lo que contribuyó, sin duda su recalcitrante soltería, como la de Miguel Mihura. Que el humor parezca estar reñido con la vida en pareja es una derivada por la que acaso en algún momento convenga hacer una excursión. En todo caso, y aunque la mujer es el personaje indiscutible del libro, el interés de Clarasó por la práctica totalidad de los asuntos humanos nos depara verdaderos hallazgos entre los que quiero señalar algunos que me parecen algo más que afortunados. Hemos de partir de la base de la definición de humor con que arranca en el escueto prefacio:  El humor es, para nuestro autor, la apariencia sin transparencia, es decir, y aunque sea mucho decir, una suerte de objetividad esencial que se detiene en el cuerpo de la cosa, desdeñando el alma o la trascendencia de la misma. Como añade poco después, para los espíritus sencillos, el humor es siempre implacablemente lógico. Esa lógica, está claro que es la del absurdo, una corriente literaria en la que bebió Clarasó como lo hicieron todos los humoristas a partir de las vanguardias. Con esa premisa, y en riguroso orden alfabético, nos encontramos con Adolescencia, la edad entre la pubertad y el adulterio, donde ya se va perfilando un pensamiento de marcado carácter tradicional; con Alcohol: Líquido incoloro que lo conserva todo menos los secretos; con Amor: El único deporte con adversario en que los dos salen perdiendo, donde se sigue perfilando el  antisentimentalismo propio del humor Clarasoniano; con Cabeza: La cabeza es la única parte del cuerpo que conviene perder de vez en cuando; con Calor y Frío: El calor es más molesto que el frio; lo que ocurre es que el frio viene en la peor época del año; en verano nadie lo notaría, donde advertimos con nitidez la impronta humorística propia de aquella época: el frío viene en la peor época del año…, esa suerte de hallazgo espontáneo del humor en la expresión natural del lenguaje coloquial; con Carne y Alcohol: Es difícil emborracharse cuando la carne está pronta, sobre todo si el alcohol es débil, donde se parodia el evangelio; con Cartas de amor: Las cartas de amor se empiezan sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho, que insiste en la crítica radical del sentimentalismo, sobre todo del ñoño; con Casados sin hijos: Los casados que no tienen hijos son como un soltero partido en dos, donde advertimos la huella indeleble de las Greguerías de Ramón; con Comprender: El hombre inteligente dice a la mujer que la comprende; el necio trata de demostrárselo, donde advertimos esa suerte de cosmopolitismo mundano que está de vuelta de todo y que casi coloca al aforista por encima del bien y del mal; con Cultura: La cultura consiste en no disparatar cuando se habla de cosas que los otros saben mucho mejor; con Desistir: Desistir honradamente de los buenos propósitos también es, en cierta manera, ser hombre de carácter, un perfecto ejemplo de la sabiduría existencial de quien, más allá de la frivolidad de muchas de las reflexiones contenidas en el volumen, sabe ascender a auténticas reflexiones emparentadas con los mejores autores del género aforístico; con Habilidad: No luzcas tus habilidades en público; si todo te sale bien, nadie te alabará; si fracasas, se reirán de ti; con Hablar: Al que nunca habla de sí mismo, nadie le paga en la misma moneda, tan ilustrativo de su perspicacia y sutileza; con Hacer: Una madre tarda veinte años en hacer de su hijo un hombre, y otra mujer hace de él un tonto en veinte minutos, donde a esa suerte de misoginia de época se le suma un feliz ocurrencia semántica; con Hombre y abrigo: Al hombre, para colgarlo, le quitan el abrigo; y al abrigo, para colgarlo, le quitan el hombre, en el que la veta sombría de no pocas de sus reflexiones emerge con una aspereza que no difumina el acierto de la perspicacia; con Indeciso: El hombre indeciso, si persiste, se ahorra mucho trabajo, que parece una descripción del presidente en funciones Mariano Rajoy; con Largo: Los sueldos están bien; pero los meses son demasiado largos, en que se recurre a la inversión del planteamiento para descubrir el humor;  con Lógica: Los que dominan la lógica aplastante no demuestran nada, pero aplastan a los otros; un hombre aplastado no es un hombre