Luis Cañuelo, creador de El Censor (1781-1787), reo de la Inquisición o la arriesgada aventura
intelectual de la Ilustración en España.
A poco de entrar en la Universidad,
un esforzado profesor puso en nuestras manos un mucho juveniles aún una
impecable edición de una antología de El
Censor, el periódico ilustrado promovido por Luis Cañuelo y Luis Pereira, abogados, y en el que escribieron,
entre otros, Jovellanos, Meléndez Valdés [Cuyos Discursos forenses bien merecerían una entrada para justipreciarlos
como se merecen] y Samaniego. El rechazo que nos produjo fue instintivo e
inmediato. A unos jóvenes en lucha contra la dictadura franquista, ansiosos por
tener en las manos obras como las de las generaciones del 98, del 14 y del 27,
más que fríos nos dejó una propuesta que ni entendimos ni aceptamos ni, ¡ay!,
leímos. Hace tiempo, cuando hice una modesta edición crítica de la Carta de Paracuellos, abrí el volumen y
lo devoré en el acto y en el momento, con esa pasión intelectora que
caracteriza a quienes han sido demasiado tiempo demasiado ignorantes y demasiado
negligentes. Lo que hoy traigo aquí, sin embargo, es una evocación de aquella
lectura convertida este verano en atenta relectura que me ha permitido “exprimir”
las virtudes del texto hasta donde mis escasas luces actuales me lo han permitido.
Es posible que lo sustancial se haya quedado oculto en sus páginas y que no me
haya fijado sino en lo superficial, en lo llamativo. En todo caso, cualquier
intelector no tiene más que adentrarse en el volumen, de la Editorial Labor, el
número 19 de la colección Textos Hispanicos Modernos y hallar, además de los impagables
textos de Cañuelo, un prólogo del gran José Fernández Montesinos, al que hemos
de encuadrar en la Generacion del 27, apartado de hermenéutica literaria, en el
que comparte lugar de preferencia con esa generación de “catedráticos” que tan
hermosos estudios literarios nos han legado, el de Pedro Salinas sobre Rubén
Darío, casi por encima de todos…, pero eso es predilección muy subjetiva. De
hecho, los volúmenes de Montesinos dedicados a Galdós, ocupan un lugar de
privilegio en mi corazón intelector…
El Censor de Cañuelo y Pereira es un compendio perfecto de lo que
fue la labor de la Ilustración en el siglo XVIII español, por más que el
expansionismo francés en vez de cimentarla provocara una reacción ultramontana
a partir de la Guerra de la Independencia, que arruinó para mucho tiempo las
posibilidades que esa revolución cultural abrió en Europa, al contribuir
decisivamente a la consolidación del absolutismo borbónico, cuyo representante
Fernando VII, apodado –que ya es apodar, la verdad; porque más parece un injertar... servilismo– El Deseado, lideó lo que los historiadores han calificado,
con acierto, como la Década Ominosa. Los breves intervalos liberales del XIX fueron
golpear en hierro frío. El propio Cañuelo fue denunciado a la Inquisición y
hubo de someterse a lo que se llamaba abjuración de “levi”, la que se exigía a quienes se les achacaban sospechas leves de heterodoxia. Su hermano, en conmovedora carta
al Ministro de Estado Pedro Cevallos, que lo fuera con Carlos IV y con Fernando
VII, le relata su final: Don Luis García del Cañuelo, mi hermano,
cuyos talentos han sido bien conocidos en España y fuera de ella, y cuyos
escritos han ilustrado la nación: este hombre sabio en todas las ciencias y
arrinconado por desgracia nuestra; acaba de morir con la muerte más dolorosa y
funesta, turbados sus sentidos, creyendo que no le restaba más que mendigar
para tener el preciso sustento. Con idéntica perturbación mental acabó muriendo el creador de El Apologista
Universal, el paradójico sacerdote ilustrado Pedro Centeno. La muerte de Carlos
III, que le pasaba una pensión a Cañuelo para ayudarle a sufragar los gastos de
edición de El Censor, fue una
auténtica calamidad para la intelectualidad española.
