Ajuste de cuentas éxtimo e íntimo de un poeta hoy «mayor», a fuer de honda lucidez y emotiva honestidad, y ayer «menor» para los perdedores estalinistas de la Guerra Civil.
Llevaba ya un tiempo
este libro de Domenchina en mi estantería/antesala de lecturas e ignoro por qué
extraña connotación de «jubilar» había dado por supuesto que se trataba de
poesía religiosa, lo cual me frenaba para meterme en él, aunque desde las poesías
de Juan de la Cruz a las propias de Unamuno o, más tarde, de Blas de Otero, la
religiosidad nos haya ofrecido cimas poéticas extraordinarias que yo he
degustado con fruición.
Sería una manía, arbitraria y poderosa
como todas, y así fui dejando pasar el tiempo hasta que mi condición actual de oldysitter
regular me indujo a llevarlo conmigo en mi último viaje asistencial, porque se
trata de una lectura que puede interrumpirse fácilmente para cumplir con los
sagrados deberes de los cuidados. Apenas entré en la Primera elegía se
deshizo el prejuicio y emergió un libro que me dejó sorprendido a fuer de
preocupado por los intentos actuales de dictarnos la memoria histórica. Me
explico. La Primera elegía jubilar es un poema en clave que responde al
despiadado ataque de León Felipe a Juan Ramón Jiménez, en 1940, con el poema El
gran responsable, que hirió profundamente a Domenchina. El poema atacaba su poética y,
sobre todo, la presunción juanramoniana de ser «el» poeta por excelencia:
recuérdese aquello de «yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el
mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados». Añádase a ello
los «desencuentros» con León Felipe, primero, según María Aurora Jáuregui,
porque León Felipe fue el promotor de la inadmisión de Domenchina en la Alianza
de intelectuales antifascistas; y, segundo, por el furibundo ataque que el
poeta zamorano escribió contra la publicación de la Antología de la poesía
española contemporánea (1909-1936), de Domenchina.
Domenchina, fervoroso juanramoniano y, en
su calidad de mano derecha de Azaña, fervoroso anticomunista, escribió,
entonces, esta Primera elegía en parte a imitación de aquellas batallas
de ingenios del siglo XVII, y aunque está claro el objetivo y la persona a
quien se dirige, el poeta León Felipe, elude citarlo en el poema pero facilita
las pistas que llevan a los lectores a la identificación. La Primera elegía,
sin embargo, no es meramente una defensa acérrima de la estética juanramoniana,
sino el primer movimiento de un intento muy logrado de expresar el dolor del
desarraigo, del transterramiento, y de la desasosegadora pérdida de impulso
vital que el poeta refleja en el oxímoron del título: «elegía jubilar». El
poeta se siente fatalmente mortal y a lo largo de las tres fases de las «elegías»
va desgranando una visión y un sentimiento de la realidad que constituyen una
suerte de reivindicación de sí mismo y exhibición de su credo vital y poético,
porque, uncido a la poesía, y a pesar de su trayectoria política, el poeta no
parece tener vida fuera de la poesía: en ella se cumple su destino y en ella
nos ofrece la penúltima visión de sí mismo, muy alejada ya de las galas de la
vanguardia, de su tradicional rebuscamiento léxico y de su querido
conceptualismo barroco. Aparece lo humano despojado, al fin, y el poeta parece querer
hablarnos desde el nivel coloquial para hacernos una confidencia. Ello ocurre,
sobre todo, en la Primera elegía, porque en las otras dos, y muy especialmente
en la tercera, regresa, pero moderadamente, a una cierta complicación formal y
elocutiva que no pierde, sin embargo, la emoción de lo humano que le acosa Enel
tramo final de su existencia. Recordemos que Domenchina siempre anduvo escaso
de salud y que murió muy joven, a los 61 años, tras haber soportado con
dignidad y no poco estoicismo la pobreza, el olvido e incluso el desprecio.
