Valery Larbaud por Pierre Sichel |
Vida
y obra de Archibald Olson Barnabooth, un heterónimo de Valery Larbaud, o la
esencia de Valery Larbaud en un
heterónimo.
Venga. Sugerencias. Un
texto eminentemente juanpoziano. Esto es: desencajado,
decadente y diletante, que bien que podría brindarle la suficiente sustancia
para una suculenta entrada al autor de este blog. A.O BARNABOOTH, de Valery Larbaud.
Seguro que lo habrás leído.
Así rezó (laicamente)
la petición de Julian Bluff para, saliéndose de las propuestas que yo hice en
[Nota a pie de Diario], sugerirme una entrada sobre Larbaud: ésta que aquí
inicio con el reconocimiento y el agradecimiento necesarios. Julian no dudaba
de que lo hubiera leído. Y no tenía razón, pero, a pesar de no haberlo leído
hasta esta deliciosa semana de gripe intelectora
que acabo de pasar, nada más haberlo acabado me atrevería a decir que incluso
debería haberlo escrito, si mis limitaciones no fueran las que son.
Mi identificación
literaria con Larbaud ha sido absoluta, y su Barnabooth es mi extraño Poz de mí
mismo, porque, a diferencia de Larbaud, mi heterónimo no lo reivindicará nunca
otro nombre municipal y espeso. Hay diferencias obvias, sobre todo de clase
social, que afectan a lo que no es tan epifenoménico como a primera lectura
pudiera parecer, porque hay una vivencia de lo exquisito que, desde la
perspectiva del fervoroso adalid del gañan
style que yo soy, reivindica
igualmente la singularidad del objeto y, sobre todo, la agudeza de los sentidos,
además de una expresión que rehúya la vulgaridad, el adocenamiento. El Diario íntimo de Barnabooth nos muestra
al personaje en un momento clave de su desarrollo personal, cuando ha de
decidir cuál ha de ser su camino y, sobre todo, quién ha de ser él, o con qué
imagen de sí mismo quiere identificarse. Ese hermoso proceso que algunos inician
en la adolescencia y otros no acabamos ni en la vejez nos ofrece unas páginas
espléndidas, llenas de certeras reflexiones, de excepcionales introspecciones,
de agudezas incomparables, de un depuradísimo sentido del humor y, por supuesto,
de un riquísimo estilo literario que se deduce de la recreación magnificente
que ha hecho el traductor y posfacista Adolfo García Ortega para la editorial
Igitur.
Archibald Olson Barnabooth es una creación de
indudable eco autobiográfico, y apenas, el lector que ha leído noticias
biográficas sobre Larbaud, puede discernir dónde empieza uno y acaba el otro.
De hecho, la orfandad del personaje, vigilado por un tutor, parece, incluso, un
desquite contra la propia madre, de religión protestante –el padre era
católico– de quien Larbaud se hubo de independizar traumáticamente. Huérfano
desde los 8 años, la ausencia del padre constituye, en forma de desamparo y de
rebeldía contra la madre castradora, un tema capital del diario íntimo. El
proceso de asunción de su propia personalidad, narrado a partir de la vida
itinerante del personaje por Europa, indicando claramente la vocación
europeísta del delicado esteta, es el tema central del diario íntimo que se lee
con auténtica avidez e infinito placer. Así lo habrá leído Pere Gimferrer,
quien bien puede reclamarse hijo espiritual de Valery Larbaud, y a quien habría
de haberle dedicado, como homenaje, su apabullante Dietari. No en vano, Gimferrer ha dejado anotado en el libro de
condolencias por la reciente muerte de la conocida actriz Rosa Novell unos
versos de Françoise de Malherbe, autor citado a su vez por Barnabooth con
verdadera devoción: La crisis de
entusiasmo malherbiano que atravieso en este momento. Y este autor me gusta
tanto, con su apodo de Padre Lujuria, su sífilis, de la que estaba tan
orgulloso; las frases-mazo con que pulverizaba las mínimas afectaciones de
entusiasmo de sus discípulos; la protección altiva que concedía al buen
sentido, cuando en realidad estaba de vuelta de todo; y el desdén que tenía
hacia su arte; ¡él, el Padre de la Poesía moderna! (…) Una vez más he vencido a
la sombra, he atravesado el subterráneo de la noche y ya (voy a hablar a lo
Malherbe): “Y ya ante mí los campos se pintan/del azafrán que del mar trae el
dia” Se trata de una de las últimas estrofas de su largo poema Las lágrimas de san Pedro, inspirado en
el de Luigi Tansillo con el mismo nombre.
