lunes, 27 de abril de 2015

Etimologías indoeuropeas del español: Un diccionario radical.


                               

Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española: Una excavación de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor que nos lleva a las profundas y nutrientes raíces con y trascontinentales de nuestra lengua…

        Estoy persuadido de que, desde este Diario, acabaré poniendo de moda la lectura de diccionarios. No solo porque son una fuente de placer absoluto en sí mismos, sino porque su variedad es tan grande que difícilmente puede el lector tener ni siquiera la sensación de que está volviendo a leer lo mismo si lee dos obras próximas, como podrían ser el Diccionario de Argot español de Víctor León y el Diccionario de expresiones malsonantes del español de Jaime Martín. Diccionarios siempre los ha habido, después de lo de Babel, y se trata de un género agradecido, cómodo y nutriente. Da igual que el intelector lea un diccionario de términos médicos, un diccionario de la pintura, un diccionario masónico, un diccionario de lugares comunes, como el clásico de Flaubert, o un diccionario desternillante como el de Coll: siempre hallará motivos de satisfacción en el conocimiento de conceptos cuya rareza, originalidad o precisión añadan a su vida conocimiento y placer sustantivos. No hay realidad que no sea susceptible de ser reducida a diccionario, y desde los diccionarios filosóficos hasta los históricos, pasando por los filológicos, los de escritores, los de medicina, los etimológicos, como el presente de Roberts y Pastor, o el  entrañable Diccionario de palabras y frases extranjeras de Arturo del Hoyo, la lexicografía es arte que abarca la realidad toda con un orden, esmero y claridad que más quisiera esa misma realidad tener en su manifestación cotidiana dichas virtudes.
        Si he leído (previa compra) este diccionario, ello ha sido como imposible compensación por la oportunidad que dejé pasar en una librería de viejo, renunciando, por 500 pts. que equivaldrían actualmente a unos 1000 euros, a la adquisición de un diccionario etimológico de la lengua griega: ¡Una oportunidad que no he dejado de lamentar ni un solo día de los casi 40 años que han transcurrido desde entonces! Ahí al lado, en la estantería de más fácil acceso, aguardan su turno dos buenas piezas de mucho cuidado, los diccionarios griego-francés y latín-francés de Bailly y de Gaffiot, respectivamente, con los que espero, en cierta forma desquitarme de aquel inmenso error. De siempre el indoeuropeo ha sido, para mí, algo así como el paraíso para los creyentes. Pertenece a la mitología, más que a la realidad, aunque sea lo segundo que, andando el tiempo, favoreció la aparición de la primera. Seguir el hilo de los orígenes de las palabras es una labor detectivesca que no siempre obtiene recompensa, como sucede con esos casos que han de archivarse por falta de indicios que permitan avanzar la investigación y descubrir el o los responsables de los ominosos hechos en cuestión. Ni soy lexicógrafo, ni tengo una dedicación constante a la etimología, sino un discreto aficionado que ha crecido intelecturalmente adquiriendo diccionarios y  perdiéndose horas, días, semanas y meses enteros en ellos, sin otro objetivo que aguardar el destello de lo inverosímil o la confirmación de lo mirífico. Leer un diccionario de cabo a rabo es algo así como una aventura absurda e inútil, desde luego, pero puedo garantizar a quien así lo haga que pocas lecturas pueden contener en ellas tal cúmulo de maravillas y sorpresas. Quien es aficionado a estas lecturas no necesita ningún estímulo para llevarlas a cabo, porque la mera palabra diccionario encabezando el título de una obra se basta y sobra para concitar el interés por abrir el volumen y comenzar a leer. Ni siquiera garantiza que se llegue a adquirir una exhibible “riqueza de vocabulario”, porque ni siquiera un diccionario de uso como el de María Moliner lo facilita: el olvido reparador actúa con mayor eficacia que la memoria forzada.
        Como recogen los autores en el prólogo, en cita de Samuel Johnson: Los diccionarios son como los relojes, el peor es mejor que ninguno; y del mejor tampoco se espera que sea exacto. Este que hoy ofrezco a la consideración de mis visitantes, sin embargo, tiene la virtud de acercarse tanto a la “exactitud hipotética” (sic) que bien podría pasar por corpus legislativo de los orígenes del español y de otras lenguas continentales, a juzgar por las apasionantes relaciones que se establecen entre todas ellas a partir de la raíz común a tantas palabras de idiomas tan en apariencia distintos. Se trata, pues, de un diccionario de raíces, no de palabras, en el sentido común, si bien enseguida se enumera el corpus léxico español que deriva de dicha raíz y el modo como llegó a nuestra lengua, porque, a veces, las palabras tienen un sí se sabe qué de triscadoras que nos sorprenden los saltos que dan de unas a otras lenguas antes de naturalizarse en la nuestra. Desde esta perspectiva, así pues, los ejemplos que yo ahora use serán aquellos que, por una u otra razón, tengan un plus de extrañeza o de invención suficientes como para que su lectura nos induzca a la lectura del libro, o a su consulta, si se ve como algo en exceso árido la lectura continuada de esta pequeña joya lexicográfica. No niego que puede parecer una locura el hecho de convertir los libros de consulta en libros de lectura y viceversa, como puede fácilmente suceder con obras como Don Quijote, la Divina Comedia o El libro de buen amor, por ejemplo; pero no es el resultado de una afectación sino de una pasión sincera, genuina, hija de la ignorancia y la costumbre de aliviarla. Un punto de excentricidad sí que estoy dispuesto a reconocerle a la afición, pero no haría sino seguir al pie de la letra el dictum del clásico, Nabokov: La excentricidad es el gran remedio de las grandes desesperaciones. Sobre cual sea mi gran desesperación no es esta la entrada adecuada para detenerme en consideraciones de orden tragicómico.
        Tomemos aios-, Metal, como primera cata. Del latín aes, ‘metal’, ‘cobre’, deriva “era”, plural de aes, ‘bronce’, ‘dinero’, y, por tanto, fecha desde la que se empiezan a contar los años. Erario, sin embargo, no es el conjunto de edades, sino el tesoro público. De la raíz ak- ‘agudo, afilado’ deriva nuestro desconocido a nivel popular “oxizacre”, ‘bebida que se hacía antiguamente con zumo de granadas agrias y azúcar”, probablemente relacionada con ese mosto de granadas que degustan los esposos del Cántico Espiritual. Y también “acumen” procede de ella, que se utilizó para la punta afilada de un arma y acabo designando el ingenio. Y de la misma raíz procede “acebo”, con hojas llenas de espina en sus bordes… Impensable será para muchos, por otro lado, que “mediocre” tenga que ver con ‘agudo’, pero se trata de una palabra compuesta por medius y ocris, en la que ocris, significa cima de la montaña, de donde, literalmente, el mediocre es el que llega a mitad del monte. Que una atrocidad sea algo negro, es difícil de ver, sobre todo cuando la raíz de la que procede significa exactamente ‘fuego’: ater-. Del mismo modo que apenas nadie reconoce en autor la raíz aug- ‘aumentar’. Pero lo cierto es que lo propio del autor es un hacer constante. ¿Y qué diríamos de débil, que implica la fortaleza a la que se le ha añadida una partícula privativa: bel- significa ‘fuerte’, algo que se advierte en el ruso bol’ shoi: ‘fuerte’, ‘grande’. Los latinismos Débilis e indebilis son, por lo tanto, la fuerza privada: ‘débil’ y ‘endeble’. Que un fárrago o un estilo farragoso sean propiamente ‘harinosos’ es lo que nos dice la pertenencia de tales palabras al campo semántico construido a partir de la raíz bhares-, ‘cebada’, que da harina, far, en latín. Amorosamente letal es el descubrimiento de que veneno propiamente significa ‘poción amorosa’, dado que procede de la raíz wen-, que significa ‘desear’, y que da en latín venus: ‘amor físico’. Bien curioso es descubrir que el reloj al que llamamos saboneta, “reloj cuya esfera, cubierta con una capa de metal, se descubre apretando un muelle”, recibe su nombre por analogía con la cajita de jabón para afeitar, pues saboneta y jabón proceden ambas de la raíz seib- que significa ‘vaciar’; ‘gotear’ y de ahí a la resina no hay más que sus buenos cortes en la corteza. Y cierro la serie con esta revelación sorprendente que nos ofrecen Pastor y Roberts respecto de caricatura, que tiene su origen en la raíz kers-, ‘correr’ y que pasa por su realización con sufijo: *krs-o, para dar ‘carro’ y ‘cargar’; de donde, propiamente, caricatura significa que recarga los rasgos fisonómicos.


