La acidez hermenéutica y el desprecio social-cristiano del combativo Léon Bloy hacia los sepulcros blanqueados de la burguesía.
Sepan aquellos
que no conozcan a Léon Bloy que este combativo libro de un autor tan
desconocido, incluso para lectores habituales, como ensalzado por grandes de
tan distinta tradición como Kafka o Borges, escogió, al modo de nuestro
glorioso Juan Ruiz, el ofrecimiento de la continuación de esta obra a quien
quisiera seguir sus pasos críticos, e incluso previó el nombre que habría de
llevar esa continuación: El secreto de polichinela. Advertidos quedan
todos aquellos cuyo ingenio discurra por caminos semejantes a los de este autor
literalmente «maldito», a fuer de cristiano auténtico y exaltado, y confiado
creyente en la venida del Paráclito. Cualquiera que se dedique a la escritura
habrá reparado una y mil veces en estos lugares comunes que, en vez de servir
de encuentro entre los hablantes, sirven como negación del pensamiento libre y
como exhibición de la pereza expresiva, amén de ser, al menos para Bloy, un «distintivo»
de clase: ¿De qué se trata, en realidad, y qué son los lugares comunes, sino
el lenguaje en que se expresan los burgueses? Para estudiarlos, sin
embargo, Bloy plantea una exigencia sine qua non: Los lugares comunes solo
se revelan a quienes los estudian con humildad y una gran pureza de corazón.
No basta, pues, con el ingenio y la mala leche con que el autor encara la
exégesis y que manifiesta repetidamente en forma de exabruptos e insultos
precisos y muy maliciosos, sino que se ha de llevar a cabo esa labor desde un
fondo de pureza que ama la expresión primigenia del pensamiento no gregario.
Llevo tiempo tomando nota de algunos de ellos que darían, sin duda,
para mojar la pluma en la misma tinta al ácido que usa Bloy para la exégesis de
los suyos. Dejaré este de muestra, para que se entienda lo que da de sí en
nuestros atribulados días políticos de tentaciones totalitarias un proyecto como
el de Bloy: «Dejarse la piel».
Para tener una idea exacta de su uso depravado solo hay que atribuírselo
a quien lo ha usado inmoderadamente: Vogueyoli Díaz —permítaseme la
licencia bautismal en este artículo sobre uno de los grandes calumniadores de nuestro pasado literario menos conocido…—,
y con eso queda dicho todo, y aun semiescrita la andanada contra la actual
encarnación del «Burgués», sujeto histórico a quien adjudica Bloy el uso de los
lugares comunes como un idiolecto. Bueno, al Burgués y a Napoleón, como anota
en el comentario de Nadie está obligado a lo imposible: Napoleón,
el mayor promotor de lugares comunes que haya existido, dijo que la palabra
«imposible» no era francesa. La generación actual, mucho menos épica, tiene un
diccionario más extenso.
Que Bloy sea
un hombre del XIX, más que del XX, en cuyo primer tercio fallece, puede inducir
a considerarlo algo muy lejano, pero a poco que cualquier intelector tenga a
bien iniciar la lectura de estas exégesis se dará cuenta de la «modernidad» de
su ataque a la estrecha mentalidad pequeñoburguesa contra la que él luchó toda
su vida, cosechando tantas enemistades como fracasos literarios, pues por lo
que no iba a pasar, así le cayeran los famosos chuzos de punta, ¡que le
cayeron! —la soledad, el hambre, la miseria, las enfermedades, el desprecio
oficial, el rechazo del «mundillo» literario…— era por escribir una literatura
que halagara a los adoradores de Mammón y negadores de Cristo. Antes la
miseria, que afrontó con una dignidad casi de profeta bíblico. Su primera obra,
El desesperado, ha creado un molde, podríamos decir, del autor maldito,
y he de reconocer que su protagonista, Marchenoir, de nombre simbólico, ha sido
uno de mis referentes literarios. De hecho, no anda lejos el «desencajado» de
mi artistería de baratillo de su «desesperado», trasunto absoluto de su
persona. Las otras dos obras suyas que he leído, la novela La mujer pobre y el
ensayo La salvación por los judíos, le podrán permitir a los lectores interesados tener una visión
bastante profunda del mundo del escritor cristiano cuyas creencias desafiaron a
la sociedad de su época con una actitud que bien podría ser considerada como
fanática, desde el punto de vista de la tolerancia ideológica y religiosa. Bloy
no era un escritor a quien le agradaran las «medias tintas», y para él no
existía la imparcialidad si se trataba de la vivencia profunda y devota del
cristianismo primitivo, porque entre los enemigos «tradicionales» de Bloy
figuraba en primer lugar la Iglesia Católica a la que él denostaba como el
joven Cristo echó a los mercaderes del templo.
