De una Revolución sin plan, la Setembrina, a una República sin republicanos para acabar hundiéndose, España, en el marasmo del caciquismo de la Restauración o la gloriosa invención narrativa del irrefutable ojo clínico de Galdós.
Bien, llego al final de mi aventura intelectora con Los episodios nacionales y lo lamento
horrores, porque se me había convertido en un hábito estupendo eso de tener
siempre un volumen en las manos que me deparaba la ración cotidiana
indispensable de galdosina, la conocida droga narrativa que todos los lectores
del enigmático Galdós, a pesar de cuanto se conoce de su vida, suelen paladear
con infinito placer. A su manera, y salvando las distancias, me ocurre otro
tanto con las obras de Simenon, aunque no me he propuesto una lectura
sistemática de ellas, como sí lo he hecho con estos Episodios cuya intelectura culmino, cumpliendo lo que me dije a mí
mismo mientras estudiaba Filología Hispánica: cuando te jubiles los leerás de un tirón, para que nada te estorbe ni
distraiga de ese placer -intuición que ahora se ha convertido en
constatación. Quienes hayan entrado de cuando en cuando en este Diario habrán advertido que, a pesar de
mi programa de lectura galdosiano, he ido alternándolo con otras lecturas más
ligeras de las que también he dado noticia en este espacio. No traicionaba mi
plan, sino que, según las circunstancias, viajes, salas de consulta, etc., no
quería exponerme a perder los valiosos libros de la colección de Espasa-Calpe
en que los he leído o a “cargar” con ellos, dado su peso. Así, no hace mucho
leí en un desplazamiento en AVE los Ensayos
liberales de Marañón, por ejemplo, como leí el Jardín de flores curiosas, de Torquemada, y como, dentro de poco,
si aún no hubiera culminado mi aventura, daría noticia de La secreta guerra de los sexos, de la Condesa de Campo-Alange, cuya
intelectura acabaré de aquí a pocos días. En el fondo, dilecto intelector,
habrás advertido que todas esas intelecturas no han sido sino el único modo
eficaz que he encontrado para alargar en el tiempo la convivencia con los Episodios. Mi desconsuelo se ha visto compensado con la leve y comprensible decepción
que me ha supuesto saber que he acabado un proyecto incompleto, que Galdós no
logró coronarlo como tamaña aventura se merecía, a pesar del incomparable
esfuerzo gigantesco que Galdós, sin comparación alguna en nuestra literatura,
realizó con un rigor impecable y con una fortuna narrativa que, he de
reconocerlo, hace las delicias de los galdosianos, pero puede satisfacer otros
paladares intelectores, porque ¡es tanta la maestría del madrileño en su mester
que no admitirlo es, sobre injusto, un grave error de apreciación literaria! La
quinta serie abarca desde la solución dinástica buscada por Prim, Amadeo de
Saboya, que le cuesta la vida, hasta la Restauración borbónica en la persona de
Alfonso XII, en quien no tarda en abdicar Isabel II, consciente de que solo de
esa manera podrá la dinastía volver a reinar en España. Si esta serie destaca
por algo es, a mi entender, por la invención de los diferentes narradores que
se toman el relevo. El proyecto de Galdós, queda nítido desde el inicio de la
serie y es una reafirmación del motivo que lo animó a crear un fresco histórico
incomparable: indagar en la vivencia común, cotidiana, anónima, de la Historia
que se está escribiendo en el presente de sus personajes, no todos ellos ni
insertos en el drama histórico ni primordialmente interesados por esos
aconteceres de naturaleza institucional al que, por crianza, interés o
inclinación, son completamente ajenos. Es decir, lo que Unamuno calificaría
como “intrahistoria”: Los íntimos enredos y lances entre personas,
que no aspiraron al juicio de la posteridad, son ramas del mismo árbol que da
la madera histórica con que armamos el aparato de la vida externa de los
pueblos, de sus príncipes, alteraciones, estatutos, guerras y paces. Con una y
otra madera, acopladas lo mejor que se pueda, levantamos el alto andamiaje
desde donde vemos en luminosa perspectiva el alma, cuerpo y humores de una
nación… Por lo expuesto, y algo más que callo, pedida la licencia, o tomada si
no me la dieren, voy a referir hechos particulares o comunes que llevaron en
