jueves, 26 de septiembre de 2013

Filóstrato: Vida de sofistas.


Un arte en peligro de extinción en España:
la oratoria. De los Sofistas a los *fablistanes.
Ahora que se conmemora el cincuentenario del famoso discurso de Martin Luther King, con improvisación del I Have a dream incluida, pues la frase no pertenecía al discurso original, quisiera llamar la atención sobre un arte en doliente decadencia y en franco peligro de extinción en nuestro país, si no ya extinto, a juzgar por la dificultad que implica aplicar a alguien tan honroso título: orador. La Chacón, hoy alejada a cuarteles de invierno suave para millonetis, perdió un congreso por confundir la oratoria con la arenga, el discurso con el mitin. No la tenía clara, la diferencia, pero ya la habrá aprendido. Quizás si estudia en Usamérica los discursos de Obama, y los de Thomas Jefferson, cubra una carencia tan escandalosa. Aquí se queda, para poder comparar el antes y el después, la nueva presidenta de la Junta de Andalucía, de su misma cuerda mitinera, pero sin el barniz de la docencia; aunque prácticamente le vale, para el cotejo, casi cualquier político en ejercicio, de cualquier partido. Si tendremos poca tradición oratoria, desde la Segunda República para acá, que en nuestras Cortes trans y postransicionales han pasado por oradores notables personas de tan escasas dotes para la elocuencia como Miquel  Roca, Fraga, Guerra, Anguita, Herrero de Miñón, Duran i Lleida e incluso el propio Rubalcaba, cuando ejerció de portavoz del PSOE en el Congreso. Si la oratoria es un arte, desde la concesión de la actual democracia no hemos tenido sino aprendices de él que no han pasado de charlatanes, con más o menos gracia o fortuna, pero charlatanes al cabo, o mitineros, y todos ellos han confundido el discurso con la perorata. Piénsese en “bocazas” presentes como Floriano, Elena Valenciano, González Pons y el inefable Martínez-Pujalte, que usan la palabra para atizar, que no para razonar, o el inefable Cayo Lara, que la usa para su pomposo pontificar aldeano (more Séneca pemaniego…, sin la gracia de éste, claro), y tendremos una idea bastante aproximada de aquello de lo que estoy hablando: lo lejos que andan todos de la sindéresis y lo hondo que hozan en las tierras pantanosas de los anacolutos, los solecismos y las incongruencias. Para entender mejor lo que supuso en su largo momento –el siglo XIX y la primera mitad del XX– la oratoria española como degeneración de la oratoria clásica, no tenemos sino que prestar atención, ¡heroica atención!, a su progenie ultramarina, como la retórica chavista, por ejemplo, y ahora la madurista, su secuaz, para comprender cabalmente hasta qué grado de deturpación lingüística e ideológica se puede llegar. En Hispanoamérica dejamos la lengua, sí, pero también la peor de sus manifestaciones orales: la relamida, empalagosa, altisonante e insufrible oratoria decimonónica, que ha acabado afectando tanto a las derechas como a las izquierdas, es decir, a sus paupérrimas imitaciones autoritarias, que es lo único que allí, y en casi todo el mundo, tienen.
El motivo de mi preocupación no ha sido, precisamente, la indignación que el abuso del lenguaje por parte de tales personajillos produce en quien tenga un mínimo de sensibilidad lingüística –Como una suerte de extraño masoquismo ha de considerarse que sea de los pocos españoles capaz de aguantar íntegra la retransmisión de una de esas sesiones plenarias del Congreso, con motivo, por ejemplo, de un debate sobre el deplorable estado de la nación; y como una morbosa perversión inclasificable que preste total atención a la intervención de portavoces secundarios en las comisiones del mismo Congreso…–, sino una gozosa lectura clásica en que se valora con absoluta propiedad lo que, en la época clásica, significó la oratoria, ya fuera la política ya la forense. Me refiero a Filóstrato y su  Vida de  sofistas, de la que tantas enseñanzas y envidias pueden extraerse. El prólogo, la traducción y las completísimas notas de María Concepción Giner Soria permiten al lector un disfrute impagable. No se trata de una historia de la sofística, con la explicación detallada de sus métodos, sino de una colección de breves biografías que nos permiten, sin embargo, hacernos una idea clara de lo que significó la sofística en el mundo antiguo y su importancia para la creación, conservación y transmisión de un género que, hoy en sus horas últimas, fue durante muchos siglos motivo de orgullo, reconocimiento e incluso riqueza para sus dominadores. El título, Vida de sofistas, destaca ya, frente a la simple enumeración que significaria el hipotético Vida de los sofistas, que la sofística implicaba una manera de vivir muy concreta, ¡y muy exigente!, porque el estudio continuo, indesmayable, la práctica de la memoria, el dominio del arte de la representación y otros requisitos ineludibles hacían de la profesión un arte de autoformación que quedaba lejos del común de los mortales. El sacrificio, el rigor, el apartamiento, la soledad, la entrega al conocimiento, etc. eran el núcleo de la vida cotidiana de los sofistas, incluso aunque lograran, como algunos lo hicieron, gracias a su dominio de la sofística, amasar una fortuna.
