lunes, 18 de marzo de 2024

Isabel Quintanilla o el hiperrealismo de lo humilde.

 


El descubrimiento gozoso del vínculo íntimo con las cosas de que nos rodeamos. 


          Recién fallecido Miguel Martí, pintor tardío que tenía a Quintanilla en un altar, he recorrido la exposición individual que le dedica el Museo Thyssen a la pintora cuya obra se ha ido abriendo camino en el gusto de las gentes y de los críticos con una emoción muy particular. De hecho, me he sentido acompañado por él durante toda la visita, y ante no pocos lienzos he oído su voz pedagógica señalando ciertos detalles, el virtuosismo de la iluminación, el dominio de la puesta en escena de sus naturalezas muertas y la delicadeza con que Quintanilla ha sabido llenar de vida portentosa el reducto íntimo de un hogar dedicado al arte y convertido, por gracia de su inspiración, en motivo artístico de cuadros admirables. No salen personas en sus cuadros, salvo alguna excepción, como la presencia de su cuñado Antonio López junto a su marido, en un cuadro no demasiado relevante, si comparado con las obras maestras que hay en la exposición.  

Les deja a las cosas todo el protagonismo, pero estas nos interpelan con un poder que nos deja asombrados, no ya por ellas mismas, sino por la mirada que las ha elevado a la categoría de arte, como si de arte conceptual habláramos. No sé, en mi vasta ignorancia de casi todo, si Quintanilla pertenece, o no..., a la escuela hiperrealista, pero su capacidad realista, minuciosa y ejemplar, bien podría atestiguarlo. Qué intensa capacidad de atracción tienen esos cuadros en los que los objetos cotidianos asumen un protagonismo que usualmente no les concedemos, excepto que el trato diario con ellos nos lleven a considerarlos, como inconscientemente solemos hacer, parte esencial de nuestra propia vida. El correlato narrativo de estos cuadros de Quintanilla sería la novela Las cosas, de Georges Perec, pero el fílmico serían las bellísimas descripciones de Visconti y Ophüls, cuya sensibilidad pictórica está fuera de toda duda. De hecho, se me ocurre que, del mismo modo que hablamos de metaliterario para aquellos textos que tienen la literatura como objeto, la pintura de Quintanilla bien podría calificarse de «metarrealista», porque en ella parece que la realidad se vuelva hacia sí misma y, a través de ella, finísima observadora, nos entregue el corazón de su secreto.

          Quien visite esta exposición de Quintanilla no solo entra a conocer una «manera» pictórica, sino a la propia pintora, que abre de par en par su vida doméstica para hablarnos de toda la sensibilidad que puede emerger en el contacto con los objetos cotidianos, esas cosas que decía Unamuno que llamamos «nuestras» y que, sin embargo, acaban poseyéndonos. Algo así le ocurre a la autora, cuyo declaración de amor a esas cosas cotidianas viene a constituir una autobiografía. Espacios, exteriores e interiores, han moldeado una vida que ha querido rescatar toda la que, sin otro sentido que el de seguir estando vivos a su lado, se encarna en nuestros más humildes auxiliares: un vaso, un plato, un mantel, una ventana, un besugo, un búcaro, ¡una máquina de escribir!, heredada de su madre, modista, y en la que ella tantas horas ha pasado, al margen de los pinceles, ¡los jardines!, las tapias y la vegetación, las ventanas, las flores, llenas de vida o de muerte, los productos de limpieza, los de aseo, ¡los reflejos de la luz!, los transistores que acompañan las largas horas del trabajo, las estancias vacías, el teléfono, las sillas…, ¡las «dalinianas» granadas maduras!,  cuya versión le «arranqué» en un trueque por el texto de un programa de mano a mi querido Miguel Martí, inspiradas en estas de Quintanilla, pero desde otro planteamiento pictórico.


