sábado, 7 de enero de 2017

Esas historias tumorales...



¿Generosidad o locura? El observador aséptico.



No hay escritor sin una historia, demasiado cruel y lancinante, que le haya resultado imposible llevar al papel, aun habiéndola desarrollado mentalmente hasta una perfección argumental que bien podría decirse que lo más fácil hubiera sido escribirla, casi como si de una actividad mecánica se tratase, casi como si de escribir, propiamente, al dictado habláramos. Usualmente se trata de historias que aparecen compactas ante el escritor, un bloque granítico, perfectamente esculpido, al que poco o nada puede añadírsele salvo minúsculas cuestiones de estilo. Los personajes están perfectamente delineados. Las situaciones están marcadas. El progreso, establecido. El tono, inconfundible. Y los diálogos, de haberlos, tan naturales como los fenómenos atmosféricos, o atmosfeéricos, podríamos decir en este caso, porque, en esa novela mía terrible que nunca escribiré, epítome del sufrimiento, del dolor demasiado humano, hay mucho de hada, es decir, de fatalidad. El corazón de las personas es un caja fuerte de secretos que, expuestos a la luz, pierden todo su valor, se deshacen como se desmoronan los vampiros alcanzados por los rayos del sol. No hay decisiones sin motivos ni motivos sin arbitrariedad. Y nuestros actos, que suelen ajustarse a expectativas milenarias, plantillas sobre las que nos ajustamos recortando de aquí y de allá la extravagancia y la sinrazón, nos definen con la seguridad de los calendarios, los resortes del poder y los ritos de paso. Lo peor, sin embargo, no es no haber escrito esa novelita, acaso un cuento largo, sino no haber podido librarme de ella desde que me advino como tal: rotunda, agresiva, malencarada e inexplicable, hiriente como el torno que se equívoca en el nervio despierto de una muela rota… Como está tan asociada a la plaza triangular tan próxima a mi domicilio, lugar de la terrible inacción, no hay ni un solo maldito día de mi vida que pase por ella sin que deje de ver allí a ese personaje en mala hora inventado y cuya realidad ficticia se me solapa como el plomo derretido se ajusta a un cuerpo castigado por invención tan satánica como gratuita y no poco disparatada… Confieso paladinamente que soy ajeno por completo a la ideación que se apoderó de mí y en tres patadas, al hígado, al bazo y al esternón, me dejó a los pies de una fiera que ha logrado despedazarme y hacerme sufrir como el famoso cuervo a Prometeo, por más que ese ser greñudo, sucio, irreconocible, miserable, no avanzara futuro alguno, sino un permanente presente de la observación recóndita y sufriente, pero lúcida, no figuración demencial del alcohol ignorado. Al lado de su carro de supermercado abarrotado de cachivaches conseguidos en la exploración de las basuras de las manzanas aledañas a la plaza, ese ser oculto física y mentalmente, destruido y en construcción, al margen de la acción, que se prohíbe, ha consagrado su vida a la observación. La figuración de un pacífico y amante padre de familia que un buen día desaparece de la vida de su mujer y sus dos hijos, sin dejar rastro, una más de esas desapariciones sin rastros de violencia, sin señales de venganza, sin signos de secuestro, un simple y dramático “no estar” más, y que, al cabo de dos o tres años, regresa a las cercanías familiares de su antigua vida y, ocioso en la indigencia, superviviente baqueteado en los cajeros, amigo de plazas y objeto de limosnas, se instala en un banco desde el que controla las entradas y salidas de sus familiares, a quienes sigue visualmente con una intensidad rayana en el deseo nunca albergado de acercarse. Los muertos solo se manifiestan inequívocamente en la oscuridad de los sueños. La calidad de la observación va creciendo con el tiempo, de modo que un golpe de vista le permite intuir estados de ánimo que explican rictus, rictus que explican sentimientos y miradas, hacia él, de paso, tropezadas fugazmente, que albergan cierta compasión, unas veces, indiferencia, otras e invisibilidad las más. Como hasta por la calle entre madres e hijos la tirantez puede acabar estallando, el hombre observa esa tensión y desea que la mujer imponga su autoridad sobre el zagal crecido y desafiante. No puede moverse. No pertenece a esas vidas. Salió de ellas. Ahora las observa. Las ve ir evolucionando a medida que pasan los años, y, desde su mirador privilegiado, no le sorprende que Emilia rehaga su vida, tampoco que a su hija le florezcan los romeos de medio pelo o que a su hijo el acné furioso lo lleve por la calle de la amargura. ¡Cuánto hace que salió de sus vidas! El mayor, Adriano, debe de andar ya por los 18, lo que significa que han pasado 15 años de discreta desaparición y diaria observación, y a lo largo de todos esos días, días ha habido en que Emilia se ha quedado mirando hacia él, mientras estaba espatarrado en la silla, abierto al sol del invierno, por ejemplo, y ha creído que iba a acercarse a preguntarle algo, o a saludarlo.  