lunes, 17 de agosto de 2015

Simenon, Rhys y Hoffmann… Tres obras dispares y caniculares.


  
Tres habitaciones en Manhattan, ración obligada de Simenon; El ancho mar de los sargazos, la autobiografía novelada de Jean Rhys y El niño extraño, una ñoñez insulsa de E.T.A. Hoffmann

        
    
Probablemente no he leído lo que hubiera querido leer, o empecé por lo que acaso hubiera debido ir en último lugar, porque también cayeron en el zurrón del periplo estival Gamoneda, Döblin y Pla, aunque a Gamoneda le reservo otra entrada, como a Pla, inexcusablemente, de quien los primeros compases de su Quadern gris me han inundado de bonhomía y socarronería, y a la tetralogía de Döblin, cuando la acabe. Comienzo por la narrativa, que ha sido liviana y, en el caso de Hoffmann, de vergüenza ajena.

No hay verano en que no me reserve una dosis de Simenon, sobre todo de sus novelas no específicamente policiacas, que me atraen más. Quise meterme en Pedigree, pero sus casi 1000 páginas me disuadieron, teniendo entre manos la también generosa tetralogía de Döblin. Escogí Tres habitaciones en Manhattan, de 1946 y me he llevado una sorpresa mayúscula, porque se trata de un love story que parece haber inspirado la muy famosa canción de Bert Kaempfert, con  letra de Charles Singleton y Eddie Snyder, Strangers in the night, popularizada, como nadie ignora, por La Voz. El registro sentimental de Simenon, extraño en mi lectura de sus obras hasta la presente, no me ha acabado de convencer, sobre todo por lo artificial de la situación, cierta blandura episódica y una evidente indefinición de los personajes, pero es indudable que, a lo largo de la breve narración, ¡esa extraordinaria medida exacta para sus historias!, han aparecido destellos narrativos que confirman la brillantez de ese registro simenoniano que siempre me maravilla: encendió un cigarrillo lenta, pausadamente, tras haber impresa la roja curva de sus labios en el papel.  El era una voz un poco apagada y recordaba a una herida mal cicatrizada o el definitivo: Ella caminaba, como Kay, delante de él, con ese orgullo instintivo de una mujer a la que sigue un hombre.  Los alrededores de Washington Square, el Greenwich Village: Ya no era el Nueva York ruidoso y anónimo que acababan de dejar, sino un barrio en la propia ciudad que se parecía a una pequeña villa de un estilo que no se puede encontrar en ningún otro país del mundo. El romance entre un actor francés establecido en Norteamérica, y a punto de fracasar definitivamente, con una mujer divorciada de un diplomático húngaro, una mujer que esconde su pasado tras un presente de tanta precariedad laboral como la del actor,  va evolucionanando lentamente a partir del azar de un encuentro que va a marcar sus vidas. No representan, respectivamente, el ideal de belleza o personalidad que ambos pudieran desear, pero la atracción que va fortaleciéndose entre ambos se manifiesta en detalles tan realistas como el siguiente: Lo que le gustaba precisamente era cierto agostamiento que descubría en el rostro de ella, esas finas arrugas, como tela de cebolla, en los párpados que a veces cobraban reflejos violáceos, e incluso ese cansancio que en otros momentos le dejaba las comisuras de los labios caídas. Ambos tienen conciencia de que su relación, como sugiere el narrador parecía un experimento. Son amantes en la cincuentena, vidas derrotadas con un pasado de decepción y de engaños, en cuyas vidas, unidas por la noche impredecible, obra, como deus ex machina, el Y, mira por dónde, al pensarlo…, ese “ahí” como un resorte que dispara la acción hasta convencer, al protagonista, del cambio radical que acaba de experimentar su vida: Esa mañana, en el fresco amanecer de octubre, era un hombre que había cortado todas las ataduras, un hombre que, al acercarse a los cincuenta años, ya no estaba ligado a nada, ni a una familia, ni a una profesión, ni a un