El docilitador (o el
cortaúñas).*
(Basado en hechos reales)
docilitar: Hacer a alguien
dócil, suave, apacible, capaz de recibir fácilmente la enseñanza. (RAE)
Antes, siempre, aunque no sin reparos, ponía “Docente” en la casilla dedicada a la
“profesión” en el impreso de renovación del DNI. La última vez que me caducó
tuve que escoger entre la realidad y la ficción. Escogí la realidad y acabé
poniendo Docilitador. Declarar mi profesión a los demás, por el motivo que
fuera, suponía el embarazo de tener que defender unos periodos de vacaciones
con un periodo ciceroniano capaz de persuadir a mis interlocutores de la bondad
de mis argumentos, es decir, de la hórrida aspereza del desempeño profesional.
Desde que me declaro docilitador, en vez de docente, la percepción ajena de mi
trabajo ha cambiado de modo radical. Donde antes se precisaba una elocuencia
ática, ahora recibo una compasión empática que justifica e incluso ve cortos
esos periodos vacacionales: “Debe de ser muy duro, ¿no?” “¡Ciento ochenta
adolescentes a tu cargo! Yo tengo dos y ya estoy desesperada…” “¡Qué valor,
encerrarte con tantas fieras! ¡Y cada
uno hijo de su padre y de su madre!” “¿Y dices que nos has hecho ningún curso
de artes marciales? ¡Admirable!” “El vuestro sí que es estrés, no el de esos
controladores salvajes…”
La
degradación franca de las condiciones de mi puesto de trabajo y de mis
funciones en un INS me han obligado a este cambio que se adecua a la perfección
al nombre de mi nueva profesión. De poder explicar la crisis intelectual del
98, según el oportuno estudio de Inman Fox, a la labor de docilitación actual,
media un abismo, en efecto, pero, sin pretender ser cínico, porque la situación
es lo suficientemente patética como para no caer en el vicio retórico, es
evidente que, desde la perspectiva material, el progreso ha sido notable: pocas
horas de trabajo previo; pocas horas de corrección posterior; jornada laboral
aceptable; vacaciones espléndidas; insufribles reuniones que se convierten en
ocasión idónea para que el cuerpo se exprese libremente en forma de sopor tan invencible
como disculpable (¿quién puede luchar contra la naturaleza cuando ésta se
desata?); clases de docilitación que desarrollan el espíritu de mando y que
exigen dominar la añosa y previsible retórica
del “por vuestro bien, vuestro futuro, vuestra autoestima, vuestra integración
social, el día de mañana, personas de provecho, etc.”
Como
en cualquier disciplina, también en la docilitación –lo propio sería docilitacencia– hay algunos insoslayables
highlights –discúlpeseme el
barbarismo, producto de la afición a las piezas estelares de la ópera– que se
repiten a lo largo de la impartición de la materia:
“He
dicho que está prohibido desperezarse en clase”
“Siéntese
bien, hombre de Dios, la espalda contra el respaldo de la silla, los codos
sobre la mesa, que no está Vd. en un bar, sino en una clase”
“¡Pero
cómo se le ocurre escupir en el suelo! ¿Dónde se ha creído Vd. que está! Coja
un papel, limpie esa porquería y tírelo después a la papelera, inmediatamente”.
“Haga
el favor de no sorber los mocos, que es de muy mala educación –y un puntito
nauseabunbo–. Los pañuelos de papel están para algo, ¿no le parece? ¿Pero es
que nadie le ha dicho que convertir las narices en una cafetera es algo que
está mal visto socialmente”
“¡Pero
quiere dejar de darle pataditas a su compañero de delante! ¿Es que no recuerda
cuáles son los animales que se expresan mediante coces?”
“¡Quieren
hacer el favor de hablar de uno en uno! Levanten la mano, si quieren hablar, y
háganlo a medida que yo les diga que pueden hacerlo. ¿Pero cómo es posible que
en más de seis meses de curso que llevamos aún no hayan entendido una orden tan
sencilla como ésta?”