sus entraña el mismo embrión de los hechos colectivos. Conviene insistir en
que en esta última serie Galdós intensifica la calidad de las tramas amatorias
y se aparta de los esquemas tópicos par perfeccionar la psicología de los
personajes y presentárnoslos como individualidades que nos atraen y de quienes
queremos saberlo todo, como el caso de la pareja Fernanda (hija de Santiago
Ibero) y el donjuanesco don Juan de Urríe, un caso extremo en el que la trama
incluye hasta el asesinato de la amante del donjuán con quien este burla a
Fernanda, ¡a manos de la propia Fernanda!, lo que acabará implicando un
trastorno depresivo notable que tiene en un sinvivir a sus padres, de ahí que
Ibero llegue a decir algo que debió de levantar notable polvareda en su tiempo:
Ya hemos dicho que el mal ocasionado por
un hombre infame, otro puede curarlo. Ya sabes mi lema: “Un hombre, un hombre
para la niña”. Fíjate que no digo “un marido”, ni siquiera “un novio”, sino “un
hombre”. (…) Si en efecto se nos enamora de este joven, dejémosles que hagan lo
que quieran. ¿Qué la deshonra? Ese será el mal menor, en todo caso preferible
al estado presente… Ya te lo he dicho, mujer: “Contra un cataclismo, otro
cataclismo”. ¿NO has oído que un clavo saca otro clavo? Pues un hombre saca
otro hombre… Venga la resurrección de la niña, aunque nos traiga un poco de
vilipendio. ¿Qué supone una mácula en la extensión de eso que llamamos “ser”,
“vivir”? Exhaló Gracia un suspiro que quería decir: “Amén”. Lo que viene después de que la hija, Fernanda,
haya dado una inequívoca muestra de liberalismo en las costumbres frente al
consejo de un cura: -Mi tío lo dice: “Niñas
que estáis ciegas de amor, frotaos los ojos con el desprecio de los hombres…
Despreciadlos y curaréis” -Por cura y por viejo -replicó Fernanda, dejándose
llevar camino abajo-, no es tu tío el mejor médico para estas enfermedades del
alma… En esta quinta serie va a acentuar su protagonismo el hijo de Lucila,
Vicente Halconero, un revolucionario impedido por su cojera de participar en
las Milicias o en cualesquiera acciones que requieran el ardor bélico con el
que él ha nacido, un militar de vocación postrado en la cama, podríamos decir.
Derivado hacia la vida intelectual, experimentará, no obstante, la descarga de
adrenalina de la acción física, a resultas de la cual es gravemente herido y se
ve de nuevo obligado a convalecer largo tiempo, pero a Galdós le sirve para
trazar, a través de él, algo así como la biografía literaria de un joven de su
época. La cita es larga, de acuerdo, pero el contenido más que interesante, porque
nos permite observar los fundamentos de su formación: Las primeras borracheras las tomó el neófito con Víctor Hugo, que en
verso y prosa le entusiasmaba y enloquecía. Vino luego Lamartine con sus
dramáticos Girondinos; siguieron Thiers con El Consulado y El Imperio con sus
admirables Historias. En su fiebre de asimilación empalmaba la Filosofía con la
Literatura, y tan pronto se asomaba con ardiente anhelo a la selva encantada de
Balzac, La comedia humana, como se metía en el inmenso laberinto de Laurent,
Historia de la Humanidad. Por complacer a su padrastro don Ángel Cordero,
apechugó con Bastiat y otros pontífices de la Economía política, y para quitar
el amargar de estas áridas lecturas, se entretuvo con la socarronería burguesa
del Jerónimo Paturot. Impelido por intensa curiosidad, dedicose el incipiente lector
a los maestros alemanes. Devoró a Goethe y Schiller; se enredó luego con
Enrique Heine, Atta Troll, Reisebilder, y por esta curva germánica volvió a
Francia con Teófilo Gautier, Janin, Vacquerie, que le llevaron de nuevo a la
espléndida flora de Víctor Hugo. Mayores estímulos se sed ardiente le empujaron
hacia Rousseau y Voltaire, de donde saltó de un brinco a las constelaciones de
la antigüedad clásica, Homero, Virgilio, Esquilo, el cual, como por la mano, le
condujo hacia el espléndido grupo estelario de Shakespeare, Otelo, Hamlet,
Romeo y Julieta. De aquí, por derivaciones puramente caprichosas, fue a parar a
Jorge Sand, Enrique Murger y al desvergonzado Paul de Kock. El espíritu del
neófito se remontó de improviso, requiriendo arte y emociones de mayor vuelo.
