La insobornable independencia de criterio o la esencia
del europeísmo: Stefan Zweig evoca el mundo que desapareció tras las dos
guerras mundiales en unas memorias “de memoria”: El mundo de ayer.
Tras ver hace unos días la decepcionante película de Maria
Schrader, Stefan Zewig: Adiós
a Europa, y habiéndome pasado toda la proyección recordando la lectura del
libro de memorias que escribió poco antes de morir y que fue publicado
póstumamente, El mundo de ayer,
me ha parecido oportuno rescatar esa lectura -de la película he hecho crítica
en mi Ojo Cosmológico- a
cuyos subrayados me he ido, en principio, para afirmar la tesis del europeísmo
cultural y político de un autor que defendió sus ideales y su independencia de
criterio aun a riesgo de, como pasó en la Primera Guerra Mundial, volverse
sospechoso para quienes celebraron con absurda e incomprensible alegría
nacionalista aquella guerra de 1914 que pondría fin a un modo de vida que ya no
habría de volver, porque las generaciones de entreguerras, tanto en el plano
del comportamiento social como en el del arte, gracias a las Vanguardias, que
ya iniciara el futurista Marinetti antes incluso de la Gran Guerra, rompieron
drásticamente con ese mundo anquilosado en el que nació el autor y en cuyos
valores se formó; pero en cuanto he visto todo el “material” que quedaba fuera
de mis subrayados, me he aplicado a una relectura urgente que he hecho con la
misma pasión con que hice la primera, porque ahora rescato algunos aspectos a
los que en la primera lectura les había concedido menor importancia. En estos
tiempos convulsos en que, de nuevo, las demagógicas voces de los populismos de
izquierda y derecha regalan los oídos de los escasamente formados y de los
castigados cruelmente por la crisis económica, cuyas expectativas de mejora
social son directamente proporcionales a los miserable trabajos con los que
apenas se sobrevive hoy, en esta época, dicen, de recuperación…; en estos
tiempos del Bréxit y de las muchas amenazas a diestro y siniestro contra la
difícil Unión Europea, digo, no está de más rescatar una figura que jamás ha
sido olvidada, pero cuyos valores europeístas merecen ser aireados incluso con
entusiasmo, porque son ellos los que actuarán como antídoto contra quienes
amenazan la vuelta fatal a los viejos nacionalismos cuya siniestra historia
ensombreció nuestro continente durante demasiado tiempo. Zweig fue un
divulgador de la mejor cultura europea, un hombre cultísimo, de pluma elegante,
habitado por la tolerancia y partidario, siempre, del respeto, el diálogo y la
cooperación internacional. Su obra de divulgación, de cariz biográfico, abarca
obras fundamentales como La
lucha contra el demonio, Tres
maestros, su popularísimo Momentos
estelares de la Humanidad, Erasmo
de Rotterdam, el humanista europeísta a quien, posiblemente, se sintió más
afín, y muchas otras que aún hoy se encuentran fácilmente en las librerías, lo
que es prueba inequívoca del éxito definitivo de un autor. Llama la atención
que, cerca de su muerte, anduviera trabajando en la biografía de quien, como
Erasmo, mejor ha servido para definir al hombre de letras europeo por
antonomasia: Michel de
Montaigne, el Miguel de la Montaña que traducía Quevedo, quien con sus Ensayos define, de una vez por todas, el
género de la autobiografía y convierte el yo íntimo, analizado hasta el más
mínimo detalle, en historia pública. Es el único libro, desde que lo leí por
primera vez, los Ensayos,
que nunca ha abandonado mi mesita de noche. Los otros van cambiando, pero él
siempre está ahí, a mano, a la vista, como un seguro de vida como la vida exige
ser vivida. Se quejaba Zweig, en su exilio, de tener que escribir prácticamente
“de memoria”, porque pocos fondos pudo consultar para su trabajo diario, antes
de tomar la drástica decisión de cortar el hilo de su vida ante el equivocado
juicio de que Hitler acabaría ganando la guerra. En la película hay una parte
en la que visita a su exesposa y a las hijas de esta en Nueva York y le pide
que lo ayude en la tarea de recuperar la memoria de una vida definitivamente
perdida, poco antes de perder la propia. En este libro, Zweig nos habla del
éxito de su prosa y de cómo el hecho de ser, como él dice, un lector
impaciente, lo llevó siempre a no distraerse por desvíos que no añaden nada a
la lectura, salvo enfadar al lector, ansioso de seguir con el hilo de la
historia. Reflexionando sobre cuál fuera la especial virtud de sus libros, el
autor confiesa lo siguiente: En
definitiva, creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector
impaciente y temperamental. En una novela, una biografía o un debate
intelectual me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco
claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Solo un
libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta
el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo.