El Censor no fue el primero ni el último de
los intentos de aclimatar en España el pionero periódico inglés, The Spectator (1711-1712), de Addison. Fue
Clavijo y Fajardo quien primero lo consiguió con El Pensador (1762-1767). El espíritu crítico respecto de las costumbres
y los obstáculos a la ciencia y al progreso de los españoles es común a todos
los ilustrados y en mayor o menor medida, y con mayor o menor acierto, todos
ellos contribuyeron, dentro de sus posibilidades, a que España no se acabara
convirtiendo, exclusivamente, en ese país pintoresco que tanto llamó la atención
de los primeros románticos, los primeros turistas. El Pensador, El Censor, El Observador, El Correo de los Ciegos, El
Duende de Madrid o El Apologista Universal, entre otras, son publicaciones
de una misma orientación y unos mismos fundamentos periodísticos. En términos
históricos podemos ver en Mariano José de Larra a la figura que recoge esa
herencia y la eleva a una expresión literaria que, a pesar de su originalidad y
sutileza, no está tan lejana de muchos artículos de Cañuelo, quien apunta una
vena costumbrista que recogerá y profundizara Larra inmejorablemente, del mismo
modo que lo hará con la crítica política. En esencia, todos los “palos” que
toca Larra están ya presentes en El
Censor, tal y como veremos en el breve recorrido que haremos, apenas unas
calas, por su interesante obra. No puede entenderse, sin embargo, este intento
periodístico sin traer a colación el auténtico y proteico interlocutor del afán
ilustrado que fue el ultranacionalista Juan Pablo Forner, autor, entre otras
lindezas, de las famosas Exequias de la lengua castellana y agudo polemista
ultramontano que jamás rehuyó el combate intelectual. Sus muchos errores no
evitan, sin embargo, que el lector sienta cierta admiración por su pasión
polígrafa y su fina ironía. De igual manera, es justo recordar que en las páginas de el Censor
se recurre a casi todos los “trucos” periodísticos imaginables para captar la
atención de los lectores: desde la invención de corresponsales hasta la acogida
en el periódico a los más furibundos detractores del mismo, pasando por los
corresponsales extranjeros, a imitación de las Cartas Marruecas, de Cadalso, o
el recurso a la autobiografía, a veces real, a veces ficticia y, por supuesto, el recurso a la utopía, aunque Cañuelo nos ofrece, bien realista él, una distopía: Cosmosia. En el discurso LXXXIX se presenta una supuesta traducción del francés de una carta sobre la vida de un pueblo, Cosmosia, de gente mentirosa y engañosa y en el que no se conoce el uso de la razón. La carta se le atribuya a un tal Mr. Ennous, y la dirige a Mr. Seauton, miembro de varias Academias. Se parodian, pues, los libros de viaje con propósito científico. Ignoro si Cañuelo tenía presente la voz "casmodia" al crear el nombre de la paródica patria española, pero bien pudiera ser.
La
estructura del diario era muy sencilla. Los artículos, denominados Discursos,
iban precedidos por una cita latina, sobre todo de las Sátiras de Horacio y Juvenal, aunque aparecen muchos otros autores que marcan, desde la cita, el
tono y aun buena parte del contenido crítico del discurso, como advertimos en
las siguientes:
Multi ad scientiam peruenissent, si se illuc
peruenisse, non putassen: “Hubieran muchos llegado a ser sabios, si no se
imaginaran serlo ya”. [Variante de la frase de Cicerón: Multi ad scientiam pervenissent, nisi se jam
pervenisse credidissent.]
Ridiculum acri fortius et melius magnas
plerumquea secat res: “Mejor se cortan y más fuertemente por medio de burla
los abusos que tratándolos grave y agriamente”.
Los
artículos aparecían firmados habitualmente con pseudónimos cuya identidad, sin
embargo, no se les ocultaba a los interesados en ese mundo intelectual; todos ellos estaban al cabo de la calle de la identidad real de los firmantes.
