domingo, 10 de noviembre de 2024

«A sangre y fuego», de Manuel Chaves Nogales, primer contacto.

 Crónica sin tapujos ni orfebrería esteticista de nuestra barbarie cainita, una más de las muchas padecidas a lo larga de nuestra sangrienta historia.

 

          …porque termina mal. Sentenció Gil de Biedma sobre la historia más triste, tras escoger la nuestra, la de España. Y no le faltaba razón. En estos tiempos en que asistimos a la forzada exhumación del cainismo, bajo el eufemismo de la «polarización» sistemática, usada como exclusiva arma política para mantenerse el psoe en el poder, aun a riesgo de enfrentarnos de nuevo a los españoles contra otros españoles y, sobre todo, contra quienes, enemigos declarados de España, quieren independizarse políticamente de ella con todos los privilegios económicos intactos, es doloroso adentrarse en unos relatos testimoniales que, a través de la relativa ficción, quieren dejar memoria de la nube tóxica de barbarie que cubrió toda la geografía española desde Finisterre hasta Melilla y El Hierro.

          Entro por vez primera en la obra de Chaves Nogales, de quien intuyo que me gustarán más sus crónicas periodísticas que su obra narrativa, y no porque estas ficciones tan realistas no tengan interés, sino porque la descripción fidedigna del mal, de la miseria moral y del sufrimiento sin esa pizca de participación de la imaginación no acaba de satisfacerme. Ni siquiera la feliz aparición de «conticinio» en sus páginas redime a las narraciones de su aire de informe forense en el que nos toca contemplar manifestaciones tan primitivas de la psicología humana. El autor informa de que todas ellas tienen un trasfondo real, histórico, más o menos circunstanciado a través de la imaginación. Y es cierto que notamos esa densidad pegajosa de las limitaciones intelectuales y morales de la mayoría de sus personajes.

Abierta la veda del cainismo, el ejercicio del micropoder acaba teniendo las nefastas consecuencias que tuvo, y en todas las familias, rebeldes o fieles a la República, se conservan relatos del horror o, peor aún, el espeso silencio del temor y el olvido forzoso. Revivir todo ese cieno de venganzas, de horrores y de miseria a través de la memoria histórica unilateral dictada por el Poder de turno no parece la mejor política para cohesionar una sociedad y construir una nación que mire hacia el futuro con entusiasmo para convertirlo en lo mejor posible. Desde esta perspectiva, estoy seguro de que muchos paleoizquierdistas habrán leído este volumen como «propaganda» de la «ultraderecha», que es hacia donde han desplazado el centro político para tener una desteñida bandera de agitprop tras la que cubrirse la vergüenza infame del sectarismo a ultranza. El autor lo expresa con meridiana claridad en su prólogo: Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario. […] En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota fe mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contera el Espíritu Santo. Y es en Moscú, Roma y Berlín donde sitúa el autor los altos hornos del odio en que se forjó nuestro sangriento enfrentamiento civil. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas, remacha el autor, que supo en su momento que se había planeado su «desaparición» en el fragor de la contienda.

          Decía al inicio lo de mi posible interés por su obra periodística o ensayística, porque el prólogo a las narraciones ha acabado atrapándome con mucho más interés que el de los destinos de esos pobres diablos sometidos a unas circunstancias en las que apenas tenían capacidad de decisión, porque la disyuntiva «vida o muerte» va más allá de la libertad de elegir y del abanico de posibilidades de realización personal que una guerra civil suprime de un plumazo para casi la mayoría de la población afectada. Desde esta perspectiva, Chaves representa, intelectualmente, el justo medio que desapareció durante la etapa republicana y que ha sido laminado en nuestra democracia actual. La lectura de esta reflexión política del autor me parece muy digna de ser leída para entender la falta total de sentido del enconamiento político que vivimos: El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo. ¿No está el autor, ucrónicamente, abogando por una superación del conflicto a través de la Constitución del 78, contra la que luchan en nuestros días denodadamente tantas fuerzas políticas, algunas de ellas con humillante participación en aquella barbarie?