Releyó historias y poemas, y buscando al fin con la belleza la amargura que a
su alma era grata, se refugió en Werther como en una silenciosa gruta llena de
maravillas geológicas, y ornada con arborizaciones parietarias de peregrina
hermosura. No tardó Halconero en tomar grande afición a la literatura concebida
y expuesta en forma personal: las llamadas Memorias, relato más o menos
artificioso de acaecimientos verídicos, o las invenciones para suplantar a la
realidad se revisten del disfraz autobiográfico, ya diluyendo en cartas toda
una historia sentimental, ya consignando en diarios apuntes las sucesivas
borrascas de un corazón atormentado. En densas epístolas puso Rousseau su Nueva
Heloísa, y en espasmos de amor y desesperación, diariamente trasladados al
papel, contó Goethe las desdichas del enamorado de Carlota. De este arte
apasionado, melancólico y amarguísimo se prendó tanto el hijo de Lucila que sin
quererlo, y por inopinadas comezones de la edad juvenil, fui inducido a
imitarlo… Todo lo relativo a
los sucesos históricos posteriores a la Revolución de Setiembre, también
conocida como La Gloriosa, el intento de Prim de introducir en España una
dinastía sin la malhadada historia de los Borbones -contada magistralmente por
Michel del Castillo en Las lobas del
Escorial, para quien quiera regocijarse en la descripción magistral de
aquella depravación tontuna-, su posterior asesinato -sobe el que hicieron no
hace mucho una excelente adaptación televisiva: Prim. Asesinato de la calle del Turco-, la conjura de carlistas y
progresistas contra Amadeo I, la posterior renuncia de este y la proclamación de
la Primera República, más celebrada, paradójicamente en los balcones por la
aristocracia que por los proletarios: Doscientos
cincuenta y ocho votos contra treinta y dos decidieron que España no era ya
monarquía sino república. (…) Con puntualidad absolutamente espontánea, pues no
mediaron órdenes ni avisos, aparecieron iluminados casi todos los balcones de
Madrid en la noche del 11 al 13 de febrero. (…) Sin más auxilio que nuestro
criterio y el conocimiento en cierto modo adivinatorio que teníamos del
vecindario matritense, leímos aquella página y la diputamos por vergonzosa y
repugnante. Las casas de los republicanos, que eran los legítimos triunfadores
en la jornada del 11 de febrero, estaban a obscuras, y en cambio los palacios
aristocráticos, las moradas de las damas católicas y de los señorones
alfonsinos y carlistas brillaban con espléndido alumbrado, signo de lisonjeras
esperanzas. Mayormente nos escandalizó la cínica refulgencia de las cosas donde
se albergaban los corifeos del viejo progresismo , que hasta el día 10 fueron
cortesanos y servidores de don Amadeo; y la inmediata extensión de los
movimientos cantonales, entre los que solo triunfo el de Cartagena, constituyen
una sucesión de hechos históricos capaces por ellos mismos de atraer
poderosamente el interés de los lectores. Todo muy atractivo, sí, pero hete
aquí que de pronto por la mente se Galdós se cruza una idea disolvente: encarnar
a la propia Historia, Clío, darle categoría de personaje y convertirla en algo
así como la madre amantísima del último narrador, Proteo Liviano (Yo, Proteo Liviano, mensajero de los Dioses),
Tito Livio, Tito, un enano don Juan (Yo
no sé qué tengo, señores que me leéis, no sé qué tengo… Lo mismo es hablar yo
con una mujer, que esta se pone tierna y no tarda en enloquecer por mí… No sé
lo que tengo, repito, no sé…) cuya peripecia vital a medio camino entre lo
documental y lo fantástico me parece un hallazgo narrativo extraordinario y que