Desde la
educación hasta la reforma agraria, pasando por la crítica a la nobleza
inútil, al patrioterismo o a la vida superficial, apenas quedan aspectos de
la vida española del XVIII en los que no se fije la acerada pluma de Cañuelo,
sin olvidar, por supuesto, las constantes andanadas que lanzaban contra ciertos
religiosos y su pasividad ante las supersticiones: Apenas oigo un sermón sin una invectiva contra las máximas del siglo
ilustrado, contra la erudición de la moda, contra los filósofos del tiempo; que
es decir contra el ateísmo y los ateístas, la incredulidad y los incrédulos.
Mas no me acuerdo de haber oído jamás en el púlpito una sola palabra contra la
superstición. Por cercanía a problemas con los que nos enfrentamos en pleno
siglo XXI, quiero destacar el de la crítica del patrioterismo barato, como, y
perdóneseme la extensión de la cita, advertimos en esta exposición:
Para pasar pues un hombre por buen español,
o lo que es lo mismo, por español amante de su patria, es menester que crea,
confiese y sostenga a la faz e todo el universo(…)lo primero, que fuera de
España no se halla nobleza propiamente dicha, o que a lo menos la nuestra es
más ilustre, más rancia y más antigua que la de las demás naciones, y que vale
más un don que todos los monsieures, monsegneures, signores, monsignores y
lores del mundo. Lo segundo, que nuestra lengua es la más sonora, abundante,
expresiva y la más digna de ser hablada por hombres que hay, hubo y habrá en
ningún tiempo: que nuestra corte es la más brillante, magnífica y populosa de
todas; que nuestros templos, palacios y demás edificios públicos son los más
suntuosos, y nuestras cosas las más bien dispuestas y más alhajadas de la
tierra; que nuestras damas son las más lindas y garbosas de todo el orbe
conocido y por conocer; que una sola de nuestras tonadas, seguidillas y tiranas
vale más que cuanto ha producido la Italia, y aun también la Grecia en la
antigüedad; que nuestras fiestas son las más lucidas, nuestras diversiones, sin
exceptuar las noches de San Juan y San Pedro, ni las corridas de toros, las más
racionales; nuestras legumbres, nuestras frutas, nuestras viandas la más
delicadas y sabrosas; y en general todas nuestras cosas las mejores del
universo. Lo tercero, que la nación española es por su naturaleza (…) la más
valerosa de cuantas se conocen. Lo cuarto que la religión católica florece en
España como en ninguna parte. Lo quinto, que España ha sido en todos tiempos,
es y será hasta la consumación de los siglos docta y sabia, y que si algo se
ignora en ella es justamente lo que no conviene saber. Lo sexto, que nuestras
leyes, usos, estilos, prácticas y costumbres son todas conformes a la recta
razón, y que no hay entre ellas una siquiera que con justicia pueda ser
reprendida o censurada. Lo séptimo, que la agricultura está y estuvo siempre
entre nosotros en el pie más floreciente, sin que haya en toda la península
palmo de tierra inculto que convenga reducir a cultivo, ni alguno que pueda o
debe producir más de lo que produce. Lo octavo, que nuestras fábricas, nuestra
industria y nuestro comercio se hallan y se hallaron en todos tiempos en el más
alto punto de perfección posible o a lo menos en el estado en que conviene
estén y se mantengan por siempre jamás para nuestra verdadera y permanente
prosperidad. Lo nono, que nuestra población es cuanto puede y debe ser, y que
lejos de faltarnos, nos sobra aún gente: por cuanto es claro que canta menos
haya, tanto más baratos estarán los víveres, que es lo que importa. En fin, que
nuestra nación es la más rica y poderosa de todas, o que a lo menos ella sola
goza de aquella dorada medianía, que tanto exageran filósofos y poetas, que
sola puede producir el contentamiento de sí propio, y que no condice menos para
la felicidad general de un pueblo que para la de cada ciudadano en particular.
Pero aunque no es preciso dar ni aventurar por estos artículos la vida, ni aun
exponerse al menor riesgo de perder valor de dos maravedises, no basta con todo
creerlos, confesarlos y sustentarlos en la manera que queda referida. Es
menester obrar también y portarse en todo y por todo de una manera conforme a
tales principios, y proceder en su consecuencia. En fin, supuesto que nuestros
mayores nada nos han dejado que hacer por el interés del público, el buen
español debe pensar no más que en dejar bien a sus hijos y tener por máxima
fundamental de toda su conducta esta antigua y famosa copla:
En este mundo iñimigo
De nadie se ha
de fiar:
Cada cual mire por sigo,
Tú por tigo y yo por migo
Y percurarse salvar.