Y añade a continuación algo que debería ser de cumplimiento obligatorio
para cualquiera que emborrone folios en blanco: este método sistemático mío
consiste en excluir en todo momento pausas superfluas y ruidos parásitos,
y si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil
páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y solo doscientas se
conserven como quintaesencia. Stefan Zweig recrea en sus memorias un tiempo
sobre el que la novelística centroeuropea ha escrito con profusión y que él,
dedicado en cuerpo y alma a la cultura y a la literatura, vivió única y
exclusivamente al servicio de su pasión estética, formándose y forjándose como
erudito (hasta cierto punto) y como escritor sin perder nunca la perspectiva de
su pertenencia a una suerte de fratría continental que saltaba por encima de
las fronteras y que lo llevaba a buscar y disfrutar de la amistad de creadores
e intelectuales de cualquier país europeo, amistades de las que no renegó ni en
los peores momentos de las exaltaciones nacionalistas que tantas relaciones
rompieron en su momento, cuando, como él escribe, amigos que había
conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como
anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en
patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Camaradas
con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que
yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban
con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que
aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes [derrotistas] (esta bella palabra acababa
de ser inventado en Francia) eran los peores criminales contra la patria.
El corolario es implacable: Ni siquiera vivir en el exilio es tan malo
como vivir solo en la patria. Las
memorias de Zweig tienen un prólogo en el que, al final, apostrofa a su
memoria, a quien le pide que hable por él: No guardo de mi pasado más que lo
que llevo detrás de la frente, dice, ante la ausencia de cualquier
documentación a la que acogerse para redactar sus memoria, y de ahí el
apóstrofe: ¡Hablad, recuerdos,
elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de
que se sumerja en la oscuridad! Lo que me trae a la memoria, por
cierto, el título que Nabokov, otro apátrida insigne o escritor
extraterritorial por excelencia, como lo definió George Steiner, les puso a las
suyas: Speak, memory. A continuación, siguiendo
estrictamente el hilo cronológico, va evocando los distintos periodos de su
vida, desde la niñez sufrida en las instituciones escolares antivitales -no
recuerdo haberme sentido “alegre y feliz” en ningún momento de mis años escolares
-monótonos, despiadados e insípidos- que nos amargaron a conciencia la época
más libre y hermosa de la vida-, de cuyas imposiciones y perentorias
exigencias autoritarias se escapó a través de la lectura hasta los primeros
compases trágicos de la Segunda Guerra Mundial. Vienés de nacimiento, pero hijo
de una italiana de Ascona, Zweig dibuja un retrato social de Austria que la
convierte poco menos que una tierra meridional si comparada con la sombría y
calvinista Alemania prusiana. Al decir suyo, los alemanes del norte miraban
con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio que, en vez de ser
‘eficientes’ y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos
bien, nos deleitábamos con el teatro u las fiestas y, además, hacíamos una
música excelente. En vez de la ‘eficiencia’ alemana que, al fin y al cabo, ha
amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese
ácido querer-ir-delante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a
las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una
convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y
en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa. El caso de Zweig
es el de una vocación estética y especialmente literaria que fue consolidándose
desde las primeras lecturas de infancia y que nunca abandonó, ni siquiera
cuando hubo de matricularse en la universidad, por la que pasó sin pena ni
gloria y con alguna dificultad de la que su incipiente fama literaria lo libró: Para mí el axioma de Emerson, según
el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido
vigencia, y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un
extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier cosa sin
tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto. En 1974 aún ese
axioma era cierto, en mi propio caso particular, en una universidad por la que
pasé sin que en los cinco eternos años de carrera me fuera dado estudiar
autores de nuestra literatura como Unamuno, Machado, Valle, Lorca, Bergamín…Ser
hijo de familia adinerada le permitió desde bien joven viajar por Europa e ir
descubriendo la vida cultural de ciudades como Berlín o París, lugares donde
fue abriéndose al conocimiento y trato de una nómina impresionante de artistas
y pensadores de los que habla en este libro, amén de algunos cuya fama se
constriñó a una época muy concreta que, por sus propias carencias, en un caso,
o por otras circunstancias en otros, no traspasaron su época hacia la inmortalidad.