convencido, donde se aprecian con nitidez las aplastantes dotes racionalizadoras del autor;  con Pelmazo: Un pelmazo es una persona que no tiene el don de la conversación, pero sí el don de la palabra, una prueba irrefutable de una experiencia común condensada con la mayor eficacia y el consenso prácticamente universal; Pulgas: Los ladridos del perro no asustan a sus pulgas, un auténtico prodigio de reflexión paradójica; con Recordar y olvidar: Algunos hombres, para recordar, se atan un hilo alrededor del dedo; y otros, para olvidar, se atan una cuerda alrededor del cuello, tan sombría como “exigida” por la práctica cotidiana trivial que en ella se refleja; con Ser y parecer: Parecer lo que se es es mucho más difícil que no ser lo que se parece, donde el retruécano se pone al servicio de una reflexión de honda raigambre clásica;  Sordo: Los sordos de un solo oído siempre están de perfil, una perfecta greguería ramoniana; con Versión: Toda escena entre un hombre y una mujer tiene tres versiones distintas: la del hombre, la de la mujer y lo que de veras ha sucedido, que, como buena parte del corpus definido, tienen a la guerra de sexos como motor de la creación humorística, algo de contrastada eficacia para el gran público, de ahí la popularidad del autor, quien la refrendó a través de los guiones de series televisivas tan famosas en su momento como Tercero izquierda, con un actor tan fantástico como José Luis López Vazquez, un genio español del humor histriónico, nuestro Groucho particular, o de una película, El diablo toca la flauta, de José María Forqué, que exigiría una revisión urgente, con otro actor descomunal como José Luis Ozores, y con guión del propio Clarasó; con Vulgar: Ser vulgar tiene ciertas ventajas; es la única manera de congeniar con todo el mundo, menos con los escogidos, que suelen ser insoportables, en el que el autor hace una declaración de principios frente a las élites culturales que, sin duda, lo miraron siempre por encima del hombro, por más que su obra, hecha con mimbres de la mejor calidad, les dé sopa con hondas a muchos de esos exquisitos, auténticos esquistos fragilísimos…
Para quienes quieran seguir disfrutando, y como anticipo del total de la obra, si la encuentran en esos bazares de la sorpresa que son las amadísimas librerías de lance, dejo aquí el resto de las entradas del diccionario que había seleccionado, siendo consciente de que muchas de ellos merecerían ser destacadas en mi selección de la selección:
Admiración: Muchas admiraciones literarias obedecen a no haber leído ninguna de las obras del escritor admirado.
Agradar: Para agradar a las personas inteligentes hay que alabarlas por las cualidades que no tienen; para agradar a los tontos, el mismo sistema es bueno.
Altruismo: El arte de hacer cosas en favor del prójimo por razones personales.
Amar y Odiar: El amor es mucho más fuerte que el odio; podemos amar sin conocer, pero solo podemos odiar al que conocemos bien.
Ancianidad: Hasta ahora solo se ha descubierto un sistema de vivir cien años: cuidarse mucho a los noventa y nueve.
Aplauso: Al principio de un discurso los aplausos expresan fe, hacia la mitad, esperanza, y al final, caridad.
Brillante: Los brillantes son una prueba evidente de que no es oro todo lo que reluce.
Capital y Trabajo: El dinero que se pide prestado a otro es el capital; y lo que hace después el otro para recuperarlo s el trabajo.
Carácter: Lo que queda de cada uno de nosotros cuando se ha perdido todo lo demás.
Celos: Los celos son una pasión, aunque parecería más gramatical que fueran carias pasiones.
Cobardía: Condición que muchos hombres se atribuirían, si tuvieran suficiente valor para ello.
Competencia e Inteligencia: La competencia de los hombres se conoce cuando hablan de lo que entienden; la inteligencia, cuando hablan de lo que no entienden.
Conciencia: Después de una mala acción pública es más fácil acallar la conciencia propia que la lengua de un vecino.
Confortable: El dinero no da la felicidad; pero es lo único que permite no ser feliz de una manera confortable.
Conocerse a sí mismo: El hombre que se conoce bien a sí mismo no muestra mucho afán por enmendar a sus vecinos.
Consuelo: La mujer es el único consuelo del hombre que, por causa de la mujer, necesita consuelo.