A este
largo discurso, aún le podemos añadir una suerte de prologo en que, tomando
como pretexto una cita de Diógenes, defiende la universalidad que, por poner un
ejemplo cercano, rechaza con vehemencia digna de mejor causa el Movimiento Nacional Secesionista Catalán: Ha sido y es sumamente celebrado el dicho de
aquel filósofo de la antigüedad que preguntado de dónde era respondió que
ciudadano del universo. Y cierto que esta respuesta merece bien toda la
celebridad que ha obtenido, si es que indica un hombre que considerando a todo
el género humano como una sola familia comprender en su benevolencia a todos
los hombres y los tiene por deudos y parientes suyos, cualquiera que sea el
país que habiten y cualquiera el clima en el que por la primera vez hayan
gozado la luz del día. Hay en este carácter una verdadera grandeza, así como es
una miserable pequeñez la de aquellos que, apegados como el esclavo de la
gleba, al pequeño recinto que los ha visto nacer, circunscriben a su pueblo
toda su afección, y de modo aman a su patria que son enemigos del resto del
universo, al cual quisieran para engrandecerla a ella, poner en sus cadenas y
reducir a dura esclavitud.
Como
siempre peco de lato, y más aún de latoso, voy a cerrar esta evocación del
pensamiento de Cañuelo con un entretenido diálogo entre un noble y un
ilustrado, porque en él se cifra, de alguna manera, la rémora que ha sufrido
este país para llegar a la modernidad, algo que sólo se ha producido desde
finales del siglo XX para acá, por más que ahora se echen pestes de nuestra
Constitución del 78:
̶ Tú no debes de saber
que soy D. Fortunato de…
̶ Lo sé, lo sé, de tal y tal y tal y tal, y todos los apellidos que tú
quieras. Pero no por eso eres más conocido. Otros con menos apellidos lo son y
serán más. Ven conmigo hasta perder no más de vista las tapias de tu lugar. Preguntemos
por ese caballero tan largo y tan difícil de nombrar. Nadie nos da razón. Pero
preguntemos por un tal Sócrates, hijo de un escultor, por un tal Horacio, hijo
de un libertino, por un tal Esopo y un tal Epícteto, esclavos ambos. ¡Infeliz!
Ellos han dejado de existir hace muchos siglos, y sus nombres conocidos en
todas partes no son pronunciados sin respeto. Tú estás lleno de vida, y nadie
sabe de tu existencia.
̶ Pero al fin yo vengo de nobilísima prosapia.
̶ ¿Y qué sacaste de ella más que el nombre?
̶ Salgo de un tronco precioso.
̶ Si no llevas los mismos frutos, debieras ser cortado. Árbol sin fruto,
dígote leña. (…) Un noble sin méritos es como un magnífico sepulcro. Tiene los
mismos títulos y armas y por dentro está o hueco o lleno de hediondez. La
nobleza es un premio y yo no aprecio el premio, sino la virtud premiada. La
nobleza sigue a la virtud como la sombra al cuerpo. Yo no estimo la sombra,
sino el cuerpo que la causa.
̶ Pero al fin eres villano. No puedes como yo ponerte una cruz a los
pechos. Tu padre fue un oficial mecánico.
̶ Aprovéchate bien de la ocasión. Dará la vuelta la rueda, y levantando mi
familia a su nobleza antigua le proporcionará su vez. Entonces insultará a la
tuya, reducida a su anterior bajeza. Los tuyos tendrán a mucha honra tener
lugar entre los perros de mi casa. Soy villano. Si eso es una prueba de que soy
trabajador, paciente, sencillo, frugal, casto y obediente a las leyes, me
alegro. Mi padre fue un artesano humilde, un oficial mecánico. NO lo niego.
Pero todas las operaciones del hombre son mecánicas si se exceptúan las del
entendimiento. Y en este supuesto, ¿qué hay en ti que no sea mecánico?