hará algo más que las delicias de los intelectores en los que pueda haber
sembrado la semilla loca de leer esta aventura novelística sin parangón en nuestra
historia literaria, y creo que tampoco en la de ningún otro país, que son Los episodios nacionales. El propio
narrador, sin embargo, se presenta por extenso, consciente de la importancia de
su desempeño individual en todo cuanto ha de contar, a pesar de insistir en su
escasa capacidad para hacerlo concienzuda, clara y ordenadamente: Misterios de la conciencia, misterios de la
política, ¿quién os entiende, quién os deslinda, quién os baraja? Perdóneme el
piadoso público la falta de método que habrá notado en mis escritos, los cuales
aparecen reñidos con el orden cronológico. Este defecto mío radica en el fondo
de mi naturaleza, y sin darme cuenta de ello refiero los acontecimientos
invirtiendo su lugar en el tiempo. Si nunca me ha entrado en el cerebro la
aritmética, tampoco hice migas con la cronología, y sin pensarlo refiero lo de
hoy antes que lo de ayer, y la consecuencia antes que el antecedente… Va
siempre por delante lo que hiere mi imaginación con más viveza… Al franquearme
contigo, noble y cachazudo lector, presumo que desearás conocerme, saber quién
soy, de dónde he salido, y el cómo y por qué de mi metimiento, de mi
colaboración en estas historias. Por de pronto diré que soy un hombre chiquitín
de cuerpo, grande de espíritu y dotado de amplia percepción para ver y apreciar
las cosas del mundo. Reservo por ahora mi verdadero nombre, y entre los
diferentes motes que suelo usar en mi labor periodística, escojo el más
adecuado, que es también el más breve: Tito (…) Mi abolengo es, pues, de una
variedad harto jocosa. Yo, con paciencia y saliva, quiero decir tinta, he
reconstruido mi árbol, y en él tengo señoras linajudas, títulos de Castilla,
que casi se dan la mano con logreros y mercachifles de baja estofa; tengo un
obispo católico, un cura protestante, una madre abadesa, dos gitanos, una moza
del partido, un caballero del hábito de Santiago y varios que lo fueron de
industria… Soy, pues, un quedo de múltiples y variadas leches. Debo declarar
que de la heterogeneidad de mis fundamentos genealógicos he salido yo tan
complejo, que a menudo me siento diferente de mí mismo. (…) En la época de mi
cuento amadeísta, tenía yo 23 años. Habiéndolos
leído todos con imperecedero agradecimiento a su autor por haber dedicado tanto
tiempo de su vida a tan magna obra, me pregunto cómo es posible que RTVE no
haya aún pensado en hacer una serie que, sin duda, lograría los mayores índices
de audiencia jamás logrados en las televisiones desde que se mide (y controla)
la audiencia. En su lugar, han de sufrir, quienes la vean, sucedáneos absurdos
como ese Ministerio del Tiempo de
difícil visión con cierta experiencia lectora y visual. Pero entremos en la
presentación de Clío, quien, poco después, con la entrada en acción de Proteo
Liviano -que, al margen de la alusión al historiador Tito Livio, incluye una
sutil al Larvatus prodeo de
Descartes, si no me paso de hermeneuta, claro-, se convertirá en la magistral
Mariclío, especialista en metamorfosis. Cuando aparece, lo hace en una escena
en la que Vicente Halconero acaba en un prostíbulo: Al tener
que referir el cómo y el cuándo recibió Halconero la carta, y dónde fue a
leerla con el curioso manuscrito que contenía, la Historia, más pudibunda y
remilgada en aquel caso que en otro alguno, se tapó la cara y disfrazó su voz
para que no se la tuviese por persona de baja ralea. (…) La narradora de los
