sábado, 31 de mayo de 2014

La caracterología kantiana: sus fundamentos estéticos y morales.

 Teoría del carácter. IV
Lo bello y lo sublime, de  Immanuel Kant: Los prejuicios, los tópicos  y la misoginia de una mente todopoderosa.


Sorprende al intelector diletante que un filósofo como Kant, capaz de ponerle los acentos a la razón, como otros los puntos a las íes, se acoja, a la hora de hablar sobre algo tan resbaladizo como el carácter, al amparo de la tradición de una forma adherente, casi acrítica. A poco que se lean a continuación sus definiciones de los diferentes caracteres, se comprobará que del Arcipreste de Talavera a él parece que no haya pasado el tiempo. Es cierto que la clasificación kantiana se ofrece sobre una división que parece justificar el esquematismo de su planteamiento: lo bello y lo sublime, los dos conceptos alrededor de los cuales estructura su texto. La distinción entre ambos conceptos la ofrece en el arranque de su ensayo: Lo sublime conmueve; lo bello encanta.(…) Los sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado.(…) Las cualidades sublimes infunden respeto; las bellas, amor. Y enseguida nos ofrece un ejemplo práctico para que captemos el sentido de esa división: La amistad presenta principalmente el carácter de lo sublime; el amor sexual, el de lo bello. Si bien el autor es consciente de las carencias perceptibles en la materialización de ambos conceptos: Las sensaciones de lo sublime tunden las fuerzas del alma más enérgicamente, y fatigan antes, por tanto. Mientras que en lo bello nada cansa más que el arte trabajoso tras él adivinado. El esfuerzo por impresionar resulta penoso. Kant compara, por cierto, la lectura de La Bruyère y la de Young, y reprocha al último la uniformidad exasperante en el tono sublime de una composición de raíz moralista –intuimos que se refiere a Night Thoughts –después imitada por Cadalso en sus Noches lúgubres–, frente a la ligereza y entretenimiento, queremos creer que eso pensaba Kant, de la obra miscelánea del francés. De igual manera, Kant nos advierte de los extremos en que pueden degenerar tanto lo bello como lo sublime: Nada es más contrario a lo bello que lo repugnante, así como nada caer más por debajo de lo sublime que lo ridículo. En nuestros días, sin embargo, el concepto de lo bello, como es obvio, anda muy distanciado del que tuvo Kant…
A partir de esa reducción, y con un notable desenfado expositivo, porque este ensayo nos muestra ese lado alegre, casi jovial y ligero del sesudo autor, como si se hubiera tomado unas breves vacaciones en sus abstrusos menesteres filosóficos, Kant inicia una curiosa serie de adjudicaciones a los campos de lo  bello y de lo sublime cuya exacerbada subjetividad nos deja perplejos, como si cediera al perverso placer de la arbitrariedad. Recordemos que se cura en salud cuando dice que no se necesita poco ingenio para juzgar con el entendimiento sin dar alguna vez una nota falsa, y que quien mezcla la jovialidad con desbarrar, da en mentecato. Así, nos dice que el cabello oscuro y los ojos negros tienen más afinidad con lo sublime; los ojos azules y el tono rubio, más con lo bello. O bien que a la vejez convienen los colores oscuros y la uniformidad mientras que la juventud brilla en los colores claros y las formas de contrastes animados.
A lo largo de la exploración que Kant hace del mundo de los caracteres, aunque sea con la limitación de su adscripción a lo sublime y a lo bello, advertimos la naturaleza esencialmente conservadora y ajustada a los valores de su época histórica, lo que contrasta con la potente innovación, casi revolucionaria, de su obra filosófica, si bien hay una suerte de tono burlón que preside la redacción del ensayo, como si supiera que se trata de una obra menor donde dar rienda suelta a la vena satírica que también había en él, ¡y qué asunto mejor que este de los caracteres, tan necesitado de puntualizaciones y descripciones! No hay más que recordar esas distinciones pseudoescolásticas que  pretenden marcar el vasto territorio de la caracterología (al distinguir ciertos caracteres conocidos, y sufridos, por todos), para darnos cuenta de la gracia alada con que se presta al menester taxonómico:
La vanidad solicita el aplauso, es volandera y tornadiza; pero su conducta externa es cortés.
El arrogante está penetrado de una pretendida superioridad, y no le preocupa el aplauso de los demás; sus maneras son rígidas y enfáticas.
El orgullo solo consiste propiamente en la profunda conciencia del valer propio, que puede ser a menudo muy justa (por eso se le llama también a veces un noble sentimiento; nunca, en cambio, se puede atribuir a nadie una noble arrogancia, porque ésta muestra siempre una falsa y exagerada estimación de sí propio); la conducta del orgulloso para con los demás es indiferente y fría.
 La ostentación es un orgullo que al mismo tiempo es vanidad. No es necesario que un ostentoso sea al mismo tiempo arrogante, esto es, se forme un concepto falso de sus cualidades, sino que puede acaso no estimarse más de lo que merece: su defecto es sólo tener un falso gusto en hacer valer este mérito exteriormente.
El pudor es un secreto de la naturaleza para poner barrera a una inclinación muy rebelde y que contando con la voz de la naturaleza parece conciliarse siempre con cualidades buenas morales, aun cuando incurra en excesos.
El fanatismo es una especie de temeridad piadosa, y lo ocasionan un cierto orgullo y una excesiva confianza en sí mismos para aproximarse a las naturalezas celestes y alzarse en un vuelo poderoso sobre el orden común y prescrito.

