lunes, 25 de mayo de 2015

Aprender a escribir: de 1947 a 2015… Luis Alonso Schökel






 











La formación del estilo I y II (Ed. Sal Terrae): un valioso y olvidado manual para aprender a escribir, de Luis Alonso Schökel, S.J., autor, junto con Juan Mateos, de La Nueva Biblia Española.

         Todo coleccionista de libros tiene sus tesoros, libros que tienen un valor especial y a los que se siente apegado por razones, en algunos casos obvias, como este de Schökel en el que tanto aprendí para poder enseñar lo único que, en mi larga carrera docente, me ha parecido esencial: a leer y a escribir. Fruto de su experiencia docente, La formación del estilo, publicado inicialmente en 1947, fue reeditado varias veces. Mi ejemplar (dividido en dos volúmenes: Libro del profesor y Libro del alumno) pertenece a la tercera edición, la de 1957. El volumen didáctico, porque esa es su naturaleza, contiene un excelente programa para conseguir que los alumnos no solo lleguen a escribir con corrección, sino que acaben desarrollando lo que, latamente, podríamos llamar “un estilo propio”. La escuela crítica en la que bebió Shökel fue la de la “estilística” de Vossler, de Spitzer, de Dámaso Alonso, de Benedetto Croce, etc., con su rigurosa atención a la fusión de fondo y forma en ese milagro que es siempre la expresión afortunada. A partir de sus postulados, pero teniendo siempre presente el interés superior de mejorar la expresión de los alumnos, Schökel ofrece un manual en el que se contienen abundantes ejemplos extraídos de su experiencia mediante los cuales podemos ver, sobre el papel, el work in progress de los alumnos, esos escarceos propios de quienes aprenden a discriminar qué haya de ser la expresión correcta y, sobre todo, personal.
¡Nada más difícil! De ahí mi admiración hacia un intento tan temprano en nuestra pedagogía por darle un carácter sistemático a una dedicación que no recibe, por parte de los docentes en nuestro sistema educativo, la atención preferente y casi exclusiva que merece. Tendemos a pensar que a escribir se aprende escribiendo y sin que haya un trabajo sistemático detrás, perfectamente controlado para lograr un nivel de expresión satisfactorio. Ninguna queja tan extendida entre los profesores de Universidad como la de que sus alumnos son incapaces de redactar, no tanto sin faltas, que eso parece ya un imposible, sino con propiedad, coherencia, cohesión y un cierto estilo personal. A algunos docentes hipergramaticalizados les parece un desdoro profesional ayudar a sus alumnos a saber expresarse, y piensan que a ellos les pagan para enseñarles morfología, ortografía y sintaxis, sobre todo mucha sintaxis, y que detenerse tanto tiempo en ayudarles a organizar el pensamiento, por ejemplo, para elaborar una argumentación sólida o a construir una descripción, va en detrimento de esos saberes “especializados” que, en realidad, maldita la falta que les hace a quienes son incapaces, en bachillerato, de entender un sencillo artículo de opinión del diario o de redactar una opinión sobre cualquier asunto que incluya dos o tres argumentos más o menos persuasivos. Luis Landero, que también es profesor, además del excelente escritor que se reveló con Juegos de la edad tardía, publicó en 1999 un artículo antológico al respecto, El gramático a palos , cuya lectura, por parte de los intelectores, me exime de extenderme sobre el particular, máxime para hacerlo, además, con menos gracia y precisión que el autor extremeño.
         Schökel define su método como un método socrático o partero: El verdadero estilo sale de dentro. El estilo pegado por fuera no merece llamarse estilo. Por eso, todo el esfuerzo del profesor es sacarles a los alumnos su estilo. Una tarea que no tiene nada de espontáneo, y sí todo de esforzada labor didáctica basada en algunos recursos que se han de trabajar hasta la extenuación. Parte de una diferencia sustancial con ciertos métodos que se publicitan como manuales-milagro: La diferencia entre este libro y otros de la familia es que los otros dicen “cómo hay que escribir” y yo intento enseñar “cómo se puede aprender a escribir”. Poner el acento, así pues, en el desarrollo de las capacidades, que todos tenemos en desigual reparto, para acceder al dominio de la expresión, permite establecer un método cuya práctica, si se sigue con constancia, permite obtener resultados aceptables o brillantes, en función de esa dotación genética inicial, tan desigual, con que todos nacemos. Schökel es partidario de una guía férrea del proceso de aprendizaje: Quizá parezca paradoja, y es una verdad muy clara: hay que meterle en circunstancias bien estrechas [al poder creador] para obligarle a actuar; si le dejamos retozar libremente, se escapará hacia la copia servil, a repetir lo que ha oído, a llenar páginas sin tener en cuenta la calidad. En esto estriba el secreto de la coacción para desarrollar la libertad, la creación. Esa “coacción” consiste, según su método en plantearle al alumno determinados ejercicios que le permitan ir desarrollando su capacidad expresiva a partir, sobre todo, de la atención, que es la clave del acercamiento a la expresión escrita, porque de su ausencia es de donde derivan males principales muy difíciles de vencer, como es experiencia de cualquiera que haya tenido como objetivo docente enseñar a redactar: La mayoría de las incorrecciones se reducen a dos causas. La primera es falta de atención, por la cual abandonan la construcción comenzada; la distracción proviene frecuentemente de incisos. Otra fuente de faltas es ir echando las frases dependientes según salen, como una ristra de chorizos: la segunda frase depende de la primera, la tercera de la segunda, la cuarta de la tercera, etc. Es muy natural en un pequeño; no abarca el conjunto, cada frase le suscita otra dependiente de la anterior y así se prolonga en una cola inacabable y pesadísima. Hay que enseñarle a cortar o a organizar. ¡Como si no estuviéramos hartos de ensangrentar ejercicios en los que señalamos frases iniciales que NUNCA acaban…!, frases truncas a las que se yuxtaponen otras que también lo serán, en una espiral infernal del sinsentido, y no en pequeños, precisamente, como, piadoso él, señala Schökel.  ¡Cuántas veces no les habré repetido a esos adolescentes inquietos que la labor de redacción exige, como la de los pintores, el famoso “paso atrás” que nos permita evaluar el conjunto antes de volver a acercarnos para seguir añadiendo pinceladas! Con cariño recuerdo haber detenido a no pocos “hocicados” en el ejercicio para que levantaran la cabeza del folio, contemplaran lo escrito durante un minuto y luego siguieran. Dudo mucho de que hicieran lo que les obligaba a hacer, pero soportaban estoicamente que, como un árbitro omnipotente, cuando les tocara el brazo, dejaran de escribir, irguieran el torso, y esperaran la orden para continuar…, con notable mala leche, todo ha de decirse y manifiesta incomprensión de lo saludable de mi método…