Hijo único de una
familia rica, Larbaud tuvo una existencia regalada materialmente y más que agitada,
espiritualmente. Los veintidós últimos años de su vida, sin embargo, los pasó
retirado de toda actividad literaria por un ataque que lo dejó hemipléjico y
afásico, a él que se había convertido en algo así como el principal dinamizador
cultural europeo no solo de la cultura francesa, sino de la norteamericana, de
la sudamericana, la española y la italiana, actividades de traducción, edición
y divulgación a las que se deben los estudios que reunió bajo uno de los más
hermosos títulos que puede ponérsele a un libro: Ce Vice impuni, la lecture…; en esos sombríos y eternos veintidós
años, cumpliendo el hermoso dictum/hábito de su personaje Barnabooth, Con cada palabra nueva que aprendo limo poco
a poco los barrotes de mi prisión, Larbaud dedicaba su tiempo a la lectura
de diccionarios… actividad que, salvando las distancias, practico, espero que
sin tener que llegar a quedarme lelo, desde hace más de 40 años…, y antes
también de haber leído en Las palabras y
las cosas (una de las grandes obras del siglo XX), de Michel Foucault, que lo que nos dejan las civilizaciones y los
pueblos como monumentos de su pensamiento, no son los textos, sino más bien los
vocabularios y las sintaxis. Desde la literatura en lengua española hemos de recordarlo con agradecimiento porque fue algo así como el embajador de Ramón Gómez de la Serna en Europa, quien descubrió en el acto la grandeza literaria del madrileño y le abrió las puertas de la gloria continental.
La primera obra de
Barnabooth, antes de la Obra completa, fue una colección de poesías que incluso
fueron editadas y, posteriormente, añadidas al diario para la edición de la
definitiva Obra completa de
A.O.Barnabooth, si bien solo pasaron a esta algunos de los poemas. En la edición
de Igitur se recogen en un apéndice los desechados. Preguntado el autor por
esas ausencias en la edición de la Obra
completa solo pudo decir la verdad: “eran muy malos”, e hizo bien en no
empañar con su presencia el brillo de los escogidos, una muestra afortunada de
poesía cosmopolita, decadente y luminosa cuyos ecos se advierten con claridad
en Arde el mar, de Gimferrer, próximamente
en esta pantalla… Ahora, con esta perdonable falta de respeto filológico
editorial a la voluntad expresa de los textos fijados por los autores, el
lector puede comprobar el abismo poético entre los textos aceptados y los
rechazados. Es tal la diferencia que incluso podría hablarse, con tecnicismo
poético, de meros monstruos, para los segundos. Borborigmos es el título genérico e irónico que utiliza Larbaud
para los poemas de Barnabooth, y aunque pudiera creerse que hay una cierta
perspectiva ludicojocosa en la creación de los mismos, al aparecer con el
título de Poèmes par un riche amateur, en
1908, lo cierto es que su dimensión cosmopolita de la búsqueda del yo
significan una importante innovación poética en aquellos primeros años del
siglo XX. Debería ser algo así como el poeta oficial de la Unión Europea, la
verdad, como se pueda advertir en el poema políglota, La Neige*, que transcribo al final de la entrada. La dialéctica
entre la pertenencia a la élite y al pueblo, que atraviesa el diario íntimo,
también aparece en los poemas, que pueden ser leídos como una suerte de hermoso
e intuitivo prólogo lírico: He andado entre
la masa con delicia,/pues yo mismo y mis
deseos somos masa./Y si en algo, ¡ay, me distingo de vosotros/es porque
veo/aquí, entre vosotros, como una aparición divina/ante la que me lanzo para
que me roce,/infamada, ignorada, proscrita,/diez veces misteriosa,/la Belleza
Invisible. La reivindicación cultural y ciudadana, entendiendo la ciudad,
la gran ciudad, como la cima de la cultura occidental, es otra de las grandes
vetas del diario que aparece en las poesías: Desprecio los países coloniales, dueños solo/de la maravilla de su
naturaleza, que no han sabido/ni siquiera procurarse un Teócrito/ (…)/donde no
hacía más que pensar en ti, en ti, Europa./ Porque en ti, entre la niebla,
viven las bibliotecas!/ ¡Ah, aprenderlo todo, todas las lenguas, saberlo todo!