Convencer: Los razonamientos no convencen a nadie; los gritos tampoco, pero hacen perder menos tiempo.
Conversación: Lo menos parecido a una conversación es el diálogo de los profesores de idiomas con sus discípulos cuando les enseñan a sostener una conversación.
Crítico: Los críticos son las solteronas del arte.
Curso natural: Es el que siguen todas las cosas, aunque muchas veces nos parezca que nosotros las hemos forzado.
Decir: Algunos hombres nunca dicen lo que quieren decir; no es difícil entender lo que dicen, pero es difícil entenderlos a ellos.
Dermatólogo: El dermatólogo es el médico más afortunado, pues sus clientes raras veces mueren y raras veces se curan.
Diplomacia: El arte de dar a entender a un hombre que está equivocado, diciéndole que toda la razón está de su parte.
Disertación: El resultado de diluir una idea de un minuto en una palabrería de una hora.
Dominarse: Para hablar bien de otro, uno ha de aprender a dominarse.
Duro: Los pollos que se mascan con dificultad parecen nacidos de un huevo duro.
Encantadora: La mujer más encantadora es la que nos permite caer en sus brazos sin caer en sus manos.
Escritor y obra: Aunque el escritor suele valer más que su obra, es más cómodo soportar la obra que soportarlo a él.
Estilo: Cualquier forma literaria que no consista en ir diciendo las cosas con claridad una después de otra.
Experto: El hombre que dice hoy lo que ha de suceder mañana, y mañana explica las razones por las que ha sucedido otra cosa.
Fe y felicidad: Fe y felicidad se distinguen en el precio; por esto se habla de la fe del labriego, no de su felicidad. La fe es barata porque ha de estar al alcance de los pobres.
Filántropo: Un filántropo es un rico pobre de recursos.
Fracaso: Muchos fracasos proceden de haber olvidado que las cosas solo se arreglan cuando están estropeadas del todo.
Generalmente: La mujer, generalmente, está generalmente hablando.
Grito: Un grito corto es más eficaz para hacer callar al prójimo que un argumento largo.
Hablar de otro: Si hablas mal de otro, se defenderá; si hablas bien, se molestará porque no has hablado mejor.
Hablar y callar: No por mucho hablar se dicen más cosas, ni por mucho callar, se sabe menos.
Hombre: El animal doméstico que pasa menos tiempo en casa.
Hombre: Los hombres no se conocen en un año, pero se inventan en un día.
Incognito: Al hombre se le conoce por sus obras; pero muchos viajan de incógnito.
Insomnio: El insomnio es una de las formas más expresivas del triunfo del espíritu sobre la materia.
Interpretar: Di siempre las cosas, aun al hablar con sinceridad, de suerte que se puedan interpretar de dos maneras.
Inversión: La primera condición para que una inversión de dinero no sea un mal negocio es que el dinero lo ponga otro.
Investigación: Tomar el material de otro escritor es plagio; tomarlo de muchos a la vez es investigación.
Ironía: La ironía es el peine que nos da la experiencia cuando ya, por la edad, hemos perdido el cabello.
Libro: Nada estropea tanto un libro como su lectura.
Libro: Muchos libros caen en el olvido; sobre todo los que han sido prestados.
Línea curva: La distancia más amable entre dos puntos.
Línea recta: La distancia más triste entre dos puntos.
Madurez: El hombre, en la madurez, empieza a tener ideas claras sobre la mujer; antes, en la juventud, solo tiene sentimientos confusos.
Mal: Las cosas que se han aprendido a hacer mal, cuanto mejor se saben, peor.
Mal menor: Todo mal es un mal menor; lo peor no ha sucedido nunca.
Mal sin dolor: La falta de sabiduría es un mal sin dolor.
Mansedumbre: El día que los toros decidan acabar con las corridas solo  tienen un sistema con el que se consigue todo: la mansedumbre.
Matrimonio: Hay quien no puede opinar sobre el matrimonio porque está debajo.
Monogamia: La unión de un hombre con una sola mujer se llama monogamia; pero no siempre se equivocan los que la llaman monotonía.
Mueble: Hay otros muebles tan feos como los pianos, pero por lo menos callan.
Necesidad del país: Lo que todo país necesita es que menos gente se ocupe de satisfacer las necesidades del país.
Negro: Es peligroso casarse con una mujer que parezca más guapa vestida de negro.