Domenchina es un caso de olvido «oficial»,
uno de esos nombres que aparecen en las historias de la literatura en «letra
pequeña» junto a otros escritores olvidados o poco o nada estudiados. Lo mismo
le ocurrió a su esposa, la poetisa Ernestina de Champourcin, quien, tras la pérdida
de su esposo, orientó su creación poética hacia la vivencia religiosa. Amelia
de Paz, principal estudiosa de la obra de Domenchina, logró que en 2008, Emilio
Pascual, editor de Cátedra, cuya sección Letras Hispánicas tantos
escritores ha «rescatado» del ostracismo o del olvido, publicara su edición de Tres
elegías jubilares, la primera desde su aparición en 1946. Esperemos que esta
magnífica edición sea acompañada en el futuro por otros volúmenes del autor, imagino
que muy poco accesibles y asequibles en estos momentos. Lo que sí puedo confirmar
es que, tras leer las Elegías…, el lector se queda con muchas ganas de
seguir profundizando en la poesía de Domenchina, anterior y posterior a la
Guerra Civil, porque su adscripción a los movimientos de Vanguardia y su
postrera tentación clasicista, nos ofrecen un modelo de evolución muy común de
las obras de muchos autores de aquellos años.
En el prologo a las elegías, Domenchina
destaca dos cosas: que la obra no es una improvisación forzada por el agravio,
ni un repentismo airado sin raíces en su quehacer poético, y que ha optado por,
al darlo a la publicación, suprimir los ataques «facilones», desde el punto de
vista estético, al régimen franquista: Los repentes de un lírico responsable
no son jamás logros tropezados en el albur fe la premura. […] No hay improntu
valedero que no se desarraigue de una laboriosa gestación. […] Asimismo
borro, con un indeleble deleatur, algunas estrofas circunstanciales y
poco felices contra el ominoso régimen franquista, que entremetí en el texto
enviado a la publicación citada, y que hoy se me antojan aditamentos pegadizos
y excusables.
Estas elegías, sobre todo la primera, tienen
una indudable lectura política, porque su creación es un evidente ataque a una
ideología, la comunista, a la que Domenchina achaca casi la entera
responsabilidad del desastre nacional que supuso la Guerra Civil. Desde su
posición liberal republicana al lado de las dos formaciones que creó Azaña:
Acción Republicana y, en 1934, Izquierda Republicana, de quien llegó a ser poco
menos que su mano derecha, Domenchina, en el exilio, recapacita sobre lo acabado
de vivir, porque la primera elegía comienza a escribirla en 1940 en una forma
totalmente tradicional: la lira
manriqueña, como dando ya a entender su adscripción al gran río caudaloso de la
lírica española clásica, llena, por otro lado, de transterrados, encarcelados y
marginados por el poder. Para el lector actual, sin embargo, es harto curioso
ver las divisiones internas del exilio español, y cómo Domenchina convierte su
largo poema, ciento noventa y siete liras, en un ataque frontal tanto a la
ideología comunista como a sus voceros literarios. Recordemos, por otro lado,
que Domenchina, desde su condición de reputado crítico literario, fue, quizás,
el primer descubridor de la valía poética de Miguel Hernández.
He aquí una muestra de esa réplica
a Leon Felipe:
Dices a los novatos
—a los que, tierno, llamas
cervatillos—
que no sustenten tratos
más que con tus sencillos
conceptos, recelosos y
amarillos.
¡Oh, no! Tales preceptos
son de una libertad
que…coacciona.
Que agavillen postceptos
vitales, en persona.
Así la vida enseña y
perfecciona.
Líbralos de tu estética
—que hace versículos de prosa
en trizas—
y de tu voz profética…
Lo que tú perennizas
no es fuego ni rescoldo: son
cenizas.
Adviértase el
uso unamuniano de postceptos, porque Unamuno será otra de sus grandes
inspiraciones en ese momento de ajuste de cuentas con una cruenta realidad
pasada de la que todos salieron trasquilados, o como él poéticamente dice: ¡Tanta
sangre vertida!/ ¡Tanto dolor inútil! Anegados/en odios de por vida,/vencidos y
burlados,/todos yacemos juntos y enterrados.
Pero el poeta va mucho más allá de la anécdota, por
infamante que sea el ataque a JRJ, y se propone una nueva estética que lo aleje
de líricas «comprometidas» con el vasallaje a ideas caducas. Aspira a recobrar
una mirada clásica sobre la realidad, desnuda, que reconozca la dura condición
del vencido y desterrado, sin que la desolación del presente desustanciado,
desvitalizado, lo amedrente o desespere. Como dice a modo de proyecto vital: No
creo en las virtudes/lustrales de la lágrima: el trabajo/nos colma de
aptitudes./ Y es un seguro atajo/ para «llegar arriba desde abajo.