Ya he dejado dicho que
el Diario íntimo me parece un texto
de lectura inexcusable. Son muchas las referencias que pueden venírsele a uno a
la memoria, al leerlo, y a veces, con excesiva arbitrariedad, como es el caso
de la relación que a mí me ha dado por establecer entre este Diario y el Tonio Gröger de Thomas Mann, también una
muestra de la crisis de conciencia de un autor, pero hay, en el capítulo IV de
la novela de Mann, toda una declaración de intenciones que hermana las almas de
Barnabooth y de Kröger, como cuando afirma lo siguiente: La “vida” hay que verla como eterna antítesis del espíritu y del arte,
-no como una visión de sangrienta grandeza y salvaje magnificencia-. A nosotros
los seres elaborados no se nos revela como algo excepcional; el reino de
nuestro deseo es lo normal, lo honesto y común; es la vida con su seductora
banalidad. Está lejos de ser un artista, mi querida, aquel cuyo último y más
profundo anhelo es lo refinado, lo excéntrico y satánico; aquel que no siente
la necesidad de aproximarse a los ingenuos y los simples; la nostalgia por un
poco de amistad, por un poco de familiaridad y felicidad humana; la secreta y
angustiosa nostalgia, Isabel, hacia los goces de la mediocridad… ¡Un amigo
humano! ¿Quiere creer que me sentiría orgulloso y feliz de poseer un amigo
entre los hombres? Pero hasta ahora sólo he tenido amigos entre demonios,
espíritus malignos e incomprensibles: fantasmas, es decir, entre literatos.
Ese será el destino de Barnabooth, casarse, dedicarse a hacer feliz a una mujer
y superar el afán de ajustarse cuentas a que dedica cruciales años de su
juventud, como se refleja a la perfección en la descripción de su particular
sciomaquia, es decir, la lucha contra el fantasma de sí mismo por él creado,
una extraña mezcla de aristócrata exquisito que añora el contacto estrecho con
el pueblo: “Me he hecho más difícil. Hoy
solo puede satisfacerme una cosa, ver claramente todo lo que hay en mí como lo
que hay fuera de mí (…) Me propongo por tanto y ante todo ser sapiente de mí
mismo; solo quiero aplicarme en esto(…) me examinaré y criticaré a mí mismo mil
veces más severamente de lo que la gente lo hace”. Y en el momento en que
comencé a hacer efectiva tal resolución, me di cuenta de que el amor propio,
que me la inspiraba, era el gran obstáculo para mi proyecto. ¡Él era el enemigo
sobre cuya cabeza yo debía poner los carbones ardientes! Luché heroicamente;
fui despiadado; y todavía hoy, sin descanso, llevo sobre esta llaga en carne
viva el hierro al rojo de mi desprecio-de-mí-mismo y la piedra infernal de mi
introspección flexible. Duelo a muerte entre él y yo, en la casa cerrada de mi
alma en donde nadie puede entrar a separar a los combatientes. (…) El asco
hacia mí mismo es, no obstante, sincero, y soy consciente de que está
justificado. Cuando me analizo en profundidad, me siento realmente vil y
estúpido, y vulgar, y villano hasta la médula, y sobre todo el calificativo que
me había puesto a mí mismo, como el medio verso de Corneille, mi antiguo lema:
“Un hombre sin honor”. Quien advierta más retórica que vida bien puede
suspender la lectura en este momento, y ni siquiera acercarse al libro, porque
en la vida de Larbaud/Barnabooth sucede lo contrario: su vida más plena es su
retórica quintaesenciada, un paradigma de la vida literaria que vive su pasión
con extremos de drama y tormentos de tragedia. Todo ello, además, teniendo el