        Y hasta aquí la reducida muestra que le permitirá al intelector calibrar el caudal de placer que puede hallar en la lectura de una obra como este Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española. Que recordara, hace algunas entradas, que Valery Larbaud se entretenía, después de enloquecer, en la lectura de diccionarios, no es algo que haya de considerarse como un diagnóstico a largo o corto plazo. Antes al contrario, más me parece una muestra de salud racional que un consuelo para la imaginación enferma.

domingo, 19 de abril de 2015

Noches áticas, de Aulo Gelio: El canon de la miscelánea.


                           
Laurent Robert. Ballantine Hall.

Noches áticas: entre las lucubratiunculas, ‘elucubraciones de poco interés’  y las delectatiunculas o ‘pequeños placeres’ de Aulo Gelio: un apasionante recorrido por la cultura grecolatina desde el siglo II de nuestra era. 

         El que avisa…: que a nadie se le ocurra hacer lo que yo he hecho, leer de un tirón los 20 libros de las Noches áticas, excepto que la pasión, y la disponibilidad temporal, le muevan a ello con el irrenunciable resorte del placer que sin duda hallará en la lectura de esta obra magna, pero humilde; entretenida, pero crítica; sólidamente documentada, pero chispeante… Noches áticas es producto del ocio bien entendido y del amor a la lengua, a la lectura, al ingenio y al pensamiento. Es una obra de las que se escriben sin pretensión, porque el autor, de estirpe compiladora, amante de las curiosidades e intelector infatigable sabe que son los contenidos ajenos lo importante de ella, no la labor del recolector, por más que sea el gusto y criterio de éste el que guíe la selección de los materiales hasta acabar formando con ellos una rigurosa enciclopedia en la que destaca, sobre todos los temas, el de la realidad y uso de la lengua latina, aunque el autor no se confiese gramático ni pretenda impartir docencia, sino reflejar ciertos usos que permitan a las nuevas generaciones conservar un estadio clásico de la lengua, opuesto a las constantes deformaciones que ya empezaba a sufrir el latín y que inducen al autor a adoptar una posición purista que le hace privilegiar el arcaísmo, frente a otras soluciones ‘modernas’, por más que también sea capaz de reconocer las ventajas de ciertos usos innovadores, porque, al fin y al cabo, siguiendo en ello a Quintiliano –( Sin duda de ninguna clase, la costumbre es la más segura maestra de hablar y tenemos que servirnos del lenguaje como si se tratara de una moneda que anda de mano en mano (…) Así pues, llamaré costumbre en el lenguaje al consenso de los hombres cultos, del mismo modo que en la vida al consenso de los hombres buenos)– , haga del uso, de la costumbre y de la eufonía los criterios fundamentales para la selección de los vocablos.
Aulo Gelio confiesa el valor que otorga a sus “comentarios”, a sus “notas”, a sus “apuntes”: Cuando dispongo de tiempo libre en mis ocupaciones judiciales y profesionales y para hacer ejercicio físico paseo o viajo en litera, en ocasiones suelo preguntarme a mí mismo sobre cuestiones insignificantes, nada importante, por cierto, y despreciables a los ojos de los hombres poco eruditos, pero que son necesarias para tener conocimientos profundos en relación con los escritos de los antiguos y el conocimiento de la lengua latina. ¿A que choca, que considere “ejercicio” el hecho de “viajar en litera”? No explica que él transportara a otro u otra en ella, en cuyo caso se llevaría la palma del ejercicio, por lo que hemos de deducir que el vaivén de los porteadores debería dejar tan aturdido al porteado que bien podía equiparar el trayecto a la práctica del ejercicio. Se trata, así, pues, de indagaciones asistemáticas, hechas al albur de las lecturas o las permanentes conversaciones que sobre esas materias solía tener en banquetes e invitaciones que constituían el núcleo de la vida social de los romanos cultos, y pudientes, claro está: Mis Noches, a las que tú vienes dispuesto a instruir y adornar, sólo se ocupan fundamentalmente de aquel verso de Homero del que Sócrates decía que amaba por encima de todas las cosas: “Cuanto de bueno y de malo ha sucedido en tu casa”, le dice a un amigo. E incluso añade que su intención, al escribir la obra, es legar a sus hijos un caudal de lecturas que pueda acompañarlos cuando se hallen envueltos en las tribulaciones de la vida corriente, siempre llena de motivos para la pesadumbre, para la desazón y aun hasta para la desesperanza: Se trata, como nos explica Santiago López Moreda en la introducción,  de lucubratiunculas (elucubraciones de poco interés) y delectatiunculas (pequeños placeres), fruto de los recuerdos en las largas noches de Atenas, que podrían servir de entretenimiento a sus hijos cuando las obligaciones diarias se lo permitieran. Nos movemos, pues, en el ámbito doméstico, pero, al mismo tiempo, al amparo de un concepto que Gelio introduce y que constituirá el eje, en el siglo XIV, de un movimiento, el Humanismo, aún vigente en nuestros días, aunque solo sea a través de la lucha popular para que los contenidos que lo cracterizan no desaparezca de los planes educativos. La teoría de Gelio sobre la Humanitas tiene mucho de novedad en su época, casi tanto como en la nuestra, porque la identificación que hace entre humanismo y educación nos permite reivindicar la vigencia de la coexistencia pacífica de lo que Snow llamó “las dos culturas”, de modo que la revolución digital, la ciencia y la tecnología no acaben con lo que, a juicio de Gelio nos caracteriza como especie sobre la Tierra: Quienes crearon términos latinos y quienes los emplearon correctamente no quisieron que humanitas significara eso que el vulgo cree, que se conoce en griego como “filantropía”, y que significa cierta habilidad y benevolencia para con todos los hombres sin distinción, sino que llaman humanitas más o menos a eso que los griegos llaman paideia y nosotros conocemos como “instrucción” y “formación” en las buenas artes. Quienes desean éstas con sinceridad y tratan de adquirirlas esos son, con mucho, los más humanos. Basta esta reivindicación para captar la importancia de esos estudios: Latín, Griego, Filosofía, Ética, Literatura, Música, Educación Visual, que poco a poco van perdiendo importancia en la educación de los hombres y mujeres del siglo XXI, destinados, en su mayoría, a ser solitarios individuos controlados por la psicopolítica, como llama Byung-Chul Han a la fase actual del capitalismo.
Noches Áticas es un título deliberadamente puesto por el autor en recuerdo de las noches pasadas en Atenas en compañía de filósofos y oradores, como Favorino o Herodes Ático, largas noches de invierno en las que comenzó la redacción de su obra. En un poema de homenaje a la obra, incorporado por Gelio a su texto, aunque se desconozca todo de quien fuera el autor, Aurelio Rómulo, que lo escribe, se las denomina Cecropias noctes, usando el nombre de Cécrope, el mitológico primer rey de Atenas, para destacar la importancia del lugar en el desarrollo de la obra. Es muy divertido el capítulo en el que Gelio descarta los nombres que habitualmente se usaban para este tipo de obras misceláneas: Musas, Selvas, Cuerno de la abundancia, Mis lecturas, Antiguas lecturas; Vergel, Descubrimientos, Antorchas, Miscelánea, Memoriales, Problemas, Manuales, Didascálica Frutos de toda clase, Tópicos, etc…, para reafirmarse en el suyo, un título que considera rústico y modesto, incapaz de competir con los títulos rutilantes que acabo de transcribir… Se trata de un capítulo que me toca muy de cerca y que me sirvió para proponer uno de esos pasatiempos literarios que, en aquella entrada, adorné con una oferta laboral basada en mi modesta habilidad tituladora.
Aulo Gelio, cuya personalidad se dibuja en las breves introducciones a los asuntos que trata y en algunas de sus reacciones ante las dudas de todo tipo que se plantean, nunca pierde de vista ese carácter “doméstico” que tiene su obra: él mismo califica su compilación de quoddam litterarum penus , una suerte de “despensa” literaria. Y no hace falta ni decir que se trata de una de las despensas mejor surtidas en las que se puede entrar, a juzgar por la variedad y calidad de las viandas, no ya de visita, sino con el decidido ánimo de instalarse para bastante tiempo. O para un tiempo largo, pero intermitente, porque así será como, en su relectura, vuelva a disfrutarla. A ese efecto, y con motivo de otra lectura que ando haciendo con ese método, El libro de los pasajes, de Walter Benjamin, he llegado a la conclusión de que hay una serie de libros muy apropiados para el común (en su séptima acepción), lugar donde no ha de faltar una biblioteca surtida con libros de la naturaleza del que aquí he traído y a los que se le pueden sumar, por apropiados, los de aforismos, la poesía y clásicas polianteas como las de Suárez de Figueroa o Pedro Mejías.
