sábado, 28 de septiembre de 2024

«La noche que llegué al café Gijón», de Francisco Umbral.

 

El maestro de la crónica, el tesoro de la memoria y las grandezas y miserias del mundillo intelectual: el escritor crustáceo...

La España de los años sesenta fue muy diferente en sus inicios y en su final de década. En aquellos años se produce la expansión económica que lleva al Régimen a establecer acuerdos preferentes con la Comunidad Económica Europea y se produce el estallido turístico que va a transformar nuestro país, acercándolo a los estándares europeos en cuento a las costumbres y el desarrollo se refiere, pero no, por supuesto, en cuanto a libertades políticas, dada la fortaleza del Régimen, cuyo afán represor sangriento se extiende hasta poquísimo antes de la muerte del dictador.

La noche que llegué al café Gijón —y me viene a la memoria la discusión gramatical sobre el título, el cual, al decir de los puristas, hubiera debido ser La noche en que llegué al café Gijón, con esa preposición que no debería perderse, como vemos que sucede con otras en nuestros días— es un libro de memorias, sí, pero también la autobiografía de la construcción lenta y trabajosa de un yo literario que buscaba su incardinación en nuestro ecosistema intelectual, buena parte del cual se ubicaba entonces en el legendario café. Umbral abandona la provincia, Valladolid, y se aventura en la modesta jungla madrileña, por ponerlo en términos de thriller creativo, para labrarse un porvenir de escritor de lo que salga, a juzgar por cómo va tanteando aquí y allá y prueba diferentes formas de introducirse en el mundo de quienes aspiran a vivir de su pluma, algo que muy pocos consiguen, desde luego, y lo sorprendente no es que Umbral lo lograra, sino que, además, fuera autor de obras que destacan por mérito propio en la literatura española del siglo XX, y ahí está una obra a la altura del canon estilístico que él cifra en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, El contenido del corazón, de Luis Rosales y Pasión de la tierra de Aleixandre, los que constituyen, según Umbral,  la trilogía de grandes prosas líricas escritas por poetas en nuestro siglo español. Umbral no es propiamente poeta, pero el carácter lírico de su prosa procede de la frecuentación de la poesía, siendo JRJ, su «poeta por excelencia».

Umbral es el creador de un género insólito en el que, como en este libro sucede, se mezcla la crónica de un tiempo, el apunte biogtráfico, la confesión autobiográfico, pinceladas de crítica literaria y una sentida «autobiografía literaria» en la que nos da las claves de su obra, de su estilo y de sus preocupaciones, por más que todo remita, en última instancia, a su propia persona, como confiesa desafiante: El escritor sin género sólo puede apoyarse en sí mismo. Ignoraba entonces, está claro, que él había de ser el creador de un género nuevo, uncido inmarcesiblemente a su persona, una suerte de género fluido que pasaba del periodismo a la literatura con una insultante facilidad, de modo que si destacó como articulista literario, también lo hizo como literato cronista, y ahí está una novela grandiosa, valleinclanesca como La leyenda del César visionario, que no me dejará mentir; pero donde alcanza su cenit es en el diario íntimo, en la crónica personal del desgarro de ese sí mismo que pasa por la más terrible de las experiencias, la muerte de un hijo, y se salva y se condena por la literatura: Mortal y rosa lleva por nombre, y es, a mi juicio, el mejor libro autobiográfico escrito en España en la segunda mitad del siglo XX. Como ya escribí acerca de él con anterioridad, permítanme la autocita: «Sí, claro que hay «resentimiento», y un torrente de mala hostia y mala leche y desesperación que se desborda constantemente en arrebatos líricos que son el equivalente de la respuesta de Umbral, en el documental, a aquella señora que, queriendo consolarlo, le dijo, respecto de la pérdida de su hijo: «Si Dios lo ha querido…»: «¡Pues muy hijo de puta Dios, muy hijo de puta…!». Gran parte de este libro es una contrablasfemia contra la de la vida que siega la vida de una criatura en cierne, y se leen, en cada línea, los más de ciento cincuenta quilos de presión de las mandíbulas apretadas con que el autor acompaña la temblorosa caligrafía de su herida mortal. Cada una de las páginas de Mortal y rosa, desde la mitad del libro hacia adelante, tiene más de sudario que de página en blanco, porque Umbral teje en ellas el cuello alzado y la bufanda que muy a duras penas le protegieron del frío pavoroso que se le metió hasta el corazón de los adentros de su amor y de su pasión de padre, ¡y cómo se abriga al hielo!: El frío dentro de mí, como un jarrón venenoso, como la entraña inhóspita de mí mismo. […]  Exiliado de tu reino de luz y voz, vago por los países del frío, y seré ya para siempre el apátrida, el que pasa, en la tarde, con el cuello del abrigo subido, mirando luces y escaparates, porque te has ido a algún sitio y me has dejado fuera, porque solo tú acertabas con el centro tibio de la vida, y yo no acertaré jamás, y tengo conciencia de expatriado, y todo a mi paso es arrabal, suburbio, alejamiento del secreto rubio del mundo.[…] Qué dentro del frío me has abandonado, qué perdida mi mano grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano. Qué frío, hijo, en esta mañana fría, el rincón quieto, blanco y desolado de tus juguetes».