Buena parte de las carencias expresivas que presentan nuestros alumnos tienen que ver con un defecto que señala Schökel con cierta repugnancia ideológica y evidente buen sentido pedagógico: Hay profesores que defienden este ideal: no cohibir al muchacho, que se suelte, dejadle escribir, lo importante es que se vaya soltando, que escriba con naturalidad. Profesores ingenuos que creen en una especie de inocencia original del estilo infantil, un poco a lo Rousseau con su optimismo liberal. Este sistema es excelente para que el alumno se suelte a escribir mal. (…) Yo prefiero el sistema contrario y mi frase favorita es la de Quintiliano: Cito scribendo non fit ut bene scribatur, bene scribendo fit ut cito, escribiendo aprisa no se consigue escribir bien, escribiendo bien se consigue escribir aprisa. El mismo Quintiliano dice: “Si entienden por natural lo que produce la naturaleza inmediatamente, antes de cultivarse, desaparece todo el arte del estilo. ¿Qué arte nació a la primera?, ¿qué hay que no se abrillante con el cultivo?, ¿por qué arrancamos los abrojos de los campos?, también los produce la naturaleza. ¿Por qué domamos los animales?, indómitos nacen. La máxima naturalidad es la perfección que admite la naturaleza. Un replanteamiento de ese método basado en no coartar la “espontaneidad”, que tan perverso acaba siendo para el desarrollo del alumno, quizá nos conviniera para lograr frutos sazonados, en vez de los bordes que actualmente salen de nuestros bachilleratos. Ahí es donde entra la rigidez del método, esa coacción que le permita al alumno saber que no “da lo mismo” cómo se han de decir las cosas, ni qué palabra se ha de emplear ni cuáles argumentos o ejemplos. Como bien señala Schökel: El arte no está en poseer las palabras, sino en usarlas; pero para usarlas hace falta poseerlas. Porque no hay arte que se ejercite sobre una materia que no se posee. Que en las escuelas usamericanas los niños aprendan ristras de palabras en los ejercicios de léxico en las clases de inglés aquí poco menos que se vería, supongo, como una agresión a la pedagogía activa o a alguna entelequia pedagógica de estas que van erosionando las mentes de los aprendices del aprender que nunca sabrán ni valorar ni aquilatar los conocimientos que puedan encontrar en su camino, al no haber tenido ninguno que les ayude a valorarlos, si es que consiguen identificarlos y hallarlos, por supuesto. En la base del método de Schökel se halla un esfuerzo personal que huya de la copia: Más vale un acierto mediano personal que un acierto pleno copiado, lo que el autor consigue creando en el alumno, mediante el método, una convicción: que el estilo es cuestión de trabajo, y de desarrollar un entrenamiento. La expresión, además de fruto del trabajo es, también, fruto de la vivencia personal, de la implicación existencial del alumno, porque, como dice Schökel: La vivencia determina su expresión. Ello exige, por lo tanto, una implicación del alumno a nivel sensorial, fundamentalmente, como nos ilustra Schökel con este hermoso ejemplo: El afán de la expresión adecuada puede provocar una nueva vivencia, o modificar, enriquecer, profundizar la anterior. (…) Si al alumno le exijo un sustantivo cualitativo de los ‘maizales’ le pongo en trance de vivir los maizales: y vivirá el verdor de los maizales (visual), el rumor de los maizales (auditivo), el vaivén de los maizales (motor), la paz de los maizales (afectivo), etc. El estilo es una elección. ¿Qué pueden elegir, a día de hoy, nuestros alumnos? A duras malas penas les cuesta decir algo con casi absoluta impropiedad léxica y abundantes anacolutos y solecismos como para siquiera plantearnos que exista algo así como una “elección”.
         La columna vertebral del método de Schökel es la importancia que le dedica al fenómeno de la observación, de la atención: Si queremos que nuestros alumnos lleguen a escribir bien, desarrollemos en ellos la capacidad de observación. (…) Se puede mirar sin ver, se puede ver sin fijarse; que se acostumbre el alumno a mirar, ver y fijarse, Lo cual no supone ningún esfuerzo, sino sencillamente una costumbre. Saber mirar, como enseñaba Leonardo a sus discípulos a través de los desconchones de los muros en ruinas, de los que no podían apartar la vista hasta haber descubierto en ellos alguna “forma” reconocible, es uno de los grandes fundamentos de la enseñanza de la expresión. Claro que: preocupación, curiosidad y atención son tres cosas bastante enlazadas. El que llega a preocuparse por aprender a escribir, encuentra en esta preocupación y motivo que mantiene y dirige la atención. Y ahí desliza el autor una condición que fácilmente podemos elevar a conditio sine qua non para alcanzar el dominio de la expresión: aprender a escribir ha de ser una preocupación que ha de nacer en el alumno, que este debe sentir como una necesidad que ha de satisfacer a toda costa. Es evidente que algo así es mucho más fácil que se produzca cuando hay una valoración social de la expresión que premia el buen hacer, en vez de, como sucede actualmente, una complacencia en los más chabacanos y vulgares modos de decir, pero eso ya forma parte de lo que habría de ser parte indispensable del ecosistema escolar… El desarrollo de la capacidad de observación ha de hacerse siempre con vistas a la exactitud, la cual, para el autor, encierra mucho de la observación diferencial y es el gran remedio contra lo general y lo vulgar. La penetración nos permite descubrir esos matices imperceptibles a simple vista, esas riquezas sumergidas; puede convertirse en una fuente inmensa de novedad en una exposición, una argumentación o una descripción, por ejemplo.