Es tan extensa la variedad de asuntos que se abordan en las Noches áticas que me es imposible, y nada deseable, establecer una jerarquía que ofrecer a los intelectores que tengan el humor de acercarse a estas nocturnidades helénicas. Lo que sí han de tener claro es que Aulo Gelio sí que la tiene, y eso se demuestra incluso contablemente, porque son mayoría las anotaciones relativas a la lengua latina, desde una pluralidad de perspectivas muy notable. ¿Son las Noches áticas una lectura para filólogos, pues? No, pero estos van a disfrutar mucho más que a quienes no les hiervan en la sangre los fenómenos lingüísticos, tan apasionantes siempre. A través de la lectura podemos asistir a algo así como a la fijación privilegiada de un momento en la vida de una lengua, el latín, del que nuestra concepción actual de lengua muerta nos impide ver no solo lo viva que estaba sino lo que preocupó y apasionó a tantísimos usuarios a lo largo de su existencia. De hecho, ser filólogo se convierte en algo adjetivo cuando apreciamos los fenómenos que recoge Gelio en sus apuntes y los comparamos con nuestro castellano actual, porque no se ha de ser un académico para percatarse de la estrecha ligazón que hay entre las preocupaciones de Gelio y las que expone Juan de Valdés, por ejemplo, en su magnífico Diálogo de la lengua, que debería ser lectura obligatoria en las escuelas, por el género y por el contenido. Escojamos un poco al azar…: Así, “lepus” [liebre] no deriva de “leuipes” [pies ligeros] como él dice, sino de una antigua palabra de la lengua griega (…). Muchos ignoran que la palabra “graecus” [griego], “puteum” [pozo] y “lepus” [liebre] provienen del griego antiguo, por más que ahora los griegos digan: ellen, frear y lagoón. (…) Es el caso, sin embargo, que hacia el final del mismo libro deriva la palabra “fur” [ladrón] de “furuus”, palaba que equivalía para los antiguos romanos a “ater” [negro], por cómo, a los ladrones, la negra noche les es más favorable para cometer sus hurtos. ¿No es cierto que Varrón se comporta con la palabra “fur” como Elio con “lepus”? , porque lo que en griego hoy se denomina “cleptés”, en griego antiguo se anomenata “for”, de donde deriva el “fur” latino que tiene, de hecho, casi las mismas letras. La preocupación etimológica es permanente en las Noches, porque no eran pocos los aficionados a la creación de etimologías fantásticas, al estilo de la que quien yo me sé se inventó: Pionero: Palabra formada a partir de ‘pío’ y ‘misionero’, por los primeros evangelizadores del continente americano. Pero la atención de Gelio se derramaba sobre muchos otros fenómenos lingüísticos, como se advierte en lo que sigue, donde recoge, de labios de Frontón, una disquisición sobre el campo léxico del color rojo: Estos nombres que acabas de mencionar: “russus” y “ruber” no son los únicos que sirven para designar el color “rufus” (rojo), sino que incluso tenemos más que los nombres griegos que has dicho; en efecto: “fuluus” y “flavus” y “rubidus” y “poeniceus” y “rutilus” y “luteus” y “spadix” son denominaciones del color rojo que indican ya que es un rojo vivo, encendido, o que está mezclado con el color verde, oscurecido con negro, o que clarea a causa de un blanco tirando a verdoso. (…) Los dorios denominan “spadix” a la rama de la palmera arrancada con su fruto. En cuanto a “fulvus”, parece indicar una mezcla de rojo y verde, en la cual unas veces predomina el rojo y otras el verde. (…) “Flavus”, en cambio, parece designar un color compuesto de verde, rojo y blanco. Así se llaman “flaventes” a los cabellos y Virgilio aplica el mismo calificativo a las ramas del olivo. (…) Del mismo modo, mucho antes, Pacuvio había aplicado “flavus” al agua i al polvo. “Rubidus”, en cambio, es un rojo más fresco e impregnado de mucho negro, y, por el contrario, “luteus” es un rojo más diluido ‘dilutior’, y de aquí parece que le viene el nombre. Junto a esas preocupaciones, Gelio tiene una sensibilidad especial para los neologismos y los nuevos modos de decir, por más que su tendencia natural sea la de preferir los arcaísmos para ajustarse a la autoridad de los viejos modelos, siempre preferibles a la incultura que denuncia entre sus contemporáneos: De cómo el doctísimo Nigidio emplea un vocablo nuevo y de formación algo extraña al llamar “bibosus” al hombre que bebe copiosa y ávidamente. (…) Laberio, en su mimo titulado Salinátor, usa así esta palabra: “ni tetona, ni vieja ni ‘bibosa” ni desvergonzada. ¡Qué maravilla que pudiéramos nosotros disponer ahora de esos *biboso y *bibosa!, porque ocasiones para usarlo no nos iban a faltar. Lo más cercano a ellos es Bibendo el nombre de la mascota comercial de Michelin. Finalmente, porque tampoco quiero aburrir más de lo estrictamente necesario, sorprende leer en Gelio su reflexión sobre los procedimientos derivativos para la formación de palabras: Si como dice Nigidio, todos los derivados de esta clase comportan la idea de exceso y de inmoderación, y, por tanto, de algo censurable, ¿cómo es que “ingeniosus”, “formosus”, “officiosus [servicial] y “speciosus” [vistoso]; cómo es que “disciplinosus”, “consiliosus” [expeditivo], “victoriosus”; cómo es que “facundious” [elocuente], empleado por Sempronio Aselio; cómo es, digo, que todos estos vocablos nunca se usan en tono de censura, sino  en tono de elogio, aunque su sufijo denote exceso? (…) El talento, el deber, la belleza, la ciencia, la prudencia, la victoria, la elocuencia, como eminentes virtudes que son no reconocen ningún límite, antes bien, como más aumenten, tanto más dignas de elogio son.  Al lado de esos derivados, casi resulta anodino percatarse de que squalere es una palabra derivada de la que designa la escama espesa y rasposa que presentan la piel de las serpientes y de los peces, y que a nosotros nos ha definido para bautizar una especie, la de los “escualos”, entre los que el tiburón es el más conocido de la familia, aunque no el único, claro.
Las Noches áticas tienen mucho de florilegio de noticias raras y curiosas que alimentaban la necesidad de lo extraordinario propia de una sociedad a medio camino entre la ingenuidad de la superstición y el rigor exquisito de la lógica filosófica. También es una fuente privilegiada de lo que acabaría convirtiéndose en un género en sí mismo: el apotegma, cuyas compilaciones llenarían las bibliotecas renacentistas y barrocas. Pero no se queda ahí el contenido del acervo que, con tanta diligencia, Gelio archivó para las generaciones futuras, porque la obra es un tributo a los más de 400 autores que la nutren y una suma de datos que no excluyen, por supuesto, la narración ficticia o las abundantísimas noticias históricas. De hecho, hay dos narraciones, la de Androcles y el león, y la del niño y el delfín, que, escritas por Apión, llamado Plistonices (hombre de vasta erudición y de múltiples y variados conocimientos sobre las antigüedades griegas. (…) En las cosas que afirma haber oído o haber leído quizás peca de exagerado, por su vituperable inclinación al efectismo; sin embargo, el episodio narrado en el libro quinto de su tratado Sobre Egipto no lo recogió de otros ni lo leyó, sino que asegura haberlo presenciado con sus propios ojos en la ciudad de Roma), se popularizaron a través de sus Noches.
Cada uno es hijo de sus deslumbramientos, de ahí que la selección que he hecho de los fragmentos de las Noches en modo alguno guarden relación con una posible escala de importancia. No hay tal. Del mismo modo que a mí me llaman la atención noticias como ésta, de tan delicada ironía: Se dice que a Demóstenes le gustaba mucho arreglarse y cuidarse con toda pulcritud y exquisitez. Y de aquí venía que sus rivales y adversarios le reprochasen sus túnicas y que, con insultos groseros, lo tratasen de afeminado. Lo mismo ocurría con Hortensio, el más celebrado de los oradores de su tiempo, excepción hecha de Marco Tulio, por el modo como se vestía y aseaba con total pulcritud, de una manera extremada, y al hablar movía las manos estudiadamente y hacía muchos gestos. Cuando se veía la causa de Sulla, Lucio Torcuato, hombre de entendimiento aldeano y barriobajero, no contento de tratarlo con feroz aspereza [a Hortensio], lo llamaba, no ya histrión, ante los mismísimos jueces, sino que lo motejó de “Dionisia posturitas”, aplicándole el nombre propio de una danzarina muy famosa. Entonces, Hortensio, con la voz dulcemente baja le dijo: “Pues antes prefiero ser como Dionisia que como tú, Torcuato, extraño a las Musas, a Venus y a Dionisos”. O como esta otra, en la que se nos ofrecen tres epitafios célebres [un género sobre el que ando trabajando desde hace algún tiempo con creciente interés]: He querido recoger en estos Comentarios los tres epitafios que dejaron escritos para ser grabados sobre sus losas sepulcrales tres ilustres poetas: Nevio, Plauto y Pacuvio, en atención a la elegancia y gentileza con que fueron redactados.
