lunes, 21 de abril de 2014

El “humor violento” de la primera novela de Enrique Jardiel Poncela.


 Amor se escribe sin hache (como su umor dioso) o el firme eslabón entre Ramón y los tiempos modernos.
Por el verdadero humor nunca pasa el tiempo, cuando lo es de verdad, es decir, cuando nos parece una emanación de nuestra naturaleza. Reímos, pues, como respiramos. Si el humor caduca, si envejece, si nos cuesta estirar las comisuras y airear los dientes y la úvula para encajar la mueca en la máscara de la risa, entonces humor, desgraciadamente, se escribe sin hache y, en algunos casos, como el presente, con T de ternura y con la A de admiración retrospectiva hacia el continuador de unas formas humorísticas que, nacidas en las vanguardias y sobrecarnadas alrededor del alma del Pombo, han alimentado a dramaturgos y novelistas –la poesía y el humor siempre han andado a la greña– durante generaciones. De hecho, la actual de ese neogénero del monólogo teleyutúbico también ha bebido en aquel humor absurdo, no siempre ni necesariamente blanco y sí siempre misógino, directo heredero de la misoginia medieval de origen paulista, que no crístico. Tan evidente es el autor de la misoginia de la que su novela es vehículo, que se ve obligado a escribir un capitulejo en la última parte del libro, Divagación sobre el misoginismo, en el que se afana en buscar los antecedentes clásicos, desde la patrística hasta Eurípides, pasando por los grandes misóginos de su tiempo, que le permiten explicar que el desprecio a la mujer son enfermedades de la época.
Amor se escribe sin hache, publicada por vez primera en 1929, en pleno apogeo de las vanguardias, no es propiamente una novela, aunque tome como objeto de su parodia las novelas galantes que siempre han cautivado al público femenino, si bien no parece que el autor quiera granjearse su aplauso, porque, como acabamos de decir, la misoginia que rezuma el texto, por más que el capitulejo la quiera disculpar con la bonita canción de que es un rasgo típico de “su época”, y cita, sobre todo, a los dos grandes de la misoginia mundial: Schopenhauer y Weininger –sobre el que ultimo un ensayo que próximamente verá la luz en esta bitácora –dicho a lo internauta–; aunque la quiera disculpar, insisto, sigue siendo una agresión difícil de soportar. Me recuerda mi reacción la propia de mi conjunta cuando leyó La aventura del tocador de señoras, del no menos envejecido –literariamente– Eduardo Mendoza y me confesaba que se le hacía imposible asentir a semejante agresión, hasta que acabó por cerrar el libro y dejar que se desliese –casi desleyese– en el olvido, del que tampoco yo he querido rescatarlo. Y ello a pesar de que ya en 1928 Jardiel no ignoraba la feminización del público lector, un dato incontrovertible de nuestros días:  Si las mujeres dejasen de leer de pronto, todos los que nos ganamos la vida escribiendo tendríamos que emigrar al Níger. Quiero decir que el público literario en España está casi exclusivamente constituido por las mujeres.
No sólo no es una novela porque sea una parodia –la novela moderna nace precisamente de la parodia– sino por la deliberada intención del autor, al acercarse por vez primera al género, de dinamitarlo desde la primera hasta la última línea no tanto para acabar con él, sino para dejar huella/socavón de su explosivo ingenio. El genio improvisador de Jardiel, su complacencia en casi  cualquier invención retruécana y anfibológica, además de su pasión por la naturalización del absurdo no consiguen que esta novela se aparte del sobado pastiche –del collage, a lo fino–, en vez de apuntillar un género que, en permanente estado comatoso, nunca acaba de entregar el relevo al pujante de la autoficción. Lo que sí ha de reconocérsele a Jardiel, que trabajó en esta ocasión por encargo, no motu proprio –si al cándido lector le sobra la segunda erre, no es cegato, sino alatino–, es su entrega al trabajo y el derroche de ingenio con que quiso suplir sus aptitudes para el género. De esa generosidad proceden los buenos momentos, no excesivos, pero sí inconfundibles de su personalísimo estilo, que no sirven, sin embargo, para justificar una lectura actual del texto. Lo confieso: el libro se me caía de las manos, pero mi redomado espíritu crítico ha permanecido alerta hasta el final para poder transmitir un juicio crítico fundado, no una impresión volandera.