         Como regla “áurea” del método, Schökel propone la confección del borrador: “No se olviden de hacer borrador, es obligatorio; al que no presente borrador no le juzgo la composición, y procuren que los borradores lleguen bastante sucios”, nos dice que solía repetirles a sus alumnos. Los docentes actuales, por el contrario, salvo honrosos casos cuya existencia me consta, por cercanía y amistad, creen que trabajar con borrador y perfeccionarlo hasta encontrar la obra acabada constituye una enojosa repetición que acaba “aburriendo” al alumnado. Parece mentira que no recuerden la poética de Lope: escuro el borrador y el verso claro, de la que se hace eco con tan excelente criterio Schökel.
         Me atrajo, cuando lo leí, el generoso capítulo que le dedica a la prosa de ideas, porque es lo que siempre trabajé con mis alumnos desde los primeros hasta el bachillerato: la argumentación. Para Schökel, como lo fue siempre para mí, incluso antes de hallar su manual: Lo primero es entendernos, lo primero es que las palabras representen honradamente nuestro pensamiento. Un enviado plenipotenciario no tiene derecho a defraudar la intención y el deseo de su soberano; y las palabras son mensajeros plenipotenciarios de nuestras experiencias personales. Su mayor deliro, la traición; delito de lesa persona. Pero ahí no se acaba la tarea, porque, una vez que los alumnos son capaces de distinguir lo que es una idea y de orientarse en el proceloso océano de las pseudoideas, las creencias, los dogmas, las falacias y hasta los disparates que pretenden hacerse pasar por ideas, es indispensable que tomen conciencia de que las ideas interesen e impresionen, que conviden a su lectura con una descarada propaganda de sí mismas; ideas con garfios que sujeten el texto a nuestras manos, ideas que nos dominan y nos obligan a leerlas, medio forzando nuestra libertad: esto es lo que necesita la forma literaria del pensamiento o estilo de ideas; la fórmula eterna de Horacio: Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci, todo lo lleva de calle el que mezcla lo útil a lo dulce. A tales pensamientos les exigimos una sola virtud, la fórmula exacta, que es el contenido preciso del concepto sin añadiduras ni vestidos, ni deficiencias: la idea y la frase demuestran su identidad total. Llamaré a esta cualidad el arte de formular o el arte de definir, estrechando el significado de esta expresión. Horacio decía: Verbaque provisam rem non invita sequentur, las palabras seguirán dóciles a la idea meditada; pero exigía talento para ello: Scribendi recte sapere est et principum et fons, el entender es el principio y la fuente del bien escribir. ¡Ah, “el entender”! Parece que ese desarrollo del entendimiento en los escolares no sea algo que afecte a los docentes, que no se pueda trabajar, construir, sino que “ha de venir de casa” y que el determinismo nos indica que unos lo poseen, incluso en alto grado, y que otros no van a acercarse a él aunque estén estudiando obligatoriamente cincuenta años… De nuevo, la alta misión gramatical a que están llamados tantos profesionales de la docencia del español  pospone objetivos tan elementales como el desarrollo de la comprensión, que solo se logra a partir de la lectura y el comentario “pormenorizado”, incluso frase a frase, del texto, como si de una clase medieval se tratase, en que iban palabra a palabra… Hay esfuerzos que, decididamente, se contemplan como cargas ingratas, cuando son, en puridad, aquellos que nos permitirán un auténtico desarrollo de las potencias intelectuales de los individuos.
         Es muy interesante la distinción que hace el autor entre la meditación y la divagación, pero más interesante aún es su exposición acerca de las clases de intuición que hemos de tener presentes para poder trabajar con los alumnos la expresión. Schökel, como ya vimos con anterioridad, parte de la vivencia de los alumnos, de la necesidad de esa implicación personal genuina que solo puede desarrollarse  cuando el  alumno tiene conciencia de la necesidad de aprender a expresarse con la mayor propiedad posible, algo que puede suscitársele sin poseer una brillantísima habilidad pedagógica, todo sea dicho de paso: Si tenemos una preocupación, aunque sea latente, por un problema, continuamente, en las lecturas y experiencias más diversas, estaremos descubriendo materiales y acaparándolos; en tiempo de guerra todo adquiere un valor militar, todo se moviliza; en la conquista intelectual todo recibe la orientación hacia el problema que preocupa. Los que no tienen experiencia en seguida dicen: no se me ocurre nada. Pero hay que insistirles: tened esperanza y seguid volteando vuestra nebulosa hasta que surja un planeta luminoso. Hay muchos estériles porque no saben vencer el esfuerzo con la esperanza; al no hallar la luz, abandonan la preocupación, levantan la incubación y la chispa que apuntaba recóndita no llega a estallar. Para lograr la revelación hay que estar polarizados; si abandonamos del todo la polarización y dispersamos nuestra luz, no lograremos nada nuevo. Voy a distinguir dos tipos de intuición: una más sencilla es una simple ocurrencia acerca del asunto que a uno le preocupa. A veces se confunde este tipo de intuición con el hallazgo de materiales. La segunda forma de intuición (…) nos da la clave de la ordenación; es la que nos dice por dónde hay que tirar, cómo hay que enfocar el problema; es la que le mandaba a Homero centrar toda la epopeya griega en la disputa de Aquiles a Agamenón. (…) Como toda intuición, es una mirada simple y directa sin raciocinios: en ella se contempla el conjunto sin mucho detalle, quizá las líneas generales del plan, a veces el conjunto preciso. (…) La intuición es un relámpago que ilumina todo el cielo un instante, sigue el redoble de los tambores del trueno y después hay que caminar con el recuerdo de la luz. La realidad de nuestros alumnos de 2015, frente a los de 1947, nos dice que los del “no se me ocurre nada” forman una compacta masa que, lejos de caminar por el sendero de la expresión con el recuerdo de la luz del chispazo de la intuición, caminan con la ceguera de los topos enterrados en la realidad anodina de los mil mensajes indescifrables entre los que habitan como girasoles que se voltean a la luz que más brilla, en puro tropismo vegetal, un sueño alucinado del que a duras penas los sacan lo único que entienden: los imperativos de percepción sensorial.