Nombre: Un nombre, en sí, no es bueno ni malo; lo malo es, a veces, la persona que contesta cuando se dice aquel nombre.
Nombre: La mujer que muestra prisa en llamar a un hombre por su nombre propio, probablemente busca el apellido.
Novela policiaca: En la novela policiaca perfecta solo el lector está libre de sospecha.
Ojos: Algunas mujeres cierran los ojos cuando un hombre las besa; pero nunca cuando un hombre besa a otra mujer.
Optimista: Un hombre cuya máxima fundamental es esta: vale más perder que perder más.
Otros: Los otros son lo que más nos consuela de ser como somos.
Palabra: Si los hombres solo hablaran cuando tuvieran algo que decir, dentro de diez generaciones se habría perdido el uso de la palabra.
Paracaídas: Nadie se ha quejado aún de que no se le haya abierto el paracaídas.
Pensamiento original: Para tener pensamientos originales hace falta haber leído mucho.
Periódico: Un conjunto de superficialidades impresas en el dorso de los anuncios.
Pesimista: Un pesimista es un hombre que en el queso de Gruyère solo ve los agujeros.
Piernas: La mujer está muy segura de su inteligencia; pero si quiere convencer a un hombre le muestra las piernas.
Pleito: Algo que nadie desea tener y que nadie desea perder cuando lo tiene.
Poeta desesperado: Uno que empieza por poner fuego en sus versos y acaba por poner sus versos en el fuego.
Prometer: Es más fácil prometer un bienestar que darlo; el que más da es el que da esperanzas.
Proteger: Dios nos protege, pero no contra nuestros enemigos; porque también ellos son hijos de Dios.
Proverbio: Los que viajan solos no pueden comprobar la sabiduría del proverbio: más vale viajar solo que mal acompañado.
Psicología: Una ciencia que nos cuenta lo que todo el mundo sabe, en un lenguaje que casi nadie entiende.
Puntual: Ser puntual es el sistema más seguro de esperar a los demás.
Punto de vista: Toda cuestión tiene dos puntos de vista: el equivocado y el nuestro.
Pura verdad: La pura y simple verdad raras veces es pura y nunca es simple.
Quedar: Muchas de nuestras desgracias proceden de no habernos sabido quedar en casa.
Reloj: Para que la gente se fije en un reloj valioso ha de estar parado; si anda, sólo se fijan en la hora.
Reparar: El daño que hace una sola frase sincera en un momento de acaloramiento no se puede reparar en un año de atención.
Seductora: Hay mujeres tan seductoras que uno prefiere que se casen con otros.
Segundas nupcias: Casarse con una viuda es como vestirse en prendería; la ropa usada, si no huele al primer dueño, lo recuerda siempre.
Sentido del tacto: El amor es ciego; por esta razón los enamorados tienen tan desarrollado el sentido del tacto.
Sexo: Los dos sexos se parecen en una cosa: ambos desconfían de las mujeres.
Silencio: El mejor sustitutivo de la inteligencia.
Situación general: Si quieres halagar a alguien, ponte serio y pregúntale lo que piensa de la situación general.
Sombra: La mujer se parece a la sombra propia; si la sigues, se va; si huyes de ella, te sigue.
Substituir: Hay personas que se substituyen a sí mismas con gestos y con palabras, más grandes que sus ideas.
Sueño: Para que los sueños se conviertan en realidad hay que madrugar mucho.
Suerte: La suerte es el ídolo de los perezosos, que solo protege a los demás.
Suerte: Si un hombre galantea a una mujer y ella llama a un policía, es una suerte para el hombre; peor habría sido que ella llamase a un cura.
Tachaduras: Grafismos que muchas veces revelan la calidad de un escritor.
Telegrama: Texto que escribe un hombre que tiene prisa y lleva otro hombre que no tiene tanta a un tercero que no tiene ninguna.
Tentación: Se ha de tener el valor de sucumbir a las tentaciones, y la humildad de no hacer gala de este valor.
Tocar: Tocar de pies en el suelo nunca ha querido decir no llevar zapatos.
Trabajo, descanso y vacaciones: Es fácil combinar el trabajo con el descanso; pero es casi imposible combinar las vacaciones con el descanso.
Uñas: Los relajes parados son inofensivos, como gatos con las uñas cortadas.
Vacío: Hasta las personas desagradables, cuando se marchan, dejan un vacío.
Venganza: La venganza es una virtud tan aristócrata, que se opone al ejercicio de todas las demás.
Vergonzoso: Algo vergonzoso hay en el dinero, cuando nadie se atreve a confesar todo el que tiene.