Fiel a su proverbial minuciosidad, Kant no puede prescindir de mostrarnos la, podríamos llamarla así, teratología del carácter, como cuando precisa que la inclinación a lo monstruoso origina el chiflado (Grillenfänger), en alemán, y no sé si nuestro grillado pudiera venir de aquí… o que el sentimiento de lo bello degenera cuando él falta por completo lo noble, y entonces se le denomina frívolo. Kant nos advierte de que en todo este asunto casi escolástico de la caracterología, muchos juicios caen dentro del ámbito de las emociones, esa caída brusca de la conciencia en lo mágico, al decir de Sartre, en su Bosquejo de una teoría de las emociones (librito muy recomendable y, en cierta manera, de parecido espíritu menor que el que nos ocupa), quien no se recata en recurrir a un concepto, lo “mágico”, que, en el autor de la Crítica de la razón dialéctica, suena también a vacaciones conceptuales.
De ahí que, para Kant,  la alteración del justo medio que tan a menudo se manifiesta en el ámbito del carácter, devenga, si es por exceso, en la extravagancia disparatada o, por otro nombre, en el romanticismo: cuando la sublimidad o la belleza rebasa el conocido término medio se la suele denominar romántica (romanich). Y de ahí, así mismo, que esté convencido de que el dominio de las pasiones en nombre de principios es sublime. Las mortificaciones, los votos y otras virtudes monacales son más bien cosas monstruosas.  Esa convicción está en el fundamento del análisis del carácter de las naciones, un concepción romántica en la que incurre alegremente nuestro autor, como veremos más adelante. Sírvanos ahora, para concluir este sucinto apartado dedicado a las perversiones del carácter, la descripción  que nos ofrece Kant de la perversión del carácter melancólico: En la degeneración de este carácter, la seriedad se inclina a la melancolía, la devoción al fanatismo, el celo por la libertad al entusiasmo. La ofensa y la in justicia encienden en él deseos de venganza. Es muy temible entonces. Desafía el peligro y desprecia la muerte. Falseado su sentimiento y no serenado por la razón, cae en lo extravagante: sugestiones, fantasías, ideas fijas. Si la inteligencia es aún más débil, incurre en lo monstruoso: sueños significativos, presentimientos, señales milagrosas. Está en peligro de convertirse en un fantástico o en un chiflado.
Kant levanta acta de un repertorio de caracteres, o a veces simples rasgos de carácter –entendiendo que la suma de ellos puede darnos un resultado distinto de lo que podríamos considerar rasgo dominante–, y lo hace un poco como a salto de mata, lo cual no deja de ser curioso en carácter tan metódico como el suyo, de quien es proverbial el riguroso cumplimiento de una planificación vital a la que fue fiel toda su vida; de hecho, el prisionero de Konigsberg, así podríamos llamarlo sin apartarnos de la verdad, no necesitó salir de su lugar de nacimiento y muerte para cambiar el rumbo de la filosofía occidental. Como el autor sabe que trata de un asunto que necesita pruebas inequívocas, nos dice que con algunos ejemplos voy a hacer algo más inteligible este extraño compendio de las debilidades humanas. Cuando nos hablaba del ingenio que se necesitaba para tratar de estos asuntos sin desbarrar, nos avisó de que aquel cuya conversación ni divierte ni conmueve es un fastidioso, y si además se esfuerza en conseguir ambas cosas resulta un insípido. Y concluye: cuando el insípido es, además, un envanecido, viene a parar en tonto. El afán de precisión de nuestro autor, tan proverbial como su vida metódica, no se queda satisfecho con lo expuesto y se ve impelido a autoponerse una nota a pie de página cuya pertinencia sigue teniendo vigencia, por eso la transcribo: Pronto se advierte que esta honrada sociedad está repartida en dos palcos: el de los chiflados y el de los fatuos. A un chiflado instruido se le llamada piadosamente un pedante. Cuando adopta un aire presuntuoso de sabiduría, como los necios antiguos y modernos, le sienta perfectamente la capa con cascabeles. La clase de los fatuos se encuentra principalmente en el gran mundo. Acaso es mejor que la priemra. Hay en ellos mucho que ganar y que reír. El tonillo zumbón del autor que se manifiesta en esta jocosa nota aparece igualmente en el resto del ensayo. Los caracteres, por tanto, han sido, desde Teofrasto, el reino propio de la sátira, y casi podríamos decir que sin ellos, sin la invitación a la ridiculización que parece formar parte de su naturaleza, hubiera resultado difícil concebir tal género.
Para Kant, que hace de la virtud el eje de sus reflexiones sobre el carácter, la verdadera virtud emana no tanto de unas reglas especulativas, cuanto de la conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho humano (…) el sentimiento de la belleza y la dignidad d la naturaleza humana, que es algo así como una especie de instinto auxiliar de la flojedad ética propia de la debilidad especulativa de la naturaleza humana. Ese criterio ha de guiarlo para ir analizando los caracteres generalmente admitidos, heredados de la tradición secular:
El melancólico es un temperamento que tiene principalmente sensibilidad para lo sublime.
El temperamento sanguíneo, que es volandero y dado a las diversiones. El de carácter sanguíneo tiene predominante sensibilidad para lo bello.
Aquel cuyo carácter es calificado de colérico tiene sensibilidad predominante para el género de lo sublime que se puede denominar magnífico. (…) El colérico considera su propio valor y el de sus cosas y actos según el prestigio o la apariencia de que se revistan a los ojos de los demás. (…) su conducta es artificiosa.(…) Recurre por tanto , con frecuencia, al fingimiento; en religión es hipócrita; en el trato, adulador; en política, versátil, según las circunstancias. Se complace en ser esclavo de los grandes para después ser tirano de los humildes.
Puesto que en el compuesto flemático no suelen aparecer ingredientes de lo sublime y de lo bello en un grado particularmente apreciable, cae esta carácter fuera del círculo de nuestro examen.
Más allá de los rasgos propios de los tipos clasificados tradicionalmente, Kant alerta sobre el fácil recurso que tenemos a nuestro alcance para, observando las reacciones de los individuos ante aspectos de la realidad no teñidos por la moralidad, detectar cuál puede ser la sensibilidad de los tales ante, como Kant las denomina, las cualidades superiores de su espíritu y aun las de su corazón: El que se fastidia oyendo una hermosa música hace sospechar mucho que las bellezas de la literatura por los encantos del amor no ejercerán poder sobre él. Hay un cierto espíritu de las pequeñeces (esprit des bagatelles) que muestra una especie de sensibilidad delicada, pero dirigida precisamente a lo contrario de lo sublime. Es el gustar de algo por ser muy artificioso y difícil; el gustar de todo lo que está ordenado de una manera minuciosa, aunque sea sin utilidad, por ejemplo, de libros primorosamente colocados en largas filas dentro de la estantería, y una cabeza vacía que los contempla, llena de satisfacción.