Para cualquier escritor en cierne, la lectura de este libro ha de ser reconfortante, porque se plasma en él algo que los «triunfadores» olvidan con facilidad: los duros comienzos que amenazan con hacerte desistir de tu vocación literaria. Se ha de tener un temple especial para encajar negativas editoriales —¡qué me van a decir a mí, que las he llevado al título de esta bitácora!— y seguir confiando en las propias fuerzas, la propia imaginación, el propio ingenio y las propias obras, porque la literatura es arte de muchas sorpresas y nunca se sabe cuál tasación será la aquilatada y duradera. Lo importante, y Umbral lo sabía perfectamente, era hacer obra…: Desde entonces [cuando escribía el libro sobre Larra] casi siempre he necesitado tener un libro en la horma por esa sensación de unidad, de seguridad, de continuidad que da el estar haciendo una cosa larga y seguida, aunque sea poco a poco. Si no, parece que la vida se deshilvana. El libro en marcha le pone argumento a la vida, que generalmente no lo tiene. Lo duro era hacer esa obra y que, presentada a quienes tenían en su poder publicarla, no le hicieran caso. Me siento muy afín a esos sentimientos que revela el autor cuando llevó un volumen de cuentos, editados e inéditos. Pavón tuvo el «desliz» de decirle que a Aldecoa, el maestro del cuento en aquellos años, le había gustado el primer cuento, y hasta que sonó el teléfono, en una de las varias pensiones en que vivió al principio en Madrid, fuente inagotable de experiencias que llevaría a sus libros… Yo daba vueltas en la gran cama de la pensión de Ayala. […] Fui temblando al teléfono. […] Que no, que de momento no, que sí pero no, que bueno pero no, que a ver si más adelante, que esto y lo otro. Que no. Volví a mi cuarto y lloré en la cama boca arriba (no boca abajo, como las señoritas de las películas). […] No sabían aquellos dos escritores el daño que me habían hecho. […] Luego pensé —supongo— que había que seguir como habría seguido de no presentarse aquella falsa oportunidad. Había que seguir como si la oportunidad no se hubiese presentado nunca. […] La literatura era la mediocre rutina que es, incluso antes de haber empezado uno a ser literato.

La dureza del choque entre el idealismo y la realidad literaria, con sus miserias, sus bajezas y sus urdimbres siniestras, no solo pone a prueba al autor, sino que lo confirma aun más en su obsesión por llegar a ser lo que finalmente fue: un maestro de la prosa literaria y periodística, en igualdad de condiciones, y una celebridad que se permitía contemplar el fenómeno socioliterario desde un desdén aprendido en mil fracasos, la verdadera universidad del carácter.