          Quintanilla acompañó a su marido a Roma, el tiempo que duró la beca que obtuvo, como escultor, y de aquel tiempo, tan fructífero para ella, regresó con una mirada impresionada por los frescos de Pompeya y con una pasión por los paisajes ciudadanos que comparte con su cuñado, Antonio López, el gran pintor  moderno de Madrid e intérprete genial de una obra de arte cinematográfica El sol del membrillo, de Víctor Erice. Quintanilla formó parte de una generación que coincidió en la exigente escuela de Bellas Artes de Madrid, una generación a la que se conoce como los «Realistas madrileños», y su vida estuvo en constante relación con el arte, aunque tuviera que trabajar como profesora de dibujo, porque era imposible, en la España de entonces, vivir solo del arte, y ello, probablemente, haya influido en la selección de su mundo pictórico.

          Aunque de una generación anterior a la mía, el mundo referencial de la vida doméstica de Quintanilla es el de las generaciones crecidas durante buena parte del franquismo, y de ahí la simpatía con que se contemplan esos cuadros llenos de referencias de la propia vida de cada cual, y entre ellas quizás destaca el uso de la vajilla Duralex, porque ¿qué casa había en la que no hubiera entrado esa vajilla? Pocos días antes había estado cenando en casa de mi amigo Joan Carles y algunas piezas de la vajilla eran precisamente las mismas que aparecen en los cuadros de Quintanilla. Si será así, la carga densa de la nostalgia, que en la tienda de recuerdos de la exposición se pueden comprar platos, vasos, jarras y fuentes de la citada marca.

    Pensando en esta invitación a visitar su exposición, fotografié algunas de sus obras, sin otro criterio que el de mi propio gusto particular, que puede o no coincidir con el de los demás, pero ya desde el autorretrato inicial, la ausencia de sofisticación, el amor a la sencillez del trazo sugerente y la simpatía que irradia la protagonista auguran un recorrido emocionante por una vida dedicada a reconstruir la emoción de la existencia a través de los objetos cotidianos en los que Quintanilla insufla una pasión contenida por el rigor formal del hiperrealismo con que anima en el lienzo lo que ven sus ojos: no hay utensilios humildes en el ámbito creador de Quintanilla, desde las hojas mustias, hasta el bloc de notas al lado del teléfono, pasando por el frigorífico, los radiadores o esa insólita cuchilla de afeitar que aparece en uno de sus bodegones, o la vegetación que «lucha» contra el hormigón en un espacio inhóspito… 

       Saber ver es una bendición que no todos poseemos. Llevar esa mirada al lienzo está al alcance de muy pocos elegidos. Pero que las cosas vibren llenas de vida en su estatismo solo lo consiguen maestras de los pinceles como Isabel Quintanilla. No necesitan personas sus cuadros para que respire la vida en ellos. Somos nosotros mismos quienes entramos en esos espacios íntimos, llenos de connotaciones para la autora, para sentirnos en la conocida plenitud que nos deparan los objetos a los que acabamos amando como extensiones de nuestro propio yo. Y ahí, en esos interiores, en los jardines, incluso en las panorámicas ciudadanas desde miradores privilegiados, entramos discretamente y charlamos con la autora, pero sin distraerla, facilitando, en todo caso, su concentración amorosa en los objetos que animan sus pinceladas: ¡un privilegio! E incluso disfrutamos del ritual de la puesta en escena, y hasta dialogamos sobre si es necesaria o superflua cierta aparición, pero siempre prevalece la sutil mirada de la autora, quien sabe mejor que nadie por qué entra en el plano, en el lienzo, aquello que ha escogido. A pesar de su influencia italiana, descubro en los cuadros de Quintanilla una cierta mirada orientalizante, sobre todo en esos cuadros con ventanas en las que se relacionan dialécticamente el interior del quehacer pictórico y la vegetación y la lluvia más allá de los cristales. Incluso alguna representación colorista de los parterres y los jardines, en tiempo de invierno o de primavera, tiene ese vago aire japonés de la naturaleza colorista y exuberante, pero con un trazo sutil. No sé, ya digo que es una impresión que se me impone mientras observo las telas.