Todo lo que he perdido
¡qué bien perdido está!; yo me he ganado.
¿Qué senda de esplendores
ha de esperar el triste que ha caído?
Declinan los hervores
de la sangre, y el nido,
remoto ya, es un sueño escarnecido.
Todo será «de nuevo»
—remozado y cabal—, tradición clara.
Ni el pasado longevo
ni la irrupción ignara
de un fortuito poder que se enmascara.
Ni empachos de bucólica
rusticidad —la égloga, caduca,
va con el arpa eólica—,
ni tiros en la nuca.
Ni autodidacto chirle que no educa.
Ni lo ancestral, que ronca
con un sopor de siglos, ni el remedo
de una estulticia bronca
donde, unánime, el dedo
perfidia impone y amenaza miedo.
Pero es en el
retrato de los vates del comunismo donde Domenchina carga las tintas:
No ocultará el estruendo
turbio la clara voz de los veraces.
Ni cundirá, tremendo
apetito, en voraces
dentelladas, la grey de los rapaces.
Sabrán los ganapanes
que el pan se gana. Y los olvidadizos
tahúres y rufianes,
que no hay allegadizos
laureles de oro para advenedizos.
Cara al sol, la camisa
castellana, y por yugo, la faena.
La hoz, ya no divisa,
segando, afán sin pena,
y el martillo en la forja que encadena.
No sé de camarillas
y me aburre el cantar de los cuclillos.
Huyo las zancadillas
burdas de los pasillos,
comerrelieves y cenaculillos.
Ni el mundo se rezaga
por mirar su pasado, ni se inmuta.
Hoy no se va a la zaga.
Improvisa su ruta
y solo el porvenir es lo que escruta.
Feliz el que erradique
de su mente feraz las utopías.
Que nadie nos explique
por sus melancolías
las ajenas congojas y agonías.
Viví entre los horrores
sin que mi clara vida se enturbiase.
Ni trafiqué en rencores
ni obedecí el ukase
irracional, consigna de una clase.
Mi pulso se acelera
ante la iniquidad o la injusticia.
Pero nada me altera.
Comprendo la malicia,
la equidad, el rencor y la avaricia.
Por detentarlo todo,
en su labor de zapa van minando
nuestra vida a su modo.
Dicen que socavando
un mundo de justicia están alzando.
Para ellos es tangible
la fe: solo por tacto o palpamiento
la verdad es sensible.
Quieren, como cimiento,
mejor que la valía, el valimiento.
Estoy con los vencidos
—«Vencer no es convencer», —dijo un poeta—,
y no con los vendidos.
Mi vida recoleta
no oculta doble fondo ni gaveta.
Estetas amarillos,
jamás hartos de dádivas, y en celos
sordos, son nefandillos
que, al caer de sus cielos
sin gloria, ruedan por los parnasuelos.
Adviértase la
gozosa ironía con que el arte verbal de Domenchina pone a caldo a los profetas
de la utopía. Y desde el presente, hay ya a quienes no nos choca esa descripción
de la caduca ideología que ¡aún gobierna nuestros días con la complicidad de quienes,
un día, representaron las esperanzas de casi todo el pueblo español al salir de
la dictadura franquista! ¡Cómo sorprendernos esa evocación de los vividores, de
los tahúres, ¡de los rufianes!, de los
advenedizos, de los que prefieren el «valimiento» a la valía o de quienes son
profetas de la «equidad» tan torcidamente exhibida…! Los hallazgos verbales de Domenchina,
como esos «parnasuelos» por los que se arrastran los poetas «nefandillos» aparecen
repetidamente y son un ejercicio clásico impagable para los lectores.
Recordemos, de paso, que Quevedo era uno de los autores preferidos de
Domenchina, y en su época de vanguardia, fue él mismo un creador infatigable de
neologismos.
