¡Soñemos,
alma, soñemos…!1
Volvía de las castigadas tierras británicas, la unión indestructible
de naciones que se odian y mantienen enconadas relaciones, donde la epidemia había
sido particularmente generosa y no daba crédito a las noticias que iba
conociendo de la volteada España a la que, como al sudado y tópico calcetín, le
habían dado la vuelta por completo para desconocerla de raíz. Luchaban en mí,
sin claro vencedor, el testimonio de mis sentidos y el de mi memoria. ¿Dónde
estaba? ¿Era esta mi nación, donde el cainismo imperaba con aguerrido empeño y
hediondo verbo *imprecador? ¿Qué paradójica ventura nos había traído una
epidemia que reventaba los fuelles del cuerpo y nos sacaba el corazón por la
boca? Los tapabocas y los embozos nos habían hecho más bulto y menos persona,
pero aun así se agradecía lo mucho que había mejorado a tantos una presencia
con tanta ausencia. Como todos corrimos a nuestras insalubres madrigueras,
salvo las de los pudientes, los *grantenientes, diríase que, ahora, a fuerza de
interponer distancias, hemos perdido aquel baboseo, *abraceo y besuqueo que
solo subsistirán, imagino, en las honradas casas de lenocinio, donde las
vestales del himeneo profano agasajarán como se debe a quienes pagan, ¡siempre parva, la recompensa!, con
dineros arrancados al sudor honrado. A quien regresa del extranjero, que debería
ser lo propio nuestro, no podía dejar de llamarle la atención la extraña
armonía y sutil concierto que había en el trato con cualesquiera personas, de
alta o baja condición. Los buenos modales, la singular etiqueta, diríase, que
obliga al recién llegado a corresponder con creces, convertía la calle, el
comercio y los espacios de recreo en viejos salones palatinos por los que
Felipe II paseaba sus escrúpulos de conciencia. Entereme por la prensa de que
un gobierno de todos y para todos gobernaba una Administración escasa desde la
más austera composición imaginable del mismo. Como por ensalmo habían desaparecido
los capigorrones que medraban a su amparo con sinecuras que ofendían los más
elementales principios de la igualdad de oportunidades. Se habían desvanecido,
igualmente, las instancias que mediaban entre las deudas y las necesidades, de
modo que era el Estado, con sus brazos como tentáculos, largos, y ahora
acogedores, los que combatían la pobreza, la miseria y el infortunio de a
quienes desfavoreció Fortuna y, en no pocos casos, a quienes labraron su
adversidad con el lastre de los vicios valetudinarios que nos acompañan a la
especie desde que dimos el salto del árbol y la liana a la bipedestación y al
crecimiento cerebral. Las «patrias chicas» habían recuperado su prístina
condición de tales y nadie prestaba atención a los chamanes de las tribus que
sembraban la cizaña del odio para dividir a los españoles, como si todos ellos
ignoraran la divisa común que debería de haber figurado en todos los escudos y
banderas que, a lo largo de nuestra asendereada Historia, hemos tenido: «Nadie
es más que nadie». Fuime cuando sonaban los pífanos afónicos de la discordia, y
aun del odio, en medio de la feroz epidemia, y por eso ahora maravilla, más que
sorprende, que se acate, con crítica, pero sin rebeldía, un austero gobierno
que rija el procomún, teniendo como norte el bien de todos en vez del bien de
los propios y allegados. Como corresponde a una nación moderna que aspira a
ser reconocida por algo más, ¡sin menoscabar su capital importancia!, que los
matrimonios homosexuales, el repatriado ha observado, complacido, que los ciudadanos
son ahora, merced a su desembolso económico, los principales artífices de la
más rica vida cultural, que ha resurgido de las cenizas de la epidemia con un
vigor inédito, insólito e incógnito en nuestros predios. ¿De cuando acá cabría
imaginar que no iba a sobrevivir más cultura que aquella que los ciudadanos
permitieran, gracias al mecenazgo de su favor? ¡Se ha acabado con los pedigüeños
y la limosnería! Reconozco que a veces tengo la tentación de pensar en la
epidemia como en la ósmosis inversa, por señalar el más benéfico de los
inventos, potabilizar el agua del mar, que vale tanto como peinar los vientos o
arrancarles, a las nubes, el agua a discreción. Pasó por nuestra nación y ha
conseguido hacer aflorar en nosotros lo mejor que teníamos, tan oculto como el oro
en la mina…¡Bien podríamos hablar de una nueva Pascua! Pasó la epidemia por
nuestros hogares despojándonos de la sombra de la caína y del acibarado rencor,
y vistiéndonos con las luces de la razón… Sea como haya sido, lo cierto es que
son pocos o ninguno los que aporrean en las puertas del favor gubernamental
para vivir del arte del cuento de ser seres escogidos por las inquilinas del
Helicón para hacernos más grato y complejo nuestro afiligranado camino hacia la
muerte. Hube de hacerme las cruces en las que no creo cuando supe que, acaso a
imitación de la que fuera la pérfida Albión y primera democracia europea, los
trabajadores satisfacían sus cuotas sindicales, lo que permitía que sus líderes,
sin el ostentoso lujo preepidémico de su sindicalismo vertical, viviesen
austeramente al servicio de sus afiliados, aligerando la sangría que las arcas
públicas sufrían por tal motivo, ¡que jamás «razón»! ¡Qué había sucedido, en