desconcierto sobre el propio yo en el centro del argumento: El peligro, entre nosotros, los hombres,
radica en que, cuando creemos analizar nuestro carácter, en realidad estamos
creando las piezas de un personaje de novela, en quien ni siquiera ponemos
nuestras verdaderas inclinaciones. El nombre que le damos es el pronombre
singular de primera persona, y creemos en su existencia más firmemente que en
la propia. Por esta razón las pretendidas novelas de Richardson son en realidad
confesiones solapadas, mientras que las Confesiones de Rousseau son una novela
disfrazada. Las mujeres, en mi opinión, no se engañan así. Por ello, no es
de extrañar que no falte en el Diario incluso una crítica del propio texto,
cuya relectura se refleja en la escritura, en un ejercicio de distanciamiento que
nos permite valorar la radical sinceridad de las luchas interiores que sufre el
personaje: Releí mi diario de Italia en
el albergue de Finja, un día de lluvia en que el lago sin brillo sufría y se
agitaba entre sus riberas bañadas de niebla. Lectura penosa, durante la cual me
sonrojé a menudo. Cuántas frases que -¡ya!- no escribiría hoy… ¡Exageraciones,
ingenuidades, pequeños embustes inútiles, pequeñas picardías hilvanadas con
hilo blanco! Intenté no engañarme más; ver mi vida directamente y no a través
de mis lecturas; dejar una parte inexplicada antes que admitir una explicación
extraída de mis recuerdos literarios. (…) Empezaba a repugnarme mi Diario; lo
veía muy claro, lo criticaba. Sentimientos postizos, últimos rostros de la edad
ingrata, todas esas cosas fueron anotadas para medir el camino recorrido. Había
dejado de ser el joven que escribió esas páginas; me había despojado de la
frase: “Cuanto más triste más sabio”.
El
peligro de la vida literaturizada, común a los creadores de heterónimos, se
reitera en estas obras completas de Barnabootrh, si bien no todo se centra en
el drama acezante, íntimo, de un personaje joven que ha de tomar una decisión
para escapar de la rutina del lujo, de los viajes, de los hoteles, de la
inacción, de la distancia, en definitiva, que advierte entre él y lo que se
podría considerar “la verdadera vida”. El marco del lujo cosmopolita en que se
inscribe la aventura de Barnabooth nos permite asistir a un mundo de relaciones
gracias al cual el personaje, en una permanente disposición dialéctica, se abre
a otras reflexiones de seres de su clase social con quienes, por la especial afinidad
que le une a ellos, y por el hecho de que son mayores que él, puede ampliar el
campo de sus inquietudes, de sus desasosiegos y de sus respuestas. El Diario,
que quiere reflejar con cierta fidelidad esa vida de ocio, lujo y preocupación
intelectual de los personajes, está lleno de sutiles detalles que reflejan la
conciencia crítica de Barnabooth y, sobre todo, de espléndidas descripciones,
tanto de ciudades como de personas, edificios y paisajes, hechos con el gusto
exquisito de quien explota a fondo la sutil percepción de sus sentidos. Nada le
pasa desapercibido a quien por ninguna responsabilidad, más allá de la “búsqueda
de lo absoluto”, está atado, ni siquiera detalles que nos revelan esa especial
condición del decadente ilustrado y hedonista: Creo que no hay muchas más cosas agradables a la vista que una preciosa
mujer en ropa interior comiendo con apetito un buen trozo de carne poco hecha.