Kant divide su ensayo en cuatro partes bien definidas: I sobre los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello. II. Sobre las propiedades de la sublime y de lo bello en el hombre en general. III Sobre la diferencia entre lo sublime y lo bello en la relación recíproca de ambos sexos. IV. Sobre los caracteres nacionales en cuanto descansan en la diferente sensibilidad para lo sublime y lo bello. Pues bien, en el apartado III es donde posiblemente las intelectoras den algún respingo, sobre todo porque los juicios que Kant emite tendrán un valor determinante en el joven Otto Weininger y su teoría de la supremacía genética y moral del hombre sobre la mujer. A pesar de los elogios sinceros e interesados  con que abre la sección de dicada casi íntegramente al bello sexo: Tienen muy pronto un carácter juicioso, saben adoptar aire fino y son dueñas de sí mismas, y eso a una edad en que nuestra juventud masculina bien educada es todavía indómita, basta y torpe (…) prefieren lo bello a lo útil. (…) Son muy sensibles a la menor ofensa y sumamente finas para advertir la más ligera falta de atención y respeto hacia ellas. (…) El sexo masculino se afina con su trato. (…) El bello sexo tiene tanta inteligencia como el masculino, pero es una inteligencia bella; la nuestra ha de ser una inteligencia profunda, expresión de significado equivalente a lo sublime; no tarda en presentarnos un retrato de la mujer propio de la mente más retrógrada, lo que no deja de chocar, tratándose de un filósofo como Kant, como si él fuera el representante de la sociedad castradora en que vivía y asumiera esos valores represivos como los únicos posibles de ser pensados y llevados a la práctica. No lo exculpan, como es obvio, las invectivas que lanza contra los hombres, y la constatación de que sólo la frecuentación  de las mujeres es capaz de sacar lo mejor de ellos. Kant lleva a cabo una asignación de roles que parece responder a lo que hoy en día se conoce por el título de un libro de autoayuda que se hizo célebre: Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus,  de John Gray : En historia no se llenarán la cabeza con batallas ni en geografía con fortalezas: tan mal sienta en ellas el olor de la pólvora como en los hombres el del almizcle. La diferencia entre belleza y nobleza, como atributos de uno y otro sexo, le lleva a una concepción de la mujer de la que él ya intuye la injusticia que la anima: Nada de deber, nada de necesidad, nada de obligación. A la mujer es insoportable toda orden y toda construcción malhumorada. (…) Me parece difícil que el bello sexo sea capaz de principios, y espero no ofender con esto: también son extremadamente raros en el masculino. A continuación, Kant hace un repaso de lo que él considera han de ser rasgos de carácter predominantemente femeninos, como el pudor: Esta cualidad es principalmente propia del bello sexo, y le sienta muy bien. Debe considerarse como una grosera y despreciable inconveniencia sumir en confusión y desagrado la delicada honestidad del mismo con esas plebeyas bromas que se suelen llamar frases equívocas. Y añade, para sorpresa del lector indignado, una matización cuya franqueza, que luego desarrollará con mayor precisión, le despoja de la condición de filósofo mojigato y lo acerca a la verdadera dimensión de su fondo positivista: Pero en último término, la inclinación sexual es el fundamento de todos los demás encantos. (…) Toda esta seducción está, en el fondo, extendida sobre el instinto sexual. La naturaleza persigue su gran propósito, y todas las finuras añadidas, por mucho que de él parezcan desviarse, son sólo ornamentos, y al cabo toma su encanto justamente de ese mismo manantial. Un gusto rudo y sano, atenido siempre de cerca a este instinto, se preocupará poco en una mujer de los encantos del talle, del rostro, de los ojos, etc. (…) Aunque poco delicado, no ha de menospreciarse tampoco este gusto. Por él la mayor parte de los hombres observa el gran orden de la naturaleza de una manera sencilla y segura.  En ese vaivén entre lo natural y lo social, Kant aboga por que la mujer, sin descuidar la “apariencia bonita”, se preocupe de los “encantos morales”, porque allí donde se revelan, cautivan más. Todo, sin embargo, dentro del orden supremo de la moderación, porque querer sustituir totalmente los instintos nos hace caer de lleno en la máscara ridícula de la afectación, de la pretensión: La vanidad y las modas pueden acaso dar una falsa dirección a estos instintos naturales y convertir a muchos hombres en señoritos empalagosos y a muchas mujeres en pedantes o amazonas; pero la naturaleza procura siempre restablecer sus disposiciones.
Acaba Kant el capítulo con una reflexión sobre la vida conyugal, el éxito de la cual, tomen nota los cónyuges intelectores –que haberlos, haylos…– que por este Diario se paseen…, consiste en lo siguiente: En la vida conyugal, la pareja unida debe constituir como una sola persona moral, regida y animada por la inteligencia del hombre y el gusto de la mujer.(…) Cuando se llega a alegar el derecho de quien manda, las cosas están perdidas; esta unión, que solo debe estar fundada en la simpatía mutua, queda destruida no bien el deber principia a hacerse oír. Las pretensiones de la mujer en este tono duro son extremadamente odiosas, y las del hombre, innobles y despreciables en sumo grado.
Para acabar este breve ensayo sobre lo bello y lo sublime aplicado a los caracteres humanos, Kant se lía la manta a la cabeza y, reconociendo en la primera nota a pie de página la injusticia de ciertos juicios, acaso escasamente fundados, se lanza a una descripción de caracteres nacionales muy del gusto del romanticismo, que es donde nace la ideología del alma popular, la volkgeist, de tan perniciosos efectos para el continente europeo. Esos caracteres van unidos, al decir de Kant, a las tendencias morales, y de ahí sale que el español sea serio, callado y veraz. Pocos comerciantes hay en el mundo más honrados que los españoles. [Y eso que a buen seguro no faltarían en aquella época nuestros  Bárcenas, Millet, Matas y Condes…] Tiene un alma orgullosa y siente más los actos grandes que los bellos. Por su parte, el francés gusta de ser ingenioso y sacrificará sin remordimiento algo de la verdad a una ocurrencia, lo que nos habla, sin duda, de ese esprit que sería el equivalente del wit inglés y de nuestra agudeza. Kant captó perfectamente que el francés  gusta de la audacia de sus expresiones; pero para alcanzar la verdad no hay que ser audaz, sino precavido. En cuanto al inglés, se manifiesta ambivalente: El inglés es  glacial siempre cuando uno comienza a tratarle, y se muestra indiferente con un extraño; en cambio, una vez hecho amigo, está dispuesto a prestar grandes servicios. Y no podía faltar en este retrato caracterológico la visión que comparten todos los continentales: Se convierte fácilmente en un excéntrico no por vanidad, sino por preocuparse poco de los otros y porque no contraría fácilmente su gusto por amabilidad o imitación. Para Kant, su compatriota, el alemán, se pregunta mucho más que los precedentes acerca de lo que puedan pensar de él los demás., y si hay algo  en su carácter que pueda excitarle a desear una mejora importante es esta debilidad, por la cual no se atreve a ser original, aun cuando tiene todas las condiciones para ello.

