La poesía como respiración:
Poesía completa de Alejandra Pizarnik
o la desarbolada defensa contra la autoaniquilación.
Vida extraña –y triste– la
de Alejandra Pizarnik. Y combativa. Hasta que la distancia entre la palabra y
el significado se volvió infinita y el camino entre ambos una desolación
literalmente insignificante. Los destinos trágicos se nos imponen, en su
radical expresión del infortunio, de la desgracia –como falta de gracia, de ese don vital y sustantivo
desde el que se construye una obra poética– cuando entramos en una obra donde se
han explorado todos los caminos que van desde el yo a la realidad y desde ésta –verdadera
o en efigie, tanto da– hacia la ausencia dolorosa del yo, hacia el rostro leve
de lo que acaso pudiera haberse confundido con el centro último de la
intimidad. Alejandra Pizarnik escribió obedeciendo al afán de desfiguración,
más que al de indagación: ¿cómo orientarse en un yo sin el mismo, sin el territorio donde se ha de localizar el epicentro del
seísmo que descoyuntó su ser, su existencia? Fue geóloga y espeleóloga sin
suerte, y tampoco halló consuelo en los jardines sin confines de la infancia.
Su madurez –en eterno entredicho– consistió en aquilatar la retórica de la
ausencia de sentido y constatar la espléndida solidez de las arquitecturas
verbales que levantó para espanto personal y consuelo de las horas valle de su
escarpada, de su agreste biografía. Son gritos con sordina, a sovoz: la flor
amarilla del murmullo.
Hay en la obra de
Alejandra Pizarnik lo que podríamos denominar una testarudez, una ruda vivencia intelectual de la hosquedad de su
condición dita, ni mal ni ben: porque ella quiso, ante todo, decirse. Transmutarse
en las voces que conforman un reducido vocabulario (confabulario, también) del
dolor, la alienación, la perplejidad, el horror y, sobre todas las cosas, el
desamor. Hosca fue su oquedad, además: un pozo sin fondo donde fue guardando y
perdiendo al tiempo un ser inaprehensible e ignoto: puro sentimiento disuelto
en desolación y combate poético.
Heredera de la cada vez
más caduca vanguardia, su primera obra, La tierra más ajena (1955) parece un ejercicio
de escritura automática en la que aquí y allá emergen chispazos de la densa, de
la angustiada poesía futura, como en el autorretrato Yo soy… en que se aparta de los automatismos para intentar
objetivarse:
mis alas?/ dos
pétalos podridos / mi razón?/ copitas de vino agrio/ mi vida?/ vacío bien
pensado/ mi cuerpo?/un tajo en la silla/ mi vaivén?/un gong infantil/ mi
rostro?/un cero disimulado/mis ojos?/ah! trozos de infinito.
La última inocencia (1956),
dedicado a su psicoanalista León Ostrov, con quien no estuvo más de un año,
aunque mantuvo siempre la amistad y el contacto epistolar, es ya una muestra
lograda de la poesía existencial que vehicula su angustia, sus pulsiones
autodestructivas y la eterna necesidad de ser amada con pasión arrebatadora,
que literalmente la arrebate de las garras feroces de sí misma, algo que nunca
llegó a conseguir, ni en la vertiente heterosexual ni en la homosexual. Una
muestra de esta etapa sería Solamente:
ya comprendo la verdad/estalla en mis deseos/y
en mis desdichas/en mis desencuentros/en mis desequilibrios/en mis delirios/ya
comprendo la verdad/ahora/a buscar la vida.
He ahí el reto: pasar del
fatigado conocimiento exhaustivo de su destierro vital a la exaltación de una
existencia compartida. Pizarnik era incompatible con la vida común, y se sabía
destinada a sufrir la habitación en los angostos y medinescos callejones de su
agónico sentir, de ahí esa añoranza de una realidad cuyos umbrales raras veces
traspasó. O como ella edificó:
alejandra alejandra/ debajo estoy yo/alejandra
Auténtica mónada doliente.
