La formación del estilo I y II (Ed. Sal Terrae): un valioso y olvidado manual para
aprender a escribir, de Luis Alonso Schökel, S.J., autor, junto con Juan
Mateos, de La Nueva Biblia Española.
Todo
coleccionista de libros tiene sus tesoros, libros que tienen un valor especial
y a los que se siente apegado por razones, en algunos casos obvias, como este
de Schökel en el que tanto aprendí para poder enseñar lo único que, en mi larga
carrera docente, me ha parecido esencial: a leer y a escribir. Fruto de su
experiencia docente, La formación del
estilo, publicado inicialmente en 1947, fue reeditado varias veces. Mi
ejemplar (dividido en dos volúmenes: Libro del profesor y Libro del alumno)
pertenece a la tercera edición, la de 1957. El volumen didáctico, porque esa es
su naturaleza, contiene un excelente programa para conseguir que los alumnos no
solo lleguen a escribir con corrección, sino que acaben desarrollando lo que,
latamente, podríamos llamar “un estilo propio”. La escuela crítica en la que
bebió Shökel fue la de la “estilística” de Vossler, de Spitzer, de Dámaso
Alonso, de Benedetto Croce, etc., con su rigurosa atención a la fusión de fondo
y forma en ese milagro que es siempre la expresión afortunada. A partir de sus
postulados, pero teniendo siempre presente el interés superior de mejorar la
expresión de los alumnos, Schökel ofrece un manual en el que se contienen
abundantes ejemplos extraídos de su experiencia mediante los cuales podemos
ver, sobre el papel, el work in progress de
los alumnos, esos escarceos propios de quienes aprenden a discriminar qué haya
de ser la expresión correcta y, sobre todo, personal.
¡Nada más difícil! De
ahí mi admiración hacia un intento tan temprano en nuestra pedagogía por darle
un carácter sistemático a una dedicación que no recibe, por parte de los
docentes en nuestro sistema educativo, la atención preferente y casi exclusiva
que merece. Tendemos a pensar que a escribir se aprende escribiendo y sin que
haya un trabajo sistemático detrás, perfectamente controlado para lograr un
nivel de expresión satisfactorio. Ninguna queja tan extendida entre los
profesores de Universidad como la de que sus alumnos son incapaces de redactar,
no tanto sin faltas, que eso parece ya un imposible, sino con propiedad,
coherencia, cohesión y un cierto estilo personal. A algunos docentes hipergramaticalizados
les parece un desdoro profesional ayudar a sus alumnos a saber expresarse, y
piensan que a ellos les pagan para enseñarles morfología, ortografía y
sintaxis, sobre todo mucha sintaxis, y que detenerse tanto tiempo en ayudarles
a organizar el pensamiento, por ejemplo, para elaborar una argumentación sólida
o a construir una descripción, va en detrimento de esos saberes “especializados”
que, en realidad, maldita la falta que les hace a quienes son incapaces, en bachillerato,
de entender un sencillo artículo de opinión del diario o de redactar una
opinión sobre cualquier asunto que incluya dos o tres argumentos más o menos persuasivos.
Luis Landero, que también es profesor, además del excelente escritor que se
reveló con Juegos de la edad tardía,
publicó en 1999 un artículo antológico al respecto, El gramático a palos ,
cuya lectura, por parte de los intelectores, me exime de extenderme sobre el
particular, máxime para hacerlo, además, con menos gracia y precisión que el autor
extremeño.
Schökel
define su método como un método socrático o partero: El verdadero estilo sale de dentro. El estilo pegado por fuera no
merece llamarse estilo. Por eso, todo el esfuerzo del profesor es sacarles a
los alumnos su estilo. Una tarea que no tiene nada de espontáneo, y sí todo
de esforzada labor didáctica basada en algunos recursos que se han de trabajar
hasta la extenuación. Parte de una diferencia sustancial con ciertos métodos
que se publicitan como manuales-milagro: La
diferencia entre este libro y otros de la familia es que los otros dicen “cómo
hay que escribir” y yo intento enseñar “cómo se puede aprender a escribir”.