         El libro del alumno constituye un valioso repertorio de textos para comentario en el que aparecen fragmentos comentados de una nómina literaria incluso sorprendente, para el año y para la condición sacerdotal de Schökel, porque, junto a los clásicos hebreos y grecolatinos, aparecen casi todos los autores fundamentales del 98 y del 27, sin desdeñar la atención al presente del autor, puesto que aparece también una autora tan reciente en 1947 como Carmen Laforet. Y siempre, con la imprescindible presencia de los clásicos del Barroco o del Romanticismo. En conjunto, es una suerte de paseo por lo mejor de la literatura universal que permite comprender el nivel de los modelos propuestos a los alumnos de entonces, para envidia de los profesores de hoy.

lunes, 18 de mayo de 2015

El arte sorprendente del ceramista y escultor Marciano Buendía: artista visionario e inclasificable.


                        


Del rakú a la escultura y a una nueva dimensión del collage: La vida moldeada en las manos de la pasión: Marciano Buendía




Se me va a notar. Cinco palabras y comienza a temblarme la voz y se arrancan a confundírseme los conceptos. No es fácil escribir sobre Marciano Buendía, a quien tanto admiro como quiero, como el hermano por el que lo tengo. Es casi imposible describir la emoción que siempre me ha suscitado su obra derramada por mil caminos de investigación formal y de profunda y serena belleza. 

Fue actor, de vanguardia en sus inicios, cuando representó La sesión de Pablo Población; después lo fue de grandes producciones, como La cocina, de Narros o Divinas Palabras de Víctor García; e inclusolo fue  en alguna aparición cinematográfica y televisiva, como en La verdad sobre el caso Savolta, de Antonio Drove o Los pícaros, de Fernando Fernán Gómez. Pero no eran las imágenes en celuloide en las que estaba destinado a inmortalizarse, sino en las obras arrancadas a las materias primas, al barro, al agua, al fuego…al cartón, a los clavos, al hierro, al arco iris de los colores…, llevado por la más desbordante imaginación que desearse pueda, y ello sin hacer ostentación de ella, porque el mundo conceptual de Marciano, a pesar de su deslumbrante belleza, nace del recogimiento, de la humildad, del silencio, de la espiritualidad, de la introspección y de la bendita curiosidad por todo lo que lo rodea, de donde arranca el vuelo de su visión, porque Marciano es un artista visionario: sus composiciones tienen ese sí sabemos qué de la lucidez de los que se adelantan a su tiempo recogiendo la herencia de los tiempos anteriores, de las experiencias ajenas que, en los grandes artistas, se funden como en un crisol para darnos nuevas visiones que nos abren caminos de reflexión y de goce estético.

Nos conocemos desde hace una eternidad, pero nunca hasta hoy me había sentido capaz de hablar de él y de su obra, una de las cumbres de la cerámica y la escultura en este país en el que casi siempre suelen tributarse honores a los mejores a título póstumo, por eso me adelanto, con suficiente tiempo por delante, para que quede constancia de la soberbia importancia de su obra, diseminada por los cinco continentes y con devotos seguidores que aguardan siempre cuál será la nueva vuelta de tuerca que imprimirá a su sorprendente carrera artística, porque las “etapas” de la obra de Marciano Buendía habrán de ser catalogadas y estudiadas como corresponde, pero quienes las hemos ido viviendo, hemos pasado de unas a otras con tanta sorpresa como naturalidad, porque en ninguna de ellas la exigencia y el rigor ha descendido ni un ápice, antes al contrario. En las fotos que adjunto a este tributo, se aprecia cuanto estoy diciendo y, sobre todo, la versatilidad de una imaginación que nunca está satisfecha con ningún logro, aun siendo estos tan altos que solo con una décima parte de esos vuelos estéticos se justificaría la existencia de cualquier otro artista.

Al menos para mí, hubo un momento mágico en el conocimiento de la obra de Marciano, porque la impresión que me dejó sigo rememorándola con la misma mirada infantil e ingenua de quien cree en los prodigios: cocía una pieza de cerámica hecha con la técnica del rakú que él ha llevado a la perfección en España –a Japón quisieron llevárselo, por cierto, contratado como si fuera una estrella de la cerámica, para que desarrollara allí ese arte de origen oriental–, la sacó del horno y la traspasó al baúl lleno de papeles, virutas de madera y hojas secas de árbol, donde reposó por un tiempo en el humo denso que generó el calor de la pieza al contacto con la sequedad de los elementos que lo aguardaban . Acabado el descenso a los infiernos de la pieza cocida, con precisos movimientos llenos de delicadeza, Marciano sacó la pieza del baúl y la colocó en un pequeño pedestal de ladrillos, le retiró, con no menor mimo, los restos de la hojarasca y, al contacto con el oxígeno, en lo que era una pieza oscura y sin ningún atractivo, como un viejo odre de vino, comenzaron a emerger, como cantan al alborear los pájaros en primavera, los colores más nítidos y hermosos que había visto nunca en mi vida, frente a los que los propios del arco iris no dejaban de ser una gama apagada y triste. Los brillos metálicos de aquellos ocres, verdes, naranjas, amarillos, azules,  rojos… que estallaban por toda la superficie de la pieza me dejaron al borde de las lágrimas…: ¡tanta belleza!, ¡cómo era posible semejante acto de magia! Y ahí comenzó mi admiración por una obra de la que, antes de llegar al rakú, yo le había rescatado esta humilde pieza de barro en forma de hojas de higuera que conservo como muestra de la  feliz intuición que tuve de lo que acabaría llegando a ser, lo que hoy es: un autor de obra inmortal:



La inquietud por descubrir nuevos lenguajes a través de elementos humildes como el barro, aunque sin renunciar al uso de los metales nobles ni las piedras preciosas cuando la pieza lo requiriera, llevó a Marciano de la cerámica al diseño de piezas que se escapaban, con mucho, del ámbito del coleccionismo privado, por la dimensión de las mismas y por el precio, naturalmente, pero esa vía de acercamiento a la escultura, combinando la cerámica con la forja, nos ha deparado una etapa “conceptual”, la de “ciudadanos”, en la que hallamos hasta una suerte de tratado psicosociológico de nuestra condición humana, nada halagüeño, por cierto, por más que la belleza de las obras suponga un lenitivo de esa oprimida condición alienada, despersonalizadora. 

Es ahí, en la reivindicación del valor incuestionable de la individualidad, de la diferencia individual desde la que reconocemos al otro y lo hacemos nuestro semejante, donde ha de buscarse buena parte del sentido de la obra de Marciano Buendía. Una suerte de profundo amor a la vida desde la ausencia de prejuicios y desde el motor de la cordialidad, e incluso del amor, sin orillar la exaltación de la sensualidad y la sexualidad, redondean el retrato del impulso artístico que ha guiado al artista inclasificable. Porque no solo hablamos de la cerámica y de la escultura, sino que hemos de añadir la obra gráfica y la depuración exquisita de la técnica del collage que nunca ha dejado de cultivar. 

No tiene límites la curiosidad formal de Marciano, y si algo lo caracteriza es la capacidad surrealista para ver la dimensión artística de los objetos, de todos ellos, sin jerarquías, porque la única es la que establece la visión del artista destacando unos sobre otros a raíz del impacto que su contemplación descontextualizada le ha producido: el conocidísimo recurso poético de l’objet trouvé. Ninguna muestra más elocuente que la pieza del pez construido a partir de los clavos del siglo XVIII descubiertos por el autor azarosamente y que, desde siempre, me ha parecido una de las obras más imaginativas de Marciano, que ya es decir, teniendo en cuenta la originalidad constante de que hace gala, y, además, diríase desde fuera, y aun desde cerca, que sin ningún esfuerzo: Marciano respira imaginación como otros indignación o melancolía.