Zapato: Prenda de vestir de la que carecen siempre las mujeres elegantes en el momento de vestirse.

martes, 9 de febrero de 2016

Philip Roth: “Los hechos”, autobiografía con reparos.

                          
Nora Krug
Los hechos: la autobiografía unamuniana de Philip Roth desde la infancia hasta lograr el éxito literario.



Hay cierta semejanza entre Woody Allen y Philip Roth, cuando uno entra en las obras de ambos lo hace como quien entra en casa de un viejo amigo: conocemos sus manías, sus delirios, sus miedos, sus fobias, su credo, sus virtudes…, y es difícil que nos sorprenda, aunque siempre nos sentimos cómodos en su compañía, y a veces hasta reconfortados de que el tiempo no desfigure a las personas hasta el punto de no reonocerlas o de sentirlas distanciadas. Con posterioridad a Los hechos, que fue su primer intento autobiográfico, Philip Roth es autor de otro texto del mismo género sobre la enfermedad y la muerte de su padre: Patrimonio. Una historia verdadera. Prefiero el segundo al primero, pero en Los hechos Roth utiliza un recurso de ficción que nos permite no solo leer el texto autobiográfico sino la autocrítica del mismo y, hasta cierto punto, unas migajas de teoría acerca de la naturaleza y propiedades del genero autobiográfico: Lo único que estoy diciendo es que un libro que se atiene fielmente a los hechos -un destilado de los hechos que renuncia a la furia imaginativa- puede liberar significados que la ficcionalización haya oscurecido, relajado o incluso invertido, y puede remachar unos cuantos clavos emocionales bastante puntiagudos. Roth parte, evidentemente, de la oposición entre la ficción con base autobiográfica, que constituye la mayor parte de su obra, como la nunca suficientemente elogiada El lamento de Portnoy, y la autobiografía centrada en los hechos desnudos de ese ornamento de ficción que los oscurece hasta desrealizarlos. El método seguido por Roth para la composición de esta obra autobiográfica está directamente emparentado con una obra como Niebla, de Unamuno, autor a quien ignoro si Roth leyó, aunque intuyo que no, porque, de haberlo hecho, es imposibe que no se hubiera colado alguna referencia a esa diálogo soberbio entre Augusto Pérez y don Miguel en casa de este último, cuando el atribulado personaje ajusta cuentas con su creador. Roth escoge a Nathan Zuckerman como privilegiado interlocutor y crítico de sus memorias de infancia, juventud y primera madurez. Le envía el manuscrito mediante una carta en la que le expresa cuál es su posición ante el género: En el péndulo de la autoexposición, que oscila entre el mailerismo agresivamente exhibicionista y el salingerismo secuestrado, diría que yo ocupo una posición intermedia, y le revela el origen del impulso autobiográfico: En la primavera de 1987, en el momento culminante de un periodo de diez años de creatividad, lo que iba a ser una operación quirúrgica de poca importancia se convirtió en una durísima y prolongada tortura física, origen a su vez de una depresión que me condujo hasta el borde de la disolución mental y afectiva. (…) Tras la depresión, lo que hacemos es abalanzarnos, llenos de agradecimiento, hacia la vida corriente, y aquella era mi vida en su variante más corriente. (…) Para recaer en mi vida anterior, para recobrar mi vitalidad, para transformarme en mí mismo, me puse a recoger la experiencia sin transformar. De hecho, fue el cansancio de la “furia imaginativa” -que es como Roth caracteriza a la ficción- lo que lo llevó a prescindir de los disfraces y ofrecer una versión desnuda de sus experiencias vitales, y de ahí, por consiguiente, el título escueto y casi programático del libro, Los hechos. El propósito del autor es muy laudable: Si algo refleja este manuscrito, es mi saturación de las máscaras, los disfraces, las distorsiones y las mentiras, pero la crítica que Zuckerman y su mujer hacen del manuscrito pronto nos convence no tanto del grado inequívoco de artificiosidad e incluso de ficción que hay siempre en la autobiografía, sino de la censura y de la cobardía del autor, quien renuncia a adoptar frente a sus “hechos”, la actitud transgresora que sí emplea en la ficción: Parece que te falta valor -el descaro, los redaños- para hacer en una autobiografía algo que en una novela considerarías totalmente esencial. De ahí, así pues, que Zuckerman se reivindique: quien posibilita que te destripes implacablemente, quien te hace de médium en los verdaderos enfrentamientos contigo mismo…, soy yo, convenciéndonos de que es en sus obras de ficción donde podremos hallar la “verdadera” autobiografía del autor. Es significativo que Zuckerman comience