Le ahorro a mis queridos intelectores el incomprensible y deleznable broche de acendrado racismo con que Kant despacha a los pueblos negros, hirientes anécdotas incluidas, y no por respeto a su venerable figura, sino por el que los primeros me merecen. Aunque ello explique, y avale hasta cierto punto, las aberraciones ideológicas y filosóficas que vendrán después, porque Weininger, por ejemplo, aclama a Kant como filósofo-guía. Y ya se sabe de Hitler que admiraba solamente a un judío: Weininger.

jueves, 22 de mayo de 2014

Jean de La Bruyère: La genética no experimental del carácter.

Teoría del carácter III
Los caracteres, de Jean de La Bruyère: la observante serenidad de la sindéresis.

Consuelo Berges, la traductora de esta primera edición completa de Los caracteres o las costumbres de este siglo, de La Bruyère (en  Hermida Editores, 2013, en una colección de nombre tan inducidor al vicio de la lectura como El jardín de Epicuro, de origen anatoliano, supongo), por sí sola ya merecería una entrada en este Diario que publicitara su meritoria labor intelectual autodidacta y su singular carácter vital y contestatario. Su ejemplo de entrega a la labor intelectual y a la reivindicación de la lucha de las mujeres por su emancipación absoluta constituyen aún hoy un ejemplo digno de ser imitado.
Hoy toca, sin embargo,  continuar con esta aproximación al concepto de carácter y su evidente repercusión en la construcción de las teorías de la personalidad y de los estereotipos, porque el subtítulo de la obra de La Bruyère, “las costumbres”, incide en una visión social de la persona que, más adelante, antes del realismo, dará como fruto una literatura costumbrista en la que el estereotipo se impone de manera tan claustrofóbica que con razón el Romanticismo exageró hasta el desgarro retórico –y en no pocas ocasiones vital, como Werther se encargó de popularizar– sus individualistas rasgos rebeldes y liberales, por más que haya un romanticismo conservador que, respecto a los tipos, comparte la misma rebeldía del liberal. Dicho subtítulo, no obstante, no le hace justicia al libro, porque una de las tesis principales del mismo es el de la radical heterogeneidad de la especie humana, la dificultad insalvable de  establecer patrones a los cuales se ajusten, como al lecho de Procusto, los miembros de los múltiples grupos humanos que conforman nuestras sociedades. De ahí se deriva una visión antinacionalista muy curiosa, que no enfatizaré, teniendo en cuenta que el lector puede repasar la entrada sobre Jespersen, donde se recogen, se revalidan y amplían las tesis de La Bruyère.
Traductor de Teofrasto, labor que le impulsa a emularlo, al ser recibida con notable éxito popular su versión del clásico griego, es consciente de no ser un mero continuador de la tradición moralista de La Rochefoucauld, porque, como él dice: Lo que yo he querido escribir no son máximas: son como leyes morales, y confieso que no poseo ni bastante autoridad ni bastante genio para hacer de legislador; incluso sé que habré pecado contra el uso de las máximas, que las exige cortas y concisas, como los oráculos. En efecto, nuestro autor peca contra el laconismo con una alegría descriptiva que hace las delicias de los lectores, o al menos las de uno tan cualificado como Flaubert, según se recoge en la contraportada, donde se extracta una de sus cartas a Louise Colet: Ayer noche estuve leyendo a La Bruyère al acostarme. Es bueno bañarse de cuando en cuando en esos grandes estilos. ¡Cómo está escrito! ¡Qué frases! ¡Qué relieve y qué nervio! Nosotros no tenemos ya ni idea de todo eso. Incluso leemos esos liobros una vez y ya está. Deberíamos saberlos de memoria. ¡Qué descansado queda este Artista Desencajado cuando puede delegar los halagos en crítico tan fuera de sospecha como el autor de Bouvard y Pécuchet! Me permito contradecirle, sin embargo, en que no solo las noches nos ha de ocupar su lectura, sino buena parte de los días también.
Los caracteres es un libro que se le fue de las manos al autor, sin duda. Es, como es sabido, el libro de su vida, que fue ampliando sucesivamente hasta la novena edición de 1696, aparecida pocos días después de la muerte del autor y la única en la que no había ninguna adición. No se le fue de las manos por la extensión, sino por la indeterminación de su objetivo y el carácter misceláneo del mismo, muy al estilo de las polianteas y florilegios del Barroco. No sólo es plurigenérico, sino pluridisciplinar: Desde reflexiones políticas al estilo de los Manuales de Príncipes, hasta cuadros de costumbres sociales de diferentes clases, pasando por reflexiones antropológicas, religiosas, sociológicas, políticas y, sobre todo, psicológicas, lo constituyen. Son de muy desigual valor, a pesar del magnífico tono general del libro, y pesan mucho los condicionamientos de época que el autor o no se atreve a transgredir o acepta de todo grado. Como él mismo define su mester:  La crítica no suele ser una ciencia; es un oficio, en el que se necesita más salud que talento, más trabajo que capacidad, más costumbre que genio. Y La Bruyère, como ahora este atrevido apologeta, damos fe de la importancia de esa dedicación casi exclusiva. Hay algo de artesanía en la crítica, una suerte de elocución manual, si se me permite la sinestesia, que obliga a ir retocando constantemente la obra hasta darla por aceptable, que nunca por definitiva, palabra pesada como las losas sepulcrales.
Hemos de avanzar rápidamente que la visión de la galería de caracteres que La Bruyère lleva a su libro está teñida de un sano escepticismo respecto de la posible bondad innata del ser humano. Frente a esa ingenuidad que adoptará como base de su pensamiento Rousseau, el parisino suele ofrecer ejemplos que nos traen en su suma de imperfecciones y vicios ecos del viejo Medievo. El autor observa la realidad sin mezclarse demasiado con ella, pues adopta la figura de observador discreto que se limita a tomar nota, a levantar acta, al más estricto modo notarial, pero sin la asepsia de estos funcionarios, porque los informes que podríamos considerar que son Los caracteres son una exhibición estilística apabullante. El autor ha dividido su obra en varios epígrafes, prefigurando futuras ediciones de libros de aforismos agrupados por la temática. Ese hecho no obra a favor del libro, porque no permite la irrupción sorprendente de ciertos hallazgos que, en un contexto diferente, brillarían con más luz, pero en un capítulo en el que todas las reflexiones tienen mucho en común ese efecto sorpresa casi desaparece. Solo se manifiesta en forma de aforismos que alcanzan la plenitud de expresión y contenido mediante la gracia poética que es su razón de ser. Frente a certeras reflexiones de orden caracterológico, al estilo de la siguiente: Para ciertas personas, hablar y ofender es exactamente lo mismo. Son picantes y amargas; su estilo es una mezcla de hiel y ajenjo: la burla, la injuria, el insulto, les resbalan de los labios como la saliva. Les hubiera convenido nacer malas o estúpidas. Lo que tienen de vivacidad o de ingenio les perjudica más que a otros su tontería. No siempre se conforman con replicar con acritud, a veces atacan con insolencia; arremeten contra todo lo que cae bajo su lengua, contra los presentes, contra los ausentes; embisten de frente y de costado, como los carneros. ¿Acaso se les pide a los carneros que no tengan cuernos? Pues tampoco hay que esperar corregir con esta semblanza naturalezas tan duras, tan ásperas, tan indóciles. Lo mejor que se puede hacer al verlas, aunque sea de lejos, es huir de ellas con todo ímpetu y sin mirar hacia atrás, no es infrecuente hallar en las páginas de Los caracteres brotes de lucidez que se ciñen a la mejor tradición de las máximas moralistas que definen la escuela aforística francesa: Todas las pasiones mienten, se disfrazan cuanto pueden a los ojos de los demás, se esconden de sí mismas. No hay vicio que no se parezca algo a alguna virtud y que no se sirva de ella.
En términos generales, aún podemos asentir a no pocas averiguaciones sobre el carácter hechas por nuestro autor, porque en punto a la descripción de ciertos rasgos de personalidad poco o nada influyen las circunstancias, a tenor de la similitud diacrónica que hallamos en textos remotos y textos próximos. De Teofrasto acá, bien puede decirse que sea temerario combatir la idea de los universales del carácter, porque la repetición ad náuseam de ciertos tipos permite elaborar una clasificación bastante ajustada a lo que nuestra experiencia propia nos deja conocer, a poco que la observación crítica de nuestro prójimo entre en el amplio o reducido círculo de nuestros intereses vitales. Tomemos como ejemplo el análisis que hace La Bruyère de la falsa y la verdadera grandeza: La falsa grandeza es hosca e inaccesible: como se da cuenta de su inconsistencia, se esconde, o, al menos, no se muestra de frente y sólo se deja ver lo necesario para impresionar y no parecer lo que es: quiero decir una verdadera pequeñez.