A pesar de lo
escrito, el atractivo temático y estilístico, sobre todo este último, de la
obra de Bloy no ha dejado de cosechar admiradores de mediano y alto relieve que
ven en su obra una de las manifestaciones literarias más creativas de su tiempo
y de los sucesivos. A lo largo de la lectura de estas exégesis, lo iremos
descubriendo, pero antes de empezar con ellas, me adelanto para empezar con una
de las últimas, aquella en la que Bloy habla de su propia figura como escritor,
y que servirá de prólogo necesario que enmarque su figura singular y maldita
que vivió siempre en los márgenes de la sociedad, paria entre los parias,
místico entre los descreídos, quien se autocalificaba como Peregrino de los
Absoluto, porque, como escribió en La mujer pobre: «Hay una sola
tristeza: la de no ser santos». A propósito del lugar común Todo tiene un
comienzo, Bloy escribe: Si para mí comenzara eso que llamáis
extrañamente mi gloria, si la gente se pusiera a leerme, si los jóvenes se
desarraigaran de Barrès y de algunos otros que se le parecen para trasplantarse
a mí, ¿no comprendéis que al dejar de ser eterno el fracaso de mis libros,
hasta la noción misma de la Eternidad divina, que subsiste todavía un poco en
algunos cerebros, estaría amenazada y correría el riesgo de apagarse? Al mismo
tiempo, yo tendría eso que llamáis un comienzo, es decir, un fin probable,
inevitable y cercano. Inmediatamente, mis admiradores más ardientes me
encontrarían vulgar, deteriorado, echado a perder, trillado, cascado,
enmohecido, desgastado como una vieja levita, polvoriento, descascarillado,
agrietado, caduco, canoso, arcaico, fósil, antediluviano, prehistórico,
paleontológico, inmemorial y, lo peor de todo, romántico. ¡Prefiero mil veces
la oscuridad eterna, la oscuridad dichosa, la virgen negra con dedos como
espinas que fue siempre mi compañera y cuya fidelidad me otorga una eterna
adolescencia!
No son pocos los lugares comunes en cuya
exégesis Bloy recurre a su persona para entrañar la explicación , de modo que
acabe predominando en el texto un sesgo biográfico que hace mucho más atractiva
la lectura. Pongamos como ejemplo el luchar común Es usted original:
No hay acusación más temible. Todo puede ser perdona excepto eso. Todos los
hombres son iguales, y el sufragio universal, al que tantas cosas buenas
debemos, lo demuestra de sobra. Pensar o actuar de un modo distinto al de todo
el mundo es insultante para la multitud. Platón, que quería rodear la república
con los más sólidos muros, dejando fuera a todos los que podían atentar contra
la moral, rechazaba despiadadamente a los poetas y demás eternos descontentos
que llamamos hoy en día artistas originales. Lo mejor sería acabar con ellos de
una vez. La auténtica moral, vislumbrada por el divino Platón, consiste en
formar parte del rebaño, parecerse a todo el mundo; y la estricta honradez
burguesa consiste en no abusar de la confianza del propietario dando que hablar.
Lo habitual es
que el autor comente el lugar común en una breve explicación de carácter
satírico, pero no es infrecuente que prefiera abordarlo desde la narración o el
apólogo. Así, son frecuentes las narraciones en las que el autor se despacha a
gusto contra esa mentalidad mediocre que él atribuye a quien considera su
enemigo por excelencia, el Burgués, con la mayúscula de un nombre propia a cuya
imagen y semejanza están todos cortados. No es el más representativo, pero como
se incluye a sí mismo, lo que nos permite seguir esbozando su retrato, escojo Dios ya no hace milagros: Esta es una manera
educada, suave, Casi piadosa, de decir que no los ha hecho nunca. Es el lugar
común preferido del abate Doncel y de tantos otros eclesiásticos y laicos
devotos.