Poner el acento, así pues, en el desarrollo de las capacidades, que todos
tenemos en desigual reparto, para acceder al dominio de la expresión, permite
establecer un método cuya práctica, si se sigue con constancia, permite obtener
resultados aceptables o brillantes, en función de esa dotación genética inicial,
tan desigual, con que todos nacemos. Schökel es partidario de una guía férrea
del proceso de aprendizaje: Quizá parezca
paradoja, y es una verdad muy clara: hay que meterle en circunstancias bien
estrechas [al poder creador] para
obligarle a actuar; si le dejamos retozar libremente, se escapará hacia la
copia servil, a repetir lo que ha oído, a llenar páginas sin tener en cuenta la
calidad. En esto estriba el secreto de la coacción para desarrollar la
libertad, la creación. Esa “coacción”
consiste, según su método en plantearle al alumno determinados ejercicios que
le permitan ir desarrollando su capacidad expresiva a partir, sobre todo, de la
atención, que es la clave del acercamiento a la expresión escrita, porque de su
ausencia es de donde derivan males principales muy difíciles de vencer, como es
experiencia de cualquiera que haya tenido como objetivo docente enseñar a
redactar: La mayoría de las
incorrecciones se reducen a dos causas. La primera es falta de atención, por la
cual abandonan la construcción comenzada; la distracción proviene
frecuentemente de incisos. Otra fuente de faltas es ir echando las frases
dependientes según salen, como una ristra de chorizos: la segunda frase depende
de la primera, la tercera de la segunda, la cuarta de la tercera, etc. Es muy
natural en un pequeño; no abarca el conjunto, cada frase le suscita otra
dependiente de la anterior y así se prolonga en una cola inacabable y
pesadísima. Hay que enseñarle a cortar o a organizar. ¡Como si no
estuviéramos hartos de ensangrentar ejercicios en los que señalamos frases
iniciales que NUNCA acaban…!, frases truncas a las que se yuxtaponen otras que
también lo serán, en una espiral infernal del sinsentido, y no en pequeños, precisamente,
como, piadoso él, señala Schökel. ¡Cuántas veces no les habré repetido a esos
adolescentes inquietos que la labor de redacción exige, como la de los
pintores, el famoso “paso atrás” que nos permita evaluar el conjunto antes de
volver a acercarnos para seguir añadiendo pinceladas! Con cariño recuerdo haber
detenido a no pocos “hocicados” en el ejercicio para que levantaran la cabeza
del folio, contemplaran lo escrito durante un minuto y luego siguieran. Dudo
mucho de que hicieran lo que les obligaba a hacer, pero soportaban estoicamente
que, como un árbitro omnipotente, cuando les tocara el brazo, dejaran de
escribir, irguieran el torso, y esperaran la orden para continuar…, con notable
mala leche, todo ha de decirse y manifiesta incomprensión de lo saludable de mi
método…
Buena parte de las
carencias expresivas que presentan nuestros alumnos tienen que ver con un
defecto que señala Schökel con cierta repugnancia ideológica y evidente buen
sentido pedagógico: Hay profesores que
defienden este ideal: no cohibir al muchacho, que se suelte, dejadle escribir,
lo importante es que se vaya soltando, que escriba con naturalidad. Profesores ingenuos que creen en una
especie de inocencia original del estilo infantil, un poco a lo Rousseau con su
optimismo liberal. Este sistema es excelente para que el alumno se suelte a
escribir mal. (…) Yo prefiero el sistema contrario y mi frase favorita es la de
Quintiliano: Cito scribendo non fit ut bene scribatur, bene scribendo fit
ut cito, escribiendo aprisa no se
consigue escribir bien, escribiendo bien se consigue escribir aprisa. El mismo
Quintiliano dice: “Si entienden por natural lo que produce la naturaleza
inmediatamente, antes de cultivarse, desaparece todo el arte del estilo. ¿Qué
arte nació a la primera?, ¿qué hay que no se abrillante con el cultivo?, ¿por
qué arrancamos los abrojos de los campos?, también los produce la naturaleza.