          


          ¡Qué tristeza, Miguel, no haber podido recorrer contigo estas salas como hemos recorrido otras en tantos museos en los que tenerte de experto cicerone fue siempre un placer añadido al de la contemplación de las obras! Me he detenido largo rato en el cuadro de las granadas de Isabel y he superpuesto el tuyo, que cuelga en la entrada de nuestra casa, para que cualquiera que entre sepa que en esa casa se ama la belleza de los cuadros de las cosas humildes que nos llenan la vida. Lo que yo no sabía es que el poder antioxidante de las granadas se convierte, a través de la pintura, en un antioxidante del alma.


 

        






 

5 comentarios:

  1. En el viernes, 20 de abril del lejano 2012, advertía con cierto desencanto lo siguiente... “El contador de visitas no deja de sorprenderme. Hay sombras que entran y se alejan casi continuamente. Soy blog de paso.... Está bien. Nada se le pide al forastero y se le ofrece el albergue de las palabras desencajadas... Urna cineraria, podría considerar que es, esta bitácora...”

    Hoy 19 de marzo del 2024, doce años después, yo, la sombra 445,045, asidua visitante a su refulgente “urna cineraria”, rindo pleitesía a su magnífico cuaderno de bitácora... Sepa que está constituyendo un verdadero placer leerle; a través de su mirada logro recrearme en todo lo que tan magníficamente va describiendo, con su brillante prosa, en su muy interesante y entretenido “diario”...
    Tal es el caso de hoy, en el que nos descubre, con criterio amable y sagaz /incluso poético/ el hiperrealismo de lo humilde expresado en los lienzos de Isabel Quintanilla (Isabel Quintaesencia, añadiría yo)... La pureza de lo humilde llega a lo profundo de nuestro corazón como una brisa sanadora... Justamente eso“siento” al contemplar sus composiciones en las que la “realidad nos entrega el corazón de su secreto”... “Logra que los objetos simples vibren llenos de vida en su estatismo, los dota de la emoción de la existencia...” Gracias a Quintanilla y, sobre todo, a Ud. miraré mis útiles e inútiles de manera mucho más amable...

    Yo que, por viejo, odio viajar y desplazarme, tengo en Ud. algo así como mágico medio de locomoción... A su grupa, mediante sus ojos y su espléndido verbo descriptivo, llego a los sitios fantásticos y poco transitados del alma y el conocimiento de un afín (que siempre son los más bellos)...
    Por cierto, una pregunta que no está obligado a responder ¿logró ahorrar aquellos casi 30 euros que costaban los Microgramas de Walser?...
    Le juro que esta será la última vez que seré tan extenso y “chapas”...
    Gracias por su generosidad...