El Café Gijón, antonomasia de la vida intelectual y mundana de la época del franquismo, aunque existió antes y aún sigue abierto, es un muestrario no solo de la vida literaria, sino de la vida social y política de unos años en los que la dictadura imprimía en las conciencias la dura huella de la autocensura. El propio autor lo dice: Lo que pasa es que yo, además, en mis artículos quería decir otras cosas, disparar cada día contra la sociedad franquista una pistola pavonada y romántica o un pistolón bronco y casi irónico. Pero eso, por entonces, estaba muy difícil. Su obra periodística le permitió, poco a poco, ir sacando la cabeza en aquella época de autores consagrados a los que, como en todas, no les gusta la competencia ni el desafío de los jóvenes que codean incansablemente para abrirse paso. Umbral se especializó en el género de las entrevistas, y ello le permitió entrar en contacto con buena parte de la nómina de autores consagrados que aparecen en su libro, en el que se echa absolutamente de menos un índice onomástico que nos permita ir con facilidad a la relectura de algunos «nombres» que se nos quedan entre los cientos que habremos de leer a lo largo de toda la obra. ¡Menos mal que, de tanto en tanto, Umbral recapitula en el apartado autobiográfico y nos deja bien clara la nómina de sus influencias!: En mi interior galería juvenil lucían unos cuantos nombres como hogueras cordiales, indelebles y arbitrarias: Heráclito, Quevedo, Proust, Juan Ramón, Baudelaire, Neruda, Gómez de la Serna y pocos más. Quizá Henry Miller, recién descubierto. Quizá Valle-Inclán y Larra, también muy trabajados por entonces. Con esta docena escasa de prosistas y poetas puedo decir que se ha molturado casi todo lo que he escrito. Habría que añadir el humor de Mihura, el lirismo de Carlo Emilio Gadda o de Lawrence Durrell. La potencia metaforizante de García Lorca. Pero, en resumen, me sentía progresivamente heredero del barroco español puesto al día con su burla, su metáfora y su hermosa curvatura. Y a mí me sorprende que, siendo yo de una generación y media posterior a la de Umbral, coincidamos en esta nómina, aunque advierto que no ha incluido un autor del que habla elogiosamente en otra parte del libro: Samuel Beckett, tan importante en mis años de formación. Se despacha a gusto, sin embargo, contra los dos referentes máximos de aquella época: Azorín y Baroja, de quienes abomina, y le guarda un respeto máximo a Camilo José Cela, quien, acaso en el fondo, fuera su «modelo», al menos de escritor  que logra vivir solo de la pluma, a pesar de ciertas renuncias y exigencias mediáticas que ambos cumplieron siempre con exquisita profesionalidad. De lo que huyó siempre, acaso con un exceso de celo, fue del encasillamiento, del alfiler que te clava sobre el fieltro y te convierte en pieza de museo: Comprendí lo que ya sabía: que en este país te colocan tres adjetivos y dos frases y ya nadie varía eso en cincuenta o cien años de vida literaria.

En la evolución del escritor, un paso importante es el de hospedarse en las pensiones a tener «una habitación propia», porque, como le explicó un tótem del articulismo de entonces:  Le había oído yo decir a César González Ruano en el Teide, con la voz importante, los ojos espantados y el cigarrillo en las manos ducales, que el escritor tiene que tener una casa, que la bohemia del oficio hay que contrapesarla con la seguridad de una casa, por lo menos eso, un sitio seguro para dormir y trabajar, porque entonces se puede aguantar sin comer, sin hacer el amor, sin dinero ni amigos. Dentro de la casa, aunque sea modesta (quizá mejor si es modesta) el escritor teje su obra como el gusano su capullo. No había leído por aquel entonces Umbral el famoso libro de Virginia Woolf, Una habitación propia, pero bien puede decirse que la vida de nuestro autor cambia cuando tiene esa madriguera que, poco a poco, lo irá distanciando de la frecuentación de cafés como el Gijón y otros centros de reunión de intelectuales, porque las obras no se escriben solas, y ya lo dijo Valle-Inclán, que era mucho más difícil escribir una novela que un cuento, «porque te obliga a estar más tiempo sin salir de casa…». Al fin y al cabo, es declaración de principios del autor que el escritor es lobo estepario que ha de crearse su soledad entre los demás o a solas. Una mujer, un amigo, un socio, un editor, cualquiera puede malograr al escritor.