Fui
presentado a un caballero que, al saber mi nombre, se propuso inmediatamente
deslumbrarme y me dijo que él encontraba pueril esperar grandes cosas o incluso
sencillamente, cosas extraordinarias.
—Por
lo que a mí respecta —añadió— puedo decir que nunca me ha ocurrido nada.
La
enormidad de la majadería me dejó por un momento sin habla. Una vez recuperado,
hice educadamente esta objeción:
—Caballero,
debe de ser usted un poco distraído o bien un ingrato, ya que ha elegido para
decirme eso el momento en que precisamente le sucede algo inaudito, que no
había imaginado ni esperado nunca que le sucediera.
—¿El
qué?
—Ha
tenido usted el honor de conocerme —respondí yo con naturalidad, dando la
espalda a aquel imbécil.
En la medida en que Bloy pertenece,
propiamente, y por voluntad propia, a la «escoria» de la sociedad, y dependió
durante mucho tiempo de la caridad ajena, no es extraño que en su obra haya un
latido social muy intenso, una empatía absoluta con quienes sufren, porque en
su peregrinaje hacia el Absoluto Bloy dejó de prestar atención a lo físico,
asediado cono vivía por la búsqueda de Dios y por prepararse para la llegada
del Paráclito. Pensemos en ese lugar común que él vivió en carne propia cuando
pidió limosna: No llevo suelto. Para explicarlo, dramatiza la
situación: «¿Quiere Vd. que le vaya a buscar cambio?», dice el otro. […]
Proposición espantosa. El Burgués se imagina estar oyendo la voz de un
ladrón que le menaza de muerte. [Va él mismo a buscarlo, pero, en realidad,
busca a dos guindillas que detienen al pedigüeño] El desgraciado dormirá en
chirona, eso seguro, y a los pobres niños que esperan la cena les rechinarán
los dientes toda la noche, porque estas cosas terribles ocurren. Quien no ha
visto ni oído a un niño al que rechinan los dientes no sabe lo que es el dolor
humano. Y no, no estamos ante la versión «literaria» de la realidad, porque
dos de los cuatro hijos que tuvo Bloy con su tercera mujer, Jeanne Molbech,
murieron propiamente de inanición. Su primera mujer fue una prostituta, Ana
maría Roulé, que murió enajenada en un manicomio, y la segunda fue Berta Dument
que murió de tétanos.
Los lugares comunes los entiende Bloy como la expresión máxima del sujeto histórico al que él denomina Burgués, cuyas aspiraciones materialistas son exactamente lo opuesto de sus aspiraciones metafísicas. Y no, no hay término medio entre los adoradores del dinero y el negocio y quien busca la salvación del alma y del mundo:
Los
negocios son los negocios. Es el ombligo de los lugares comunes. Es la ftrase que resume el siglo. Lugar común tras lugar común, Bloy dibuja un retrato mordaz
y perspicaz de las chatas aspiraciones de una clase social solo atenta al
beneficio, y de los adláteres que, por vía de asentimiento, aunque no sea
alborozado, contribuyen a su permanencia en el poder. Sí, Bloy tiene mucho de
profeta antiguo que clama contra los pecados de la mediocridad, la hipocresía,
el fariseísmo, la ignorancia ¡y el mal gusto!