          Los relatos visitan distintas zonas geográficas y nos presenta personajes de diferentes extracciones sociales, pero la dialéctica amigo-enemigo, ¡tan infaustamente extendida hoy entre nuestra clase política y aun entre vecinos en los barrios y pueblos de nuestra geografía!, lo puede todo, todo lo determina, de tal manera que los destinos personales de todos los personajes de los cuentos (el autor los llama «novelas», curiosamente, aunque nada tengan de ejemplares, ni por longitud ni por su materia, más allá de dar cuenta de una realidad cuyos relatores se los está llevando el tiempo a marchas forzadas, y acaso por ello mismo no tarde en derivar hacia la nebulosa de la ficción aquel mundo tan duro, tan despiadado, tan cruel) son irrelevantes: matar o morir son las únicas opciones viables. No la huida, porque en la huida los cazan como a conejos. En la nómina de personajes ni siquiera faltan algunos «notables» como el poeta Alberti con su aire de divo cantador de tangos,  Bergamín con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado o María Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura…; pero, en términos generales, abundan sobradamente los individuos anónimos y agrupados religiosamente en las muchas organizaciones que, en aquellos momentos, te concedían el salvoconducto que garantizaba tu integridad personal, excepto que tuvieras un pasado que te hiciera sospechoso a los demás, como los anarquistas de la CNT ejecutados por haber coqueteado de jóvenes con Falange… No faltan las rivalidades pueblerinas enconadísimas, aquellos auténticos «ajustes de cuentas» que sembraron las zanjas de cadáveres; el asalto al Cuartel de la Montaña o las razias de los moros, ¡tan temidos! En medio de esa espiral irracional y asesina, un diálogo entre dos personajes muestra claramente el tenor de todos los cuentos:

—Hay que resistir a todo trance y conservar en nuestras manos el control de la revolución —replicaba con impresionante fuerza Tomás, el joven socialista—; procuraremos combatir el terrorismo de esas bandas armadas que vuelven del frente y al final las extirparemos como hemos extirpado al fascismo.

—Sí, pero mientras esos bandidos puedan actuar impunemente, el pueblo nos hará a nosotros responsables. Si dejamos las manos libres a los criminales de la Columna de Hierro, la opinión se pondrá en contra nuestra. Ya lo estamos viendo. Los pueblos por donde pasan esos bandoleros se tornan fascistas. Esos canallas son los mejores propagandistas de Franco. Yo he visto a viejos republicanos demócratas auténticos renegar de la revolución y desear el triunfo del fascismo —replicó el tío Pepet.

—Es el horro de la guerra lo que provoca esas reacciones. ¿Crees tú que del otro lado no hay gentes de bien, conservadoras y católicas, a las que están convirtiendo en revolucionarias los asesinatos de los falangistas? Seis meses más de guerra y verías la inmensa mayoría de los revolucionarios de hoy convertirse en reaccionarios, pero también dentro de medio año, si la guerra continúa, no le quedarán a Franco más que sus asesinos pagados.

Me ha llamado la atención que en el cuento Consejo obrero, se describa a uno de los personajes, el viejo Felipe, anarquista de toda la vida como a ratos ladrón y a ratos apóstol de la idea, porque me ha traído a la memoria al protagonista de El català de La Manxa, de Santiago Rusiñol, publicada en 1914, en el que se vuelve una y otra vez sobre ser partidario, propiamente apóstol,  de «la idea», de la que parece heredero ese Felipe del cuento. Por cierto, la novela de Rusiñol la recomiendo encarecidamente, porque es una obra desternillante. Creo que merece una nueva traducción y ser ampliamente publicitada, pero allá los popes de la edición con sus juegos estéticos del hambre y otras lindezas… Y me han gustado dos cuentos sobre todos, al margen, ya digo, del carácter documental de todas las narraciones: la descripción de un héroe de talante soviético, Bigornia, que da nombre al cuento, y El refugio, en el que se describen los bombardeos sobre Bilbao y la búsqueda angustiosa de supervivientes entre las ruinas, algo a lo que los terremotos actuales nos tienen muy acostumbrados.

 

«El malestar en la civilització», de Sigmund Freud, versión de Josep M. Terricabras

 

Una relectura necesaria en estos tiempos maniqueos y malsines del malser…

 