A pesar de lo dicho, en el libro podemos hallar no pocas gratificaciones, y la primera, sin necesidad de entrar propiamente en la obra, ha de ser la lectura del prólogo, 8.986 palabras a manera de prólogo, exactamente. En esa extensión, sí que merecedora de atenta lectura, desde el pórtico: Hablar de uno mismo es tan peligroso como agradable, hasta ciertos juicios literarios: aquella cámara frigorífica de la literatura, que se llamó don Juan Valera; el autor actual que más me gusta sigue siendo Baltasar Gracián (1584-1658) o el admirable Wenceslao Fernández Flórez, a quien tanto debe la exquisitez literaria española, pasando por su Retrato al pastel (de hojaldre) en verso ripioso : Escribo, porque nunca he encontrado un remedio/mejor que el escribir para ahuyentar el tedio,/y en las agudas crisis que jalonan mi vida/siempre empleé la pluma como un insecticida./Fuera de las cuartillas, no sé de otro “nirvana”./No me importa la gloria, esa vil cortesana, este prólogo autobiográfico de prodigiosa naturalidad nos permite tener un verdadero conocimiento de su formación, hasta el punto de observar con claridad que el origen de su humor está en su propia biografía, como cuando, iniciado en el periodismo en La Acción, le encargan “hacer” el  entierro del famoso impresor Regino Velasco, corneado hasta la muerte por un toro que saltó hacia el tendido, y él vuelve a la redacción y no da más parte que lo ya dicho por el propio periódico. A la urgencia del ¿y qué más?, contestó que nada más, porque me ha parecido mal molestar a la familia, que tendrá un disgusto morrocotudo. Confiesa Jardiel que comenzó escribiendo narraciones dramáticas, trágicas, pero que he ido despreciando los motivos dramáticos hasta dar en el humorismo violento que cultivo desde hace años. De esa confesión, sin embargo, no recuerdo que ningún estudioso haya desarrollado ese concepto: humor violento, como santo y seña de la obra del madrileño, de modo que haya quedado en nuestro etiquetario hermenéutico  como esas fórmulas de éxito que permiten, al diletante, dudar de su condición. Se describe físicamente con singular fidelidad: Soy feo, singularmente feo, feo elevado al cubo. (…) Mis facciones, que se animan en la conversación, tienen, cuando no hablo, una expresión dura tirando al enfado, algo que corroboró su hija Evangelina en algunas entrevistas.
A pesar de los saltos que yo voy dando para ilustrar a los intelectores sobre el provecho inherente a la lectura de esta autobiografía para conocer al eximio escritor, pero no extravagante ciudadano…, de Eloísa está debajo de un almendro y tantas obras magníficas, el autor la ha ordenado mediante capítulos que nos permiten no perdernos en ningún juego de la memoria. Así,  comenzando por Desde el nacimiento hasta el día de hoy, pasando por el Retrato físico, el Retrato moral y Opiniones, costumbres y creencias, Jardiel no olvida sincerarse en tres aspectos cardinales de su biografía: El amor y las mujeres, Mi hija Evangelina y El humorismo. De esos capítulos emerge una visión del autor que no necesita de biógrafos adicionales para que el lector descubra que entre algunas jocosidades marca de la casa, el autor ofrece su intimidad, sin falso pudor mojigato, a sus lectoras: He vivido siempre a la ligera, sin preocuparme demasiado de los problemas que me salían al paso, y sin asustarme nunca de los conflictos que mi propia ligereza me creaba, porque siempre he creído que la existencia es un juego de azar y solo los perturbados se obstinan en regir el azar con las leyes del cálculo y del razonamiento. De igual modo, el autor es consciente, sin asomo de cinismo alguno, que el trato con su tío, catedrático de Hebreo, le enseñó, aparte del significado de Jardiel: “energía”, que la bondad, la austeridad, la modestia y el verdadero talento sólo conducen a la indiferencia y al olvido. Que un humorista sea misántropo puede parecer una contradicción, pero es, en realidad, una exigencia inexcusable del oficio. Solo desde ese convencimiento y desde la constatación de que en la adolescencia las mujeres me parecían hermosas, buenas y superiores al hombre. Hoy el hombre y la mujer me parecen igual de miserables, puede emerger la compasión que late tras la burla de tan deleznable especie.
Por lo que a la novela se refiere, Jardiel se plantea una parodia que mimetiza lo que en el teatro podríamos llamar comedia “sofisticada” o “cosmopolita” al estilo de la película Gran Hotel, para ofrecernos una especie de novela bizantina que recorrerá medio mundo para demostrar una sola tesis: la inexistencia del amor no interesado o, más específicamente, su papel secundario, ridículo, en el mundo de las relaciones humanas. Desde el alias del protagonista, Zambombo, cuyo segundo apellido Seltz indica por dónde van los tiros de la comicidad disparatada, rozando siempre la astracanada y cayendo a menudo en ella, como si tal recurso fuera l’aire du temps de la época, se sucederán las aventuras a un ritmo tan vertiginoso como inverosímil cuyo seguimiento agota al lector, que sólo se siente recompensado por esos destellos cómicos que parecen sacados de su carnet de notas, de un florilegio de invenciones del que ir sacando, según la obra, la más adecuada a la invención, como él mismo reconoce: Para los espíritus cultos, un hombre que se va a Australia es un hombre que ha sufrido un desengaño de amor. Es una frase que tengo apuntada. El lector agradece, sin embargo, el inequívoco carácter improvisado de la narración, único aliciente en el largo camino hacia el desaliento, junto con esas invenciones  que el autor prodiga y que en no pocos casos parecen preludiar sus felices Máximas mínimas, de felice recordación:

Las tertulias literarias y los montones de piedras se forman por acumulación de adoquines.