Las otras dos
elegías nos ofrecen una visión de la naturaleza y una meditación trascendental
sobre la existencia, que, sin evitar la meditatio mortis ni el drama del
exilio, bucea en la ausencia de ideales en que vive el escritor su vida al
margen, pero en la plenitud de la naturaleza. Escrita la primera en estrofa
manriqueña y la segunda en Tercia rima, una parte de ella y en endecasílabos
blancos otra parte, la profunda reflexión existencial que nos ofrece el poeta,
como primer cantor del alma escindida en dos territorios, el de nacimiento y el
de acogida, es tema dominante en ellas.
La Tercera fue la única que contempló edición separada en 1944 en la editorial
Atlante.
No es ir, es mover despojos
de fe, arrastrar pesadumbres
en liviano
trajín; repeler falaces
adhesiones, esta sombra
de andadura.
Bienaventurado el hombre
que calla porque no tiene
pensamiento
que dar, en sentido, en doble
sentimiento de palabras
que no escuchan.
Aquí está lo que yo sea,
en amago balbuciente
de palabra
sin prosodia: ya latido
de verdad trémula en pausas
de silencio…
Pero es en la Tercera donde los acentos
personales de la vivencia dolorida adquieren un mayor relieve y una profundidad
que sitúa a Domenchina entre las grandes voces de los poetas del exilio:
¿Qué tengo, aquí, en mi
sombra, como mío?,
¿qué es mío, allá, en la luz
que me han negado?
¿A qué ausencia o presencia me
confío?
Por mi origen —qué lejos—
devorado,
sombra, aquí, de una sombra
que se abstiene,
¡cómo siento que estoy en
ningún lado!
Voy, sin ir, a una vida que no
viene
—que está en su sitio y en mi
sitio—, y vengo,
sin legada, a un dolor que no
me tiene.
Alma sola, entre solos:
muchedumbre
de soledades soterrada cumbre;
en tu noche ajena
y tu día —ya equívoco—
distante
no ven la angustia de tu error
errante,
sin esperanza.
Y en tus ojos —perpetuas
claridades—
se te desmintieron todas las
verdades
que te engañaron.
Bien está el cauce —nunca
pauta—. El río
lo trazó con su curso, a su
albedrío.
Bien está el cauce.
Bien está la agonía: clave y
punto
final de un difundirse ya
difunto.
Bien está el río.
¡Vano reloj —¿y el tiempo?—,
con la hora
en el redondo pasmo, ya intangible,
del mediodía! Son las doce —en
punto
y para siempre acaso— de mi
día
español, bien partido en dos
mitades
de mal estar, de equívocos
remotos.
[…] ¿Cuántos años tiene el día
sin retorno? ¿Quién cumple en
dispersiones
atónitas su tiempo? —¿Cuántos años
de muerte en carne viva?
¿Cuántas horas
de vida desterrada?—
No se mide,
no tiene dimensión, este
transcurso
que no transcurre.
A pesar de la inequívoca referencia a la
poética vitalista guilleniana, recuérdese que los dos «catedráticos» miraron
siempre por encima del hombro al simple «maestro de escuela», únicos estudios
de Domenchina, si bien nunca ejercio como maestro y sí siempre en la prensa, al
margen de sus publicaciones y su trabajo político, como crítico literario. La
distancia glacial de ambas cumbres de la poesía española es elocuente respecto
de las complejas aguas procelosas en que se movían los aspirantes a la gloria
literaria, una república de republicanos aun peor avenidos que los de la
Segunda República, tan desgraciada.
Se tengan los gustos que se tengan, y los
apegos, lo que me parece evidente es que la fuerte personalidad de Domenchina, hombre
de genio y figura como lo demuestra una anécdota que recoge Amelia de Paz,
merece una lectura atenta, porque por fuerza ha de merecerla una voz tan
personal como discordante en el exilio de
uno de nuestros grandes fracasos colectivos: la Segunda República. La anécdota
es esta: «Lorenzo Varela [poeta comunista y galleguista], al parecer, en un
poema de su libro Palinodia del polvo había hecho insinuaciones poco
decorosas sobre la vida íntima de la
esposa de Domenchina, Ernestina de Champourcin. Desde ese día, Domenchina
siempre salía a la calle con una fusta por si se tropezaba con él.. Estando
enfermo, se tropezó con él: “Eso le valió. Solo pude propinarle dos o tres
fustazos, y no pude evitar, por estar poco menos que inválido, que una de sus
manos inmundas me alcanzase”».
Feliz descubrimiento.