Más de una vez ha recibido limosna de ella, por supuesto, pero ha farfullado las gracias atropelladamente, y solo una vez, y a la pequeña no le gustó, se permitió besar en la mano a su hija cuando esta, por indicación de la madre, le dio las monedas con que contribuir a aliviar la necesidad de nuestros semejantes, o poco menos, que diría. ¡Cómo se la restregaba la muy condenada contra la falda, como si la acabara de tocar el diablo! ¡Bendita Minerva, qué chiquilla tan graciosa! Sí, no hay día que no pase por la esa plaza triangular y no me meta en la piel de ese observador que hizo de la desaparición y la cercanía distante una vida de entrega al interés por los únicos tres seres por los que hubiera dado la vida, y por quienes de hecho la dio, renunciando a que su presencia condicionara, para bien o para mal, esas vidas que, ahora, no le deben nada, que se han construido sin su interferencia, sin su ascendencia, sin su irrelevancia, sin sus prejuicios, sin…, sí, también sin su amor, por más que este no haya manera de hacerlo desaparecer, aunque no se manifieste, pero, de algún modo, en infinitos pequeños detalles, a lo largo de estos quince años, ha podido ir transmitiéndolo, respetuosamente, sin pretender lo que es imposible. Él ha construido su vida sobre la renuncia, y no se arrepiente. La felicidad de Emilia, de Adriano y de Minerva es la de los vivos que hace tiempo que han olvidado, si alguna vez lo han recordado, al desaparecido, al huido, al posiblemente muerto… Y de vez en cuando, pero no con frecuencia, se imagina que Emilia hable de él con su nuevo amante o con su hermana Lucrecia o con su cuñado Jorge y especulen si puede estar vivo en Sudamérica o en Tarragona o en Écija, ¡váyase a saber!, llevando una nueva vida, bígamo, y acaso con otros hijos, que no sería el primer caso ni el último… La especulación se cerraría con una sonrisa desconsolada, una tristeza fugaz y un ¡así es la vida! que tanto tiene, se imagina el hombre, de El muerto al hoyo… Digo que jamás he sido capaz, a pesar de que ya se advierta que la historia está prácticamente escrita, de ponerme a escribirla como ahora hago con esta recreación de la misma, un esbozo que me sirve, en realidad, para hablar de lo inefable que todo escritor, por alguna u otra razón, preserva en el sancta sanctórum de sus imaginaciones, porque me meto tanto en la piel de ese ser estrafalario que la sola imaginación de haberme perdido la vida con mi Conjunta y con mis hijos, de haber querido perdérmela, me llena de un desconsuelo tan atroz que lloraría con avenidas de realismo mágico que durarían hasta que el fuego de la incineración mortuoria las detuviera en seco. ¡Día tras día, año tras año, viéndolos pasar a mi lado como si fuera yo el pez en la pecera de la plaza! ¡Imposible resistirlo! Ninguna otra imagen más convincente y poderosa, de la muerte en vida, que la de ese personaje que observa el hueco de sí mismo junto a quienes renunció a que fueran los suyos. De verdad que no puedo, y nunca podré. Jamás escribiré la historia más triste de mi vida. No me reprocho haberla imaginado; pero también es cierto que, cuando la ciencia consiga borrar imaginaciones y recuerdos, seré el primero de la tanda que dé la vez al segundo.

2 comentarios:

  1. Fantástico y conmovedor relato. Y pensar que hay tantas personas que pueden ser protagonistas de esta historia.

    pasaré a leer tu próxima entrada.
    Un beso.

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    1. Gracias por la visita, Josefa. Me alegra saber que hay alguien al otro lado de las entradas de este Diario solitario. Me congratulo por haber contribuido a tu placer lector, aunque sea con tan dolorosa invención. Bienvenida.

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