Nevi: “Si a los inmortales les fuera permitido llorar a los mortales, las divinas Camenas llorarían al poeta Nevio. Desde que fue transportado al tesoro del Orco, en Roma se han olvidado de hablar en latín”.
Plauto: “Desde que Plauto ha sido atado a la muerte, la Comedia está de duelo, la Escena está desierta; de entonces acá, la Risa, la Distracción, el Placer y los Versos innúmeros lloran todos juntos”.
Pacuvio: “Adolescente: por mucha prisa que tengas, esta losa te ruega que te fijes en ella, después, que leas lo que en ella está escrito: “Aquí reposan los huesos del poeta Marco Pacuvio”. No quería que lo ignorases. Que te vaya bien.”, es muy probable que a otros lectores les llamen la atención otros asuntos. A todos, sin embargo, nos dejará más que sorprendidos la severidad con que Solón condenaba a los supuestos pacifistas (acaso tal vez solo cobardes) de la época: Entre las antiquísimas leyes de Solón que en Atenas se grabaran en rollos de madera y que, después de promulgadas, a fin de que permaneciesen para siempre, los atenienses sancionaron con penas y juramentos sagrados, Aristóteles cita una que dice: Si ocurre que por motivo de discordia o disentimiento se promueve entre los ciudadanos un alboroto del cual surgen dos bandos contrarios, y si se van envalentonando los de uno y otro bando hasta llegar al punto de coger las armas y librar entre ellos un verdadero combate, aquel que durante la revuelta no se haya decantado por un partido o por otro, sino que, antes bien se haya apartado para huir del daño común a todos los ciudadanos, será castigado con la pérdida de su casa, de su patria y de todos los bienes de fortuna y, además, con la pena de exilio y proscripción.
Son muchas las noticias que se extraen de la lectura y que nos sirven para nutrir esos archivos personales de los que hablé en Los arrabales del saber, pura miscelánea que nutre, sobre todo desde las notas a pie de página, obra de la benemérita labor investigadora de los anotadores de la edición, un saber superficial pero muy agradecido, como la referencia a Tirón, por ejemplo:  En el quinto discurso de Cicerón en favor de Verres, si seguimos el texto autorizado que debemos al escrupuloso cuidado de Tirón…, de quien no tardamos en saber que fue el liberto secretario de Cicerón, a quien se adjudica la invención de los signos de abreviación llamados “tironianos”, si bien él se limitó a perfeccionarlos. Dichos signos son los precursores de la taquigrafía moderna. A aquellos signos se les llamaron “notas” y a quienes los usaban “notarios”, o sea, que, de haberse mantenido la tradición, hoy hablaríamos de “luz y notarios” para la transparencia política. Igualmente en nota a pie de página se entera el lector amante de esos arrabales tan populosos del saber que Tersites, hijo de Agrio, era el más charlatán y barriobajero de todos los varones reunidos ante Troya. Fue muerto por Aquiles tras haber ofendido la buena memoria de Pentesilea, reina de las Amazonas y dio nombre al “complejo de Tersites”, que describe a aquellos que viven patológicamente la existencia de algún defecto físico que los marca: Éupolis dice de él: “Muy fácil de palabra, pero incapaz de decir nada”. Quizás más conocido entre los filósofos, no deja de parecernos muy aguda la respuesta de Sócrates en uno de los clásicos apotegmas (que traduciremos por salida ingeniosa en una situación comprometida –y la Agudeza y arte de ingenio de Gracián es la biblia española de ellos–) que aparecen con frecuencia en los comentarios: Alcibíades, maravillándose del maltrato que daba [Xantipa] a su marido, preguntó a Sócrates cómo era que no echaba de casa a una mujer tan odiosa. “Porque –respondió Sócrates– sufriendo en casa un genio tan extraño, me ejercito y me avezo a sufrir con mayor facilidad las otras injurias y osadías de fuera de casa”.
Son innumerables los datos relativos a la vida social que nos permiten acercarnos más al día a día de aquellos tiempos. No tienen otro valor que el de la curiosidad satisfecha, pero la sensación de vida que transmiten vale por todos los estudios sesudos del mundo, al menos para un narrador, que no busca tanto en los clásicos las verdades eternas como la eternidad de la presencia humana sobre el planeta. Así, Favorino nos indica la auténtica manera de jurar helénica frente a la mano en los evangelios: Estoy dispuesto a jurar por Júpiter, con una piedra en la mano, que es la más sagrada clase de juramento. De igual manera, aprendemos con exactitud la vigencia de la pretexta, la toga que llevaban los jóvenes desde los 11 hasta los 17, pero, además, nos enteramos de algo que llamará la atención, en estos tiempos en que los jóvenes e independizan no antes de los 35 años: El rey Servio Tulio, según Tuberón, consideró que eran niños todos los que tenían menos de diecisiete años y que a partir del decimoséptimo año en que se consideraba que eran idóneos para servir al estado, los inscribió como soldados y los llamó  iuniores hasta los cuarenta y seis y seniores a partir de ese año. No quiero ni pensar que esta revelación caiga en manos de algún iunior harón…  En otro orden de cosas totalmente distinto, ¿a quién no sorprenderá que un edificio de muchos pisos se llamase ínsula y domus designara la casa de planta baja, aislada? Estamos habituados a la “manzana”, pero igualmente podemos denominar “isla” a la misma realidad. Los estudiosos de Roma, aquellos que “viven” realmente en el Imperio romano en vez de en su época, y que conocen al dedillo todo lo relativo a esa civilización, no ignoran la lista larga de recompensas que se establecieron para agasajar a quienes destacaban en la defensa de la República. Son muchas (la triunfal, la obsidional, la cívica, la mural, la castrense, la naval, la corona llamada ovación, la de olivo, etc.), pero incluso en Twitter es capaz un ojo alerta de distinguir una referencia tan culta como la de que Sor Juana Inés de la Cruz reivindicara la corona obsidional para Cristo, porque nos liberó del asedio del pecado original que ciertamente nos complicaba lo suyo la salvación. La corona obsidional es aquella que los liberados de un asedio [“obsidio”] otorgaban al general que los liberaba. Es una corona hecha de hierba, con la particularidad de que solía hacerse con la hierba que crecía en aquel lugar donde los asediados estaban cercados. Quiero creer que la de Cristo habría de ser con hierba del Paraíso, donde Adán y Eva cedieron a la seducción del mal. Los amantes de la anécdota, y de su altísimo valor relacional, porque allana las relaciones sociales que es un contento, agradecerán una versión tan fantástica como la que hallarán en las Noches del porqué de llevar la alianza en el dedo al que hemos acabado denominando así por ella, anular: Sabemos que los antiguos griegos llevaban un anillo en el dedo que está junto al meñique de la mano izquierda. Dicen que los romanos también llevaban casi siempre los anillos así. La razón de esta costumbre la cuenta Apión en los libros de Egipcíacas: al cortar y abrir el cuerpo humano, como fue costumbre en Egipto, lo que los griegos llaman “anatomía” (disección), se descubrió cierto nervio muy fino que sale exclusivamente de este dedo del que hablamos y llega al corazón del hombre.
Otras joyas anecdóticas serían el origen del topónimo Italia: Timeo y Marco Varrón escribieron que la tierra de Italia recibe su nombre de un término griego, porque los bueyes se llamaban italoi en la lengua griega arcaica; la evolución semántica de un concepto como “elegante”: Elegante no se decía en tono elogioso de una persona, sino que este término hasta los tiempos de Catón designaba por lo general un defecto y no una cualidad. (…) Se decía de quien tenía un modo de vivir y comer excesivamente refinado y placentero. (…) Más tarde dejó de considerarse algo negativo, pero no se estimó digno de elogio salvo de la persona cuya elegancia era muy mesurada; el hallazgo absurdamente lógico del porqué de un dicho que no hemos heredado en las lenguas vulgares, al menos en castellano: Durante mucho tiempo y ansiosamente estuvimos tratando de saber la cosa más sencilla, qué significaba prandium caninum (comida de perros). Por lo tanto, la comida abstemia, en la que no se bebe ningún vino, se llama canina porque el perro no bebe vino;  o el respeto con que hemos de considerar una estadística que compromete seriamente a las personas, de lo que cualquiera que se haya jubilado recientemente puede dar fe: en numerosas memorias de hombres se ha observado y podido comprobar en la mayoría de ancianos que el año sexagésimo tercero viene acompañado de algún peligro y desgracia, ya sea una enfermedad corporal grave, ya sea la muerte, o bien una enfermedad mortal. (…) Por eso llaman a este año de vida “climatérico” o “año crítico”.