La mihuresca: William era albino y a los hombres albinos les falta carácter para imponerse a las mujeres y para aprender a montar en bicicleta.

Cuando oigo decir a una mujer que es muy romántica, le compro un tomo de poesías y subo a un taxi, procurando que ella se quede en la acera.

Lady Brums tenía más costumbre de mover el cuerpo que el cerebro, fenómeno bastante femenino.

El hombre es el ser más ingenuo de la Creación y donde la mujer pone cálculo, él no pone más que simpleza.

La terrible estrofilla de la obra Pescaíto frito, de los Hermanos Quintero: Pa la mujé que se va/siempre hay fundía una bala/ o una argoya o un puñá!

-Una mujer no es igual que una casa.
-No. No es igual; produce menos y gasta más. Para obtener una casa hay que comenzar por levantarla y para obtener una mujer hay que empezar por acostarla. No es igual una mujer que una casa ciertamente.

El amor. Máscara grotesca con que se tapa el rostro el instinto.

La ilusión no es más que un error poetizado.

Todo nos fatiga y nos harta cuando lo poseemos, y la mujer no es una excepción.

¿Será que en los trenes se agazapan todos los microbios de lirismo que esparció por España aquella cornucopia con perilla que se llamó Gustavo Adolfo Bécquer?

España –dijo Honorio– es, sencillamente, una gran caja de cerillas; la mujer es el raspador; el hombre es el fósforo. El fósforo se acerca al raspador, y como el raspador es áspero, la llama brota; luego el raspador se niega a arder, y el fósforo, sin haber utilizado su llama, se apaga solo.

-¿Has oído hablar de la Aurora Boreal?
-No leo a ninguna poetisa venezolana.

O esta escena almodovariana:
Después se explicó todo. A las once de la noche, un hombre vestido con un maillot negro, había trepado por la fachada hasta el cuarto de Alice, y, una vez allí, había caído como un huno sobre la joven, violándola cuanto le fue posible.
-¿Por qué no gritaste? –dijo el padre indignado.
-Por no interrumpir vuestro sueño, papá –repuso con sencillez Alice.
-¡Pobrecita! –murmuró la madre–. ¡Se ha sacrificado por nosotros! Yo hubiera hecho lo mismo.

Los idilios son paisajes que tienen por fondo las paredes del estómago.

El humorismo es el zotal de la literatura.

Sesenta lámparas se distribuían de esta manera: una en el techo y cincuenta y nueve en el delantal del encargado del mostrador.

Sylvia, con ese valor enorme que tienen las mujeres y algunos sellos de correos, avanzó por entre las mesas.

Mientras les servían lo pedido, Zambombo pensó que la inactividad le haría perder terreno, así es que subió al escenario, le propinó catorce bofetadas a la cupletista y le gritó:
-¡Canta hasta el amanecer o mueres, piltrafa del cuplé!
Y la cupletista reanudó los berridos que emite cuando canta el leopardo.                                                                                                                                    
     Lector: los hombres somos tan brutos que a veces se llega a pensar si quienes tendrán talento no serán las mujeres.
                                                                                                                                          O la wildeana:
MISS MARGARET LORDSVILLE: ¡Decir que para un hombre representa el mismo problema llevar a su casa una mujer que llevar un perro!
LORD MAUGHAM. El mismo problema, señoras mías. A una y a otra el hombre tiene que empezar por comprarles un collar.

Stappleton tenía un cerebro tan divinamente organizado como la descarga de buques en Singapoor.

Con esa predilección que tienen los enamorados por saber con detalles las cosas que más han de hacerles sufrir y que se asemeja a las ganas que tienen siempre de tocar el violín los violinistas malos.

O la pecial (de pecio, ningún es ha sido olvidado ni erratado, estén tranquilos los intelectores):
Sonaron gritos y alaridos de auxilio y terror. Se oyeron voces que clamaban:
-¡¡Las mujeres primero!! ¡¡Las mujeres primero!!
Y ocurrió como se decía: las que primero se ahogaron fueron las mujeres.
Luego se ahogaron los hombres y los imitadores de estrellas de varietés.
                                                                                                                                          El último capítulo, donde se justifica el título, bien podría ser dicho hoy como un monólogo del Club de la comedia y sería celebradísimo por el auditorio. Admite, pues, como la mayoría de las citas extraídas del texto, una lectura exenta. Exenta queda la obra, además, de mi recomendación de leerla, lo cual espero que valore el intelector como una contribución, generosa donde las haya, al incremento de su tiempo lector útil. 
De nada.                                                                                     






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