Veamos en primer lugar cómo entiende
el «lugar común» contra el que luchar lo agota, porque entiende que es insignificante
su esfuerzo para luchar contra toda la sociedad: A decir verdad, a veces temo
no poder terminar este inmenso trabajo de exégesis, ¡hasta tal punto su materia me abruma y el tema me atonta!,
dice el autor al comentar uno de esos lugares: Yo me lavo las manos como
Pilatos. El Burgués no es precisamente religioso; no, pero está lleno de
restos acumulados, más o menos visibles, como un fiel felpudo o una alfombra
muy usada. […] «Yo me lavo las manos», dicho a propósito de cualquier
cosa, significa sencillamente: «Me tiene sin cuidado», y el añadido «como
Pilatos» no es más que una costumbre secular del lenguaje, una especie de ruido
sordo análogo al de un cuerpo pesado cayendo por un precipicio. En otra
ocasión, a propósito de No todo el mundo puede ser rico,
el autor constata el carácter pétreo —como el de las buenas intenciones que
pavimentan el camino al infierno…— de esos anodinos artefactos con los que el
Burgués construye su discurso: El lenguaje de los lugares comunes, el más
extraño de los lenguajes, tiene la maravillosa particularidad de decir siempre
lo mismo, como el de los Profetas. Y aunque el «espectáculo» de los lugares
comunes pueda ser divertido para quien como Bloy contempla su uso desde fuera
de ese engranaje de la mediocridad que tritura cualquier aspiración hacia la
excelencia o el buen decir, teme, con razón, no tener fuerzas para culminar su
obra. Así lo dice en su comentario de Yo no necesito a nadie: Por tanto, yo soy Dios.
Es sorprendente que esta sea la conclusión necesaria de casi todos los refranes
burgueses. Lo he señalado más de una vez. Los lugares comunes penetran así unos
en otros, como los tubos de un telescopio o como los vagones de un tren rápido
al chocar con un tren de mercancías. Es divertido para el espectador, pero a la
larga resulta aburrido. […] La repetición es el problema casi inevitable
de un libro de este género. Espero, sin embargo, tener fuerzas para terminarlo.
Pero si, para Bloy, hay un lugar común que resuma lo deleznable de estas
muletillas burguesas que suplantan el pensamiento de verdad, el que aspira a
encontrarla, es este: El sol sale para todos. Este lugar común
[…] parece más bien, con perdón, de baja extracción, como esos famosos
derechos humanos cuya alegoría pretende ser. […] Pero he ahí el misterio
de los lugares comunes. Desde hace al menos diez años no puedo oír el que ahora
nos ocupa sin experimentar una especie de pánico. Nada más oírlo, reaparece
ante mis ojos un espantoso usurero, ciego como Homero, pero cuyas sucias manos
valían por una docena de ojos, y os atracaba a tientas con una presteza, una
sutileza, una seguridad y una competencia inigualables. […] Le tenía
afición, no sé por qué, a este lugar común, que repetía a propósito de
cualquier cosa, otorgándole imagino un
poder mágico. Era algo aterrador, os lo aseguro, ver la cara de este compañero
de las tinieblas hablando del glorioso sol mientras os clavaba sus dos ojos blancos.
Si una breve «introducción» a este
jugoso libro y a la personalidad de Bloy ya nos ha deparado tantas alegrías intelectoras,
¡imaginen las que encontraran en la lectura pausada de estas exégesis! Hay para
todos y de todo, como en botica. Está claro que cada intelector destacará esta
o aquella reflexión, lo que indica que ning8una reseña puede ahorrarnos la
lectura e incluso la relectura. De hecho, la continuación que hizo Bloy de la
primera entrega, con el mismo título y el subtítulo Nueva serie, se debe
a la principal crítica que recoge en el Preludio: Hay que ponerse
al alcance de todo el mundo. Esto es lo que se me ha pedido. Se me
encuentra demasiado extraordinario, demasiado inaccesible. No me comprenden ni
el notario, ni la devota ni el fabricante de supositorios. Las rudimentarias
afirmaciones los irrefutables axiomas y hasta las perogrulladas más
justificadas adquieren, en mí, como un aspecto de misterio que ofende al
sentido común. He decidido por tanto, ponerme al alcance de todo el mundo.
A mí, particularmente, me parece incomprensible esa crítica a su obra, porque
si de algo peca Bloy es de una transparencia absoluta en la construcción de su
gran enemigo, el Burgués, cuyo único discurso es el «lugar común».