Como artista que ha querido, y sabido, vivir de su arte, sus admiradores hemos tenido la suerte de que haya hecho piezas al alcance de todos los bolsillos. Todos hemos podido tener “un Marciano” en casa, y todos pueden aún tenerlo. El artista tiene taller abierto –auténtica exposición gratuita de algunas piezas excepcionales de su obra– en la popular calle de San Vicente Ferrer, 47, en Malasaña, donde departe con amistosa naturalidad con cualquier visitante interesado en su obra, aunque también pueden entrar en su página web, aquí, y ponerse en contacto con él, por supuesto. Si hay algún artista a quien sus logros estéticos no le hayan generado la más mínima afectación ese es, sin duda, Marciano Buendía, a quien tanto quiero, a quien tanto admiro.
                            
Programa de mano de  la exposición de 1992

¡Va por ti, Marciano!
¡Va por Vd., maestro!







martes, 12 de mayo de 2015

La eterna necesidad de la vanguardia: Manolo Marcos, del blog al papel.


                           



De riguroso estreno: el escritor Manolo Marcos publica su primer libro: tácticas de payaso.

Asistir al inicio de la carrera literaria de un escritor es siempre un motivo de alegría y, en este caso, de profundo interés, porque tácticas de payaso se aparta de la lírica existencial al uso y nos propone una incursión en la tradición vanguardista que, para algunos, se ha quedado ya absolutamente rezagada, si no obsoleta, mientras que otros, como Manolo Marcos, saben captar su vigencia e incluso su necesidad, en estos tiempos de escaso lustre artístico y demasiado brillo mediático.
Un hecho como el de la publicación de un libro se produce en nuestro país unas 50.000 veces al año, pero no me cabe duda de que hay una diferencia abismal entre cada una de esos hechos considerados individualmente. La editorial Tigres de papel, una editorial literaria, marca ya la primera diferencia. La ilustración de portada, con el retrato de Góngora coronado de irreverente y popular botijo, nos habla bien a las claras, sobre todo en un cordobés, del inequívoco sentido de la transgresión en que va a sumergirse el lector así que abra la portada y se afane en la degustación paulatina de su divertidísimo contenido.
Al empezar la lectura va a descubrir el intelector un prólogo de Rafael Escobar que quizás debería de haberme limitado a copiar aquí (con permiso de la editorial) no tanto para ahorrarme esta crítica, cuanto para que quien entre en este Diario tuviera una perfecta explicación académica de lo que iba a leer tras él. Trataré de ensayar alguna táctica de aproximación al texto que no sea redundante respecto del prólogo, del  cual firmo  a teclas juntillas todo lo que en él se afirma con esmerada sindéresis.
Manolo Marcos (renuncio a las minúsculas de la portada y le restituyo las mayúsculas del respeto al buen hacer) se nos presenta como un autor vanguardista, pero de una naturaleza muy particular, como lo demuestra el hecho de que dedique su primer libro a sus padres, algo que, desde la perspectiva de un Artista desencajado como yo, quien, con siete lúcidos años ya le preguntó a su progenitora cuándo se era mayor para irse de casa…, le parece el primer signo vanguardista y propiamente transgresor, algo así como un Plus Ultra –que es el título de su excelente blog- de la propia vanguardia. Traspasada la entrañable dedicatoria, observamos que el libro se divide en dos parte, tácticas de seducción y tácticas de evasión, y bajo un epígrafe de Nicanor Parra, donde el irreverente poeta chileno se define como embutido de ángel y bestia, Manolo Marcos comienza a descubrirnos, como buen poeta, una voz individual cuyo mundo transgresor, por más que sean egregios sus modelos, nos parecerá inconfundible. La mezcla de la poesía con la agudeza y el duende del humor no es una aleación que fragüe con facilidad, y ahí es donde nos convencemos de la singularidad de la obra de Manolo, porque su facilidad engañosa no permite engaño ninguno ni falsas interpretaciones: no hay fórmulas, ni clichés, ni recursos de manual, y mucho menos imitación desustanciada; sino todo lo contrario: fenomenales hallazgos que, más allá de la inspiración, parecen nacidos de una rigurosa disciplina científica de observación. Manolo Marcos es un poeta atento, muy atento, en los dos sentidos de la palabra (y si no que se lo pregunten a sus padres y a su hermano collagista). Por eso nos creemos a medias la afirmación de Catherine Deneuve en Allan Poet: Los poetas, o están locos,/ o son extraterrestres/ que han aprendido a escribir/sin razonar”(sentenció decidida).  No estamos ante un payaso loco, obviamente, pero sí que hay algo en él de extraterrestre que nos visita y levanta acta de nuestra vida absurda con rica precisión de lugar, tiempo, modo, intención, causa, condición, finalidad, etc., como se pregona en uno de los títulos (todos magníficos y nones): ¿Le envuelvo su realismo o se lo lleva puesto? que casi vale por todo el poema al que precede...
Quiere el espíritu de contradicción, tan amigo de pasearse por la anárquica república de los literatos, que incluso la transgresión, la vanguardia, haya construido una tradición, ¡que ya son ganas de sonrojar a los esforzados de la ruta de la sublevación escandalosa!, y desde este punto de vista bien podríamos incluso hablar de textos canónicamente vanguardistas. Bien, el de Manolo lo es, y no creo que reconocerlo se lo tome él como un demérito, del mismo modo que Goytisolo se permite, y lo tiene a gala, cervantear. Así pues, en tácticas de payaso (aquí sigo fiel a las minúsculas, por lo que tienen de humilde cercanía a los márgenes de la sociedad, esa herencia romántica que ensalza a los outsiders frente a la inequívoca trituradora del ¿progreso? capitalista) el intelector no se va a arriesgar por una geografía textual que lo descoloque o lo desplace hacia lo desconocido: aquí y allá, inevitablemente, el payaso, como en Pirómano en velocípedo (y adviértase el clasicismo de la bike…) recalará en el eco de famosos estrategas en quienes perfeccionó su oficio: Quemaré el libro de metáforas./Todo es claro esta mañana,/el viento va dejando pelucas tiradas por el suelo./Me voy a duchamp con agua fría.