Pero al intelector de este Diario es
posible que le interesen, sobre todo, algunos juicios literarios que Barnabooth
incluye en su Diario, porque la
comidilla de lo que se lee y de lo que se opina sobre ello es algo así como el
equivalente de los chismorreos vulgares. Más allá de algún juicio sumarísimo,
como el que manifiesta sobre George Eliot: Yo
leía por aquel entonces esa plomiza invención pedante llamada Romola cuya
acción transcurre precisamente en Florencia. Se refiere Barnabooth a una
recreación novelada de la vida de Girolamo Savonarola, escrito por una autora a
quien la modernidad, sin embargo, ha reivindicado. Más allá de juicios así,
como la confesada lectura de la famosa obra de Poe, El cuervo: En la tienda de Laterza leo El cuervo traducido al dialecto greco-salentino bajo
el título de O Kraulo, lo que llama verdaderamente la atención es la
conciencia del retroceso del prestigio de la francofonía que ya en los tiempos
de Larbaud éste tiene la clarividencia de percibir: -Fíjate,
Archie, en los libros franceses: un nuevo Anatole France, Sobre la blanca
piedra; y ahí al lado, veinte artefactos
con estos títulos: Almas de busconas,
Lujurias paganas, ¡Liguemos!... Mira qué cosas leen los daneses (cada vez
menos -¿te has dado cuenta de que la parte francesa va disminuyendo en los
escaparates de las librerías internacionales?). Mira lo que lee Europa como
literatura francesa mientras Laforgue y Rimbaud pagan para que les impriman sus
obras, que van directamente del editor a los libreros de viejo… A pesar de
esa visión casi apocalíptica, Barnabooth es muy consciente, al margen de en qué
parase la necesidad individual de tomar una decisión que encauzase su vida, de
la importancia esencial del arte en su vida:
Desde hacía mucho tiempo supe ver claro que el arte es la única forma
soportable de la vida; el mayor gozo y el que con más lentitud se consume.
Este es el impulso que le lleva a escribir, a dejar por escrito una crónica
apasionante de esa lucha entre el ser que se siente superior a los demás, en
razón de sus sensibilidad, de su formación y de sus gustos, y el que se sabe
condenado al aislamiento y la depravación moral si se aleja definitivamente del
sentir de sus congéneres. Bien está saberse diferente de los demás por razón de
inclinaciones literarias que poco tienen que ver con el común de los mortales,
como cuando revela su convicción adolescente: Estoy oyendo lo que justamente me diría el viejo Fidèle, si conociera
mi nueva manera de vivir:
- ¡Usted dice que es poeta y desdeña la
luz del día hecha por Dios!
- No, al contrario, amo tanto la luz del
día que me paso toda la noche esperándola.
Y es cierto,
noto siempre aquel sentimiento que experimentaba en mi infancia: el sentimiento
de ser superior a todos los que habían pasado la noche durmiendo.
En
el proceso, así pues, que se inicia con sus viajes por Europa, asistimos a una
evolución espiritual que lo lleva, a Barnabooth, de una exaltación aristocrática
en busca de lo absoluto a una renuncia que le permita incluirse en el tiempo
que comparte con el resto de la especie: Abdico
de mi interesante personalidad (…) Nunca más haré el mínimo esfuerzo. (…)
Renuncio a escalar el Himalaya que sentía en mi interior. No quiero ni volver a
sentirlo. (…) Creo que seré de esa mayoría, una de los que viven al margen de
sí mismos y dando la espalda resueltamente al África negra de su alma. Y no
le cuesta nada reconocer el desamparo en que vivió instalado durante buena
parte de ese proceso: ¡Qué pobre hombre
era yo! (…) Sordo a las ideas de los libros e indiferente a la experiencia de
los viejos. (…) Era mi verdadero yo un pequeño rayo de luz perdido que busca
por la tierra la senda que le una con la gran claridad universal.
Los intelectores que ahora se adentren en
esta Obra completa de A.O. Barnabooth tendrán la oportunidad de revivir con delectación,
sorpresa e incluso inquietud la aventura intelectual de un joven de principio
de siglo, muy poco antes de que las dos guerras mundiales acabaran con la
Europa que acabaría asumiendo, desde la perspectiva literaria, una condición
mítica. Gran Hotel Budapest, reciente
ganadora de los Oscar, recoge buena parte del hechizo de aquella sociedad
europea viva aún en buen número de libros como el presente.
*La neige
Un
ano màs und iam eccoti mit uns again
Pauvre
et petit on the graves dos nossos amados édredon
E
pure piously tapàudolos in their sleep
Dal
pallio glorios das virgens uns infants.
With
the mind’s eye ti sequo sobre l’europa estasa,
On
the vas Northern pianure dormida, nitida nix,
Oder
on lone Karpathian slopes donde, zapada,
Nigorum brazilor albo disposa velo bist du.