̶ Mi familia es antiquísima: cuenta más de 600 años.
̶ Por eso caduca ya: la mía, que es nueva, está ahora en todo su vigor. Tú
tienes un árbol antiguo; el mío es nuevo. Yo mismo lo he plantado; pero ya da
frutos. Ese tuyo, aunque alto y grueso, ya se secó. Es un leño, es un tronco
estéril que ya no da honor a la selva. (…) Tu familia fue una mina de varones
ilustres, un manantial de acciones heroica. ¿Pero qué importa, si se ha secado
ya ese manantial, si está agotada esa mina? Tuviste mayores que hicieron
grandes hazañas. ¡Sea enhorabuena! Pero esas son semillas que fructificaron en
mi terreno. El tuyo produce abrojos solamente.
Quedo,
con todo, a disposición de los gentiles intelectores que me lo pidan, para
ofrecer más muestras de este fértil y singular ingenio de tan malhadado
destino, pero a quien hoy quiero restituir, con el presente modesto homenaje,
los honores ciudadanos que a mi juicio se le deben. Y ahora que en Madrid andan
haciendo expurgación del callejero, con buena o mala intención, bien está que
se acordaran de Luis Cañuelo, a pesar de que sea granadino de nación.
Conocía y leí en su tiempo la edición de El Censor que creo que todavía debo tener (lo busco y lo encuentro). Es la antología con prólogo de José F. Montesinos y Edición de Elsa García Pandavenes en Textos Hispánicos Modernos. Loi tengo subrayado, lo que me llena de gozo porque quiere decir que en algún tiempo este libro pasó con provecho por mí. Coincido contigo en dar valor a esta antología que representa lo mejor del pensamiento ilustrado en los inicios del periodismo abierto y liberal en la línea de otros ilustrados y que continuará Larra en sus Artículo de costumbre.
ResponderEliminarLa deriva de España y por ende Cataluña me llena de tal pesimismo que no encuentro lenitivo alguno en la lectura de la prensa que no llega a estos artículos ni a la suela del zapato.
He hecho desaparecer mi perfil de Facebook definitivamente. Ya no me verás por allí. Ha sido hartazgo de esa plataforma y mi deseo de no volver a hablar de la situación catalana ni toda la rabia que me invade por ello. Quiero desentenderme aunque sé que nos llevan al desastre unos y otros. Temo ya por mi pensión que no sé quién pagará con la hucha de pensiones semivacía y el secesionismo hirviendo como un mal cocido cuya digestión yo sí sé quién no pagará. No serán los que están en la lista de Mas. No, esos no la pagarán. Esos tienen los riñones bien cubiertos. En fin. Ojalá que existiera un periodismo con la seriedad de El Censor.
Me parece que mutatis mutandis ese nuevo periodismo se halla ahora bien escondido entre esa maraña de artículos diseminados por diarios digitales y blogs individuales, y hasta en FB, a pesar de que comparto contigo el hartazgo de la opinionitis sin resultados palpables. El pensamiento, salvo el científico, siempre progresa lentamente, y tarda en germinar la semilla de lo verdadero, de ahí la necesidad de estar alerta respecto de las nuevas ideas (que algunas ni siquiera cuajan en ideologías) que aparecen aquí y allá. Es agotador, sin duda, pero a menudo se acaba haciendo un servicio inestimable a los demás. Ningún artículo, como este dedicado a los esforzados ilustrados, tan apropiado para justificar el pozlema de mi blog: Alumbrado público. Y en esa estamos. Personalmente, cada vez me lo paso mejor en el XVIII. Disfruté mucho con el biopic que escribió Savater sobre Voltaire: "El jardín de las dudas", un ejercicio de pensamiento y de sensibilidad de una calidad indudable. Vaya, que me alegra que coincidamos, ya lo sabes tú.
EliminarMuchas gracias por su entrada, me ha servido de gran ayuda para estudiar la literatura española del siglo XVIII y más concretamente a Cañuelo, del que no habíamos hablado en profundidad en nuestras clases.
ResponderEliminarUn saludo y le animo a que continúe con su gran labor recopilatoria.
Quedo en deuda con su cortesía. Aquí perseveraremos.
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