Decía que no es fácil aliar la expresión genuina con los ecos de la tradición y exhibir, como un signo prosodemático (me he picao…, me he picao, Manolo…,disculpa,  mea culpa) un sentido del humor tan lúcido, que no desconocido para quien visite de tanto en tanto un blog como Plus Ultra. Ínsula literaria  –de inequívoca ascendencia vanguardista–, donde conviene recalar a menudo; pero Manolo lo consigue con insultante (los méritos ajenos siempre señalan mis vergonzantes limitaciones propias…) facilidad, como en Gato Pérez fotógrafos, que quiero creer homenaje al rumbero catalanoargentino: Somos especialistas en docudrama./No llevamos lo del memento mori/ni la foto carnet./Bachilleres, aprovechen/nuestro descuentos de fábula./ Diga “baudelaire” o “patata”. Esa percepción nítida del giro coloquial (enseguida me ha venido a la memoria la voz cantarina de la gitana en el mercadillo: “¡Que llevo la Playtex, reina, que lleva la Playtex!”), así como del cultismo o de cualquier otro registro de la lengua forma parte de esa facilidad señalada.
En la más que variada travesía del libro, siguiendo esos tumbos del payaso estratega, acaba encontrando este Artista desencajado, más allá de la dedicatoria del libro, ese espíritu propiamente transgresor que se le reconoce a la vanguardia, como Buñuel y Dalí ponen un burro muerto sobre el piano para reírse de Platero y yo. En Botánico experto en cactus hago míos estos versos: Todos tenemos a quién parecernos/pero algunos elegimos no parecernos demasiado/a nuestros padres./Por esto no dan medallas.
El surrealismo no fue la única vanguardia, ni la más irreverente, si la comparamos con Dada, por ejemplo, pero, junto con el creacionismo de Huidobro hicieron nido en la literatura española y se han naturalizado en nuestro paisaje literario como aves propias del lugar. Por eso nos parecen tan familiares brillos líricos como el de Murciélago rumbero: las nubes/cogidas con alfileres en un tablón,/amenazan tormenta./Un desplome de plumas con lágrimas de plomo. O en Recetas contra la melancolía: Oriéntese a poniente/ (…)/Cacaree y espere:/seguro que le regalan un estenógrafo y/pone Vd. un huevo./Cripto vive.
La casi inverosímil facultad de Manolo para jugar con los conceptos y con las palabras crea siempre una alegre pelea de golpes y risas entre los payasos en la pista del circo donde se refleja, distorsionada, la patética realidad que los espectadores llevan consigo cuando entran. Frente al aullido de Rivel, dueño magistral de sus silencios, Manolo nos ofrece el verbo bullicioso y juguetón de la feria, como en Remedios caseros contra la ansiedad: La dialéctica de Dios es hablar entre líneas,/no se le ocurra imitarle./Dios es camaleón en calma./(…)/La nada nada fatal, no se acerque a socorrerla./Morirá usted por nada./Nada más. Eso es todo.
Hay también en tácticas de payaso una vena senequista (¡y cómo había de faltar al tópico un cordobés!) que aparece en forma de sentencias que nos dan a entender que el payaso ha hecho un aparte (al estilo de los de La Celestina) o que, milagrosa y ucrónicamente, hemos asistido al monólogo interior ante el espejo del payaso que se desmaquilla, como advertimos en Tontos y sabios: bebamos juntos un vino somnoliento,/tontos y sabios juntos/con los ojos muy abiertos, muy abiertos. Como autor de nuestro tiempo, conocedor y practicante de los nuevos géneros, a Manolo parece, a veces, que le venga el gusto de hacer un buen cóctel con ellos; de ahí que, como ocurre en Algunas pervivencias del pasado podamos hallar incluso un microrrelato, o lo que, con generosidad hermenéutica podría ser tenido por tal: Téngase en cuenta al gorrión./Su pequeño corazón pasa desapercibido,/su latido semejante a una gota de lluvia/que destila la alegría insignificante del universo.
Escobar recoge todas las referencias literarias que aparecen en la obra y así, hilvanando autoridades revolucionarias, comprobamos la inequívoca estirpe iconoclasta de Manolo Marcos, desde el postismo de De Ory, hasta el dadaísmo de Tzara, pasando por el particular humor greguérico de Ramón o el enigmismo simbólico de Cirlot, como se mezclan en 27 versos en recuerdo de Cirlot: La g observa un cuadro de Dalí con monóculo((…)/La k está subiendo un ocho mil/ (…)/ La v sueña con aturdir boquerones. Las referencias, no obstante, se extienden incluso, en la forma paródica del homenaje, a autores como Celaya, cuando en Anatomía de la introspección se nos narra que el poeta “impuro” se ha tragado una pistola y que ese pequeño revólver es un arma cargada de futuro. Si se extiende la nómina ajustada al canon no vanguardista, en un arrebato emocional que no se compadece con la deshumanización que siempre se ha achacado a las vanguardias, Manolo se permite un ejercicio de autoafirmación machadiana que invade incluso el nada vanguardista terreno de la poesía social, como ocurre en : Nada de explicaciones ni camisas/de once varas:/soy bueno, y en mí resuenan/los ecos de aquellos que no tienen voz.
Es normal que se den  coincidencias neologistas cuando se miran y remiran, se pesan y sopesan tanto las palabras como los amantes de las paronomasias, las dilogías, los retruécanos, calambures y otros juegos lingüísticos solemos hacer. De ahí mi alegría cuando he descubierto su Autobviografía, que yo usé en un aforismo: Los seres anodinos tienen autobviografías. Manolo escoge la expresión lírica: Hasta lo obvio es un misterio,/por eso el payaso piensa/una manera de difundir/secretos de alcoba.
No es infrecuente que haya una suerte de desprecio mesurado en Manolo hacia poetas consagrados; pero no es menos cierto que no le merecen más piedad instituciones modernas recientes como las Escuelas de Letras, donde se perpetran esos cursos de creación literaria que él describe con maestría inigualable en Taller de literatura, y perdóneme el editor que transcriba íntegro el poema, algo que me había propuesto no hacer, porque entiendo que el procedimiento correcto es adquirir el libro, eurorretratándose –tiene la editorial un servicio eficaz de envío postal– y acabar, cada intelector, de descubrir el verdadero placer de la totalidad de la obra. Dice así Taller de literatura:

Primero exprimir un limón,
Luego decir correctamente
Por este orden:
1.      “voces nuevas”
2.      “cocteau”
Pisar un pistacho.
Nuestro objetivo en el taller,
Mentir sin piedad,
Con absoluta versosimilitud.
No se admiten menores de edad.