dudando del papel de cada cual: Ya ni siquiera estoy seguro de quién de los dos es el hombre de paja. Al principio pensé que era él, en su carta a mí… Ahora parece que soy yo, en mi carta a él. Es irrelevante afirmar que no confío en él cuando la manipulación es el mensaje, lo sé, pero el caso es que no, que no me fío. ¡Y cómo fiarse de ese viejo zorro astuto de Roth, que ha pasado las de Caín y ha escarmentado en mil conflictos, sobre todo amorosos, como el de su primer matrimonio con Margaret Martinson, extrañamente Josie en Los hechos, o el último con la actriz Claire Blomm, cuyas memorias vengativas no lo dejan bien parado, que se diga! De hecho, la acuciante duda metafísica de Zuckerman es, como no podía ser de otra manera, el desconocer la fuente recóndita de donde él y su mujer nacieron: ¿Quiénes somos, nosotros dos, en todo caso? Y ¿por qué? Tu autobiografía no nos cuenta lo que pudo ocurrir en tu vida para que nosotros surgiéramos de ti. Hay un enorme silencio en torno al asunto. Lo que Roth deja manifiestamente claro es la enseñanza que le depararon hechos como el de su primer matrimonio, por más que tropezara por segunda vez en la misma piedra, desdiciéndose: no podía desaprender de la noche a la mañana lo que varios años de batallas legales me habían enseñado, a saber: que nunca, pero nunca nunca, debía ceder al estado ni a su poder judicial la posibilidad de decidir con qué persona debo contraer el compromiso más profundo, ni de qué modo, ni durante cuánto tiempo. Hay algo, en Roth, de don Juan ingenuo que atenúa la acritud evidente con que encaró el drama matrimonial cuya historia se cuenta, como parte fundamental, en esta breve autobiografía en la que el estilo transparente y casi de acta notarial no se altera en ningún momento. Hay poco espacio para el virtuosismo estilístico y una deliberada voluntad documental. Se advierte, con todo, el enorme esfuerzo de contención llevado a cabo por el autor, aunque aquí y allá salten, de vez en cuando, algunas chispas de su cáustico humor. Por lo que se pregunta Zuckerman, tras leer el manuscrito es por la preeminencia de los hechos frente a la ficción, lo que equivale a interrogarse sobre sí mismo, claro está: ¿Por qué será que cuando hablan de los hechos se sienten en terreno más seguro que cuando hablan de la ficción? La verdad es que los hechos son mucha más reacios y difíciles de manejar e inconcluyentes, y verdaderamente pueden reducir a cero la propia modalidad de búsqueda que la imaginación abre. No es el caso de Los hechos, sin duda, porque es evidente el conocimiento que se adquiere de la vida de Philip Roth tras la lectura del libro, pero no es menos cierto que la lectura nos deja un poso de insatisfacción -ese “querer saber más y más” a que empuja la curiosidad por las vidas ajenas- que tiene todo que ver con la selección de la realidad efectuada por el autor:  Este manuscrito -escribe Zuckerman- opta claramente por la versión chico simpático. En una autobiografía no parece haber más elección que la de privilegiar dicha vertiente, quizá porque el género te señala que, seguramente, es más prudente suprimir la libre exploración de casi todos los demás aspectos que integran una personalidad humana. Es muy estimulante esta esquizofrenia autor-personaje mediante la que Roth reflexiona sobre el hecho autobiográfico y sus evidentes trampas y limitaciones. Zuckerman nos dice que conviene no ser ingenuos, aun a pesar de que el autor se reconoce como tal: también eso puede afirmarse de nosotros, sin mentir: somos muy ingenuos, incluso los más listos, y no solo de jóvenes, a la hora de medir exactamente el alcance de las revelaciones hechas por el autor y su actitud ante ellas, porque a lo largo de Los hechos tiene el lector la impresión de que solo tangencialmente tienen que ver esos hechos con la vida del autor, como si no le hubieran afectado, porque apenas hay descripciones convincentes de sus reacciones, más allá del acta escrupulosa de las respuestas sociales de rigor. O, como dice Zuckerman, no puedes o no quieres hablar de ti mismo por ti mismo, o sólo lo haces de ese modo tan decoroso. Eso es, sin duda, lo más decepcionante de la autobiografía: el pudor, que es de lo primero que se desembaraza Roth cuando se pone a escribir ficción. Y de ahí, por consiguiente, la convicción legítima del crítico Zuckerman, con la que nos identificamos los demás lectores: mi impresión es que has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes ni idea de qué eres o has sido alguna vez. Ahora, no eres más que un texto andante. ¡Que no es poco!, me atrevería a decir: ¡nada menos que un texto andante…! 