¿Por qué domamos los animales?, indómitos nacen. La máxima naturalidad es la
perfección que admite la naturaleza. Un replanteamiento de ese método
basado en no coartar la “espontaneidad”, que tan perverso acaba siendo para el
desarrollo del alumno, quizá nos conviniera para lograr frutos sazonados, en
vez de los bordes que actualmente salen de nuestros bachilleratos. Ahí es donde
entra la rigidez del método, esa coacción que le permita al alumno saber que no
“da lo mismo” cómo se han de decir las cosas, ni qué palabra se ha de emplear
ni cuáles argumentos o ejemplos. Como bien señala Schökel: El arte no está en poseer las palabras, sino en usarlas; pero para
usarlas hace falta poseerlas. Porque no hay arte que se ejercite sobre una
materia que no se posee. Que en las escuelas usamericanas los niños aprendan
ristras de palabras en los ejercicios de léxico en las clases de inglés aquí
poco menos que se vería, supongo, como una agresión a la pedagogía activa o a
alguna entelequia pedagógica de estas que van erosionando las mentes de los aprendices
del aprender que nunca sabrán ni valorar ni aquilatar los conocimientos que
puedan encontrar en su camino, al no haber tenido ninguno que les ayude a
valorarlos, si es que consiguen identificarlos y hallarlos, por supuesto. En la
base del método de Schökel se halla un esfuerzo personal que huya de la copia: Más vale un acierto mediano personal que un
acierto pleno copiado, lo que el autor consigue creando en el alumno,
mediante el método, una convicción: que el estilo es cuestión de trabajo, y de
desarrollar un entrenamiento. La expresión, además de fruto del trabajo es,
también, fruto de la vivencia personal, de la implicación existencial del
alumno, porque, como dice Schökel: La
vivencia determina su expresión. Ello exige, por lo tanto, una implicación
del alumno a nivel sensorial, fundamentalmente, como nos ilustra Schökel con
este hermoso ejemplo: El afán de la
expresión adecuada puede provocar una nueva vivencia, o modificar, enriquecer,
profundizar la anterior. (…) Si al alumno le exijo un sustantivo cualitativo de
los ‘maizales’ le pongo en trance de vivir los maizales: y vivirá el verdor de
los maizales (visual), el rumor de los maizales (auditivo), el vaivén de los
maizales (motor), la paz de los maizales (afectivo), etc. El estilo es una
elección. ¿Qué pueden elegir, a día de hoy, nuestros alumnos? A duras malas
penas les cuesta decir algo con casi absoluta impropiedad léxica y abundantes
anacolutos y solecismos como para siquiera plantearnos que exista algo así como
una “elección”.
La
columna vertebral del método de Schökel es la importancia que le dedica al
fenómeno de la observación, de la atención: Si
queremos que nuestros alumnos lleguen a escribir bien, desarrollemos en ellos
la capacidad de observación. (…) Se puede mirar sin ver, se puede ver sin
fijarse; que se acostumbre el alumno a mirar, ver y fijarse, Lo cual no supone
ningún esfuerzo, sino sencillamente una costumbre. Saber mirar, como
enseñaba Leonardo a sus discípulos a través de los desconchones de los muros en
ruinas, de los que no podían apartar la vista hasta haber descubierto en ellos
alguna “forma” reconocible, es uno de los grandes fundamentos de la enseñanza
de la expresión. Claro que: preocupación,
curiosidad y atención son tres cosas bastante enlazadas. El que llega a
preocuparse por aprender a escribir, encuentra en esta preocupación y motivo
que mantiene y dirige la atención. Y ahí desliza el autor una condición que
fácilmente podemos elevar a conditio sine
qua non para alcanzar el dominio de la expresión: aprender a escribir ha de
ser una preocupación que ha de nacer en el alumno, que este debe sentir como
una necesidad que ha de satisfacer a toda costa. Es evidente que algo así es
mucho más fácil que se produzca cuando hay una valoración social de la expresión
que premia el buen hacer, en vez de, como sucede actualmente, una complacencia en los más
chabacanos y vulgares modos de decir, pero eso ya forma parte de lo que habría
de ser parte indispensable del ecosistema escolar… El desarrollo de la
capacidad de observación ha de hacerse siempre con vistas a la exactitud, la
cual, para el autor, encierra mucho de la
observación diferencial y es el gran remedio contra lo general y lo vulgar. La
penetración nos permite descubrir esos matices imperceptibles a simple vista,
esas riquezas sumergidas; puede convertirse en una fuente inmensa de novedad en
una exposición, una argumentación o una descripción, por ejemplo.