Finalmente, el intelector podrá descifrar, si no pierde ripio de la sucesión poemática, una autobiografía entrelineada que, más allá de la bondad y la solidaridad, nos descubre una visión del propio autor teñida por la severidad de quien fundamenta en la autocrítica la dureza con lo que (y quienes) lo rodea(n). Así, estremece leer en el poema que cierra la actuación del payaso, Poeta a domicilio, los siguientes versos: Idiotamente puro,/lloro en el circo, me río en los entierros. /Soy un tipo penoso, yo me muero de triste./Tengo ovejas ahogadas en los ojos/ (…)/ Famélica mirada, de verdad/inspiro compasión. Mi lengua lame limbo.
El poema escogido para la contraportada, Consejos para artistas: objeto vibrante no identificado: Suba al púlpito./Si no sabe qué decir,/cómase una naranja, me ha traído a la memoria las dos primeras obras magistrales que vi de José Luis Gómez, Informe para una academia, de Kafaka y El pupilo quiere ser tutor, de Peter Handke. En la segunda, el protagonista, disfrazado con una máscara, sale a escena y está casi diez minutos inacabables comiéndose una manzana y mirando a su alrededor con la ingenuidad de un campesino.
La lírica jocosa es como la comedia cinematográfica: lo más difícil de hacer. Quien no le tema a la ironía lúcida ni al sarcasmo de brocha gorda cargado de intención hará bien en seguir con atención estas tácticas de payaso que, en su presentación pública (aquí), el autor, músico, rubricó con unos magníficos compases musicales ejecutados en el saxofón macho que, ignorante yo de su existencia –solo conocía el saxofón hembra… – confundí con un clarinete. La vista le engañó al oído con el timbre; pero esa misma vista no me ha engañado a la hora de descubrir las virtudes literarias que atesora tácticas de payaso, de Manolo Marcos, dignas de cordial lectura.


       



martes, 5 de mayo de 2015

Entre el lapsus linguae y la fantasía errática: los gazapos saltarines


                        

Cuando la lengua nos vuelve del revés para sacarnos la sorprendente expresión del derecho insólito.
¿Cuál sería la mejor manera de explicar, mediante ejemplos, el artículo “errata” en un diccionario enciclopédico?
              Lichtenberg, Aforismos.