Voy a reseñar algunos hallazgos expresivos de Bloy que acaso
llamen la atención de los lectores del siglo XXI por su radical novedad, fiereza
y contundencia expresiva, aunque permítanme que anteponga uno que ha sido
utilizado por el Papa Francisco recientemente, quien es uno de los admiradores
de Bloy, a quien, tengo para mí, no acaba de comprender del todo: Todas
las religiones tienen algo bueno. Tiempo atrás, el gran rabino
Zadoch Kahn, a propósito de uno de mis libros, me había proporcionado ese
admirable lugar común que parece ser el comienzo del Evangelio según san Juan
para los imbéciles y los maleantes.
No es fácil escoger entre tantas maravillas literarias como
nos depara esta Exégesis, pero, para no abrumar, trataré de hacer un
ejercicio de contención y recoger exclusivamente aquellos que muestran la notabilísima
originalidad del autor:
Poner el dinero a trabajar. Muchas personas revientan en las fábricas, o en negras catacumbas, para aterciopelar los cuellos de las vírgenes engendradas por capitalistas superfinos, y que puedan disfrutar de «la misteriosa sonrisa de la Gioconda». ¡A esto es a lo que se llama poner el dinero a trabajar! Sería imposible decir qué son exactamente los negocios. Son una diosa misteriosa algo así como la Isis de los patanes que ha suplantado a todas las otras diosas. No sería traicionar ningún secreto decir que tienen que ver con el dinero, el juego, la ambición, etc. Los negocios son los negocios, como Dios es Dios, es decir, por encima de todo. […] Cuando se pronuncian esas nueve sílabas, se ha dicho todo, se ha respondido a todo y no hay que esperar ninguna otra revelación. …Y la PÁLIDA FAZ de Cristo es todavía más pálida en el fondo de los pozos y en los hornos.
Los muertos no pueden defenderse. ¡Qué estupidez o qué hipocresía! ¿Cómo que no? Si precisamengte se defienden con el respeto que se les priofesa, que no permite que se les toque. [...] Muy pronto invadirán las viviendas de los ciudadanos, y hasta yo mismo me veré obligado, bajo amenazas, a colgar un día de mis paredes las nefastas jetas de Édouard Drumont, del doctor Maurice Lameculos [Maurice Barrés] o de Émile Zola, apodado el Cretino de los Pirineos.
Ser ocurrente. Un verdugo, diez minutos antes de dejar caer la cuchilla, le decía a uno de sus clientes, dándole unas cariñosas palmadas en la espalda: «¡Le estoy echando a perder con tanto mimo, amigo mío, le estoy echando a perder!».
Adviértase, en el siguiente, la
dificultad de traducir al castellano algunos lugares comunes dichos de muy otro
modo en francés, así como el destello surrealista del final bastante avant
la lettre:
Buscarle pelos al huevo.
[Chercher la petite bête: «Buscar la bestezuela».] El comerciante que
busca un error de cuentas en perjuicio de uno de sus clientes es un hombre que
le busca pelos al huevo, un hombre agobiado. Es como si pretendiera cazar un
tigre con la tabla de multiplicar y un paraguas.
Cortejar a las artistas.
Todas esas artistas no son más que una artista, siempre la misma desde hace
generaciones. Tiene unos ojos como lámparas suspendidas en cuevas, la tez
plomiza, la cara de calavera, los dedos crispados sobre su pecho marchito y, si
queréis saberlo todo, baila la danza del vientre en las fondas de los
cementerios.
No hay oficio estúpido. Perdón,
hay uno. El de sastre que pretende vestir a un monje. […] El encuentro de un
monje y un Sastre es probablemente lo más extraordinario que se pueda imaginar,
lo más loco, lo más chusco, lo más fantástico.
La suerte nunca llega sola.
Es como las chinches en la cama de un pobre. La suerte siempre viene acompañada.
[…] «La suerte de los malvados pasa como un torrente», decía Racine. La
suerte de los buenos hace exactamente lo mismo y deja tras de sí un limo
apestoso.
Ser ordenado. Una señora es ordenada […] cuando se preocupa
[…] de no utilizar el cepillo de dientes de su marido para limpiarse las
uñas. ¿Es Dios ordenado, sí o no? […] La creación deja mucho que desear.
Digámoslo sin tapujos: ha sido un fracaso e, incluso, boicoteada. Dios no ha
hecho lo que se esperaba de él y es abusivo que exija el precio de la
adoración. Un obrero que trabajara como él no duraría ni seis días en la
fábrica.