          Me he aventurado en esta relectura de un texto clásico de Freud, para hacerlo de la mano de la versión de un personaje, Josep Maria Terricabras, fallecido este mismo año,  muy contradictorio, a mi juicio. Su innegable prestigio intelectual y filosófico dejó paso, a partir de 2012, en los inicios del procés para conseguir la independencia de Cataluña, a una colaboración con ERC que fue intensificándose hasta ser escogido candidato independentista al Parlamento Europeo, escaño que ganó. Sus numerosas declaraciones a favor de esos objetivos políticos me lo fueron haciendo muy antipático e incluso llegué a pensar que era un preclaro ejemplo de cómo un sólido intelectual de prestigio podía dejarse abducir por la ideología política hasta el punto, siempre a mi juicio, de entrar en contradicción con su propia formación, a la que le deberían de parecer aberrantes ciertos procesos políticos que incitaban a una revolución popular, muy desigual respecto del monopolio de la violencia del Estado contra el que se luchaba, cuyos resultados, en términos de vidas humanas, se intuían catastróficos. ¿Qué debió de pensar cuando tradujo estas esclarecedoras palabras de Freud, que afectaban al núcleo duro de su delirio político: S’afirma, però, que cadascun de nosaltres es comporta, en algun punt, de manera semblant al paranoic: corregeix, amb la formació d’un desig, una cara del món que li resulta insuportable i inclou aquest deliri en la realitat. Hi ha un cas que reclama una significació especial: quan un nombre força gran de persones resol conjuntament de fer l’intent d’assegurar-se la felicitat i de protegir-se del sofriment a través d’una delirant transformació de la realitat. ¿Qué otra cosa, si no, fue el procés: un delirio colectivo que amenazó gravemente la convivencia pacífica de seis millones de personas en el noroeste de España?

          Desde esa perspectiva inicial, me sumergí en su traducción del que habitualmente se ha titulado en castellano El malestar en la cultura y que, propiamente, según oportuna nota del traductor, ha de traducirse como «civilización», que es lo que realmente, al parecer, corresponde al término alemán Kultur.  Mi intención primera, siguiendo el título habitual en castellano, consistía en reflexionar sobre el estado actual de la cultura, desde un punto de vista sociológico, porque es muy difícil contradecir o completar una reflexión esencial sobre lo que es la «cultura», ya expuesta por Gustavo Bueno en su excelente libro El mito de la cultura. Quería repasar el nivel de degradación que, en justa correspondencia con el nivel político de este sexenio, se ha producido en una cultura en la que la campa la «bandería» a sus anchas, orillando cualquier posibilidad no ya de un canon más o menos consensuado, sino incluso de la libre expresión subjetiva ante los actos culturales sin que esa libertad lleve aparejado el encasillamiento ideológico del emisor. Se trata, como ha intuido el intelector, que para eso lo es, de una variante de la famosa «polarización» que, en España, es nítido eufemismo de nuestro cainismo secular.

          En términos civilizatorios, pues, esta reflexión de Freud no deja de ser oportuna, porque atañe al papel que juegan las pulsiones en ese esquema dualista, Eros y Tánatos, que ya había formulado Freud en 1920 en Más allá del principio del placer. Este ensayo, escrito en verano, no diré que como un divertimento, pero sí sin auxilio bibliográfico ninguno, es muy revelador para comprender el diagnóstico que Freud establece de la persona y de la sociedad, dos realidades que se oponen tanto como los dos principios citados. Terricabras lo dice claramente en su magnífico prólogo: La civilització és el procés evolutiu que porta de la familia a la humanitat. […] Ara bé, el que és útil per a la civilització és perjudicial per a l’individu, al qual se li demanen sacrificis i renúncies: se li restringeix la satisfacció sexual i se li desvía i mobilitza l’energia psíquica, la libido, cap a altres objectius (el de l’amistat sense sexualitat i el d’establir lligams de treball i de col·laboració).

          Los brotes «revolucionarios» de la Década prodigiosa fueron, en última instancia, una rebelión a favor de la libertad individual y de liberación de los instintos y las emociones, aherrojados por la represión social en aras de la paz y la convivencia, supuestamente «razonables». Mucho antes, en los años 20, se produjo una explosión antirracionalista y liberadora que acabó, curiosamente, con el advenimiento de esas fuerzas oscuras que representaron el fascismo y el nazismo. Casi un calco, mutatis mutandis, de nuestro atribulado presente. Y si en los 20 y los 60 del pasado siglo la necesidad de oponerse a la coerción social tradicionalista y ultraconservadora suponían una readquisición y reafirmación del yo, ahora nos hallamos en un momento en que esa rebelión se dirige contra poderes ultraliberales deseosos de imponer unos estándares sociales muy alejados del sentir mayoritario de las poblaciones, que ven peligrar, no solo su integridad individual, sino la propia existencia de naciones con siglos de antigüedad. En el juego interactivo entre el individuo y la sociedad, acaso convenga recordar la constatación freudiana: Venen ganes de dir que la intenció que els humans siguin feliços no està continguda en el pla de la creació. De hecho, no tarda en revelarnos que el origen de la neurosis en el individuo estriba  en esa lucha feroz entre la coerción social y la necesidad de liberar los instintos reprimidos: La persona es torna neuròtica perquè no pot suportar la quantitat de renúncia que li imposa la societat al servei dels seus ideals de civilitat, i d’aquí, se’n va concloure que si aquestes exigències fossin suprimides o mil disminuïdes, això representaria tornar a tenir possibilitats de ser feliç.