país, ni siquiera, en definitiva, a un domicilió sólo a una desconocida dormida en una habitación de hotel más o menos equívoco. La novela abunda en la descripción de ambas soledades y el tortuoso camino que, como pareja, siguen a lo largo de unas cuantas jornadas en tres habitaciones distintas, la del hotel de su primera noche, la de la vivienda donde vivía con una amiga y la habitación del protagonista: La calma del cuarto en el que los recibió la lámpara encendida, tenía un cierto aspecto fantasmal. Él había creído que era sórdida y resulta que era trágica, trágica de soledad, de abandono. Esa cama deshecha, con la forma aún de una cabeza hundida, en la almohada; esas sábanas arrugadas que olían a insomnio... La novela narra la última oportunidad de dos seres solitarios y fracasados que han de marginar la delectación que saborean en los lametazos sobre sus propias heridas y salir más allá de sus pequeños yoes hacia la generosidad del reconocimiento del otro. Me ha llamado la atención, en esa dialéctica de amor e indiferencia que se profesan ambos personajes una finura psicológica como la siguiente: Cuando una mujer responde a una pregunta con otra pregunta es que va a mentir. Hay un juego permanente entre la necesidad de aceptarse y la convicción de que están cometiendo un error al encadenarse. Parte de esa relación tirante son los celos que siente el protagonista y que, en un momento dado lo llevan incluso a la violencia, si bien mucho me temo que ha habido un leve malentendido traductor, porque al final del capítulo 5º leemos:
El puño se le había quedado en suspenso en el aire y seguramente, por un instante habría podido aún recuperar el dominio de sí mismo:
̶ ¡Tú!...
La voz se le volvió ronca, el puño cayó, golpeó el rostro con todo su peso, una dos, tres veces…
Hasta el momento en que, como vacío de toda sustancia, el hombre se desplomó por fin sobre ella sollozando y pidiéndole perdón.
Y ella suspiró, con una voz que venía muy de lejos, mientras la sal de las lágrimas se mezclaba en los labios de los dos:
̶ Pobre amor mío…
¿Qué rostro golpea? De la suave reacción de ella hemos de deducir que se inflige a sí mismo el castigo, aunque la ambigüedad de la traducción permite interpretar que golpea el de la mujer.
El recorrido a través de las tres habitaciones es una metáfora del recorrido vital de cada uno y cómo, sin pertenecer a ninguno de los tres espacios, los hacen suyos los tres, parte valiosa de su propia historia de amor. Algo que se va confirmando en esas percepciones con que Simenon dota de verdad y vida sus historias: El volvería a ver siempre esos tres pasos rápidos, esa pausa de vacilación, esos trazos de lluvia, ese crepitar en la acera, nos dice al describir la separación de los dos amantes durante un breve intervalo de tiempo. Hasta la caligrafía es susceptible de ser interpretada como parte de ese proceso de conocimiento mutuo que ha de llevarles a unir sus dos soledades: Seguramente era ridículo, pero en las curvas de ciertas letras creía reconocer curvas de su cuerpo; había trazos muy finos, como algunas de esas arrugas imperceptibles que la marcaban. Y audacias repentinas, imprevistas. Y mucha debilidad; un grafólogo habría descubierto tal vez su enfermedad, pues él tenía el convencimiento, casi la certeza, de que estaba aún enferma, de que nunca se había curado del todo, de que permanecería siempre como herida.  
El hecho de que haya un final feliz, algo tan poco usual en las novelas de Simenon, induce a pensar que, en cierto modo, haya algo en estas Tres habitaciones en Manhattan de deseo hecho realidad literaria. Se trata, no lo olvidemos de dos personajes maduros, baqueteados por la vida a conciencia y con escasas perspectivas de sobrevivir decorosamente. El happy ending, así pues, cumple la función de la justicia poética para quienes merecen, en su postrimería, el singular descubrimiento del amor.

