Amor se escribe sin hache (como su umor dioso) o el firme eslabón entre Ramón y
los tiempos modernos.
Por el verdadero humor
nunca pasa el tiempo, cuando lo es de verdad, es decir, cuando nos parece una
emanación de nuestra naturaleza. Reímos, pues, como respiramos. Si el humor
caduca, si envejece, si nos cuesta estirar las comisuras y airear los dientes y
la úvula para encajar la mueca en la máscara de la risa, entonces humor,
desgraciadamente, se escribe sin hache y, en algunos casos, como el presente,
con T de ternura y con la A de admiración retrospectiva hacia el continuador de
unas formas humorísticas que, nacidas en las vanguardias y sobrecarnadas alrededor del alma del Pombo, han alimentado a dramaturgos
y novelistas –la poesía y el humor siempre han andado a la greña– durante
generaciones. De hecho, la actual de ese neogénero del monólogo teleyutúbico
también ha bebido en aquel humor absurdo, no siempre ni necesariamente blanco y
sí siempre misógino, directo heredero de la misoginia medieval de origen
paulista, que no crístico. Tan evidente es el autor de la misoginia de la que
su novela es vehículo, que se ve obligado a escribir un capitulejo en la última
parte del libro, Divagación sobre el
misoginismo, en el que se afana en buscar los antecedentes clásicos, desde
la patrística hasta Eurípides, pasando por los grandes misóginos de su tiempo,
que le permiten explicar que el desprecio
a la mujer son enfermedades de la época.
Amor se escribe sin hache, publicada por vez primera en 1929, en pleno apogeo de
las vanguardias, no es propiamente una novela, aunque tome como objeto de su
parodia las novelas galantes que siempre han cautivado al público femenino, si
bien no parece que el autor quiera granjearse su aplauso, porque, como acabamos
de decir, la misoginia que rezuma el texto, por más que el capitulejo la quiera
disculpar con la bonita canción de que es un rasgo típico de “su época”, y
cita, sobre todo, a los dos grandes de la misoginia mundial: Schopenhauer y
Weininger –sobre el que ultimo un ensayo que próximamente verá la luz en esta
bitácora –dicho a lo internauta–;
aunque la quiera disculpar, insisto, sigue siendo una agresión difícil de
soportar. Me recuerda mi reacción la propia de mi conjunta cuando leyó La aventura del tocador de señoras, del
no menos envejecido –literariamente– Eduardo Mendoza y me confesaba que se le
hacía imposible asentir a semejante agresión, hasta que acabó por cerrar el
libro y dejar que se desliese –casi desleyese– en el olvido, del que tampoco yo
he querido rescatarlo. Y ello a pesar de que ya en 1928 Jardiel no ignoraba la
feminización del público lector, un dato incontrovertible de nuestros días: Si
las mujeres dejasen de leer de pronto, todos los que nos ganamos la vida
escribiendo tendríamos que emigrar al Níger. Quiero decir que el público
literario en España está casi exclusivamente constituido por las mujeres.
No sólo no es una novela
porque sea una parodia –la novela moderna nace precisamente de la parodia– sino
por la deliberada intención del autor, al acercarse por vez primera al género,
de dinamitarlo desde la primera hasta la última línea no tanto para acabar con
él, sino para dejar huella/socavón de su explosivo ingenio. El genio
improvisador de Jardiel, su complacencia en casi cualquier invención retruécana y
anfibológica, además de su pasión por la naturalización del absurdo no
consiguen que esta novela se aparte del sobado pastiche –del collage, a lo fino–, en vez de
apuntillar un género que, en permanente estado comatoso, nunca acaba de
entregar el relevo al pujante de la autoficción. Lo que sí ha de reconocérsele
a Jardiel, que trabajó en esta ocasión por encargo, no motu proprio –si al
cándido lector le sobra la segunda erre, no es cegato, sino alatino–, es su entrega al trabajo y el
derroche de ingenio con que quiso suplir sus aptitudes para el género. De esa
generosidad proceden los buenos momentos, no excesivos, pero sí inconfundibles
de su personalísimo estilo, que no sirven, sin embargo, para justificar una
lectura actual del texto. Lo confieso: el libro se me caía de las manos, pero
mi redomado espíritu crítico ha permanecido alerta hasta el final para poder
transmitir un juicio crítico fundado, no una impresión volandera.