          Subyace en estas consideraciones sobre la infelicidad que genera la represión social sobre el individuo una teoría sobre la agresividad propia del ser humano que choca frontalmente con el nuevo neoconservadurismo izquierdista que nos gobierna, siempre dispuestos a reivindicar la teoría del buen salvaje de Rousseau corrompido por la maldad social: La part de realitat volgudament dissimulada al darrere de tot això és que l’home no és un ésser amable, necessitat d’amor, que, com a molt, també es defensa quan és atacat, sinó que, entre les seves aptituds pulsionals, també s’hi pot comptar una bona dosi d’agressivitat. [...] L’agressió també es manifesta espontània i deixa al descobert els humans com a bèsties salvatges, a les quals resulta estrany el respecte envers la pròpia espècie. Y, prefigurando una futura objeción simplista por parte de esas ideologías supuestamente liberadoras de la especie a costa del sacrificio de la libertad individual de sus miembros, Freud deja bien clatro que L’agressió no ha estat pas creada per la propietat; aquesta dominava gairebé de forma il·limitada en èpoques primitives, quan la propietat encara era molt pobra: ja es mostra en la primera infància que, a penes la propietat ha abandonat la seva forma anal primitiva, l’agressió constitueix el pòsit de totes els relacions de tendresa i amor entre els humans, potser amb l’única excepció de la mara amb el seu fill mascle. [...] Evidentment, no els resulta fàcil als humans de renunciar a la satisfacció de la seva agressivitat; si ho fan, no s’hi troben a gust. Fritz Perls, hijo a su pesar de Freud, defiende en su Terapia Gestalt que la «agresión» ha de ser considerada como una fuerza primigenia que ha de ser encauzada para ponerla al servicio de la autorrealización del yo, no como una enemiga a la que se ha de suprimir mediante la medicación y otros métodos emasculadores: Yo, hambre y agresión, es el título de su primer libro. Y en él, curiosamente, recoge la misma cita de Schiller que Freud: En la total desorientació dels començaments, vaig trobar el primer agafador en l'expressió del poeta-filòsof, que «fam i amor» mantenen unit l'engranatge del món.

          El malestar en la civilización detalla la compleja relación entre individuo y sociedad. y también dentro del individuo mismo, porque esa agresión la acaba introyectando el individuo en sí mismo, redirigiéndola contra él en forma de potente sentimiento de culpa que ha de ser expiado, y en buena medida ello se objetiva a través de la cultura y otras conquistas de carácter estético e intelectual. Por eso es conveniente cederle la última palabra al autor: La qüestió decisiva de l’espècie humana em sembla que és aquesta: si la seva evolució civilitzadora aconseguirà dominar, i en quina mesura, el trastorn de la vida en comú provocat per la pulsió humana d’agressió i d’autodestrucció. [...] Ara els humans han arribat tan lluny en el domini de les forces de la naturalesa que, amb el seu ajut, ho tenen fàcil per exterminar-se els uns als altres fins que no quedi ningú. Això ell ho saben, i d’aquí ve una bona part de la seva intranquil·litat actual, de la seva infelicitat, del seu espaordiment. I ara s’ha de esperar que, dels dos poders celestials, l’altre, l’etern Eros, faci un esforç per sortir vencedor en la lluita amb el seu rival, igualment immortal. Però, qui en pot preveure l’èxit i el resultat.

          Esa es nuestra incertidumbre hoy, aunque el psicoanálisis ha desterrado, hace mucho, la idea de que esa dualidad freudiana tenga visos de realidad; del mismo modo que otras psicoanalistas desterraron en su momento ideas tan peregrinas como la «envidia del pene».

          La traducción, aunque no tengo ni idea de alemán, suena muy bien en catalán, y eso es importante, pero, además, el traductor nos ofrece un riquísimo bonus en forma de notas que atienden desde lo sustancial hasta lo anecdótico, razón por la que la recomiendo efusivamente.