grandes hechos humanos no tuvo reparo en decir que la costurerilla encontró a
don Vicent saliendo de su casa (…); pero, dicho esto, se negó rotundamente a
puntualizar y describir el sitio adonde fue a parar con su cuerpo el hijo de
Lucila. Digna de respeto es la gazmoñería de la sabia matrona. Por conducto más
bajo se sabe que Halconero dio fondo en un gabinete exornado de frescachonas
láminas al cromo, de panderetas y paisajes taurinos, y que a su vera se puso
una linda muchacha rubia, la cual con gozosos modales y tiernas voces celebraba
su presencia… (...) Lo que ocurrió en la entrevista con la ninfa de cabellos de
oro, no se narra. La Historia está presente, y vuelta de cara a la pared para
no ver nada, recomienda con bronca voz la total omisión de lo que allí se ve y
se oye. Pero un poco más adelante, toma asiento junto a dos de los protagonistas
mientras estos leen las condiciones publicadas para conceder la emancipación a
la isla de Cuba, que fue sujeto de controversia ciudadana y política: En el momento en que Halconero esto leía, la
Historia, que con los dos amigos había entrado invisible en la tasca indecente,
se dejó ver… quiero decir que, espiritualmente hubo de presidir la reunión, y
entre los dos jóvenes tomó asiento, sin mostrar repugnancia del ambiente
plebeyo y vinoso. En la mesa puso la gentil matrona sus codos augustos, y con
ambas manos sostuvo su rostro clásico, modelado por los padres de la
estatuaria. Atentos los ojos y el oído a la lectura, que era recreo
inocentísimo de dos almas españolas, no vio profanación en los lectores ni en
el sucio lugar que les albergaba; antes bien, dio con su presencia grave
solemnidad a lo que se leía. Su laureada frente no se humilló en aquel cuadro
de apariencias groseras; los bordes de su clámide recamada de elegantes grecas,
resbalaban de su cuerpo sobreaño y caían en el suelo entre polvo, heces de vino
y salivazos, sin que estas confundidas suciedades en manera alguna los
manchasen. Me parece evidente que en el personaje de Tito hay una cierta
evocación de la profesión periodística que ejerció Galdós en sus primeros años
en Madrid. De hecho, en la serie televisiva, Galdós es personaje destacado como
periodista que investiga los sucesos. Ello lo prueba el retrato de José Luis
Albareda, director de El Debate, que fue quien le abrió las puertas del
periodismo, y de quien dice: Ni cuando te
pone en los cuernos de la luna te envanezcas, ni demasiado te aflijas cuando te
trate a zapatazos. Esa Mariclío tras cuyas intervenciones perderá el resuello
el lector, se nos presenta, paradójicamente como le toca: adaptada a la
circunstancia en la que ha de participar: De
la tía Clío, por cuya procedencia y oficio le pregunté, díjome lo que a la
letra copio: Es una vieja medio loca que en el piso bajo tiene una tienda de
muebles, armas y papelorios antiguos. Lejos de aquí la hemos visto vestida de
señora con borceguíes de tacón dorado, y aquí se nos presenta hecha un pingajo,
con chinelas que dice fueron de una tal doña Urraca. Charlotea de trifulcas que
pasaron u de las que están pasando, y es una criticona que no hace más que
gruñir. Se va como viene, sin saludar a nadie y diciendo no más que: “Hasta
ahora”. Y el ahora quiere decir “siempre”. A medida que los hechos se acercan
a la experiencia propia del autor, Galdós acentúa los pronunciamientos
políticos con un indudable acierto moderado, porque su condición de observador
de dichos acontecimientos lo libra de la humana tentación de considerarlos
desde la pasión individual. Desde esa perspectiva, lamenta el fracaso de Amadeo
de Saboya: De aquel Gobierno se dijo que