En otras culturas, como la anglosajona, el debate y el ensayo forman parte  fundamental de la educación de los alumnos, algo inexistente en nuestro antediluviano sistema educativo, en el que la exigencia, el rigor y el cabal entendimiento de qué sea una aquilatada expresión personal brillan  por su ausencia. Sólo salen adelante los naturalmente dotados, porque la elocuencia, aunque los sofistas no se cansen de reiterar que depende fundamentalmente del trabajo, trabajo y trabajo, hasta la extenuación, anda tan repartida como la materia gris, por más que los demagogos pedagogos igualitarios se empeñen en negarlo. De lo que se trata es de que el sistema disponga de métodos que permitan a los no dotados de forma natural acceder al dominio de esa competencia comunicativa, si no en igualdad de condiciones con los otros, sí sin menoscabo para desarrollar un proyecto vital satisfactorio. Y no hacer que, por decreto, salgan todos adelante con independencia de su capacidad, sus conocimientos y su competencia, es decir, esa legión de analfabetos funcionales ni-ni, que, sabiendo leer y escribir (rudimentariamente), ni leen ni escriben, como sugirió Unamuno, sino que, todo lo más, guatsapearán casi ininteligiblemente.
El libro de Filóstrato nos habla de una época y unos oradores a quienes acuden los emperadores romanos  en señal de reconocimiento, cuando no son directamente educados por alguno de ellos, como el propio Marco Aurelio, a quien instruyó Herodes de Atenas, y cuyas Meditaciones han de ser añadido  libro de cabecera de cualquiera que ya tenga como tal los Ensayos de Montaigne. Mucho antes, Apolodoro de Pérgamo había sido el educador de Augusto. De Teodoro Gadareo nos dice Quintiliano que enseñó a Tiberio, cuyos discursos fueron elogiados por Tácito en sus Anales –que han sido mi lectura en el ferragosto romano, y acaso sean reflexión setembrina u octobreña en este Diario–, donde incorpora, como documento, fragmentos de ellos. Casi podríamos hablar de los sofistas como auténticas estrellas mediáticas de aquellos tiempos, porque hay un componente de exhibicionismo más que notable en su tarea oratoria. Concebían aquellos oradores su tarea, en cierto modo, como un reto, como una competición: no sólo hay que trabajar día y noche para ser un orador competente, sino que se trata de ser el mejor, que nadie pueda rivalizar contigo. Ese punto de exhibicionismo hace atractiva la figura del sofista, un auténtico técnico de la oratoria, capaz de dominar cualquier tipo de discurso y de conseguir muy diferentes objetivos: judiciales, políticos, morales ¡y hasta terapéuticos! Fue Antifonte, por ejemplo, que llegó a ser insuperable en el arte de la persuasión, quien anunció unas sesiones de “alivio del sufrimiento mediante la palabra”, porque estaba convencido de que no existía ningún dolor humano, por fuerte que fuera, que él no pudiera combatirlo y derrotarlo mediante el discurso. Incluso abrió una consulta en el mercado de Corinto donde, como un pionero del psicoanálisis, recibía a los pacientes, a quienes mediante preguntas les extraía las causas de sus depresiones y los sanaba. Quizá su discurso más célebre, según las noticias de sus contemporáneos, fuera el que titulan Sobre la concordia. Escribió también un tratado, Arte contra la aflicción, que lamentablemente no ha llegado hasta nosotros, sino indirectamente a través de otros autores.
Siempre se alaba el sentido práctico de los romanos y su dedicación a la ingeniería, pero no es menos cierto que supieron continuar la tradición griega de la oratoria y convirtieron a los Rétor, los oradores forenses, en figuras principales de su vida social y judicial. La obra insigne del riojano Quintiliano Institutio Oratoria*, de carácter enciclopédico, supone ya un aviso del serio peligro de desaparición de un arte que había sido central en las sociedades griega y romana durante más de siete siglos. Si Quintiliano se quejaba ya en su época de la degradación del arte del discurso, ¡qué no diría si resucitara y tuviera la desgracia de escuchar a nuestros tribunos citados ut supra! Se volvía a la tumba para seguir hablando con las cenizas, el silencio y su memoria.
Queda, para nuestra vergüenza, la corrupción del sentido de la palabra sofista, si bien los gobernantes griegos captaron enseguida el peligro, para la recta aplicación de la ley, de aquellos argumentadores que podían defender con brillantez, persuasión y convicción  incluso lo injusto. Para los seguidores del arte de la sofística, sin embargo, el verdadero sofista era el más acabado y perfecto ejemplar de la especie humana. Los más célebres no sólo eran un ejemplo de dedicación exclusiva a su formación, sino un compendio vivo de las gracias con que la figura del sofista debía estar adornado: memoria extrema, dicción idónea, diáfana claridad, sutil ingenio, arrolladora seducción, poderosa empatía, léxico exacto y turbadora melodía sintáctica. Como se aprecia, cualidades tan ajenas a nuestros usos parlamentarios e intelectuales que bien puede decirse que “en peligro de extinción” es una calificación casi magnánima respecto del estado de la oratoria en nuestro país. Pocos son quienes con su verbo nos llevan el entendimiento y la admiración tras él, porque en esto de la oratoria los hay que, so pretexto de recrearse en ella, acaban hablando para sí, escuchándose de una manera tan autista como vergonzante. Pondré dos ejemplos muy diferentes de lo que ha de entenderse por excelencia en la oratoria para que, a partir de ellos, pueda cada cual reflexionar sobre posibles candidatos a tan prestigioso laurel, y refutar o consagrar los que propongo: Fenando Savater y Antonio Gala, aunque, en vida, yo solo he conocido un orador que ha ejercido sobre mí el poder omnímodo de aquellos sofistas clásicos: José Manuel Blecua Teijeiro. ¡Va por Vd., maestro!


*Bionota: Siempre he querido leerla, y últimamente me decía que sería el primer libro que leería recién jubilado. Como ha caído en mis manos de forma tristemente accidental, es posible que adelante la lectura. Ya veremos.

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