Como se ha advertido, pues, de las Noches áticas cabe decir, con toda propiedad, que son un auténtico cuento de nunca acabar, escrito desde la humildad del auténtico filólogo no profesional, sino pasional. Y ese amor a la lengua y a todas sus manifestaciones recorre los libros de Aulo Gelio con una intensidad que este Artista comparte íntimamente y reparte, como buenamente puede, en las páginas de este Diario.

martes, 14 de abril de 2015

Iesebeeneizado estoy: 9788416341627 es la matrícula de “La España vulgar”.

                                                            
Sale a la venta mi primera obra publicada: La España vulgar en Ediciones Oblicuas, edición digital.


                                                       
Curiosamente estoy leyendo estos días, a sugerencia de mi sobrino y de mi hijo, Pregúntale al polvo, de John Fante, autor de quien, hasta esta obra, no había leído nada. El personaje, Arturo Bandini,  es un joven  de unos 20 años con pretensiones de convertirse en autor famoso, aunque, en el presente de la novela, solo ha conseguido “colocar” dos cuentos en un periódico, obras que a él le parecen el no va más de la literatura norteamericana. Colecciona ejemplares del diario con el primer cuento –el segundo está pagado pero aún no editado– y, a la que tiene oportunidad, lo endilga como carta de presentación, bien sea para alquilar una habitación, entre cutre y miserable, bien para intentar deslumbrar a la mujer que lo ciega, bien para que le sirva de aval ante cualquier exigencia de satisfacción de deudas pendientes. Bandini está convencido de su genialidad. John Fante, sin embargo, no fue reconocido, sino póstumamente.
Es evidente que triplicando la edad de Bandini no puedo permitirme ciertas ingenuidades, aunque, como él, no le tengo miedo al ridículo y creo que La España vulgar, el libelo que acabo de coeditar con Editores del Desastre –¿y con quién más apropiado?–, en Ediciones Oblicuas, es capaz de defenderse por sí mismo y plantarle cara al lucero del alba. Aún estoy preguntándome por qué he querido iesebeeneizarme por vez primera como ensayista de medio pelo (de la dehesa) en vez de como el empecinado narrador que demostré ser en La manzana de Poz, y la respuesta es porque mientras el género del ensayo, y más aún en su variedad de libelo, se adapta estupendamente a la edición digital, sigo pensando que mi novela ha de ser una obra editada en papel y encajada, esto es, no una coedición, sino la firme apuesta editorial de quien juzgue oportuno sacarla a la luz pública, con el convencimiento de su posible valía artística. El formato electrónico de La España vulgar y el régimen de coedición me permiten, así pues, no tener que renunciar al título de este blog, Diario de un artista desencajado, puesto que aún ninguna obra mía ha encajado en los planes de ninguna editorial que esté dispuesta a pagar por publicarla, destino al que, como es lógico, no renuncio.
En fin, confío en que no solo la indiferencia sea el destino de esta publicación.