Como
regla “áurea” del método, Schökel propone la confección del borrador: “No se olviden de hacer borrador, es
obligatorio; al que no presente borrador no le juzgo la composición, y procuren
que los borradores lleguen bastante sucios”, nos dice que solía repetirles
a sus alumnos. Los docentes actuales, por el contrario, salvo honrosos casos
cuya existencia me consta, por cercanía y amistad, creen que trabajar con
borrador y perfeccionarlo hasta encontrar la obra acabada constituye una
enojosa repetición que acaba “aburriendo” al alumnado. Parece mentira que no
recuerden la poética de Lope: escuro el
borrador y el verso claro, de la que se hace eco con tan excelente criterio
Schökel.
Me
atrajo, cuando lo leí, el generoso capítulo que le dedica a la prosa de ideas,
porque es lo que siempre trabajé con mis alumnos desde los primeros hasta el
bachillerato: la argumentación. Para Schökel, como lo fue siempre para mí, incluso
antes de hallar su manual: Lo primero es
entendernos, lo primero es que las palabras representen honradamente nuestro
pensamiento. Un enviado plenipotenciario no tiene derecho a defraudar la
intención y el deseo de su soberano; y las palabras son mensajeros
plenipotenciarios de nuestras experiencias personales. Su mayor deliro, la traición;
delito de lesa persona. Pero ahí no se acaba la tarea, porque, una vez que
los alumnos son capaces de distinguir lo que es una idea y de orientarse en el
proceloso océano de las pseudoideas, las creencias, los dogmas, las falacias y
hasta los disparates que pretenden hacerse pasar por ideas, es indispensable
que tomen conciencia de que las ideas
interesen e impresionen, que conviden a su lectura con una descarada propaganda
de sí mismas; ideas con garfios que sujeten el texto a nuestras manos, ideas
que nos dominan y nos obligan a leerlas, medio forzando nuestra libertad: esto
es lo que necesita la forma literaria del pensamiento o estilo de ideas; la
fórmula eterna de Horacio: Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci, todo lo lleva de calle el que mezcla lo
útil a lo dulce. A tales pensamientos les exigimos una sola virtud, la fórmula
exacta, que es el contenido preciso del concepto sin añadiduras ni vestidos, ni
deficiencias: la idea y la frase demuestran su identidad total. Llamaré a esta
cualidad el arte de formular o el arte de definir, estrechando el significado de
esta expresión. Horacio decía: Verbaque provisam rem non invita sequentur, las palabras seguirán dóciles a la idea
meditada; pero exigía talento para ello: Scribendi recte sapere est et
principum et fons, el entender es el
principio y la fuente del bien escribir. ¡Ah, “el entender”! Parece que ese
desarrollo del entendimiento en los escolares no sea algo que afecte a los docentes,
que no se pueda trabajar, construir, sino que “ha de venir de casa” y que el
determinismo nos indica que unos lo poseen, incluso en alto grado, y que otros
no van a acercarse a él aunque estén estudiando obligatoriamente cincuenta años…
De nuevo, la alta misión gramatical a que están llamados tantos profesionales
de la docencia del español pospone
objetivos tan elementales como el desarrollo de la comprensión, que solo se
logra a partir de la lectura y el comentario “pormenorizado”, incluso frase a
frase, del texto, como si de una clase medieval se tratase, en que iban palabra
a palabra… Hay esfuerzos que, decididamente, se contemplan como cargas ingratas,
cuando son, en puridad, aquellos que nos permitirán un auténtico desarrollo de
las potencias intelectuales de los individuos.