“¡Vd.,
ese chicle, a la papelera! ¿Pero cómo es posible que ¡a las ocho de la mañana!
esté Vd. ya masticando chicle? ¿Ha
desayunado? ¿Cómo que tantos de Vds. no han desayunado? ¡Pero cómo creen que
funciona el cerebro! O le dan Vds, su alimento, hidratos de carbono de
asimilación lenta, o no me extraña que se despisten Vds. con esa facilidad
asombrosa… Tomen nota de lo que ha de ser un desayuno saludable…”
“¡Que
no griten, por el amor de Cristo! ¡Quién les ha dicho que los seres humanos se
entienden a gritos proferidos al tiempo! ¿No se dan cuenta de que cada vez que
gritamos dejamos de ser personas? Lo
propio de las personas es el diálogo, ¡y por riguroso turno!; lo propio de los
animales, chillarse amenazadoramente al unísono”.
“¿Cuántas
veces les he de decir que no les está permitido insultarse entre Vds., que los
insultos son manifestaciones violentas que sólo conducen a un mayor grado de
violencia?
“¿Cómo que
no ha traído el material? ¿Entonces a qué viene Vd. a la clase, a pasar el
rato, a hacer vida social, a molestar, de “visita”? ¿Y le parece normal? Ni un
papel ni un bolígrafo ni nada… Pues así aquí no lo quiero: vaya a la sala de
profesores y diga que está Vd. expulsado por no haber traído el material mínimo
indispensable.”
“¡Pues claro
que se va a sentar con su compañera y va a hacer el ejercicio con ella, hasta
ahí podríamos llegar! Y más valía, la verdad, que la imitara un poco y se
pusiera Vd. a trabajar”.
“Veamos, he
explicado el ejercicio diez veces ¿y me quiere Vd. hacer creer que no lo ha
entendido? Para entender algo, amigo mío, hay que hacer un esfuerzo por
comprender; no puede uno repantigarse en la silla, como si hubiera venido a una
sesión del Circo de la Alegría, en vez de a una clase. El conocimiento se
aprende, sí, pero primero se aprehende, con su hermosa hache intercalada, y eso
sólo puede salir de Vd., desgraciadamente...”
“¡Ay, que
desgraciado poder tienen Vd. en sus inconscientes manos! ¡Un poder que no se lo
merecen! Fíjense bien en lo que les digo: nadie, absolutamente nadie, tiene
poder sobre la Tierra para hacerles a Vds, estudiar, si Vds. no quieren,
¡nadie!; ni nosotros ni sus padres ni las autoridades: ¡nadie! Si Vds. dicen
que en esas ociosas molleritas no entra el más mínimo conocimiento, pues no
entra. ¿No es una tragedia? ¡De calibre mayor!”
Podría
seguir rellenando “planas” que en modo alguno servirían para enmendárselas a
quienes nos las presentan impolutas, inmaculadas, llenas de insignificancia y
triste determinismo; pero como botón de muestra casi da en sotana… He ahí,
pues, parte de los contenidos de la profesión docilitadora, una tarea que tiene
otras labores anejas como las de vigilancia de patios, de pasillos, de puerta
de acceso al centro, de aulas, de acompañante de accidentados al ambulatorio,
etc., muy propias de la capacitación profesional de quienes han hecho una
carrera universitaria y han pasado unas oposiciones de las que, es un suponer,
han salido investidos con la acreditación de un alto grado de competencia
profesional. Sí, la profesión docente en la Secundaria se parece cada día más a
la de los cirujanos que, por falta de plazas en la Sanidad, están empleados de
pedicuros en los geriátricos y han cambiado el bisturí por el cortaúñas.
* Texto publicado en la desaparecida revista digital Deseducativos y que hoy rescato para hacerlo llegar a nuevos públicos.
Docilitador. la hórrida aspereza del desempeño profesional.
ResponderEliminarDocente: Antes provocaba envidia esa profesión, ahora es de alto riesgo...: domador de fieras exaltadas.
Las fieras, en su tiempo. escupían en el suelo, hoy escupen al profesor... Es lo que tiene de bueno este tipo de “progresismo”, la disciplina es cosa de "fascistas"... Lo más patético de todo esto es que seguimos "mejorando"...
Salud