No hace mucho le dedique una entrada a dos libros de Jean Rhys y me comprometí a leer su obra más famosa, El ancho mar de los sargazos, algo que acabo de hacer durante el asueto estival. Lo que más me ha sorprendido de la novela es haberla leído con anterioridad e ir asintiendo permanentemente a cuanto se me proponía, como algo ya sabido. Aunque escribió su autobiografía Una sonrisa, por favor al final de su vida, todo lo que en ella se contiene lo había novelizado en esta obra que acabo de leer y que merece, sin duda, una atenta y entregada lectura. Se da la casualidad, además, de que hace pocos días tuve la oportunidad de ver la excelente película Quartet, de James Ivory, en la que se recrean sus amores con el escritor Ford Madox Ford, descritos en su novela Quartet, primero titulada Postures. La película, acaso, peque de frialdad para un espectador de la Europa del sur, pero el dibujo de los personajes y de los ambientes de finales de los años 20 está muy conseguido. Por lo que hace a Wide Sargasso Sea, según reza el título original, los lectores que no la conozcan han de saber que se nos presenta como una suerte de precuela de la novela Jane Eyre, pues se nos narra el azaroso casamiento entre Edward Rochester y su primera mujer, Antoinette Cosway, y el proceso de enajenación de quien será llevada a Inglaterra y ocultada a los ojos del mundo, lo que le permite al señor Rochester incluso plantearse un nuevo casamiento, precisamente con Jane Eyre, quien descubrirá la existencia de la primera mujer, secuestrada en vida por su locura. Que la locura de Antoinette sea herencia de su madre y que ambas provoquen un incendio en sus respectivos hogares, hasta reducirlos a escombros, otorga una coherencia narrativa a la obra de Rhys en relación con la de Brontë que permite una lectura tanto en clave eyreana como la que se merece: como una ficción singular, intensa y emocionante, en la que se narra un matrimonio fallido, una historia de malcasada. El factor exótico del mundo antillano en contraste con el inglés del pretendiente de Antoinette contribuye a crear un enfrentamiento entre opuestas maneras de concebir la existencia que llevará, finalmente, al desquiciamiento a la protagonista, a pesar de sus inútiles intentos, hechizos de amor mediantes, según los protocolos del obeah antillano, para seducir a su marido.  La situación de la protagonista, ni antillana ni europea, Jamás miraba a un negro desconocido. Nos odiaban. Nos llamaban cucarachas blancas. Mejor no molestar a los perros cuando duermen. Un día una niña me siguió, cantando “vete de aquí, cucaracha blanca, vete de aquí, vete de aquí”. Apreté el paso, pero ella me adelantó. “Vete de aquí, cucaracha blanca, vete de aquí, vete de aquí. Nadie te quiere. Vete de aquí”, provoca un conflicto de identidad que discurre paralelo a la trama de la boda con el pretendiente que, al principio, solo ve en ella “un buen partido” al que, en su dificultosa relación incluso llega a querer amar con una pasión que ha de salvar demasiados obstáculos. La relación nuclear de Antoinette con la criada de toda la vida de su casa y practicante del obeah, Christophine, le provoca un rechazo racista a Edward que marca claramente las personalidades de ambos esposos/contendientes:  ̶ ¿Por qué besas y abrazas a Christophine?  ̶ ¿Y por qué no?  ̶ Yo no la besaría ni la abrazaría. No podría. Esa posición intermedia de Antoinette se aprecia perfectamente cuando, frente a la cucaracha blanca para los negros, es consciente de ser tenida por una negra blanca para las inglesas: Y he oído decir que las mujeres inglesas nos llaman negras blancas. Por eso cuando estoy entre vosotros a veces me pregunto quién soy y cuál es mi país y adónde pertenezco y por qué he nacido.