            Igual que las notas a pie de página tienen una bibliografía específica, y que puede rastrearse su genealogía a lo largo de los siglos, incluso antes de la invención de la imprenta, poco se ha escrito sobre los familiares gazapos, erratas, yerros, distracciones, olvidos o simples trabucaciones y dislexias momentáneas, de las que nadie, ni aun el más cuidadoso de nuestros puristas, está exento. Cuando se escribe tanto es frecuente que esa suerte de cesación de la atención en el vigía, y por ende en la del relajado corrector, permita que lleguen a lo escrito curiosas erratas que alumbran, con su presencia, sentidos que de otro modo nos hubieran pasado inadvertidos. No se trata de considerar las erratas como signos mánticos a través de los cuales podamos, como hieráticos arúspices, desentrañar significados trascendentales o de suma importancia para modificar nuestro pensamiento o potenciarlo; sino de reparar en lo que podríamos llamar la sabiduría del error, la escuela de la equivocación o las enmiendas del azar, que es duende travieso donde los haya.
        Todos somos coleccionistas absurdos, porque nada lo es más que ese afán de acaparar tan hormigueante como capitalista. El ínfimo valor de lo coleccionado no merma en nada la condición de tal respecto de quien colecciona bienes de incalculable valor: se trata de un rasgo peculiar de la naturaleza humana que se complace, como los viejos con el síndrome de Diógenes que atiborran hasta el techo su viviendo con bolsas de basura, en poseer un bien, multiplicado, y no idéntico totalmente. Un hipotético museo del coleccionismo donde se reunieran las colecciones inverosímiles en que cada hijo de vecino se afana valdría tanto como el más lúcido tratado de antropología. Desde las bolsitas de azúcar de los establecimientos restauradores hasta las de pipas de girasol, pasando por los tradicionales sellos, los dedales, los autógrafos de famosos o los libros… todo es susceptible de ser coleccionado, como el zapatero de Imelda Marcos o los maridos de Zsa Zsa Gabor nos demostraron.
        Lo mío, tan dado a la grafomanía, son las erratas, propias y ajenas, habitualmente escritas, pero sin desdeñar las habladas, que tan jugosos titulares suelen deparar a los periódicos, como el saquear España hacia delante en que cayó Cospedal hace pocos días, típico lapsus linguae freudiano que hasta puede llegar a tener poder de orientar el voto de algunos electores. Las fuentes de las erratas son muy variadas, pero a mí me llaman la atención, por lo mucho que escribo con él, las surgidas de la rapidez digital en el teclado del ordenador, antaño de la máquina de escribir, y las que la lectura me ofrece, si la editorial es, además, algo chapucera. El coleccionista de gazapos ha de ser honesto y saber renunciar, por tanto, a la facilidad que las palabras homófonas nos brindan para “construir” un falso gazapo, por más que cueste renunciar a algunos cuyo golpe de humor nos salta enseguida a la seca carcajada por la cómica sorpresa, porque esa es la condición íntima de la errata: hacernos reír. Comparte con muchos chistes el mecanismo de sorpresa que general el humor, aunque está ausente en ellas el relato, la anécdota. El chiste más cercano a ellas sería el memorable de las palomas:
        ̶  ¿Sabías que ahora me dedico a la cría de palomas?
        ̶   ¿Mensajeras?
        ̶   No, no t'ensajero…
        si bien la dicción añade un plus de comicidad imposible de transmitir por escrito.
        ¿Cuándo nació en mí esta afición? Pues aunque sin fecha, por mi alergia a la contabilidad temporal y a la precisión que nos escinde del flujo vital, conservo, al frente de las hojas donde anoto esos gazapos, la errata que me dio el impulso para “hacer la colección”, una expresión que la publicidad nos recuerda cada setiembre, incitándonos a acercarnos al quiosco para iniciar colecciones tan distintas como las de abanicos, relojes, monedas, barcos, muñecas, pipas de fumar, estilográficas… A partir de una palabra mal escrita, se me disparó la imaginación literaria, tal y como sigue:
Confunsión: Una obra teatral en la que los actores se vuelven temporalmente amnésicos y tratan de salir del paso improvisando. Al final, el público acaba tan loco como los propios actores. El director intenta, actuando en el centro del escenario, poner orden, pero la cosa aún degenera más. Invita a alguien del público a que suba y trate de seguirles la corriente, sugiriéndole que los actores están como en una suerte de trance y se ha de evitar que puedan recuperar de repente la memoria, porque se despertaría su agresividad, de la que, a lo largo de la “obra” ya han dado muestras. De hecho, alguno de ellos se va a las puertas de salida y coloca una especie de armarios que impiden la salida. En el progreso de la representación llegan a salir al escenario incluso el gerente del teatro que pide la generosa participación del público en el desarrollo de la función, que poco a poco acaba casi convirtiéndose en una sesión de terapia, o poco menos, a juzgar por las implicaciones personales de los espectadores que buscan los actores. (¡Joder lo que da de sí una errata de máquina!)
         El origen de mi afición coleccionista no contagió al resto de las erratas, porque no habría imaginación humana que diese abasto para general tal cantidad de obras, a juzgar por las erratas que nos salen al paso de continuo. Por otro lado, es obvio que no todas las erratas son igual de sorprendentes y/o graciosas, de ahí que mi espíritu crítico se haya permitido siempre hacer una criba que preserve las más impactantes.
        Evitar las erratas en los libros es algo así como el reto imposible, y todo lo que pide un editor sensato, que ve imposible que esos seres deformes no se instalen en el texto corregido incluso hasta la saciedad, es que los lectores no se percaten de ellas, pero ¿cómo no reparar en la fantástica que se coló, morigeradamente, en la traducción de La montaña mágica: Se abstemia de tomar partido. La RAE debería acoger el verbo *abstemerse y definirlo apropiadamente: Quien se abstiene sin la ayuda del alcohol., o algo parecido. Acaso sea esa una errata que solo un abstemio por naturaleza como yo sea capaz de distinguir. Ello es posible porque el cazador de gazapos está condicionado por su “natural” y por su formación, de ahí que pudiera haber una diferencia abismal entre las muestras de dos colecciones distintas de erratas.
        Que a un “defecto” lo sustituya un defeco puede ser escatológicamente extraño, y ahí se acaba la sorpresa; pero que a “responsabilidad” la sustituya responsabialidad nos abre el camino hacia la responsabilidad de boquilla, la del mero artificio que tanto se usa en política, por ejemplo. Distinta de ambas es que a “propicia” lo sustituya propifia, casi tan fea como la inicial alusión a la mujer de Picio, pero tan expresiva de su propio tropiezo, sin duda.
        Suele suceder, a menudo, que las erratas sean capaces, por decirlo así, de crear sentidos que mejoran estéticamente el original, como en este caso: como si patinara por un sueño grasiento, en vez de por “un suelo grasiento”. Teresa Giménez Barbat, inteligente mujer-pez, al escribir sobre los gamberros que van a los estadios de fútbol, deslizo que iban con ganas de broca, en vez del reglamentario “con ganas de bronca”, lo que no deja de inquietar al lector que fue espectador horrorizado en su estreno de las hazañas de Leatherface, el personaje emblemático de La matanza de Texas. De muy diverso cariz es haber entrado en la sexentena, por “sesentena”, claro está, aunque haya más ruido que nueces. Ahora bien, cuando uno oye pedir salomonetes en el mercado, en vez de los rubescentes salmonetes, se percata del hambre de sabiduría que hay entre las gentes de este país. Por el contrario, la simbiosis, acaso, entre intérprete e instrumento que se da en calvicémbalo, por “clavicémbalo”, ilustra la incuria musical propia de nuestros planes de estudio y de nuestra tradición. Carácter filosófico, sin embargo, tienen erratas como le penan los años, en vez del tópico “le pesan los años”, que gracias a la publicidad sabemos que en realidad son los kilos.
        A veces la labor del recolector de erratas tiene un puntito de creatividad por el mero hecho de haber sido capaces de captarlas, lo que no está al alcance de cualquiera, dada la facilidad con que, por homofonía, suelen camuflarse a la perfección ciertos gazapos salamandrinos: que alguien se quede en la errata soserbio es menos usual que oír en ella el original pretendido: “soberbio”. Lo mismo ocurre en la magnífica teleespetadores, en vez de teleespectadores, acaso porque espetarle los improperios que se merece la televisión secuestrada por los partidos no sea en exceso común. El mismo fenómeno, aunque con derivación ontológica, se da en la suplicación de identidades, en vez de la “duplicación” de las mismas. Que se hable o escriba de la dimensión púbica del personaje, en vez de su “dimensión pública” le añade una cierta frivolidad a la errata que consolida la naturaleza profundamente lúdica que la define. Algunas dudas se plantean cuando ciertas erratas nos invitan a dudar de si lo son o no, como ocurre con la telebasutra, en vez de telebasura, pues tanto puede indicar que se habla de un canal islámico como de uno porno.
        Desdeño los errores escolares, que constituyen un subgénero propio de la errata, con abundante bibliografía, pero no me resisto a recordar el estupendo condón umbilical que, por producirse en una clase de español para extranjeros, pasó, como era lógico esperarlo, absolutamente desapercibido.
        Como no quiero abusar de la paciencia del intelector generoso con estas bagatelas erráticas, cierro entrada con la enumeración de algunos hermosos gazapos que atesoro con delectación, porque aún son capaces de provocarme la risotada explosiva, como siempre lo ha conseguido la escena del escudero que ve comer a Lázaro: –Dígote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre…
        La mayoría de vastellanohablantes
        Cine en estado pudo
        No le teme al pasadlo
        Escrito en versos hepatasílabos
        ¡Verga ya, hombre!
        Que es, en resumisas cuentas…
        Sí que ese signifigado…
        El análisis cítrico de la situación…
        La pierna me folla.
        Su inmenso sixappeal turístico…
        La poesía lítica (por “lírica”, lo que indico por si algún club de poetas muertos cultiva la lítica…)
        Eso dijo por boa de sus enemigos…
        La vía pulgativa de la mística.
        Cualquier clase es una reprezentación.
        Mi perreza…
        Las buenas obras nos inhortalizan…
        Para superar al liebreralismo
        Y, para acabar, una errata-acierto deslizada en los impagables subtítulos del telediario de La 1, fuente constante de regocijante material:
        Gustad Flaubert.
        Y ya sí, sileo libenter.