Es
muy interesante la distinción que hace el autor entre la meditación y la
divagación, pero más interesante aún es su exposición acerca de las clases de
intuición que hemos de tener presentes para poder trabajar con los alumnos la
expresión. Schökel, como ya vimos con anterioridad, parte de la vivencia de los
alumnos, de la necesidad de esa implicación personal genuina que solo puede
desarrollarse cuando el alumno tiene conciencia de la necesidad de aprender
a expresarse con la mayor propiedad posible, algo que puede suscitársele sin poseer
una brillantísima habilidad pedagógica, todo sea dicho de paso: Si tenemos una preocupación, aunque sea
latente, por un problema, continuamente, en las lecturas y experiencias más
diversas, estaremos descubriendo materiales y acaparándolos; en tiempo de
guerra todo adquiere un valor militar, todo se moviliza; en la conquista
intelectual todo recibe la orientación hacia el problema que preocupa. Los que
no tienen experiencia en seguida dicen: no se me ocurre nada. Pero hay que
insistirles: tened esperanza y seguid volteando vuestra nebulosa hasta que
surja un planeta luminoso. Hay muchos estériles porque no saben vencer el
esfuerzo con la esperanza; al no hallar la luz, abandonan la preocupación,
levantan la incubación y la chispa que apuntaba recóndita no llega a estallar.
Para lograr la revelación hay que estar polarizados; si abandonamos del todo la
polarización y dispersamos nuestra luz, no lograremos nada nuevo. Voy a
distinguir dos tipos de intuición: una más sencilla es una simple ocurrencia
acerca del asunto que a uno le preocupa. A veces se confunde este tipo de
intuición con el hallazgo de materiales. La segunda forma de intuición (…) nos
da la clave de la ordenación; es la que nos dice por dónde hay que tirar, cómo
hay que enfocar el problema; es la que le mandaba a Homero centrar toda la
epopeya griega en la disputa de Aquiles a Agamenón. (…) Como toda intuición, es
una mirada simple y directa sin raciocinios: en ella se contempla el conjunto
sin mucho detalle, quizá las líneas generales del plan, a veces el conjunto
preciso. (…) La intuición es un relámpago que ilumina todo el cielo un
instante, sigue el redoble de los tambores del trueno y después hay que caminar
con el recuerdo de la luz. La realidad de nuestros alumnos de 2015, frente
a los de 1947, nos dice que los del “no se me ocurre nada” forman una compacta
masa que, lejos de caminar por el sendero de la expresión con el recuerdo de la
luz del chispazo de la intuición, caminan con la ceguera de los topos
enterrados en la realidad anodina de los mil mensajes indescifrables entre los
que habitan como girasoles que se voltean a la luz que más brilla, en puro
tropismo vegetal, un sueño alucinado del que a duras penas los sacan lo único
que entienden: los imperativos de percepción sensorial.
El
libro del alumno constituye un valioso repertorio de textos para comentario en
el que aparecen fragmentos comentados de una nómina literaria incluso
sorprendente, para el año y para la condición sacerdotal de Schökel, porque,
junto a los clásicos hebreos y grecolatinos, aparecen casi todos los autores
fundamentales del 98 y del 27, sin desdeñar la atención al presente del autor,
puesto que aparece también una autora tan reciente en 1947 como Carmen Laforet.
Y siempre, con la imprescindible presencia de los clásicos del Barroco o del
Romanticismo. En conjunto, es una suerte de paseo por lo mejor de la literatura
universal que permite comprender el nivel de los modelos propuestos a los
alumnos de entonces, para envidia de los profesores de hoy.