Es cierto que Alejandra
Pizarnik tiene la recurrente fantasía de estar al borde de pasar al otro lado
del espejo, y que es capaz de intuir sus sombríos atractivos,
Pero hace tanta soledad/que las palabras se suicidan
echando por tierra el
fundamento de sus débiles esperanzas de signo contrario y luminoso.
Podríamos decir, casi sin
miedo a equivocarnos, que la vida de Alejandra Pizarnik es una vida
literaturizada, voluntaria y deseadamente apalabrada: su sangre resuelta en
tinta no alienta tanto la respiración como un febril ritmo poético en que se
advierte la ausencia de calor humano y se plasma el dolor de la abstracción
recostada en diminutos e hirientes significantes:
Tal vez las palabras sean lo único que existe/en el
enorme vacío de los siglos/que nos arañan el alma con sus recuerdos.
En la Poesía completa editada con excesiva sobriedad por Lumen y rigurosa
orfandad de anotaciones, como si una obra tan compleja y entrañada en su biografía
pudiera leerse en ayunas de ellas, hay dos poemas que podríamos considerar las
piedras angulares de su edificio poético: El
despertar y Mucho más allá.
Tomemos la aurora del primero y el corazón del segundo:
Señor/La jaula se ha vuelto pájaro/y se ha volado/y mi
corazón está loco/porque aúlla a la muerte/y sonríe detrás del viento/a mis
delirios
¿A qué, a qué/este deshacerme, este desangrarme,/este
desplumarme, este desequilibrio/ si mi realidad retrocede/como empujada por una
ametralladora/y de pronto se lanza a correr,/aunque igual la alcanzan/hasta que
cae a mis pies como un ave muerta?/ Quisiera hablar de la vida./Pues esto es la
vida,/este aullido, este clavarse las uñas/en el pecho, este arrancarse/la
cabellera a puñados, este escupirse/a los propios ojos, sólo por decir,/sólo
por ver si se puede decir: / “¿es que yo soy? ¿verdad que sí?/ ¿no es verdad
que yo existo/ y no soy la pesadilla de una bestia?
En ellos queda descrito
con sobrecogedor patetismo el dramático acto posesivo de la depresión, ese
enseñoramiento perverso de la autodepreciación extrema, del autoaniquilamiento,
ese oscuro y desgarrador proceso en el que la desesperación impotente quiere
abrir ventanas en el propio cuerpo por que la luz descubra y deje salir, a
través de las heridas abiertas, a ese indefenso pajarillo asustado cuyo canto
revela nuestro ser más íntimo, preciado y frágil.
En la poesía de Pizarnik
hay un motivo recurrente que la atraviesa de principio a fin: la soledad:
La soledad es no poder decirla por no poder circundarla
por no poder darle un rostro por no poder hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad
sería esta melodía rota de mis frases.
y sus infinitas maneras de
presentarse, auténtico prodigio de la metamorfosis. Desde ella la autora
constata las lunas infatigables que gobiernan las mareas de sus silencios, sus
ausencias y sus sueños rotos:
sólo la sed/el silencio/ningún encuentro.
Hay en la autora, y casi
llega a parecer una manifestación patológica cosida a su agudo carácter
inquisitivo, una hipersensibilidad psicológica que se convierte en hiperestesia
extrema desde la que juzga cuanto la rodea y cuanto ella encierra, lo que se
traduce en hallazgos poéticos de excepcional belleza conceptual:
Como un poema enterado/del silencio de las cosas/hablas
para no verme.
Un poema, como se aprecia,
que nos remite al exquisito autor de refinada poesía psicológica, conceptual:
Juan Ramón Jiménez, en principio ajeno a la tradición poética reconocida por la
autora. Pizarnik es consciente, en su poesía, de expresar un punto de vista
singular; el del derribo, el del hundimiento, el del margen de lo vivido en
comunidad:
Una mirada desde la alcantarilla/puede ser una visión del
mundo.
El mundo referencial de la
poetisa no es muy variado. La monotonía del insomnio, de la angustia, de la
incapacidad comunicativa, de los estrechos límites de su cuarto, de la noche,
particularmente:
Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra
por palabra yo escribo la noche.