Desde que, siendo niño, le fuera presentado Brahms y este le diera unos
cariñosos toquecitos en la espalda, la devoción de Zweig hacia las grandes
figuras y la suerte de haber tratado a muchas y muy grandes, como Freud, Rilke,
Rolland, Thomas Mann. H.G. Wells, James Joyce, Paul Valéry, Arthur Schnitzler,
Richard Strauss, Alban Berg, Auguste Rodin… constituye una fuente de anécdotas
que convierten en una delicia la lectura de estas memorias tan vívidas y tan
vividas. Está de más señalar la ausencia de cualquier exhibicionismo absurdo en
una figura que puede codearse con todas las enumeradas, si bien el timbre de su
gloria suena en un tono algo menor, y la prueba de ello es que quizás les
dedica más espacio a autores completamente olvidados hoy y que, sin embargo, en
su tiempo, tuvieron una nombradía que auguraba una uminosa posteridad. A pocos
les serán familiares autores como Peter
Hille, el poeta bohemio y sin ambición, y Rudolf Steiner, creador de la
antroposofía, a los que tenía por sus “gurús” en su época berlinesa como
miembro de Die Kommenden (los venideros), una tertulia de
artistas que se reunían en un café de la plaza Nollendorf; o Léon Bazalgette,
introductor de Walt Withman y de Henry David Thoreau en Francia: Siendo el mejor de los franceses, era
a la vez el antinacionalista más apasionado. Pronto nos hicimos amigos íntimos,
casi hermanos, porque ni él ni yo pensábamos como patriotas, porque a los dos
nos gustaba estar al servicio de las obras de los demás, con abnegación y sin
pretender extraer de ello un provecho material, y porque valorábamos la
independencia del espíritu como el primun et ultimum de la vida; o el
belga Camille Lemonier, autor de Un
Mâle; o Bertha von Suttner, la célebre feminista y activista de la paz,
autora de Abajo las armas -que ya me he autoobligado a hojear…-
y principal responsable de la creación de los Premios Nobel, dada su amistad
con Alfred Nobel; o Henri Guilbeaux, un activista de mediocre formación que fue
salvado de una condena a muerte por traición a la patria por Lenin, quien lo
hizo ciudadano ruso, y que edito, en Suiza, una revista Demain en la que
colaboraron todos los del círculo pacifista suizo e incluso Lenin, Trtosky y
Lunacharsky. Más amante de la polémica que de los planteamientos profundos,
hubo de exiliarse de la URSS y acabó sus días olvidado y pobre en París. También, como oyros muchos intelectuales de aquella epoca, fue Zweig invitado a la Union soviética con motivo de un congreso-homenaje a Tolstoi, de quien Zweig había escrito una vibrante biografía. Con una delicadeza extraordinaria y un instinto narrativo sobernio, Zweig nos resume en unas breves líneas la impresion que sacó de aquella "nueva" sociedad gracias a un anónimo que halló en el bolsillo de su abrigo sin haber advertido quién lo dejo allí. En francés, la nota decía: No olvide que, a pesar de todas las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas. No olvide que las personas que hablan con usted, por lo general no le cuentan lo que les gustaría contarle, sino solo aquello que se les permite decir. Nos vigilan a todos, incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice, su teléfono esta interceptado y controlados todos sus pasos. Zweig
tuvo alma de coleccionista y su colección de autógrafos tuvo cierta
importancia; de algún modo, ese espíritu coleccionista se advierte en el mimo
con que evoca sus encuentros con gente importante, como el que tuvo con Joyce,
cuando este le confiesa que, aunque escribe en inglés, no piensa en inglés, o
que quisiera una lengua que
estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las
demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición.
Para Zweig, el resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra
ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que solo
se liberaba en la obra literaria (…) Nunca lo vi reír ni de buen humor.