La verdadera grandeza es libre, sencilla, familiar, popular; se deja toar y manejar, no pierde nada en ser vista de cerca; cuanto más se la conoce, más se la admira. Se inclina por bondad hacia sus inferiores y vuelve sin esfuerzo a su posición natural; se abandona a veces, se descuida, se desprende de sus ventajas, siempre dueña de recobrarlas y hacerlas valer; ríe, juega y bromea, pero con dignidad; se la aborda a la vez con libertad y con continencia.
De este tenor son las muchas y provechosas incursiones de nuestro autor en todos los órdenes de la vida: desde lo más nimio hasta lo más encumbrado; para el moralista no hay parcelas excluidas de su observación y reflexión: desde un juicio literario: Un talento mediocre cree escribir divinamente; un talento sólido cree escribir razonablemente, hasta el elogio de una virtud escasa y resbaladiza: La modestia es al mérito lo que las sombras a las figuras de un cuadro: les dan fuerza y relieve, pasando por la facilidad para la agudeza –y recuérdese al respecto que las obras de Baltasar Gracián tuvieron formidable eco en Francia desde la traducción de su Oráculo manual, en francés L’homme de Cour, según nos recuerda Berges en su escueta pero pedagógica introducción a su versión–, tan valorada en los salones literarios: Si es corriente que nos conmuevan las cosas raras, ¿por qué nos conmueve tan poco la virtud? O la muy propia de todas las épocas: Se mira a una mujer sabia como se mira un arma bella, en que se refleja esa prevención común contra las mujeres sabias, propia de una concepción tradicional y machista del papel de la mujer que desde Lope hasta Molière, pasando por quien se quiera añadir, ha llegado hasta nuestros días, como el emperador intelectual Cañete nos lo ha demostrado recientemente –¡qué lejos el Cañuelo ilustrado de El censor de este Cañete lastrado de prepotencia masculina!–, una postura que llegará a su apogeo en la obra de un genio extraviado como Otto Weininger, de quien ya hablaremos despacito y con buena letra.
En esto del análisis del carácter lo que más se agradece es la capacidad de matización, esa sutileza que nos permite afinar el análisis y precisar variantes de las maneras de ser y de estar casi impensables hasta que las leemos como una epifanía en los libros de los demás: se nos revelan con las palabras exactas con que nosotros alguna vez hemos creído poder definirlas borrosamente. Así, no es extraño que apreciemos algunas precisiones, no necesariamente deslumbrantes, pero sí, casi siempre, reveladoras de un espíritu observador que repara en lo que suele pasarnos desapercibido, como que  La liberalidad no consiste tanto en dar mucho como en dar a tiempo o que Se pisa a los graciosos de mala sombra; pero hay en todas partes una plaga de esta clase de insectos. El gracioso auténtico es un ejemplar raro; incluso al que ha nacido tal le es difícil sostener mucho tiempo el papel; no es corriente que el que hace reír se haga estimar, en la que apreciamos que la peste del graciosismo es de todas las épocas y en que un gracioso auténtico es, por el contrario, diamante irregular único; sin olvidar iluminaciones sombrías como  que les cuesta menos trabajo a ciertos hombres enriquecerse de mil virtudes que corregirse un solo defecto.
A poco que La Bruyère parece ceder a la necesidad de fundamentar antropológicamente su visión del carácter repara en la dificultad intrínseca que conlleva cualquier intento de definición: Todo es postizo en el humor, las costumbres y las maneras de los hombres: (…) las exigencias de la vida, la situación en que uno se encuentra, la ley de la necesidad, fuerzan la naturaleza y causan grandes cambios. Por eso un hombre, en el fondo y en sí mismo, no puede ser definido: demasiadas cosas ajenas a él le alteran, le cambian, le trastornan; no es preciosamente lo que es o lo que parece ser. Hasta el clima y la tierra de nacimiento pueden condicionar el carácter, al decir de nuestro autor, en una teoría que no anda lejos de la concepción eurocéntrica que tantas aberraciones racistas permitió fundamentar: Creo que los lugares influyen en la inteligencia, en el carácter, en el gusto y en los sentimientos. Para La Bruyère el hombre es, básicamente, una pluralidad de máscaras que necesita del arte para saber mantenerlas con cierto decoro, ¡Cuánto arte hace falta para llegar a la naturalidad!; concepciones todas ellas que adelantan, en cierto modo, aquella radical heterogeneidad del ser machadiana: Un hombre desigual no es un hombre solo, sino varios: se multiplica tantas veces como nuevos gustos y maneras diferentes tiene; en cada momento es lo que no era y muy pronto será lo que nunca ha sido: se sucede a sí mismo. No preguntéis qué carácter tiene, sino cuáles son sus caracteres; ni cómo es su genio, sino cuántas clases de genio se hallan en él.
Cuando dije, al principio, que Los caracteres se le habían ido de la mano al autor me refería concretamente a la facilidad con que, al hilo de las descripciones caracterológicas (1.Un carácter muy insípido: el de no tener ninguno. 2.Creer que desde un alto cargo se domina a los hombres con amabilidades estudiadas y abrazos interminables y estériles, es tener de ellos muy mala opinión y, al mismo tiempo, conocerlos bien. 3. Un hombre que se disfraza de un carácter que no le pertenece, cuando vuelve al suyo es como si llevara una careta.) el autor incursiona en terrenos como la teoría política, la filosofía, la teología o la hermenéutica. De esta última rescato un apunte, al más puro estilo canettiano, que he estado tentado de colocar en el frontispicio de este Diario como una declaración de principios:
Nunca será bastante recomendado el estudio de los textos; es el camino más corto, el más seguro y el más agradable para todo género de erudición; poseed las cosas de primera mano, id a la fuente, manejad y manosead el texto, aprendedlo de memoria, citadlo en las ocasiones, preocupaos, sobre todo, de penetrar su sentido en toda su extensión y circunstancias; conciliad a un autor original, ajustad sus principios, sacad vos mismo las conclusiones; los primeros comentadores estaban en el caso en que yo deseo que os encontréis: ni acudáis a sus luces y no sigáis sus puntos de vista sino en el caso de que los vuestros fuesen demasiado otros; sus explicaciones no os pertenecen y podéis muy bien no entenderlas; en cambio, vuestras propias explicaciones nacen de vuestro cerebro y en él permanecen, y las encontraréis más fácilmente en la conversación, en la consulta y en la controversia. (…) Acabad así de convenceros con este método de estudio de que es la pereza de los hombres lo que ha animado a la pedantería a engrosar, más que a enriquecer, las bibliotecas, a sumergir el texto bajo el peso de los comentarios, y que de este modo se ha perjudicado a sí misma y a sus más caros intereses, multiplicando las lecturas, las investigaciones y el trabajo que se proponía evitar.
A medio camino entre el aforismo, la nota, el apunte y el fragmento, he aquí un breve reguero de extractos de Los caracteres que le permitirán al apasionado intelector desear cuanto antes perderse en la fronda amable y lúcida de libro tan apetecible como en agosto la sombra del alcornoque en la dehesa:
En el trato social, la que primero cede es la razón. Los más discretos suelen ser dominados por el más loco o el más extravagante.
Vemos a ciertos hombres caer de una elevada posición por los mismos defectos que le habían servido para subir.
Nadie es desvergonzado por gusto, sino por naturaleza; serlo es un vicio, pero congénito.
El esclavo solo tiene un amo; el ambicioso tiene tantos como personas útiles a su encumbramiento.
La agudeza no es cualidad ni demasiado buena ni demasiado mala: flota entre el vicio y la virtud. No hay ocasión en que no pueda, y acaso en que no deba, ser reemplazada por la discreción.
Los poderosos desprecian a las personas de talento que solo tienen talento; las personas de talento desprecian a los poderosos que sólo tienen poder. Los hombres de bien compadecen a los unos y a los otros, que tienen poder o talento y ninguna virtud.
Quien dice pueblo dice muchas cosas. Es ésta una expresión muy vasta y asombraría ver lo que abarca y hasta dónde se extiende. Está el pueblo que es contrario a los poderosos, esto es, el populacho y la multitud; está el pueblo que es contrario a los sabios, a los inteligentes y a los virtuosos, esto es, los poderosos y los humildes.
No hacer la corte a nadie ni querer que nadie os la haga: dulce situación, edad de oro, estado el más natural del hombre.
Nada más parecido a una viva persuasión que una mala obstinación; de ahí los partidos, los grupos, las herejías.
Nada refresca tanto la sangre como haber sabido evitar una tontería.
Decir de un hombre colérico, desigual, pendenciero, malhumorado, quisquilloso, caprichoso, “es su genio”, no es excusarle, como se cree, sino confesar sin pensarlo que tan grandes defectos son irremediables.
La descortesía no es un vicio del alma, sino el efecto de varios vicios: de la necia vanidad, de la ignorancia de los deberes, de la pereza, de la estupidez, de la distracción, del desprecio a los demás, de la envidia.
Nada hace comprender mejor lo poco que Dios estima las riquezas, el dinero y otros grandes bienes de fortuna y posición, que el considerar la clase de hombres a quienes se los concede.