jueves, 4 de febrero de 2016

Dos poemas de la juventud airada rescatados en la vejez indignada.



                                                         
George Grosz

Poemas indultados*


                         (*Porque el ejercicio de la gracia, aunque suspende la condena, no borra el delito.)
                                



                        Al César lo que fue el César.
                       

                        I
Los muñones del César,
fétidos y torpes;
el poco esperma que rezuma
aún tiene ese vigor antiguo
con que engendrara cinco hijos.
              ¡Pobre César, desnudo
de sentido su inquieto miembro anciano!

Los ojos pequeños del César
vestidos de crepúsculo,
su pequeña nariz chata
bajo las grandes cristaleras.

La inmunidad del César
frente a los tiempos, abolida;
barrida la fe y los dogmas incólumes,
tiemblan sus trajes impecables
y la devastadora sonrisa.
             ¡Pobre César, estampa
anacrónica su reivindicación moderna!

El cuerpo escaso del César
a merced de extrañas lenguas,
su presencia de vieja águila
en jaula de nieve fotografiada.

Toda la vida del César,
caída y presente, átono esfuerzo
por evitar la oscura muerte
trepando por las canas plateadas.
            ¡Pobre César, extraño,
un poco más cerca del último silencio,
de la primera noche sin impulso;
del tierno reposo que aniquila y confunde el odio!

          
                                II

Me odio, en ti                     Me tranquilizo, de ti
reflejado, César.                 alejado, César.
Muchos de tus gestos         Escapar a tu yugo          
implacables y tiránicos,     fue una falsa victoria.
César visceral,                    Desde lejos mejor aprecio
se forjan en la alquimia      tu nefasta herencia.
de mi sangre                       Te venzo por amor.
siempre en parte tuya.        Y si fuiste enemigo
                                            y si fuiste lo que más odié
Me desespero, en ti             y si fuiste un dictador enérgico,
engendrado, César.              hoy, soldado de tu ejército imaginario,
Me trajo esa lujuria              te rindo vasallaje de amor
deprimente e irreprimida,     en esa fría distancia
trágica, cómicamente;          de quien sufre que seas
liberada en el vientre            quien eres (quien a veces se alegra),
de tu más fiel esclava.           parte cierta de mis días,
                                              fiera bestia que halló la luz
Me asombro, de ti                 al quedarse ciega,
tan próximo, César.              al volver de golpe los años
Vertiste tu impotencia           y agonizar con mirada de niño
de cólera disfrazada               y torpes maneras de anciano.
sobre mis puños crispados
que abro al percatarme,
renegando de tu estampa:
sádico energúmeno acomplejado.

Me destroza, en ti,
tu tristeza, César.
Tu desconcierto frente a todo
es, de alguna manera,
el mío propio;
pero tú venciste las dudas
con esa fe estúpida y violenta.
Tus argumentos reales
tan equivocados como impuestos
No han sido nada, César,
           ¿comprendes?,
 no son más que nada.