    ResponderEliminar
  2. A ver, Juan Miguel, uno de los dos ha de estar equivocado, o ambos. Leer con ojos favorables está claro que embellece cualquier objeto en que se posen, y eso me parece que le pasa a mi Diario leído por Vd. Andaba yo estas semanas practicando lo del ayuno intermitente, para ver si puedo recuperar mi forma maratoniana, y me acaban de caer tan ricamente dos kilos de satisfacción encima... Me deja, lo confieso, sin palabras que, más allá de las muy cordiales "gracias", puedan expresar mi agradecimiento por su benevolencia lectora. Espero, con cierto morbo y humildad, también lo confieso, el día en que llegue su desencanto... Y sí, ahorré aquellos 30 y los otros 60 de los tres volúmenes a los que dediqué la entrada correspondiente en este Diario, ¡una experiencia literaria como pocas! ¡No puede ni imaginar la satisfacción que me han producido sus juicios! Larra se preguntaba en su época quién era el público y dónde se encuentra. Yo, en este otro siglo, reconozco que quien tiene un lector tiene un tesoro. Espero mantener su interés el mayor tiempo posible. Su fervorosa lectura me obliga a estar más atento a no defraudarlo, Juan Miguel. Espero cumplir la parte que me toca del trato. Un saludo afectuoso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me explicaré en la medida de mi limitada capacidad...
      Mi forma de abordar el trabajo de un artista es la siguiente: en principio, cuando leo, percibo rápido si su voz me es grata o no, si su forma de decir me llega, si me invita a disentir o a coincidir en sus ideas; verifico si lo que me dice me genera dudas, me aporta, me distrae, me alegra o me molesta… y nunca me gana el tedio porque este ejercicio me es muy grato por lo que sigue...
      Logro viajar, como ya dije, anímicamente o síquicamente al mundo del artista, que es otro mundo distinto al mío y, siempre, muy apasionante...
      Entrar en otra realidad, que no es la mía, enigmática, que consigue mostrarme su alma través de encriptados grafemas que mi mente convierte en sonoros fonemas, es algo sobrenatural, mágico, irresistible...
      Así que cuando, por una casualidad como esta, encuentro un autor “aún vivo”, tan interesante como Ud. mismo, créame, me incumbo hasta tal punto que lo “estudio” en profundidad; yo leo con martillo y escoplo, desestructuro hasta ahondar en las raíces más abismales... Necesito conocer en profundidad al artista (en este su caso “desencajado”) hasta encajarlo, es una forma como otras muchas de manifestarle mi afecto…
      A día de hoy hurgo sus raíces, entretenido en la lectura de su “Ensayo desaseado”... Vago por su año 2012, cuando Ud. era otro (sin el cual, para bien o mal, no podría ser el que hoy es...)... Aún me queda mucho por leer, su obra es extensa y profunda... Como bien sabe, los lectores estamos en peligro de extinción... y más los que leemos a contratiempo del tiempo que nos toca, sin prisa alguna, con deleite... Prometí no ser tan pesado y no he logrado cumplir... Será en otra ocasión. Salud.

      Eliminar
    2. Apreciado Juan Miguel, he de confesarle que muy probablemente la afinidad lectora que Vd. siente hacia este "escribidor" nazca de que compartimos un mismo método de lectura. Aunque soy un lector tardío, comencé a los 15 años y me estrené con "El lobo estepario" de Hermann Hesse, llevo ya 56 de frenética actividad lectora y algunos más de "escribidor" compulsivo. Con todo, ante mí solo se abre un vasto mar de sargazos que me bloquea, pero que no me impide culminar algunos proyectos, como la atención crítica que exhibo en esta bitácora algo desaseada. Sigo explorando con indesmayable curiosidad los textos de todo tipo que me convocan a la lectura. Y Vd. verá otra muestra de ello cuando tenga tiempo para reposar mi experiencia lectora del "Finnegans Wake" de Joyce, uno de esos retos (en el inglés original) que más acreditan insania que cultura. Antes de ello he de leer la "Ciencia Nueva", de Vico, porque Norman O. Brown sugiere que está en el origen de la creación de Joyce. En fin, tiempo al tiempo, pero los años galopan y mi pereza congénita me recorta vida que es un horror. Agradezco su atención, su afecto y créame si le digo que en cualquiera de los libros que critico va a encontrar mucho mejor lectura que en aquello que sale "de mis pulgares", como le dijo a D. Quijote Ginés de Pasamonte...
      Por cierto, pasé por su blog, pero me fue imposible agradecerle allí lo que le agradezco aquí.
      Un saludo afectuoso.

      Responder

      Eliminar
    3. Cita a Finnegans Wake, Ciencia Nueva, Vico... Y ya me nace la necesidad de mirar tras esas puertas y me falta tiempo (soy viejo -1948- y demasiado ocupado)... Pero tengo un recurso que domino como nadie, me subo a lomos de otra mirada – que detecto similar- y desde ella observo... Así obro el milagro de dilatar el tiempo...
      ...Referente a publicar sin el apoyo de los jefes del negocio: Mal negocio... Pero cuente con mi pequeña aportación...
      Otro gallo cantaría si Ud. fuera amigo de Pablo Motos, el del Hormiguero... Vendería libros como rosquillas, igual que ese, de hace poco, afamado escritor español Juan del Val del que jamás leeré nada por mucho que me lo vendan... Abrazo (soy de abrazo y sonrisa)

      Eliminar