A pesar de lo dicho, en el
libro podemos hallar no pocas gratificaciones, y la primera, sin necesidad de
entrar propiamente en la obra, ha de ser la lectura del prólogo, 8.986 palabras a manera de prólogo,
exactamente. En esa extensión, sí que merecedora de atenta lectura, desde el
pórtico: Hablar de uno mismo es tan
peligroso como agradable, hasta ciertos juicios literarios: aquella cámara frigorífica de la literatura,
que se llamó don Juan Valera; el
autor actual que más me gusta sigue siendo Baltasar Gracián (1584-1658) o el admirable Wenceslao Fernández Flórez, a
quien tanto debe la exquisitez literaria española, pasando por su Retrato al pastel (de hojaldre) en verso ripioso : Escribo, porque nunca he encontrado un remedio/mejor que el escribir
para ahuyentar el tedio,/y en las agudas crisis que jalonan mi vida/siempre
empleé la pluma como un insecticida./Fuera de las cuartillas, no sé de otro
“nirvana”./No me importa la gloria, esa vil cortesana, este prólogo
autobiográfico de prodigiosa naturalidad nos permite tener un verdadero
conocimiento de su formación, hasta el punto de observar con claridad que el
origen de su humor está en su propia biografía, como cuando, iniciado en el
periodismo en La Acción, le encargan
“hacer” el entierro del famoso impresor
Regino Velasco, corneado hasta la muerte por un toro que saltó hacia el
tendido, y él vuelve a la redacción y no da más parte que lo ya dicho por el
propio periódico. A la urgencia del ¿y qué más?, contestó que nada más, porque me ha parecido mal molestar a la
familia, que tendrá un disgusto morrocotudo. Confiesa Jardiel que comenzó
escribiendo narraciones dramáticas, trágicas, pero que he ido despreciando los motivos dramáticos hasta dar en el humorismo
violento que cultivo desde hace años. De esa confesión, sin embargo, no
recuerdo que ningún estudioso haya desarrollado ese concepto: humor violento, como santo y seña de la
obra del madrileño, de modo que haya quedado en nuestro etiquetario
hermenéutico como esas fórmulas de éxito
que permiten, al diletante, dudar de su condición. Se describe físicamente con
singular fidelidad: Soy feo,
singularmente feo, feo elevado al cubo. (…) Mis facciones, que se animan en la
conversación, tienen, cuando no hablo, una expresión dura tirando al enfado,
algo que corroboró su hija Evangelina en algunas entrevistas.
A pesar de los saltos que
yo voy dando para ilustrar a los intelectores sobre el provecho inherente a la
lectura de esta autobiografía para conocer al eximio escritor, pero no
extravagante ciudadano…, de Eloísa está
debajo de un almendro y tantas obras magníficas, el autor la ha ordenado
mediante capítulos que nos permiten no perdernos en ningún juego de la memoria.
Así, comenzando por Desde el nacimiento hasta el día de hoy, pasando por el Retrato físico, el Retrato moral y Opiniones, costumbres y creencias, Jardiel no olvida sincerarse en
tres aspectos cardinales de su biografía: El
amor y las mujeres, Mi hija
Evangelina y El humorismo. De
esos capítulos emerge una visión del autor que no necesita de biógrafos
adicionales para que el lector descubra que entre algunas jocosidades marca de
la casa, el autor ofrece su intimidad, sin falso pudor mojigato, a sus lectoras:
He vivido siempre a la ligera, sin
preocuparme demasiado de los problemas que me salían al paso, y sin asustarme
nunca de los conflictos que mi propia ligereza me creaba, porque siempre he
creído que la existencia es un juego de azar y solo los perturbados se obstinan
en regir el azar con las leyes del cálculo y del razonamiento. De igual
modo, el autor es consciente, sin asomo de cinismo alguno, que el trato con su
tío, catedrático de Hebreo, le enseñó, aparte del significado de Jardiel:
“energía”, que la bondad, la austeridad,
la modestia y el verdadero talento sólo conducen a la indiferencia y al olvido.
Que un humorista sea misántropo puede parecer una contradicción, pero es, en
realidad, una exigencia inexcusable del oficio. Solo desde ese convencimiento y
desde la constatación de que en la
adolescencia las mujeres me parecían hermosas, buenas y superiores al hombre.
Hoy el hombre y la mujer me parecen igual de miserables, puede emerger la
compasión que late tras la burla de tan deleznable especie.
Por lo que a la novela se
refiere, Jardiel se plantea una parodia que mimetiza lo que en el teatro
podríamos llamar comedia “sofisticada” o “cosmopolita” al estilo de la película
Gran Hotel, para ofrecernos una
especie de novela bizantina que recorrerá medio mundo para demostrar una sola
tesis: la inexistencia del amor no interesado o, más específicamente, su papel
secundario, ridículo, en el mundo de las relaciones humanas. Desde el alias del
protagonista, Zambombo, cuyo segundo apellido Seltz indica por dónde van los
tiros de la comicidad disparatada, rozando siempre la astracanada y cayendo a
menudo en ella, como si tal recurso fuera l’aire
du temps de la época, se sucederán las aventuras a un ritmo tan vertiginoso
como inverosímil cuyo seguimiento agota al lector, que sólo se siente
recompensado por esos destellos cómicos que parecen sacados de su carnet de
notas, de un florilegio de invenciones del que ir sacando, según la obra, la
más adecuada a la invención, como él mismo reconoce: Para los espíritus cultos, un hombre que se va a Australia es un
hombre que ha sufrido un desengaño de amor. Es una frase que tengo apuntada.
El lector agradece, sin embargo, el inequívoco carácter improvisado de la
narración, único aliciente en el largo camino hacia el desaliento, junto con
esas invenciones que el autor prodiga y
que en no pocos casos parecen preludiar sus felices Máximas mínimas, de felice recordación:
Las tertulias literarias y los montones de piedras se
forman por acumulación de adoquines.