Doch in loco nullo more te colunt els meus
pensaments
Quam in Esquilino Monte, ove della nostra Roma
Corona de platàs ores,
Dum
alta iaces on the fields so duss kein Wege seve,
Yel alma, d’ici détachée, su camin finds no cêo.
**El don de
sí mismo
Me ofrezco a cada quien como una recompensa;
Os la entrego antes incluso de que la hayáis
merecido.
Hay algo en mí,
En el fondo de mí, en el centro de mí,
Algo infinitamente árido
Como la cima de las montañas más altas;
Algo comparable al punto muerto de la retina,
Y sin eco,
Que sin embargo ve y oye;
Un ser con vida propia que, no obstante,
Vive la mía, y escucha, impasible,
Los parloteos de mi conciencia.
Un ser hecho de nada, si es que eso es posible,
Insensible a mis sufrimientos físicos,
Que no llora cuando lloro,
Que no ríe cuando río,
Que no se ruboriza de mis vergüenzas,
Que no gime cuando mi corazón se hiere;
Que se queda inmóvil y no da consejos,
Pero que eternamente dice:
“Aquí estoy, indiferente a todo”.
Tan vacío como el vacío mismo,
Y tan grande a la vez que el Bien y el Mal juntos
No pueden llenarlo.
El odio en él se muere de asfixia,
Y el mayor amor no lo penetra.
Tomad cuanto soy: el sentido de estos poemas,
No la letra, sino lo que aparece a mi pesar a su
través;
Tomadlo, tomadlo, mas no tendréis nada.
Y adonde quiera que yo vaya, por todo el universo,
Me encontraré siempre,
Fuera de mí como en mí,
El incolmable Vacío,
La inconquistable Nada.
Lo leeré con más calma en cuanto tenga un rato. No conocía al personaje, ya ve usted cómo está el nivel. Y me llevó más de 10 minutos entender lo de posfacista (la recreación magnificente que ha hecho el traductor y posfacista Adolfo García Ortega para la editorial Igitur); hay palabras con las que hay que tener cuidado, no vayan a poner a D. Adolfo en alguna lista negra.
ResponderEliminarPensé añadir "que nadie culebree indebidamente, por favor...", pero siempre confío en la sagacidad de los intelectores.... Yo lo conocía pero nunca lo había leído, hasta ahora. No existen los niveles, en el vicio impune, sino las biografías, todas ellas interesantes...
EliminarNo me cabe duda alguna de que el narcisismo es la madre y el padre de toda poesía que se precie. Me lo confirma El don de sí mismo y el resto de fragmentos que entresacas. Y no hay mayor narcisista que el que se fustiga a sí mismo sobre la plebeyez de sus versos. El tono de Archibald Orson Barnabooth está a la altura de lo que él suponía de su alma, que era su alma. Sin narcisismo no hay arte. Los artistas viven enamorados de sí mismos. Y lo entiendo porque se sienten tan frágiles que su universo es inmenso y quebradizo a la vez, tan alejado del sentido del buen burgués o del pagado de sí mismo, ignaro y torpe, que se cree muy gracioso pero se sabe insignificante.
ResponderEliminarAhí le has dado, Joselu: la fragilidad. Esa es la madre de todas las batallas del artista. Intentar hurtarse a ella se convierte a veces, paradójicamente, en un estropicio. El artista, el poeta, se sobrevive a sí mismo, y no siempre bien, de ahí esos poemas en que se advierte el sentido de la tragedia. Incluso los poemas vitalistas tienen algo de estropicio en cuanto negación del yo del que emergen, a veces, como compensación.
ResponderEliminarAhí tenemos al gran Vargas Vila; nadie como él habló de sí mismo; gracias a él y a su narcisismo ilustrado, el egotismo alcanza la categoría de género literario. www.aforismosdevargasvila.blogspot.com
ResponderEliminarMuchas gracias por presentarme a este escritor, sobre el que me informaré enseguida y del que, si son accesibles, leeré alguna obra, a ver si acabo sintiendo yo el inequívoco entusiasmo que en Vd. despierta. Le quedo agradecido.
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