No transcribo ninguno de los cuentos
con que ilustra Bloy algunos de los lugares comunes, aunque en ellos hay
poderosa invención y acerba crítica a la realidad social de finales del XIX y
comienzos del XX. Hay dos de obligada lectura. En uno de ellos habla de la
ambición de quien alquila parte de su casa, compartimentada en habitaciones y
se encuentra con lo que ahora se llama, al parecer, un inquiocupa. En
otro, se critica los sanatorios en los que se mezclan a los enfermos normales y
corrientes con los enajenados, establecimientos degradados en los que, una vez
que se entra, todo indica que solo se sale con los pies por delante. Son
frecuentes, en la Exégesis, las alusiones a los alquileres y el talante
despiadado de los propietarios, siempre dispuestos a poner de patitas en la
calle incluso a enfermos o niños. Todo ello no es, como dije anteriormente, «literatura»,
sino trasunto de la propia vida de Bloy, un autor que interpela al Poder desde la
marginación, desde la indigencia, desde la Iluminación espiritual.
En este espacio suyo, rincón placentero, encuentro siempre un sabio y ameno comentario sobre algún autor poco conocido e incluso despreciado por los “afamados” de su época..., que si no fuera por su generosidad nunca sabría de él... Gracias por todo.
ResponderEliminarEl lenguaje de los lugares comunes..., creo que es un lenguaje escaso, pero grandiosamente hipócrita...
Ojalá esté bien
Gracias, Juan Miguel. Me alegro de ser humilde vehículo de algunos autores que a mí me impresionaron en su momento, y lo siguen haciendo, como me ha pasado con la lectura de este verano. Bloy es la anticorrección política hecha escritor, y ello le otorga un valor añadido nada despreciable.
EliminarRenqueo de las L-3, 4 y 5, pero, por lo demás, nadie me quita mis buenas tiradas de fondista fondón...
Un abrazo.
Enumero... Diario de un artista desencajado: 407 entradas... Provincia mayor que el mundo eres...: 312 entradas... El Ojo Cosmológico: 1.290 entradas. Lo que hace un total de 2009... Y a todo esto hay que añadir sus otros trabajos bajo heterónimos...
ResponderEliminarQué ciclópea y admirable obra la suya...
En sus descripciones, a través de sus ojos y sensaciones, he viajado por Fuerte(i)ventura y Lanzarote... y he visto «How to have sex», de Molly Manning Walker, ese retrato de adolescentes que cifran el éxito de su vida en la cantidad de veces que follan o los litros de alcohol que ingieren... Cabe preguntarse qué sucederá cuando esta (de) generación llegue a gobernar el mundo... (crei que ya lo gobiernan)...
Monumental trabajo... y aún le sobra tiempo para echarse galopadas con todos sus años a las espaldas (con 3L tocadas)...
Es Ud. todo un infatigable corredor de fondo, un portento... Qué suerte la mía haber topado con este “diario-tesoro /también de Fermín Minar”... Sus letras, con su alma, me acompañarán hasta el día en que me vea obligado a partir de esta mi “provincia mayor que el mundo”...
Abrazo muy agradecido.
¡Huy, Juan Miguel, qué agobio, hacer recuento...! ¡Y yo que me considero un oblomoviano de pro, cuyo "trabajo" es una sobreactuación descarada para opacar esa pereza congénita que me tiene seducido desde hace siglos... Pues se ve que mi respirar debe de ser un escribir... ¡Ojalá pudiera salvarse un 0'000000001 por ciento de tanto fárrago! Le confieso que su atenta lectura se ha convertido en uno de mis principales acicates. ¡Ojalá sepa disculpar cuantas imperfecciones de mis escritos les salten a sus ojos, tan doctos! Un abrazo.
EliminarP.S. A veces conjugo deporte y crítica, porque mientras corro en la cinta veo películas. Ayer, sin ir más lejos, acabé de ver "No toqueis la pasta" de Jacques Becker y vi la mitad de "El otro yo", de Erich von Stroheim... Mi vida como docente, maratoniano, novio y padre me ha convertido en un fanático del aprovechamiento del tiempo, es decir, la singular versión esclavista de mi amado dolce far niente...