jueves, 15 de mayo de 2014

Huarte de San Juan: un olvidado precursor del holismo.

 del carácter II: Examen de Ingenios para las ciencias, de Huarte de San Juan: la larga pervivencia de la teoría de los humores


La intención pedagógica de Huarte de San Juan parte de una premisa que hoy en día pocos pedagogos admitirían: que cada uno debe ocuparse de aquello para lo que está capacitado, cuyo reverso es impecablemente cierto: Nuestra capacidad no nos permite dedicarnos a cualquier ocupación. Esta cura de humildad sobre nuestras potencialidades es importante recordarla y tenerla en cuenta, porque el poder político que depende de los votos de los ciudadanos se he empeñado en “garantizar el derecho a la competencia individual”, porque “todos somos iguales” y, en sus demagógicas consecuencias, “todos podemos conseguir lo que nos propongamos”, etc. Contra este discurso alienador fue escrito, con preclara anticipación, el Examen de Ingenios para las Ciencias, de Huarte de San Juan. De hecho, lo primero que le llama la atención al estudioso es lo siguiente:  Cosa es digna de grande admiración que, siendo Naturaleza tal cual todos sabemos, prudente, mañosa, de grande artificio, saber y poder, y el hombre una obra en que ella tanto se esmera, y para uno que hace sabio y prudente cría infinitos faltos de ingenio.
Los estudiosos han considerado a Huarte como el primer gran psicólogo europeo, y su obra, como el primer tratado escrito con afán científico sobre los fundamentos de la personalidad humana. De hecho, está considerado, sin ser santo, como el patrono –esa paradójica figura universitaria– de las facultades de Psicología. La influencia de Huarte, uno de los pocos intelectuales españoles verdaderamente presentes en la cultura occidental –Lessing escribió sobre el Examen… su tesis doctoral, por ejemplo–, puede rastrearse, siglos después, en un autor tan distante como el olímpico, y romántico, Goethe: Feliz el que reconoce a tiempo que sus deseos no van de acuerdo con sus facultades, máxima que va algo más allá de la tesis huartiana, pero con la que comparte un idéntico fondo: que no somos un libro en blanco y que si, como rastreó Chomsky en él, nacemos con una gramática innata, también llevamos impresa de nacimiento las características esenciales de nuestra personalidad. Vamos, que, como siempre se ha dicho, la cabra tira al monte…
Aunque Huarte parte, como tantísimos otros antes y después de él, de la teoría de los humores, con la que se asocia a Hipócrates, el creador del género aforístico en su dimensión estrictamente científica, como principal defensor, si bien es anterior a él, de la doctrina que establecía cuatro caracteres básicos: sanguíneo, colérico, melancólico y flemático, en correspondencia con los cuatro humores fundamentales: la sangre, la bilis, la bilis negra (o atrabilis( y la flema, lo cierto es que la obra de Huarte de San Juan se inspira directamente, según él mismo lo reconoce, en la obra de Galeno, epónimo de los profesionales de la medicina, pero él va bastante más allá de la mera labor recopiladora y divulgativa del saber preexistente, como lo fueron, en su momento, las Etimologías de San Isidoro, una Enciclopedia avant la lettre y una deliciosa lectura que recomiendo vivamente.
Ciento treinta y siete años antes de la aparición de la obra de Huarte de San Juan, Alfonso Martínez de Toledo había publicado su famoso Arcipreste de Talavera o Corbacho, una obra en la que el autor se remite a los famosos cuatro humores para trazar un retrato de las personalidades humanas básicas, personalidades que, además, pone en relación con los signos del zodiaco. Este libro de Martínez de Toledo ha de ser lectura imprescindible para quien quiera saber con meridiana exactitud cómo era el habla en la España del siglo XV, porque la obra es un valiosísimo documento vivo del habla coloquial de entonces. Para entrar en calor, veamos cómo describe él, más de un siglo antes, las cuatro caracterizaciones básicas el carácter:  
E[n] Onbres ay muchas maneras, e por ende son malos de conocer, peores e castigar. E por quanto es cosa muy fonda el coraçón del onbre, segund Salomón dize, por enmde non sólo por lo que de partes de fuera demuestra es conoscido, mas aun por las calidades e conplisyones que cada uno tiene es por malo o bueno avido. E son en quatro principales maneras falladas: unos son secrectos, callados, e de cortas razones, flemáticos, adustos; e otros son en otras tres manmeras: unos sanguinos, alegres e plazenteros; [otros] colóricos e furiosos; otros malenconiosos, tristes e pensativos.
[Samnguino] Este tal en sý conprehende la correspondencioa del ayre, que es húmido e caliente.
Pues, digo primeramente que el onbre sanguino que es muy alegre, franco, riente e plazentero. Son gualladores e del mundo burladores: ay aquí, cras allý; sy Marina non me plaze, Catalina, pues, sý faze. Estos tales son onbres muy alegres, plazenteros e mucho rientes de voluntad. De una paxarilla que vaya bolando [se reyrán] fasta saltarles las lágrimas de los ojos. Non tienen gesto nin risa fyngida; todos onbres alegres aman; todos juegos le plazen, especialmente cantar, tañer, baylar, dançar, fazer trovas, cartas de amores; guasajosos en dezir, alegres en participar, verdaderos en lo que prometen, entremetidos en toda proeza.
Ay otros onbres de calidad colóricos: éstos son calientes e secos, por quanto el elemento del fuego es su correspondiente, que es calyente e seco.
Estos tales son muy curiosos e de gran seso, ardidos, sotiles, sabyos, ingeniosos, movidos de lygero e feridores. E a estos que estas calydades tienen, verés de muchas vezes fazer sus fechos tan arrebatados, que sy en algo alguna buena calidad tienen, en otro la pierden.
Ay otros que son flemáticos, húmidos, fríos de su naturaleza de agua.
Éstos son primeramente perezosos. Toma quanto a lo primero: para comienço de amar son muy cobardes, más que judíos. Nota lo segundo: para ser amados son flacos e lygeros de seso, sospechosos, groseros e non en cosa de pro nin de honra entremetidos.
Ay otros onbres que son malencónicos: a éstos corresponde la tierra, que es el quarto elemento, la qual es fría e seca.
Estos tales son como los susodichos e aun peores; que son ayrados, tristes, y pensé[r]osos, ynicos e maliciosos e rifadores. Pero de otra parte son muy tristes e pensativos en sus malenconías, e buscan luego vengança; non ay compañía que con ellos dure, non ha mujer que los pueda conportar. Estos son picantones de noche e de día, jugadores de dados e muy perigrosos barateros, trafagadores, enemigos de justicia, fazedores de ultrajes e soberguerías a los que poco pueden: roblar, furtar, tomar lo ageno por fuerça. Non ha maldad que por dineros no cometan; nin ha mujer que por ellos non vendan, por aver o más valer.