viernes, 10 de abril de 2015

Comienzos y finales emparejados


                       

Resultado del distraído juego casamentero propuesto en la entrada anterior:

La reflexión que proponía sobre a dónde podrían conducirnos los inicios de algunas novelas o de dónde nos sugerían los finales las mismas que procedíamos es evidente que no pretendía sino desmitificar esa suerte de sofisticación cultural con que, en un determinado momento, alguien inserta, en el curso de una conversación, el principio o el final de obras conocidísimas, como una suerte de argumento de autoridad que avale su conocimiento de la obra en cuestión o cualesquiera otros conocimientos a los que por contigüidad pueda extenderse dicha autoridad.  Como lo prometido es deuda, me complace sobremanera realizar los emparejamientos correspondientes, que han arrojado el siguiente resultado:

Llama la atención en muchas de estas obras la insignificancia estilística de sus extremos. Mientras algunas exhiben al principio y al final incluso el título de la obra, como en el caso de Nabokov:
C: Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.
F: Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita.
e incluso de ambos extremos podemos deducir fácilmente la exacerbada pasión que preside la obra, en otras obras no ignoramos cualquier atisbo de trama argumental y apenas nos limitamos a intuir un tono escéptico del que no acertamos a deducir ni la obra ni el autor, como el caso de la obra famosísima de Bartleby el escribiente., de Herman Melville
C: Soy un hombre de cierta edad.
F: ¡Oh humanidad!
En otras ocasiones, nos hallamos ante un comienzo que parece remitirnos al Lazarillo y un final al Guzmán de Alfarache, y descubrimos, sin embargo, que se trata de un clásico de la novela negra, como 1280 almas de Jim Thompson:
C: Bien, señor, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse.
F: Me puse a pensar y pensé, pensé y luego pensé otro poco; y por fin llegué a una conclusión: que en cuanto a saber qué hacer, no sé más que si fuera otro piojoso ser humano.
¿A quién no remiten a un folletín barato el inicio y el final
C: Se puede decir que la pequeña ciudad de Verrières es una de las más bonitas del Franco Condado.
F: Pero a los tres días de morir Julián, murió ella besando a sus hijos.
de una de las cumbres de la novelística europea, como Rojo y negro, de Stendhal, tan alejada de ese subgénero?
Me ha ocurrido que, al seleccionar obras suficientemente conocidas, para no complicar en exceso el juego, me he quedado sorprendido por la inmensa capacidad de olvido que me ha vuelto irreconocibles obras cuya lectura, por otro lado, me ha causado un fuerte impacto en el momento en que la hice. Ya se sabe que las segundas lecturas, a veces, tienen un efecto pernicioso en la jerarquía estimativa particular, como ya me ocurrió, en su momento con El lobo estepario, de Hesse, de cuya segunda lectura tanto me arrepiento. Que haya olvidado por completo el comienzo de El extranjero, de Camus, me sume en la perplejidad. El final aún puede asociarse con la obra por la ejecución:
C: Hoy, mamá ha muerto.
F: Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.
He de reconocer, por otro lado que hay obras nada populares e incluso me atrevería a decir que desconocidas para la gran mayoría de lectores, aunque me niego a creer que eso ocurra en el caso de los intelectores, porque una novela (o como se la quiera catalogar…) tan irreconocible en su final y su comienzo como El hombre sin atributos, de Musil constituye una experiencia singular, irrepetible:
C: Había una depresión sobre el Atlántico.
F: Se bañó, hizo rápidamente unos cuantos ejercicios vigorosos y después condujo hasta la estación.
En el capítulo de las reconocibles automáticamente, porque forman parte de los clásicos, podemos considerar las siguientes:
Julio Cortázar: Rayuela. Más por su arranque que por su final, sin duda, porque la Maga es, sin duda, uno d esos personajes imposibles de olvidar.
C: ¿Encontraría a la Maga?
 F: -Esperá que termine el pitillo.
Leopoldo Alas (Clarín): La Regenta.
C: La heroica ciudad dormía la siesta.
F: Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
Viva mi dueño, de Ramón María del Valle Inclán, de actualidad por una biografía que, como suele ocurrir, desfigura la leyenda pacientemente tejida por el autor, por cualquiera, y con la que ha aspirado a crear un personaje, antes que una persona.
C: Chismosos anuncios difundían el mensaje revolucionario por la redondez del Ruedo Ibérico.
F: ¡Y la Niña, todas las noches quedándose a dormir por las afueras!
O la novela que, recomendada por Felipe González, se convirtió en un best-seller allá por los 80 del pasado siglo: Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar:
C: Querido Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia.
F: Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.
La todopoderosa Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós, cuyo abigarrado mundo de personajes se marca ya desde la primera frase:
C: Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad.
F: Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… lo mismo da.
El caso de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza es muy singular, porque, tanto o más que en su tiempo Tiempo de silencio, constituyó el arranque de un cambio más que notable en la novelística española contemporánea. Quizá peco de parcial, porque la leí durante toda una noche, de un tirón, sin descanso. Es reconocible desde el arranque y no menos por el final, pues aparecen dos referencias básicas de la obra Pajarito y Savolta.
C: Facsímil fotostático del artículo aparecido en el periódico La Voz de la Justicia de Barcelona el día 6 de octubre de 1917, firmado por Domingo Pajarito Soto.
F: Suya afectuosa, María Rosa Savolta.
Otra de las fácilmente identificables era El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson:
C: Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y, sin embargo, despertaba afecto.
F: Así pues, el al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de ese desventurado que fue Henry Jekyll.
Y, para cerrar este capítulo, una obra de J.D. Salinger, El guardián entre el centeno, cuyo arranque es tan potente, narrativamente hablando, como su sintético final aforismático:
C: Si de verdad les interesa o que voy a contarles, lo primero que querrían saber es dónde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.
F: En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.
En el capítulo de las aparentemente irreconocibles, a pesar de su éxito entre los lectores, hemos de fijar las siguientes:
La colmena, de Camilo José Cela, con una frase final casi imposible de recordar, a pesar de su brevedad, sin duda por la descontextualización que impide la lectura inteligible.
C: -No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.
F: ¡Los pueblos del cinturón!
Louis Ferdinand Céline: Viaje al fin de la noche. Cuyo inicio tan sorprendente me parece, ahora que lo he releído, una maravilla narrativa, casi tan magnífica como el érase una vez que se era…o el Hubo una vez…
C: La cosa empezó así.
F: Llamaba a todas las gabarras del río, todas, y a la ciudad entera, y al cielo y l campo y a nosotros; todo se lo llevaba, el Sena también, todo, no se hable más.
La novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, El gatopardo, a mi modo de ver más vendida que leída, tiene un final espectacular pero un arranque que parece introducirnos en una vetusta transalpina, lo que, en cierta manera, ocurre:
C : Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario.
F : Después de todo halló la paz en un montoncillo de polvo lívido.
La selección de rarezas comienza por una obra de Juan García Hortelano, Gramática Parda que me he propuesto releer, porque tengo para mí que este será uno de esos casos en los que la segunda lectura será más provechosa que la primera:
C: -Voici mon passeport, jeune rond-de-cuir.
F: Y Duvet, nada más empezar, tiene ya que dejarlo.
Continúa con una novela no apta para amantes de la novela tradicional: La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, autor dilecto de Joyce, cuyo final apocalíptico sí que podía, sin embargo, relacionarse con su comienzo a través de la enfermedad y el doctor:
C : Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras.
F: Final 1: Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades.
Jean Paul Sartre: La náusea.
C: Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente.
F: El depósito de la Nueva Estación huele fuertemente a madera húmeda; mañana lloverá en Bouville.
La famosísima La piedra lunar, de Wilkie Collins, que podía intuirse por la mención a India y de la cual, nadie que la haya leído, podrá olvidar jamás mientras viva el personaje del mayordomo: Gabriel Betteredge
C: Dirijo estas líneas –escritas en la India– a mis parientes de Inglaterra.
F: ¡Quién podría decirlo!
Juan Goytisolo escribió Reivindicación del conde don Julián con aquel ímpetu heterodoxo suyo que le llevó a romper la puntuación habitual y sustituirla, en la novela, por el uso torrencial de los dos puntos que he querido mantener en la primera frase del arranque como una pista, aunque por el contenido de esa frase no era difícil identificar a su autor en la lista final:
C: tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti:
F: mañana será otro día, la invasión recomenzará.
Se ha de tener reciente la lectura del Werther de J.W. Goethe para asociar estas dos frases con su novela, si bien el entierro indecoroso del personaje es una pista más que segura. Por otro lado, el arranque, con esa loa a la soledad y al afán introspectivo, bien habrá podido ayudar a los posibles intelectores que hayan querido entrar en este pasatiempo:
C: ¡Qué bien hallado estoy con mi ausencia! Amigo del alma; ¿qué viene a ser el corazón del hombre?
F: Menestrales fueron los porteadores, sin acompañamiento de eclesiásticos.
No puede decirse, en el caso de la novela de Laurence Sterne, Tristram Shandy, que sea necesario tenerla presente, porque el atrevimiento narrativo del autor al escoger un narrador que narra desde el vientre de su madre y que asiste a su propio nacimiento, es inolvidable para todos aquellos que la hayan leído. Durante algunos años de mi vida fui fumador de pipa, pero no lo era cuando leí el Tristram Shandy, y ahora que he dejado de serlo, me he dicho que ese libro solo lo releeré íntegro cuando vuelva a fumar en pipa, aunque haya de retomar tan insensata actividad solo para disfrutar de él:
C: Me hubiera gustado que mi padre o mi madre o mejor ambos, ya que los dos estaban de igual modo empeñados e involucrados en ello, se hubieran preocupado de lo que hacían cuando me engendraron si hubieran considerado debidamente lo mucho que estaba en juego entonces; –que no se trataba solo de la producción de un ser racional, sino que posiblemente también dependía de ello la feliz formación y temperatura de su cuerpo, quizá también su genio y la propia configuración  de su mente; -y de no poderse demostrar lo contrario, incluso también de la fortuna de su casa podía tomar un rumbo u otro a partir de los humores y disposiciones que prevalecieran en esos momentos; -si hubieran sopesado y considerado todo esto, y obrado en consecuencia, -estoy realmente convencido de que la figura que hubiera hecho yo en este mundo habría sido muy distinta de la que el lector me verá hacer.
F: Y es de las mejores historias de cornudos que yo haya oído.
Georges Perec y su obra, en este caso La vida instrucciones de uso, no gozan del aprecio de todos los lectores, pero es cierto que se trata de uno de esos autores de los que, cuando uno se ha metido en alguno de sus libros, quiere leer toda su obra. Acaso su novela Las cosas, sea una iniciación menos “dura” que la compleja que yo he escogido guiado por su importancia narrativa, más que por su popularidad:
C: Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa.
F: La tela estaba prácticamente intacta: algunas líneas al carboncillo, cuidadosamente trazadas, la dividía en cuadrados regulares, esbozo de la sección de una casa que ninguna figura vendría ya a ocupar.
Nadie puede sospechar –me atrevo a ser tan taxativo– que tras un arranque así puede venir, detrás, una revolución estilística en la novela española, que es lo que ocurrió. Y ahí está el final, sin embargo, inequívocamente marca de la casa, para identificar Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos
C: Sonaba el teléfono y he oído el timbre.