Toda la noche espero que mi lenguaje logre configurarme.
como ámbito privilegiado,
de los muros y, fundamentalmente, del
léxico, de esa selva mirífica que podría haberle abierto las ventanas de lo
maravilloso y que, sin embargo, parece haberla encerrado en el silencio:
extraña que fui/cuando vecina de lejanas luces/atesoraba
palabras muy puras/ para crear nuevos silencios.
En el orden retórico,
Pizarnik es una experimentadora constante con los ritmos, que son la esencia de
la poesía; pero también con los mil y un recursos que posibilitan la expresión
de la extrañeza radical que fue su vida: equívocos, calambures, dilogías,
antítesis, lítotes, paradojas, oxímoros y paronomasias son la respiración
necesaria de sus versos. Pensemos, por ejemplo en La verdad de esta vieja pared:
Que es frío es verde que también se mueve/llama jadea
grazna es halo es hielo/hilos vibran tiemblan/hilo/es verde estoy muriendo/es
muro es mero muro es mudo mira muere.
cuyo último verso,
exhalada aliteración casi hasta el límite de la parodia, trasmina un sentido
trágico que es epítome de su existencia, propiamente de su exitencia…
La esciomaquia o lucha del
espíritu consigo mismo, ese contender machadiano del hombre con su contrario,
que es su complementario, es otro de los temas recurrentes de Alejandra
Pizarnik, porque sin ser ella esquizofrénica sí que vivió un proceso de
alienación en el que manifestó un agónico desdoblamiento múltiple, como dejó
escrito en Invocaciones:
Insiste en tu abrazo,/redobla tu furia,/crea un espacio
de injurias/entre yo y el espejo,/crea un canto de leprosa/entre yo y la que
creo
Se trata de una sorda
lucha silenciosa:
Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y
escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla.
En Extracción de la piedra de locura la autora cultiva el poema en
prosa, si bien tienen todos la condición de entradas de un diario íntimo, como
el que ella misma llevó y que es obra paralela a su poesía y complementaria de
ella. Esta sección en prosa poética del libro parece una simbiosis de ambas
dedicaciones genéricas, la lírica y la confesional. Perdóneseme la cita larga
del fragmento número 20, que es acabado ejemplo de lo que señalo. A partir de
él estarán los intelectores en condiciones de aventurar un juicio sobre la necesidad de acercarse, con
respeto e interés a la lectura de una autora de abigarrado sentir:
Puertas del corazón, perro apaleado, veo un templo
tiemblo, ¿qué pasa? No pasa. Yo presentía una escritura total. El animal
palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón,
respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa
traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a largo plazo; medir cada
día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas
gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la
letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino
prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si
celebrar fuera posible.
La omnipresencia de la muerte,
de su interiorización como un horizonte que se acerca cuando nos dirigimos
hacia él, en vez de huir, atraviesa toda su obra desde los primeros libros. En El sueño de la muerte o el lugar de los
cuerpos poéticos define su particular concepción de la misma:
La muerte es una palabra. La palabra es una cosa, la
muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en el lugar de mi
nacimiento…
Rara vez hay una
formulación aforística en su obra poética, pero a veces algún fragmento
adquiere esa condición:
Lo malo de la vida es que no es lo que creemos pero
tampoco lo contrario.
El volumen contiene, a
modo de apéndice, los poemas no publicados, lo que lleva al lector al sano
ejercicio de preguntarse por qué fueron postergados frente a los otros, porque
hay en los primeros no pocos aciertos que hubieran merecido la luz de la
publicación en volumen, aunque algunos de ellos fueron publicados en revistas,
como el excelente Buscar, publicado
en Sur, nº 284 en 1963:
Buscar
No es un verbo sino un vértigo. No indica acción. No
quiere decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene.
Su poesía fue siempre una
poesía de la espera hasta la desesperación final. De la confianza, hasta la
desolación última. Leerla hoy es algo más que un tributo o un reconocimiento:
es revivir una experiencia dolorida y apasionada, el viaje de un alma en busca
de las palabras definitivas que, paradójicamente, la contuvieran, liberándola.