[Nota: Mantengo la ortografía de la magnífica edición de Joaquín González Muela en Clásicos Castalia, Madrid, 1970, para que se aprecie en toda su intensidad el sabor de aquella lengua cuyos vestigios, aún vivos, podemos admirar en el romance sefardí que los judíos expulsados de su patria han mantenido vivo desde entonces.]
        
Ya veremos en otra entrega de esta serie dedicada a la caracterología que esta división tan elemental llega aún a Immanuel Kant, quien no duda en recurrir a ella en Lo bello y lo sublime con una adhesión cognitiva que sorprende en el filósofo alemán –que conste que se me había escapado, en el primer tecleado, el “filósofo animal”…, lo que, bien meditado, tampoco andaría muy lejos de la verdad, de esas verdades metamorfoseantes que suelen encarnar las erratas y que necesitan prolija explicación.
Vayamos ahora, sin dilaciones, a comprobar el atrevimiento intelectual de Huarte y a comprender por qué su obra acabó bajo la lupa de la Inquisición y en el Índice de libros prohibidos, del que no salió, aun en su versión expurgada, la de 1594 –cuya difusión, sin embargo, sí se permitió–, hasta tan tarde como 1966, es decir, cuando la Iglesia renunció per in saecula saeculorum a la existencia misma de los Índices. Porque la obra de este navarro, quien tuvo que acreditar repetidamente su limpieza de sangre por esos azares de límites fronterizos y contenciosos entre reinos, que se instaló finalmente como médico –profesión harto sospechosa de judaizante en su época– en Baeza, donde trabajó, gajes del azar, otro heterodoxo y semillero de heterónimos, Antonio Machado, chocó y mucho con ciertas creencias y mentalidades para cuyos ortodoxos poseedores ciertos atrevimientos, como el eugenésico, por ejemplo, estaban poco menos que inspirados directamente por Lucifer.
Comienza Huarte su Examen con una declaración de intenciones basada en su convicción de la desigualdad natural de entendimientos que se da entre los hombres:
Yo a lo menos, si fuera maestro, ante que recibiera en mi escuela ningún discípulo, había de hacer con él muchas pruebas y experiencias para descubrirle el ingenio. (…) Pero entendido que para ningún género de letras tenía disposición ni capacidad, dijérale con amor y blandas palabras: “Hermano mío, vos no tenéis remedio de ser hombre por el camino que habéis escogido: por vida vuestra que no perdáis el tiempo ni el trabajo y que busquéis otra manera de vivir que no requiera tanta habilidad como las letras”.
En la segunda edad, que es la adolescencia, se ha de trabajar en el arte de raciocinar; porque ya se comienza a descubrir el entendimiento, el cual tiene con la dialéctica la mesma proporción que las trabas que echamos en los pies y manos de una mula cerril que andando algunos días con ellas toma después cierta gracia en el andar; así nuestro entendimiento, trabado con las reglas y preceptos de la dialéctica, toma después en las ciencias y disputas un modo de discurrir y raciocinar muy gracioso.
¿Recuerda el intelector aquella sabia decisión del tutor de Eusebio de convertirlo en cestero para que tuviera un oficio del que poder vivir, por si no podía salir con bien del estudio de las letras? En esa novela late, sin duda, la enseñanza de esta obra de Huarte, que Montengón debió de leer con no poca atención.
Atrevido debió de parecerles a sus contemporáneos, por ejemplo, que Huarte desdibujara las fronteras de la racionalidad entre hombres y animales: Da a entender Galeno, aunque con algún miedo, que los brutos animales participan de razón, unos más y otros menos, y dentro de su ánimo usan de algunos silogismos y discursos puesto caso que no lo puedan explicar por palabras; y que la diferencia que les hace el hombre consiste en ser más racional y usar de prudencia con más perfección. Una conclusión que en modo alguno les es extraña a naturalistas renombrados como Goodall o De  Waal y a todos aquellos que han estudiado a los chimpancés o los bonobos, por ejemplo.
La teoría de los principios elementales, sobre todo el calor y la humedad y sus muchas relaciones graduales,  convierte estos en el eje de la clasificación que lleva a cabo Huarte, de la cual se deriva una suerte de determinismo que esclaviza más que encasilla a las personas, porque, constatado el predominio de uno u otro humor, nadie puede escaparse de ajustarse al tipo definido:  del calor y de la frialdad nacen todas las costumbres del hombre, porque estas dos calidades alteran más nuestra naturaleza que otra ninguna. De donde nace que los hombres de grande imaginativa, ordinariamente son malos y viciosos, por se dejar ir tras su inclinación natural, y tener ingenio y habilidad para hacer mal.   Desde esta perspectiva, llama mucho la atención el “materialismo” huartiano, de naturaleza holística –el pensamiento es producto del cuerpo y se deja influir por él y sus estados– que le lleva a oponerse a Platón y a Aristóteles, pero que va corrigiendo poco a poco para no acabar totalmente fuera de la Iglesia y de sus dogmas.
   Se advierte, en la lectura del Examen, esa permanente travesía entre Scila y Caribdis, entre el respeto a la ortodoxia trentina y el vuelo libre del intelecto que quiere ser fiel a la experiencia directa de lo que experimenta ( lo que muestra la experiencia no admite disputas ni argumentos, nos dice con convicción profunda) , de lo que captan sus sentidos y de lo que aprehende su razón: Los filósofos vulgares (…) viéndose cercados de las cosas sutiles y delicadas de la filosofía natural, hacen entender a los que poca saben que Dios o el demonio son autores de los efectos raros y prodigiosos, cuyas causas naturales ellos no saben ni entienden. Con toda propiedad podría ser considerado Huarte, así pues, como el primer ilustrado en la lucha contra las supersticiones, que tantas energías mentales ha gastado, ¡y sigue gastando…! a  lo largo de la Historia. Se trata de acercarse al conocimiento con el espíritu filosófico que caracterizaba el impulso aristotélico: el que tuviere docilidad en el entendimiento y buen oído para percibir lo que naturaleza dice y enseña con sus obras, aprenderá mucho en la contemplación de las cosas naturales: el que no, terná necesidad de preceptor que le avise y le haga considerar lo que los brutos animales y plantas están voceando.
 La estrecha relación que Huarte establece entre cuerpo y mente, que no otra cosa es el holismo, se advierte enseguida en su reflexión: Pensar que el ánima racional –estando en el cuerpo–  puede obrar sin tener órgano corporal que la ayude, es contra toda la filosofía natural. También, pues, Huarte podría ser considerado un holista mucho antes de que Jan Smut inventara la teoría y el concepto. ¿De qué otro modo puede entenderse, si no, su complacencia en esta reflexión de Galeno:  Galeno dijo que se holgara que fuera vivo Platón para preguntarle cómo era posible ser el ánima racional inmortal alterándose tan fácilmente con el calor, frialdad, humidad y sequedad; mayormente viendo que se va del cuerpo por una gran calentura, o sangrando al hombre copiosamente, o bebiendo cicuta, y por otras alteraciones corporales que suelen quitar la vida; y si ella fuera incorpórea y espiritual, como dice Platón, no le hiciera el calor –siendo calidad material– perder sus potencias, ni le desbaratara sus obras.
La clasificación de las personalidades establecidas por Huarte puede parecernos, como de hecho lo es, escasamente fundada, a pesar de su orientación científica, pero no cabe duda de que lo que podríamos llamar la sabiduría popular se ha nutrido de esas descripciones de la personalidad que aún siguen teniendo cierta vigencia. Con todo, el navarrés no deja de manifestar la extraordinaria dificultad de llegar a conclusiones válidas de forma permanente, porque, a su entender: La filosofía y medicina son las ciencias más inciertas de cuantas usan los hombres. Y si esto es verdad, ¿qué diremos de la filosofía que vamos tratando, donde se hace con el entendimiento anatomía de cosa tan oscura y difícil como son las potencias y habilidades del ánima racional, en la cual materia se ofrecen tantas dudas y argumentos que no queda doctrina llana sobre qué restribar? Sólo desde esa precaución reflexiva ha de entenderse la precariedad de las conclusiones a las que llega Huarte a la hora de establecer la relación entre humor y este o el otro tipo de  personalidad. Si  todos los humores de nuestro cuerpo que tienen demasiada humidad hacen al hombre estulto y necio, por ejemplo, y  los que tienen fuerte imaginativa ya hemos dicho atrás que son de temperamento muy caliente; y de esta calidad nacen tres principales vicios del hombre: soberbia, gula y lujuria. El esquema básico de su análisis es el siguiente:
Las calidades elementales, aisladas o combinadas dos a dos, originan ocho temperamentos:
Caliente.
Frío.
Húmedo.
Seco
Caliente y húmedo: sanguíneo
Caliente y seco: colérico
Frío y húmedo: linfático [o flemático]
Frío y seco: melancólico
A partir de aquí, se suceden en la obra las descripciones de las diferentes posibilidades de manifestación de esos caracteres, como cuando nos precisa que  Hay dos géneros de melancolía. Una natural, que es la hez de la sangre, cuyo temperamento es la frialdad y sequedad con muy gruesa sustancia; ésta no vale nada para el ingenio, antes hace los hombres necios, torpes y risueños porque carecen de imaginativa. Y la que se llama atra bilis o cólera adusta, de la cual dijo Aristóteles que hace los hombres sapientísimos; cuyo temperamento es vario como el del vinagre: unas veces hace efectos de calor, fermentando la tierra, y otras enfría; pero siempre es seco y de sustancia muy delicada.
Se trata de una casuística que hará las delicias de los aficionados a estos vericuetos del pensamiento escrupuloso, amigo de las mil y una matizaciones, porque ya se advierte que los caracteres se construyen mediante una combinatoria cuaternaria que da mucho juego:   Las señales con que se conocen los hombres que son de este temperamento (Cólera adusta) son muy manifiestas. Tienen el color del rostro verdinegro o cenizoso; los ojos muy encendidos (por los cuales se dijo: “es hombre que tiene sangre en el ojo”); el cabello negro, y calvos; las carnes pocas, ásperas y llenas de vello; las venas muy anchas. Son de muy buena conversación y afables; pero lujuriosos, soberbios, altivos, renegadores, astutos, doblados, injuriosos, y amigos de hacer mal y vengativos. Esto se entiende cuando la melancolía se enciende; pero si se enfría, luego nacen en ellos las virtudes contrarias: castidad, humildad, temor y reverencia de Dios, caridad, misericordia y gran reconocimiento de sus pecados con suspiros y lágrimas. Por la cual razón viven en una perpetua lucha y contienda, sin tener quietud ni sosiego: unas veces vence en ellos el vicio y otras la virtud. Pero con todas estas faltas, son los más ingeniosos y hábiles para el ministerio de la predicación y para cuantas cosas de prudencia hay en el mundo, porque tienen entendimiento para alcanzar la verdad y grande imaginativa para saberla persuadir.
Como muestra ya me parece suficiente, pero no quiero terminar sin recordarle a los intelectores que quieran adentrarse en el jardín huartiano su teoría eugenésica para lograr tener hijos que respondan a las siempre alta expectativas de los padres. Se trata de una peculiar eugenesia que se une, sin embargo, a una misoginia que, con el tiempo, acabará recogiendo el autor del siglo XX, Otto Weininger, que me ha dado el pie para esta serie de artículos y a cuya obra dedicaré un pormenorizado estudio. Se trata del capítulo XXV (donde se trae la manera cómo los padres han de engendrar los hjijops sabios y del ingenio que requieren las letras. Es capítulo notable) del libro, por si quieren ir directamente a consultarlo. Además de detalles como que el esperma haya de caer en el óvulo derecho, Huarte sugiere incluso dietas específicas para poder concebir ese hijo deseado: Si los padres quieren de veras engendrar un hijo gentil hombre, sabio y de buenas costumbres, han de comer, seis o siete días antes de la generación, mucha leche de cabras; porque este alimento, en opinión de todos los médicos es el mejor y más delicado de cuantos usan los hombres; entiéndese, estando sanos y que les responda en proporción. Pero dice Galeno que se ha de comer cocida con miel, sin la cual es peligrosa y fácil de corromper.

Nuestro temperamento, hijo de nuestros humores, bien puede ser excusado por el benigno juicio de Platón, para quien ninguno es malo de su propia y agradable voluntad, sin ser irritado primero del vicio de su temperamento. De ahí la extrañeza que suele embargarnos ante según qué reacciones que nos cuesta identificar con el núcleo duro de nuestra personalidad, de ese yo perplejo y a la defensiva en el cuadrilátero de los humores.

martes, 6 de mayo de 2014

El carácter y los caracteres: Del marbete coloquial a la psicología disciplinar...



Teorías del carácter I
Los orígenes descriptivos:  Teofrasto.


                                                     Lo que caracteriza, en efecto, a un hombre que tenga carácter, es                                                      que sabe fijarse objetivos y defenderlos, hasta el punto que estimaría                                                      que habría perdido su individualidad si tuviera que renunciar a ellos.                                                      Esta constancia y la sustancialidad del objetivo constituyen la base de lo                                               que se llama un carácter.
                                                                                                  Hegel: Estética.