Estas memorias contienen innumerables retratos de personajes y personas, famosos y anónimos, cuyo interés dependerá del lector. No hay que olvidar, sin embargo, que Umbral cultivó una pose de provocador, aunque desde dentro del sistema, no desde el margen, y menos desde la marginación, cultural o política. Umbral está encantado de observar y retratar, desde su puesto de secundario entonces, una realidad con muchas caras, desde las putas finas de Chicote hasta las progres de voz cazallera del Gijón y otras especies diversas. Cada cual elegirá con qué se queda. Particularmente, mi elección se orienta hacia dos personajes muy distintos: el articulista y escritor Eusebio García Luengo y el artista conceptual Alberto Greco. Es el propio Umbral quien nos dice que, harto de los figurones de relumbrón, a quienes estaba obligado profesionalmente a entrevistar, a él le llamaban la atención esos otros seres cuya discreción no ocultaba el brillo de su personalidad: De vuelta ya del conocimiento de los grandes y consagrados, me entregaba yo más bien al descubrimiento de los raros, de los escritores incatalogables, inconsagrables, en los que estaba la literatura en estado puro, aunque siempre excelso, ni falta que hacía. […] Eusebio García Luengo era lo mejor que se podía encontrar en este sentido. […] Muy delgado, algo hundido, lento y pacífico, siempre sin prisa, teorizante de esquina y filósofo al azar. Eusebio García Luengo era un conversador fascinante. Todo le nacía de un fondo sistemáticamente paradójico e irónico y el único que no advertía su burla era el sometido en aquel momento a ella. Eusebio hacía unos asombrosos artículos orales que no tenían nada que ver con los artículos que publicaba luego en los periódicos, llenos de discreción, moderación, dubitación, interrogación y generalidades. […] Yo creo que así como el escritor por escrito puede amedrentarse en el diálogo y quedar opaco, el escritor oral se amedrenta ante la cuartilla, a veces.[…] Hablando, las ideas y las palabras nos vienen a la boca. Escribiendo hay que ir a buscarlas. No todo el mundo está dispuesto a ese acarreo. Si tendrá capacidad de persuasión Umbral, que ando ya a la caza de dos novelas de Luengo de las que jamás oí hablar:  El malogrado y No sé. De Alberto Greco, la noticia es más escueta, pero también más impactante: Alberto Greco, argentino, el primer artista conceptual en España se suicidó en una pensión de Barcelona escribiendo previamente en su mano izquierda la palabra «Fin» y dejando una novela manuscrita que se llamaba Una mierda sin olor.

A quienes no sean particularmente afectos a la obra literaria de Umbral, cabe decirles que el valor documental de este libro, tanto sobre su propia persona como sobre el panorama intelectual de aquella época, es altísimo, lo cual es una razón de peso, a mi entender, para comprender aquella «circunstancia» de la que habló Ortega como contrapeso, límite y estímulo del yo guiado por la razón vital. Umbral no es muy optimista, como buen conocedor de la naturaleza humana, y prueba de ello es el final de la obra: Había que empezar donde él [Ramón Gómez de la Serna, autor de Automoribundia, su último gran libro] había terminado: en el desencanto. Ese mismo año en que acaba el libro, Jaime Chávarri estrena lo que devino un fenómeno sociológico en España y acabó convertido en el lema de una época: El desencanto, un documental biográfico sobre el poeta del Régimen Leopoldo María Panero y su familia, que incluso vería una continuación pasados  dieciocho años del estreno de El desencanto: Después de tantos años, dirigido esta vez por Ricardo Franco.

 

 

 

2 comentarios:

  1. Fascinante singladura, la mía, por el mar de sus vivencias, consideraciones y reseñas...

    En el presente: Umbral, Queen Kelly, Waga seishun ni kuinashi, Le Consentement, Segundo premio... El Táper... y esa estremecedora oración: Madre, que sé que aún escuchas y entiendes nítidamente desde tu sordera fingida..., tan próxima a aquellas del magnífico Mortal y Rosa...

    Y en el, ya enterrado, 2014...: El esputo de Leviatán..., León Bloy, El árbol, el ser, la pasión…, Los Aforismos del beduino, de Eise Osman... Ralph Waldo Emerson o la apasionada búsqueda y reafirmación del yo... "...me gusta el silencio de la iglesia antes que comience el servicio y su predicación..."

    Decía Ud. en un comentario de octubre 05, 2014 11:37:00 a. m. : "... La coincidencia con Emerson, lo que me llevará a leer casi toda su obra -así soy de compulsivo-, no sé si refuerza la teoría platónica, pero sí confirma que a muchos intelectores nos gustan los libros que "nos leen", por narcisista que pueda parecer el gusto."
    ... Pues muchas gracias por “leerme”.
    Abrazo

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    1. Gracias, Juan Miguel, por su perseverancia. Nuestra suerte es compartir la afición a las palabras que "nos dicen" incluso en lo más íntimo. Ya sabe que yo dudo de que las mías lleguen a cumplir esa sagrada función, pero de lo que no cabe duda alguna es de que las de tantos escritores como aquí se reseñan lo hacen a la perfección. Sigo considerándome un aprendiz al que no le asusta el trabajo... Un abrazo.

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