F: Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese san lorenzaccio que sabes, a éste que soy yo, a ese Lorenzo, Lorenza que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, Lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, yo no he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, san Lorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y solo dijo –la historia solo recuerda que dijo– dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.

sábado, 4 de abril de 2015

La frase que abre y la frase que cierra el enigma de la novela que hay entre ambas.


                                                              
A dónde nos llevan… los inicios
y
desde dónde nos traen… los finales
(de novelas de contrastado dominio común, salvo algún caso exótico.)

         Es harto evidente que hay inicios y finales novelísticos que se fijan en la mente de los lectores y se repiten con la unción religiosa de quienes divinizan la literatura y hablan de sus autores con la beatería de quienes recorren en el templo las catorce estaciones del Viacrucis. Imposible encontrar una persona inculta que no conozca la primera frase del Quijote, de Cien años de soledad o de La Regenta. Los finales ya es otro cantar, y ahí acaso se necesite alguna persona culta a la que tal o cual final impresionó indeleblemente, como el propio de Cien años de soledad, acaso más impactante que la frase inicial. Por lo general, sin embargo, y al margen de esos highlights que la prensa suele divulgar en ocasiones señaladas que siempre suele haber a lo largo del año, las frases que abren y cierran las novelas, las buenas novelas, no siempre tienen un poder de fijación que evite que se nos borren con esa erosión de la memoria que conlleva el vendaval del tiempo que nos azota. Si nos paramos a recopilarlas, y las analizamos sin excesiva pretensión hermenéutica, nos daremos cuenta de lo difícil que resulta saber a dónde nos pueden llevar el desarrollo de la obra. Otro tanto ocurre con los finales, que, leídos sin el contexto de lo precedente, nos cuesta lo nuestro intuir de dónde venimos, qué ha ocurrido a lo largo de las páginas que lo preceden. No siempre es así, por supuesto, y hay novelas que desde el inicio parecen anunciar todo un desarrollo que el final se limita a certificar. Es tal la variedad de la muestra que he seleccionado, que me he tomado la libertad de plantear esta quisicosa, diría yo que fruto de mi lectura de las Noches Áticas de Aulo Gelio, el próximo en aparecer en este Diario, como un juego que acaso sorprenda a algunos intelectores de tan frágil memoria como la mía. La repera sería atreverse, está fuera de toda duda, a casar los finales con los principios, por supuesto, porque eso sí que sería ya de nota. En la realización de esa intrépida acción casamentera pueden darse, sin duda, uniones la mar de curiosas que permitirían una relectura de los originales acaso provechosa, y novedosa*. Nadie ignora que la frase inicial de una novela, el “buen arranque” de la travesía, tiene algo de poderoso motor que impele al escritor a seguir añadiendo frases, con el convencimiento de que llegará a un puerto desde donde volver la vista atrás para rehacer el recorrido que hasta allí le ha llevado y juzgar si merecía la pena no solo haber hecho la travesía, sino ambicionar que otros lectores la rehagan. La última frase, por lo tanto, es el temido “punto final” que aterra a tantos autores y que tan mal sabor de boca deja a veces en quienes se subieron a la nave al zarpar y salen de ella lamentando haber perseverado en el viaje, como la propia frase de despedida muestra inequívocamente. Es tópica la imagen del escritor dándole vueltas al magín para arrancar de manera brillante la novela, escribiendo frases en el papel que tacha con ritmo frenético, como si una ficción acaso en gran parte ya elaborada mentalmente no pudiera llegar al papel si esa frase no apareciera ante los ojos de quien, solo tras ella, se ve con fuerzas y capacidades para escribir el resto. Ayer mismo mi conjunta y yo vimos esa imagen en la película de Henry Cornelius, I am a camera, con Laurence Harvey en un remedo de Cristopher Isherwood rompiendo papeles que arranca de su libreta y lanza al cesto de la basura hasta que las Musas lo visitan y le susurran al oído lo que ha de ser el gran comienzo que lo espolee: Soy una cámara. Se trata de una película basada en el famoso libro de Isherwood que sirvió a Bob Fosse, un coreógrafo único, para dirigir el musical Cabaret, exitosa película de 1972. El primer relato del libro no se inicia, sin embargo, con esa frase, sino con ésta: Desde mi ventana veo la calle profunda, solemne, sólida. Es en el segundo párrafo cuando aparece la cámara: Soy una cámara con el obturador abierto; completamente pasivo, no pienso: registro. Cinematográficamente está claro que el segundo párrafo tiene una fuerza que no tiene el primero, aunque la tarea de observador también aparezca en el primero. La película del sudafricano Henry Cornelius no se puede comparar con Cabaret, desde luego, pero es bastante buena y tiene una secuencia, en la habitación del hotel que lleva hasta el límite la famosa escena del camarote en Una noche en la ópera de los Marx, e incluso la supera. De Cornelius es posible que algunos intelectores, que sean también cinéfilos, recuerden Pasaporte para Pimlico, una sátira que bien podrían proyectársela al delirante presidente de la Particularidad catalana…
        Bien, pues aquí ofrezco, en primer lugar, los inicios y, a continuación, los finales, en riguroso desorden para complicarles la vida a quienes se lancen al bonito pasatiempo de casarlos. Es un juego de robo y botica, como nos enseñó Celestina, luego hay de todo en esta viña de las frases que impulsan y que frenan a ambos: a los autores y a los lectores. Teniendo en cuenta que alguna rareza figura en la muestra, me complace poder adjuntar al final una línea de autores que, en función de la pasión intelectora, bien puede ser considerada, en el grado máxima de ésta, una aportación insultante; bien, en el inicial, una ayuda imprescindible…