... Se declara un fervoroso admirador del dolce far niente cuando está claramente enfrascado en una frenética tarea constructiva... Además, como observo, no se conforma con una solo trabajo; tiene que correr en una cinta mientras visiona una película para no perder el “tiempo”... Oblomov no podría aguantar su trepidante ritmo ni un minuto...
ResponderEliminar... Su pereza congénita es del tipo Sísifo´-nico, condenado al permanente “acción”... ¡Ah, el dolce far niente! Otro “lugar común” de esos de Bloy... Sólo los menos de los muy pocos dominan ese difícil arte...
Puede comprobar, cuando lo tenga a bien, lo difícil que resulta estar sentado una hora sin hacer nada, sin pensar, sin imaginar y, claro, sin dormirse... Una hora de inactividad total, despierto, suspendido el pensamiento, todo juicio y toda acción... Si ello consiguiera, que no recomiendo tal ejercicio, podría sentir en propia carne la terrible pesadez de la eternidad o de la nada más rotunda...
Sobre las imperfecciones que contienen algunos de sus escritos, que las hay..., hacen como el marco en el cuadro..., engrandecen los muchos hallazgos y aciertos del artista creador...
Y si, como me dice, mi atenta lectura se ha convertido en un acicate para Ud., sepa que sus escritos se han convertido en uno de mis mayores placeres.
Abrazo
¡Qué intuición la suya, Juan Miguel! En efecto, he pasado algunas horas sentado sin hacer nada, con la única música de fondo de un metrónomo que marcaba, ¡para mí y para mis alumnos!, el ritmo del reto de soportar la desesperación de contemplar, como ejercicio académico y humano, el paso del tiempo. Ahora lamento no haber guardado aquellas redacciones en las que habían de explicar su experiencia... Complementaba mi horario con unas clases de música en las que los iniciaba en la ópera, en el ballet y, por supuesto, en la historia de la música. Pero cada curso comenzaba con este ejercicio del silencio, sin el que nada existe... ¡Gracias por traérmelo a la memoria! ¡Y, ay, el arte de fabular, que ya me araña para sacar de esa superficie silenciosa algo que echarse a los ojos...! Vade retro!, he de pararle los pies, porque la dispersión es el gran enemigo de la creación. Mire cómo se ajustó a una semanita escasa para su gran obra el dios judeocristiano...
EliminarUn abrazo.
Soy yo, claro. Uno de ellos, al menos...
EliminarPortentoso ese dios judeocrisitiano que de la Nada hizo todo este Universo y en sólo una semanita...
EliminarViene a cuento la aguda consideración del Sr. Bloy: La creación deja mucho que desear. Digámoslo sin tapujos: ha sido un fracaso... Dios no ha hecho lo que se esperaba de él y es abusivo que exija el precio de la adoración. Un obrero que trabajara como él no duraría ni seis días en la fábrica.
No le distraigo más.
Salud
La figura de Bloy trasciende la mera crítica literaria. Se autoproclamaba profeta y veía su misión en denunciar la decadencia moral de la sociedad y advertir sobre el inminente juicio final. Su estilo, a menudo extravagante y grandilocuente, recuerda a los antiguos profetas bíblicos. Bloy fue un escritor marginal, incomprendido por muchos de sus contemporáneos y perseguido por la crítica. Sin embargo, su obra ha encontrado un público fiel a lo largo de los años, especialmente entre aquellos interesados en la literatura católica y el pensamiento contracultural.
ResponderEliminarNo dejar de ser una figura atractiva en algunos de sus aspectos, que no en todos para mí, la de este escritor apasionado, polémico y profundamente religioso, con una obra, marcada por una crítica social feroz y una fe inquebrantable, singular y fascinante dentro del panorama literario francés. Un saludo cordial.
A mí me conmueve, Francisco, ese puntito de desesperación, tan humano, de quien aspira al ideal y ve el camino largo, sobre tortuoso. Su genio para el insulto es un soplo de aire fresquísimo en este muladar de corrección política tan terrible como la de aquellos que se la cogían con papel de fumar, que se ha dicho siempre... Un abrazo.
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