La novela alterna los dos puntos de vista de los protagonistas, lo que permite una visión muy completa del modo como cada uno de ellos se enfrenta a una realidad difícil de asumir, y otorga a la novela una variación estilística muy amena, porque Jean Rhys ha sabido dotar a cada uno de esos puntos de vista de una naturalidad y espontaneidad que los vuelve no solo identificables a primera lectura, sino un aspecto esencial de la descripción psicológica y humana de cada uno de ellos. Hay, en esa variación un sabio dominio narrativo que le permite al intelector sacar sus propias conclusiones, en la medida en que nada se le oculta y accede a la verdadera naturaleza del conflicto que une a los esposos. Desde la negativa inicial de Antoinette a contraer matrimonio, para no “reproducir” el modelo materno, hasta el despecho de quien, sin sentir ninguna atracción por su futura esposa/dote, se niega a ser humillado: Salió con mansedumbre, y mientras me vestía pensé en lo ridículo de la situación. No me hacía ninguna gracia regresar a Inglaterra como un pretendiente rechazado y plantado por una muchacha criolla. Necesitaba conocer sus razones. De hecho, el retrato del futuro señor Rochester de Jane Eyre adquiere una dimensión en El ancho mar de los sargazos que obliga a releer la novela de Charlotte Brönte con una especial prevención. Ello no significa que la novela de Rhys solo pueda entenderse a partir de la novela de Brontë, e incluso me atrevería a decir que, por el contrario, Rhys ha escrito una novela que cualquier lector ha de leer con anterioridad a Jane Eyre para tener una visión bastante más completa de su protagonista masculino. La virtud narrativa de Rhys ha consistido en hacernos olvidar la novela de Brontë y saber, al tiempo, que la completa.  
El gran equívoco del casamiento se resuelve en un enfrentamiento que adquiere tintes trágicos cuando, despechada por la infidelidad de su marido con una criada negra, Antoinette se rebela contra él:
 Estampó otra botella contra la pared y quedó inmóvil, con el cuello de la botella en la mano, mirándome con ojos asesinos.
̶ Atrévete a tocarme una sola vez y verás si soy tan cobarde como tú.
Y entonces maldijo la totalidad de mi persona: mis ojos, mi boca, cada miembro de mi cuerpo, y todo fue como un sueño en la estancia grande y vacía, entre el parpadeo de las velas y aquella extraña desgreñada de ojos inflamados que era mi mujer y profería obscenidades sin freno.
La fatalidad, finalmente, ocupa el lugar de privilegio en la narración y nos deja un estremecido deseo de lo que no pudo ser: Pero sobre todo la odiaba a ella. Porque pertenecía a la belleza y a la magia del lugar. Me había dejado sediento y pasaría así el resto de mi vida, anhelando lo que había perdido antes de haberlo encontrado.
Difícilmente, aun habiendo leído antes su autobiografía, puede quedar indiferente el lector ante el arrebatado romanticismo de una obra en la que, sin embargo, el complejo problema de la identidad y el multiculturalismo ponen un acento absolutamente contemporáneo.

El niño extraño, de Ernst Theodor Amadeus Hoffman, es un cuento infantil plagado de repeticiones y en el que se vierten tantas lágrimas que cuesta horrores no pasar por el faldón de la camisa las yemas que mantienen abierto el volumen. La época descrita, a medio camino entre las Luces y el Romanticismo, con unas costumbres a las que resulta casi imposible asentir como lectores hoy en día, y menos aún los niños educados en las pantallas de los dispositivos electrónicos. Hay una profesión de fe en las virtudes encarnadas por la naturaleza que chocan con los descubrimientos de las ciencias y la razón. Entre esos dos mundos discurre la insulsa aventura de los dos hijos relativamente asilvestrados de un matrimonio a quienes visitan parientes encumbrados con sus estudiosos hijos. No estaba muy inspirado el autor cuando redacto, con enojosas repeticiones literales, esta insípida historia que, a pesar de la convicción de la traductora, Bravo –Villasante, es imposible que no despierte la rechifla incluso de sus lectores infantiles. En fin, estaba en los anaqueles y aguardaba su turno, pero bien podría haber seguido allí  in saecula saeculorum

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