era una “república con Rey”. ¡Lástima que no hubiera sido cierto, y que no
durara lo bastante para que se consolidase la utopía y se hiciera verdad de
carne y hueso”, pero también se opone a los intentos desesperados de los
republicanos por crear una República sobre las arenas movedizas de una voluntad
popular que no la avalaba, salvo como pronunciamiento cantonal que acabó como
el rosario de la aurora o toda ella con una insurrección, la de Pavía, con
ocupación del Congreso por guardiaciviles en una operación muy pero que muy
parecida al reciente golpe de estado de 1981. La propia Mariclío lo dice: -¡Ay, Tito, no sé cómo no me río hablando de
estas cosas que son, vive Dios, tan tristes! Que un país, donde hay sin fin de
hombres que discurren con juicio, y sienten en sí mismos y en conjunto el
malestar hondo de la Patria; que una nación europea y cristiana esté en manos
de esta cuadrilla de politicajos por oficio y rutinas abogaciles, hombres de
menguada ambición, mil veces más dañinos que los ambiciosos de alto vuelo! Si
algo pudiera contra ellos, los barrería como barro esta sala, regándolos antes
para no levantar polvo, y mezclados con serrín los metería en su más adecuado
sumidero, que es el eterno olvido. Aquella Primera Republica en las que las
tentaciones centrífugas provocaron una alarma social y militar que forzó el
pronunciamiento del militar Pavía, acaso de los más proclives a la República.
Los propios protagonistas de la República, desde la espantá de Estanislao
Figueras hasta los temores de Pi i Margall, quien dimitió a los 37 días por
negarse a reprimir el cantonalismo, aunque aisló la revuelta que se gestaba en
Barcelona, pasando por el miedo de Castelar:
Hubo días de aquel verano en que creíamos completamente disuelta nuestra España
[…] No se trataba allí, como en otras ocasiones, de sustituir un ministerio
existente ni una forma de Gobierno a la forma admitida; tratábase de dividir en
mil porciones nuestra patria, semejantes a las que siguieron a la caída del
califato de Córdoba”, hasta desembocar en la impotencia de Salmerón,
el filósofo sin realidad, que decía
maliciosamente Castelar de él; todos
ellos, ya digo, nos hablan no solo de una intentona republicana fallida, sino
de nuestro más actualísimo presente, a poco que sepamos leer las líneas de fuerza
que operaban entonces y, mutatis mutandi, operan hoy. Mientras, sin embargo, y,
como decimos en catalán, per acabar-ho d’adobar,
las intentonas carlistas seguían operando no solo en los territorios del País
Vsco y de Navarra, sino incluso tan cerca de la capital como en Cuenca, tomada
por la cuñada del pretendiente, doña María de las Nieves Braganza, el
equivalente femenino auténtico de Cabrera, El tigre del Maestrazgo. Y firme
acreedora al título de “hiena”: Dijeron algunos: “Esa mujer es una hiena”.
Pues yo os digo que será todo lo hiena que se quiera en determinada ocasión;
pero me permito enmendar la frase de este modo: “Esa mujer… es un hombre”, el
primer hombre del absolutismo, desde los tiempos de don Carlos María Isidro
hasta la edad presente. (…)Chispazos del genio de Atila y del Tamerlán
iluminaban el cerebro de aquella hembra temeraria y cruel, negación de su sexo.
Desde el momento en que Cuenca cayó en poder de las honradas masas, la doña
Nieves les pemitió todas las brutalidades, crímenes, atropellos y vandálicas
libertades. (…) Consintiéndoles la saciedad de sus apetitos, les adiestraba
para continuar peleando por ella y allanando los caminos por donde corría
desenfrenada la feroz ambición del marimacho más genial que ha tenido España.