     Comenzar por el principio una reflexión, al menos para Unamuno, consistía en investigar cuál era la etimología del concepto sobre el que se centraría el discurso. En nuestro caso, el muy discutido y resbaladizo del  “carácter”. Consultada esa maravilla que es el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor (Alianza Diccionarios), del que me convertiría gatuitamente en evangelista que lo publicitara incluso por los más recónditos. lugares de nuestro país, porque intelectores los hay hasta debajo de las piedras en el más humilde de los lugarejos, nos enteramos de que su raíz emparenta nuestro carácter con el sánscrito gharsati: rasca; con el griego karacther: grabador, instrumentos grabador; y con el latín carácter: hierro de marcar ganado, marca con hierro. Más allá de ese significado compartido, se creó el carátula (antiguo carátura) con el significado de máscara y profesión histriónica. Es evidente que no voy a entrar en esa hermosa digresión que nos invita a viajar por el camino que va del hierro de marcar ganado a la máscara del actor, porque es evidente lo que tiene de impronta sobre la persona tanto el carácter como la máscara del mismo, que a veces acaba fundiéndose con el rostro que se esconde tras ella.
La idea básica de la huella indeleble es lo que todos los estudiosos parecen compartir acerca del carácter, y hay quienes sostienen que ya nacemos con esa huella, y el proceso de la vida consiste entones en amoldarnos a ella, acaso cumpliendo el pindárico: llega a ser quien eres; y quienes defienden que ese carácter lo vamos forjando a golpe de experiencia sin cerrar nunca su expresión definitiva, una suerte de work in progress en el que, sin saber muy bien cuál pueda ser nuestro carácter, aquel en el que terminemos por reconocernos, acaba sorprendiéndonos la muerte sin fijar nuestra máscara definitiva.
Las socorridas expresiones coloquiales relativas al carácter: ¡menudo carácter! ¡Vaya un carácter! Es todito un carácter, en efecto. ¡Demonio de carácter! ¡Qué carácter!, y otras similares, sobre todo las definitorias del mismo: carácter cerrado, abierto, esquinado,  intolerante, áspero, animoso, insoportable, iracundo, manso, pusilánime, decidido, atrabiliario, melancólico, pacífico, belicoso, intrépido, orgulloso, espontáneo, rebuscado, afectado, humilde, desabrido, suave, adusto, bonachón, dominante…,  dejan constancia en esa suerte de ADN de las colectividades que es su lengua la importancia de tenerlo o no tenerlo, de tener en demasía o en parvedad ese carácter que, en el imaginario colectivo, nos representamos como la verdadera expresión de la persona, su auténtica naturaleza, lo inmodificable, su más sólida raíz. El carácter no anda lejos del genio, y éste, está claro, del daimon helénico que nos guía a veces a nuestro pesar, como una maldición de la que no podemos escapar. A nadie deja de sorprenderle la facilidad con la que una atribución caracterológica encierra a una persona en una cárcel definitoria de la que le es socialmente imposible evadirse. A pesar de ello, del carácter de sentencia civil que tiene el hecho de ser caracterizado, es ejercicio al que rara vez nos hurtamos, por su espíritu crítico ligero, puesto que no nos exige más que recordar taxonomías establecidas desde la noche de los tiempos y perfectamente reconocibles por todos.
La caracterología es el fundamento de la psicología. El estudio y la clasificación de los caracteres, cuya rentabilidad literaria le es de sobra conocida a todo el mundo, fue el primer paso para levantar el rudimentario mapa inicial de la psicología personal. Las dotes de observación y el estudio minucioso del comportamiento permitieron ya a Tírtamo de Éreso, rebautizado Teofrasto ("el expositor divino") por Aristóteles, establecer ciertos tipos cuyas características fundamentales apenas han variado con el paso del tiempo.  Que se trate, como con precisión nos informa de ello Elisa Ruiz García en la introducción, de una obra de circunstancias, de marcado acento cómico, destinada a servir de pie para ejercitarse en el arte del diálogo, no le quita ningún valor al repertorio de rasgos de conducta que Teofrasto reúne y que tiene, en el siglo XXI, la actualidad propia del IV antes de Cristo en que se escribió. He mencionado el concepto “tipo” y ello puede inducir a creer que estamos ante una obra de carácter costumbrista, en vez de un ingenioso estudio de las debilidades del alma humana, porque la vena cómica desde la que escribió Teofrasto tienden a ridiculizar lo que, siendo acusados rasgos de personalidad, nos parece que se apartan un buen trecho de lo que la cortesía exige y la pacífica convivencia necesita; pero lo cierto es que Menandro, discípulo de Teofrasto, fue el primero en llevar a la arena del teatro esos caracteres que han ido moldeando, desde entones, tipos que unos y otros autores han ido fijando para la posteridad: el miles gloriosus, el avaro, el fanfarrón, el don Juan, el glotón, el perezoso, el misántropo, el beato meapilas, el hipócrita, el indeciso, el desconfiado, el héroe, el hipocondríaco…
He aquí, en esencia definitoria, parte de la corta galería de caracteres definida por Teofrasto con singular perspicacia:
La rusticidad parece ser una ignorancia carente de modales. (Hacia finales del siglo V antes de Cristo, el término ágroikos comienza a tener un sentido peyorativo, como nos recuerda Elisa Ruiz y sólo una diferencia acentual permitió distinguir las acepciones de campesino y de “paleto”.
La oficiosidad, si queremos abarcarla en una definición, es un tipo de relación cuyo objetivo no es el bien, sino procurar agrado.
La locuacidad, si alguien quisiera definirla, parecería ser una incontinencia de palabra.
La novelería es una invención de dichos y hechos falsos, a los que quiere su portavoz que se les preste crédito. (…) Hay quienes, por haber conquistado ciudades de palabra, se han perdido una cena.
La sordidez es un ahorro excesivo de gastos.
La inoportunidad es una intervención extemporánea que perturba a las personas de nuestro entorno.
El entremetimiento parece ser un exceso de buena disposición tanto de palabra como de obra.
La grosería es una tosquedad en el trato que se manifiesta verbalmente.
La superstición parece ser un amedrentamiento respeto a lo sobrenatural.
La insatisfacción de la propia suerte es una crítica injustificada de cuanto se recibe.
La desconfianza es una sospecha de maldad en todos los seres humanos.
La guarrería es un abandono del cuerpo que resulta desagradable a los demás. El guarro es un individuo capaz de pasearse con su costra, su roña y sus largas uñas, y asegurar que éstas son enfermedades suyas hereditarias, pues las han tenido su abuelo, su padre y él. (…) Otros rasgos propios de él son: sonarse mientras come, rascarse en medio de un sacrificio, salpicar con saliva cuando habla y eructar al tiempo que bebe.
La impertinencia es, en lo que atañe a su definición, una forma de trato que, sin dañar, causa fastidio.
La vanidad parece ser un deseo mezquino de ostentación.
La tacañería es una ausencia de generosidad en lo que atañe al gasto.
Por supuesto la manía de grandezas parece ser una invención ficticia de bienes inexistentes.
La altanería es un cierto desprecio de todo lo que no es uno mismo.
La cobardía parecer ser una cierta deficiencia del espíritu causada por el miedo.
Perro del pueblo [así se llamaba coloquialmente a los sicofantas].
La codicia es una pasión por un tipo de ganancia vergonzante.
La labor de Teofrasto no acaba en esas definiciones rigurosas y sencillas del carácter, sino en un desarrollo expositivo en el que se aprecia a la perfección, a través de las anécdotas pertinentes,  los efectos sociales de semejante posesión psicológica
Como se advierte, desde que la horda primitiva estableció sus primeras relaciones interpersonales, las familiares incluidas, debieron de empezar a gestarse estos rasgos de carácter que han ido perfilándose con el pasar de los siglos para recordarnos de forma permanente la solidez de nuestras peores raíces, la de la cizaña. Se han ido reformulando y sutilizando, pero siempre serán, esos esfuerzos definidores, el intento de perfección del mapa preciso de la condición humana.