tan pocos meses, para que hasta hubieran desaparecido los vocingleros programas
de la telebasura, fueran «del corazón», fueran «políticos», que tanto habían
envenenado a las gentes! La quiebra de los media públicos, una vez que los
gobiernos solo atienden a lo esencial, ha mejorado de tal manera las arcas
públicas que han permitido una reconstrucción muy mejorada de un sistema de
salud gracias al cual no habrá, de ahora en adelante, epidemia que nos pille
por sorpresa, con el gobierno cambiado, para mal, como ha ocurrido con la recién
pasada. Cualquier español que no hubiera estado lejos de España, físicamente,
porque la vinculación emocional es imposible perderla, y que ahora recapacitara
sobre el país que «ha salido» de la epidemia, creería que esa epidemia ha sido, en realidad, un potente narcótico que nos ha inducido un sueño tan
profundo a todos los ciudadanos, que ahora el despertar a cuanto vengo describiendo
no le quedaría más remedio que reputarlo de sueño idílico o quimera de la razón
o bendición muda de la pítima… Temí que una España de la que hubiera
desaparecido la picaresca, las malas artes, los chanchullos, el amiguismo, el
nepotismo, la arbitrariedad, el despotismo asnal, el saqueo institucional, en definitiva,
el clásico «ande yo caliente…», bien pudiera pasar desapercibida, como tal, en
el concurso de las naciones. Acometiome la extravagancia imaginativa de pensar
que habría desaparecido como nación, que, de pura exquisitez sociocutural, nos
habríamos evaporado, y que ahora el estrecho de Gibraltar se extendería entre
las costas de Marruecos y los Pirineos franceses, los cuales descenderían abruptamente
hasta el mar, formando singulares acantilados inexpugnables… Pellizcarse es
recurso más antiguo que persignarse ante lo desconocido, lo pavoroso o el mal,
tan contundente como desmadejadas son sus representaciones; de ahí que lo
prioritario era arrancarse un quejido y un escozor punzante para dar crédito a
la revolución española pendiente e independiente de cualquier previsión o
amenaza ideológica. Pues sí, que cada cual viva honradamente de su propio
trabajo, creado o conseguido en buena lid emprendedora o subordinada, seguía
siendo, después del fiero pellizco, una realidad irrefragable. ¡Cómo sería esta
España de distinta, que ya nadie celebraba «hazañas» como la del Dioni o la de
Paesa, ni parecía que se viera con buenos ojos la existencia de parásitos que,
antes de la epidemia, eran una plaga infinitamente más nociva que los deletéreos
efectos de la pandemia que nos ha diezmado, sobre todo a los diosos apartados
por las familias a los modernos lazaretos de las «prisiones para mayores»! Sí,
sí, es injusto convertir moralmente la epidemia en una plaga bíblica que nos
castiga por haber segregado del cuerpo social a quienes, antes de ser considerados
«un estorbo», lo fueron todo para todos. Ahora, como si de hecho esa lectura
del mal fuera la que todos hemos hecho, los hogares vuelven a contar entre sus
miembros con quienes, en su mayoría, cuidaron, con anterioridad, de quienes los
expulsaron, después, de la compañía de los carentes de tiempo, de afecto y de
virtud. La propia vida comunitaria se ha despojado de las puntiagudas aristas
que, en unos lugares más que en otros, la hacían o imposible o tan difícil como
mantener el decoro sin caer en nuestras antiguas baladronadas, desplantes y
desaires, por no mencionar las rufianadas y los matonismos de cloaca… No, no
nos recreamos en unas relaciones versallescas, porque lo propio nuestro es la
llaneza sin afectación, que estipulara Cervantes en la novela menos leída en
España; pero es lo cierto que en la nueva nación «liberada» es un placer observar la fiebre del civismo
que sufren todos los ciudadanos y que, sin duda, pronto me afectará a mí también,
porque, bien practicada, es tan contagiosa como la propia epidemia vencida, la
barbarie o el sectarismo faccioso que ha sido, hasta hace nada, una de nuestras
inconfundibles señas de identidad. Hasta me pregunto si, dadas las nuevas
costumbres, los benéficos hábitos no recuperarán de aquí a nada el uso
generalizado del sombrero, no ya porque, como publicitaba el franquismo, «los
rojos no lo usaran», sino porque alzarlo cortésmente al paso de nuestros
conocidos o llevarse, more western, dos dedos al ala del mismo para
saludar a los mismos ahorra otras gesticulaciones que la distancia proxémica
(valga la contradicto in adiecto) postepidémica nos ha impuesto. Sí,
reconozco que tiene difícil explicación que una nación consumidora de basura
mediática y con la casta política más mediocre del continente europeo haya
sufrido tal transformación, semejante metamorfosis, y que esto lo haya sido «para
bien», en vez de habernos despertado convertidos en escarabajos; pero en ningún
tratado o manual, de resistencia o de clarividencia…, está escrito que lo peor no pueda mutar en lo mejor o , como es
el caso, en lo correcto, esto es, en lo justo y lo necesario. ¡Soñemos, alma,
soñemos!
1.
¿Es esto soñar? ¡Desgraciado el pueblo
que no tiene algún ensueño constitutivo y crónico, norma para la realidad,
jalón plantado en las lejanías de su camino!
(Benito Pérez Galdós. Alma Española. Año 1, número 1)