Cánovas es el último volumen de los Episodios… y Galdós no se recata en
desmontar la restauración borbónica como una derrota de quienes, desde el
intento de establecer la Primera República, acaban viendo cómo se impone el
caciquismo político, la corrupción de las concesiones industriales y la
conformidad con una estructura política y de producción que deja intactas las
injusticias y los agravios insufribles cuyas padecimientos hemos visto volumen
tras volumen a lo largo de este viaje histórico sin comparación. Aquí se recoge
la anécdota adjudicada al Presidente del Gobierno, Cánovas, cuando los
comisionados para la redacción de la nueva Constitución de 1876 le consultaron
cómo definían quiénes eran españoles: Hallábase
una tarde en el banco azul el presidente del Consejo, fatigado de un largo y
enojoso debate, cuando se le acercaron dos señores de la Comisión para
preguntarle cómo redactarían el artículo del Código fundamental que dice: “son
españoles los tales y tales”… Don Antonio, quitándose y poniéndose los lentes,
con aquel guiño característico que expresaba su mal humor ante toda
impertinencia, contestó ceceoso: “Pongan ustedes que son españoles… los que no
pueden ser otra cosa”. Como no podía ser de otra manera, a medida que se va
acercando el fin del volumen y se adquiere verdadera conciencia del retraso
social y democrático que supone para España la Restauración, a pesar de la paz
artificial que se deriva de dar por extinguido el foco de tensión bélico de ls
intentonas carlistas, e entiende el desengaño del narrador, que ha luchado con
la ceguera metafórica que le ha aquejado, como parte de la vida fantástica que
ha llevado desde que fue prohijado por Mariclío y acosado por las Efémeras,
verdaderas diablesas que lo mortifican: Sostuve que en España no existe la representación
nacional, y que los diputados no expresan más opinión que la de unos cuantos
señores; que en las Cortes no reside ninguna parte de la soberanía, y que la
ley fundamental del Estado no es más que una edición bonita y esmerada de las
coplas de Calaínos. Todos los poderes residen en el Rey y en las camarillas, a
las que están subordinados los jefes de las ganaderías políticas. Y más aún se comprende el trágico parlamento que cierra la aventura
novelística, en boca indignada, ¡y de quién mejor, si no!, de Mariclío: : Los políticos se constituirán en casta,
dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente
estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos
particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una
Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no
suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería
antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los
menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás, si
vives, que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil y hasta
la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa madre
Iglesia. Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos
aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la
honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos
revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la
rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal
revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma
de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es
consunción y acabamiento… Sed constantes en la protesta, sed viriles,
románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío…Yo,
que ya me siento demasiado clásica, me aburro… me duermo… Y aquí se acaba
la historia, y el esfuerzo minúsculo de este Artista Desencajado por invitar a
los intelectores a sumergirse en ese mundo lleno de lo mejor de Galdós, casi lo
peor de la Historia de España y de todo lo interesante que puede haber en un
pueblo como el español tan baqueteado por la Historia, por las historias y aun
por las historietas. Los Episodios…
hunden sus raíces en lo mejor de nuestra tradición literaria y Galdós se eleva
a tanta altura que por puede codearse de tú a tú en ese panteón de escritores
ilustres tan nutrido de las Letras españolas con cuantos genios la habitan
desde los tiempos de Berceo. ¡Feliz invención galdosiana, la de estos Episodios
trascendentales, nada anecdóticos y llenos de vida, literatura e historia
auténtica a raudales! Me reservo, claro
está, más allá de las torpes recensiones en que he ido dando cuenta de las
cinco series de novelas, un juicio particular sobre la experiencia de esta
aventura intelectora, una confesión de mi admiración sin límites por quien
tantísimas horas de placer intelector me ha deparado a lo largo de mi vida,
sobre todo en esas ediciones tan luminosas como prácticas de la editorial
Hernando. Los episodios nacionales, con las minúsculas de la vida cotidiana, humilde
y encopetada, ridícula y generosa, brava y cobarde, infecta y admirable,
mirífica y deleznable… de tantas generaciones, son España misma.
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