La mihuresca: William era albino y a los hombres albinos
les falta carácter para imponerse a las mujeres y para aprender a montar en
bicicleta.
Cuando oigo decir a una mujer que es muy romántica, le
compro un tomo de poesías y subo a un taxi, procurando que ella se quede en la
acera.
Lady Brums tenía más costumbre de mover el cuerpo que el
cerebro, fenómeno bastante femenino.
El hombre es el ser más ingenuo de la Creación y donde la
mujer pone cálculo, él no pone más que simpleza.
La terrible estrofilla de
la obra Pescaíto frito, de los Hermanos Quintero: Pa la mujé que se va/siempre hay fundía una bala/ o una argoya o un
puñá!
-Una mujer no es igual que una casa.
-No. No es igual; produce menos y gasta más. Para obtener
una casa hay que comenzar por levantarla y para obtener una mujer hay que
empezar por acostarla. No es igual una mujer que una casa ciertamente.
El amor. Máscara grotesca con que se tapa el rostro el
instinto.
La ilusión no es más que un error poetizado.
Todo nos fatiga y nos harta cuando lo poseemos, y la
mujer no es una excepción.
¿Será que en los trenes se agazapan todos los microbios
de lirismo que esparció por España aquella cornucopia con perilla que se llamó
Gustavo Adolfo Bécquer?
España –dijo Honorio– es, sencillamente, una gran caja de
cerillas; la mujer es el raspador; el hombre es el fósforo. El fósforo se
acerca al raspador, y como el raspador es áspero, la llama brota; luego el
raspador se niega a arder, y el fósforo, sin haber utilizado su llama, se apaga
solo.
-¿Has oído hablar de la Aurora Boreal?
-No leo a ninguna poetisa venezolana.
O esta escena
almodovariana:
Después se explicó todo. A las once de la noche, un
hombre vestido con un maillot negro, había trepado por la fachada hasta el
cuarto de Alice, y, una vez allí, había caído como un huno sobre la joven,
violándola cuanto le fue posible.
-¿Por qué no gritaste? –dijo el padre indignado.
-Por no interrumpir vuestro sueño, papá –repuso con
sencillez Alice.
-¡Pobrecita! –murmuró la madre–. ¡Se ha sacrificado por
nosotros! Yo hubiera hecho lo mismo.
Los idilios son paisajes que tienen por fondo las paredes
del estómago.
El humorismo es el zotal de la literatura.
Sesenta lámparas se distribuían de esta manera: una en el
techo y cincuenta y nueve en el delantal del encargado del mostrador.
Sylvia, con ese valor enorme que tienen las mujeres y
algunos sellos de correos, avanzó por entre las mesas.
Mientras les servían lo pedido, Zambombo pensó que la
inactividad le haría perder terreno, así es que subió al escenario, le propinó
catorce bofetadas a la cupletista y le gritó:
-¡Canta hasta el amanecer o mueres, piltrafa del cuplé!
Y la cupletista reanudó los berridos que emite cuando
canta el leopardo.
Lector: los hombres somos tan brutos que a veces se llega a pensar si quienes tendrán talento no serán las mujeres.
O la wildeana:
El último capítulo, donde se justifica el título, bien podría ser dicho hoy como un monólogo del Club de la comedia y sería celebradísimo por el auditorio. Admite, pues, como la mayoría de las citas extraídas del texto, una lectura exenta. Exenta queda la obra, además, de mi recomendación de leerla, lo cual espero que valore el intelector como una contribución, generosa donde las haya, al incremento de su tiempo lector útil.
De nada.
Lector: los hombres somos tan brutos que a veces se llega a pensar si quienes tendrán talento no serán las mujeres.
MISS MARGARET LORDSVILLE: ¡Decir que para un hombre representa el mismo problema llevar a su casa una mujer que llevar un perro!
LORD MAUGHAM. El mismo problema, señoras mías. A una y a otra el hombre tiene que empezar por comprarles un collar.
Stappleton tenía un cerebro tan divinamente organizado como la descarga de buques en Singapoor.
Con esa predilección que tienen los enamorados por saber con detalles las cosas que más han de hacerles sufrir y que se asemeja a las ganas que tienen siempre de tocar el violín los violinistas malos.
O la pecial (de pecio, ningún es ha sido olvidado ni erratado, estén tranquilos los intelectores):
Sonaron gritos y alaridos de auxilio y terror. Se oyeron voces que clamaban:
-¡¡Las mujeres primero!! ¡¡Las mujeres primero!!
Y ocurrió como se decía: las que primero se ahogaron fueron las mujeres.
Luego se ahogaron los hombres y los imitadores de estrellas de varietés.
De nada.
"He vivido siempre a la ligera, sin preocuparme demasiado de los problemas que me salían al paso, y sin asustarme nunca de los conflictos que mi propia ligereza me creaba, porque siempre he creído que la existencia es un juego de azar y solo los perturbados se obstinan en regir el azar con las leyes del cálculo y del razonamiento."
ResponderEliminarTendré esta consideración muy presente el resto de mi vida y, sobremanera, en la adversidad...
Siempre agradecido