Todo el libro está lleno de juicios de carácter artístico y, sobre todo,
histórico, porque las páginas que dedica a ambas guerras mundiales merecen ser
leídas con mucho detenimiento, porque en ellas confiesa, a la manera de
Haffner, en Historia de un
alemán, que tuvo la sensación de no ser consciente de lo que “realmente”
estaba pasando en aquellos momentos, aun siendo una persona curiosa por lo que
la rodeaba y volcada en planteamientos antimilaristas y antinacionalistas: Nada me parece más característico
de la técnica y la singularidad de las revoluciones modernas que el hecho de
que tengan lugar solo en unos cuantos puntos concretos dentro del espacio
inmenso de una ciudad moderna y, por lo tanto, de que pasen completamente
inadvertidas para la mayoría de sus habitantes. Por extraño que pueda parecer,
aquel día histórico de febrero de 1935 yo estaba en Viena y no vi nada de los
trascendentales acontecimientos que allí se produjeron y tampoco supe nada de
ellos, nada en absoluto, mientras sucedían. (…) Soy un ejemplo de lo poco que
un contemporáneo de hoy sabe de los hechos que cambian la faz del mundo y su
propia vida, si no es que por casualidad se encuentre en el lugar donde ocurren.
Ello no impidió que como escritor judío y de cierto renombre sufriera las
consecuencias de la oleada antisemita que despertó el nacionalsocialismo y que
tuviera, como tantos otros, que dejarlo todo atrás, con el dolor de ignorar el
destino final de sus bienes culturales de los que se sentía usufructuario, que
no propietario, y cuyo destino previsto eran los museos y las universidades. De
las páginas dedicadas a las penurias de las guerras, quiero destacar, aunque no
puedo transcribirlas por su extensión, las que dedica a la época de la
inflación en Austria, menos conocida, pero igualmente terrorífica, que la
sufrida por los alemanes en el periodo de 1921 a 1923, cuando se contaba por
millones de marcos el precio de una barra de pan o un tíquet de metro. La
vívida y fenomenal descripción que hace Zweig de aquellos tiempos de miseria,
estraperlo, abuso, hambre y frío en Salzburgo, donde compro una casa, me
parecen antológicas, sobre todo por lo que tienen de relativa novedad, ya digo,
frente a la megainflación alemana, sobre la que se conoce prácticamente todo.
En tiempos previos a la Segunda Guerra Mundial, llama la atención el relato de
su colaboración como libretista con Richard Strauss para la ópera La mujer
silenciosa, una obra sobre cuyo estreno, dada la condición de judío de Zweig,
hubo de decidir el mismísimo Hitler, lo que llenó de orgullo vindicativo al
escritor vienés, al ver que el dictador hubo de claudicar ante el gran
compositor, al que mimaba como un “activo” de su régimen, quien impuso la
condición de que el nombre de Zweig apareciera en el cartel anunciador de la
obra, en una época en la que todos sus libros, que habían tenido amplísimo eco
lector, habían sido prohibidos. Como él mismo escribe: Amigos de todas
partes me instaban a protestar públicamente contra la representación de la
ópera en la Alemania nacionalsocialista. Pero, en primer lugar, me repugnan por
principio los gestos públicos y patéticos y, en segundo lugar, me resistía a
crear dificultades a un genio de la categoría de Richard Strauss, un autor
con quien trabajó durante tres años, a lo largo de los cuales solo recibió
amistad, consideración y coraje en defensa de su participación en la ópera. De
ahí le vino la fama de “tibio” o “indeciso” que él, Zweig, dice compartir
honrado con Erasmo, de quien se consideraba humilde discípulo. Estoy convencido
de que Pere Gimferrer habrá leído muchas páginas de estas memorias como si
fuesen suyas, porque, a menudo, me ha parecido que era él quien las escribía,
como las dedicadas a la dinastía de los Habsburgo, al suceso de Mayerling, por
ejemplo, el asesinato del príncipe hereero Rudolf, a quien Zweig
consideraba un hombre de talante progresista y de enorme simpatía personal. Al
fin y al cabo, a aquella época de transición del viejo mundo al nuevo que
fue el periodo de entreguerras, le dedica Gimferrer muchas páginas de su
notabilísimo Dietari.