Comienzo 1: Bien, señor, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse.
C 2: Se puede decir que la pequeña ciudad de Verrières es un de las más bonitas del Franco Condado.
C 3: Hoy, mamá ha muerto.
C 4: Había una depresión sobre el Atlántico.
C 5: ¿Encontraría a la Maga?
C 6: -Voici mon passeport, jeune rond-de-cuir.
C 7: Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.
C 8: -No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.
C 9: La cosa empezó así.
C 10: Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario.
C 11: Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras.
C 12: La heroica ciudad dormía la siesta.
C 13: Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente.
C 14: Dirijo estas líneas –escritas en la India– a mis parientes de Inglaterra.
C 15: Chismosos anuncios difundían el mensaje revolucionario por la redondez del Ruedo Ibérico.
C 16: Querido Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia.
C 17: Soy un hombre de cierta edad.
C 18: tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti:
C 19: ¡Qué bien hallado estoy con mi ausencia! Amigo del alma; ¿qué viene a ser el corazón del hombre?
C 20: Me hubiera gustado que mi padre o mi madre o mejor ambos, ya que los dos estaban de igual modo empeñados e involucrados en ello, se hubieran preocupado de lo que hacían cuando me engendraron si hubieran considerado debidamente lo mucho que estaba en juego entonces; –que no se trataba solo de la producción de un ser racional, sino que posiblemente también dependía de ello la feliz formación y temperatura de su cuerpo, quizá también su genio y la propia configuración  de su mente; -y de no poderse demostrar lo contrario, incluso también de la fortuna de su casa podía tomar un rumbo u otro a partir de los humores y disposiciones que prevalecieran en esos momentos; -si hubieran sopesado y considerado todo esto, y obrado en consecuencia, -estoy realmente convencido de que la figura que hubiera hecho yo en este mundo habría sido muy distinta de la que el lector me verá hacer.
C 21: Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad.
C 22: Facsímil fotostático del artículo aparecido en el periódico La Voz de la Justicia de Barcelona el día 6 de octubre de 1917, firmado por Domingo Pajarito Soto.
C  23: Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y, sin embargo, despertaba afecto.
C 24: Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa.
C 25: Si de verdad les interesa o que voy a contarles, lo primero que querrían saber es dónde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.
C 26: Sonaba el teléfono y he oído el timbre.

Y ahora la lista de finales que nos dejan, también a ambos, autores y lectores con el alivio del fin, en algunos casos con la nostalgia del trecho recorrido, y en otros con el amargo sabor del chasco, a mi parecer inexistente en esta selección. He aquí los finales:
Final 1: Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades.
F 2: Después de todo halló la paz en un montoncillo de polvo lívido.
F 3: ¡Y la Niña, todas las noches quedándose a dormir por las afueras!
F 4: Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
F 5: Y Duvet, nada más empezar, tiene ya que dejarlo.
F 6: Me puse a pensar y pensé, pensé y luego pensé otro poco; y por fin llegué a una conclusión: que en cuanto a saber qué hacer, no sé más que si fuer otro piojoso ser humano.
F 7: Pero a los tres días de morir Julián, murió ella besando a sus hijos.
F 8: Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese san lorenzaccio que sabes, a éste que soy yo, a ese Lorenzo, Lorenza que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, Lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, yo no he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, san Lorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y solo dijo –la historia solo recuerda que dijo– dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.
F 9: Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.
F 10: Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… lo mismo da.
F 11: Se bañó, hizo rápidamente unos cuantos ejercicios vigorosos y después condujo hasta la estación.
F 12: En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.
F 13: -Esperá que termine el pitillo.
F 14: mañana será otro día, la invasión recomenzará.
F 15: Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita.
F 16: ¡Los pueblos del cinturón!
F 17: La tela estaba prácticamente intacta: algunas líneas al carboncillo, cuidadosamente trazadas, la dividía en cuadrados regulares, esbozo de la sección de una casa que ninguna figura vendría ya a ocupar.
F 18: Así pues, el al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de ese desventurado que fue Henry Jekyll.
F 19: Llamaba a todas las gabarras del río, todas, y a la ciudad entera, y al cielo y al campo y a nosotros; todo se lo llevaba, el Sena también, todo, no se hable más.
F 20: El depósito de la Nueva Estación huele fuertemente a madera húmeda; mañana lloverá en Bouville.
F 21: Suya afectuosa, María Rosa Savolta.
F 22: ¡Quién podría decirlo!
F 23: Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.
F 24: ¡Oh humanidad!
F 25: Menestrales fueron los porteadores, sin acompañamiento de eclesiásticos.
F 26: Y es de las mejores historias de cornudos que yo haya oído.

Y aquí los responsables:
Céline; Musil; Cortázar; Stendhal; Juan Goytisolo; Camus; Galdós; Svevo; Lampedusa; Sartre; Sterne; Yourcenar; Thompson; Hortelano; Valle Inclán; Martín-Santos; Salinger; Nabokov; Goethe; Clarín; Cela; Perec; Eduardo Mendoza; Collins; Stevenson; Melville

*Me reservo ciertos comentarios sobre estos inicios y finales para cuando facilite la unión legalmente establecida ante los ojos de los intelectores supremos, e incluso sobre las uniones aparentemente contra natura que puedan aparecer…