Karl Löwith: Mi vida en Alemania antes y después de 1933: Cuando las exploraciones filosóficas chocan de frente con la contundente realidad todopoderosa.
A Miguel Horth Rojas sin cuyo trabajo de grado en Humanidades sobre Karl Löwith: La relación entre naturaleza e historia, que leí con entusiasmo, ni hubiera conocido al autor ni hubiera leído su lúcido testimonio autobiográfico.
La verdad es que a estas alturas de siglo casi parece
cosa de maravilla que un joven de 24 años se gradúe en Humanidades con un
trabajo de filosofía sobre un autor considerado “menor”, un discípulo de
Heidegger, autor éste de quien acabó distanciado, entre otra cosas, por la
decidida participación del autor de Ser y
tiempo en el movimiento nacionalsocialista y la condición de judío represaliado
de Löwith. Que la filosofía aún sea capaz de estimular a los jóvenes, independientemente
de los magros horizontes de supervivencia económica que puede ofrecer, para que
le dediquen sus mejores esfuerzos intelectuales, en edad tan dada a la
dispersión y a la seducción de infinitos reclamos vulgares, me conmueve y me
reconforta. Agradezco sobremanera no sólo que me permitiera leer el trabajo,
sino también que pudiéramos comentarlo y que me iluminará en tantos aspectos
que, dada la índole perversa y caprichosa de mis lecturas, desconocía, no solo
del autor, que era nuevo para mí, sino también de algunos más conocidos, como Heidegger,
Nietzsche, Hegel y Burckhardt, entre otros. Que haya tenido, además, la santa
paciencia de centrarse en un aspecto tan específico como el de la relación
entre naturaleza e historia, aún ensancha más mi admiración y mi reconocimiento,
porque no ignoro lo vicioso que es el entendimiento cuando se entra en la obra
de un filósofo. Su madre, Ana Rojas, que en paz descanse, muy querida amiga, compañera de
profesión y lúcida intelectora, estará a reventar de satisfacción por esta
humilde hazaña de su hijo.
Karl Löwith es el perfecto intelectual, el
scholar, en la más antigua tradición medieval, dispuesto a ir a estudiar con
quien pudiera aprender, como hizo con Husserl, primero, y luego con Heidegger,
una persona desinteresada de todo cuanto no fueran sus estudios y las teorías
en las que centraba todos sus esfuerzos intelectuales, para temor de sus padres
hasta que logró un puesto de profesor en la universidad. Leyó su trabajo de licenciatura
sobre Nietzsche en 1923 y más tarde llegó a escribir un libro sobre él, en
1935. No es de extrañar si tenemos en cuenta lo que dicen en el testimonio: Ya leíamos el Zaratustra en el pupitre del
colegio, preferentemente durante la clase de religión protestante, un
filósofo que es y será, para Löwitz, el
compendio de la sinrazón alemana o del espíritu alemán, por más que
Nietzsche se considerase, precisamente, el fustigador número uno de ese
espíritu, hsta el punto de reivindicar el origen polaco de sus antepasados y,
por ende, de él mismo. De su devoción al verdadero filósofo en quien culminó
una línea filosófica que se inició con Hegel queda huella indeleble en el
excelente libro de divulgación titulado, precisamente, De Hegel a Nietzcshe, casi de obligada lectura. De ella me he
quedado con la imagen de un Schelling anciano teniendo por estudiantes de sus
lecciones magistrales a estudiantes tan diversos como Kierkegaard, Bakunin, Engels
o Burckhardt. Desde la óptica naturalista de Schelling y la subjetiva de
Fichte, Löwith traza la línea genealógica de la filosofía alemana con una
claridad y amenidad que nos permite comprender ese viaje desde la esencia hasta
la existencia, desde el espíritu hasta la historia: La idea tal como la entendía Hegel no podía expresar ningún ‘proceso
natural’, sino un proceso del espíritu. Por eso Hegel no concebía la razón de
la naturaleza que, para él, era impotente –mientras que Goethe la consideraba
omnipotente–, sino la razón de la historia. Goethe, su contemporáneo, hablaba,
sin embargo, de que ‘el enfermo de
dialéctica’ podría recuperar la salud mediante el estudio probo de la
naturaleza, pues ésta es siempre y eternamente verdadera y no permite semejante
enfermedad. Una reacción parecida a la de Feuerbach cuando habla del
teólogo Heinrich Paulus, con quien estudió, y su ‘expectoración de una sagacidad fracasada’: una telaraña de sofismas y
un instrumento de tortura, mediante el cual las palabras se maltrataban hasta
llegar a confesar algo que jamás habían significado.”
Este testimonio autobiográfico de Löwith se nos ofrece
como un documento de altísimo valor para entender los entresijos de la vida académica
alemana en el periodo de1923 a 1940, crucial para Alemania y no menos para el
mundo. A través de la descripción de Löwith asistimos a la aceptación acrítica
del ideal nacionalista y racista por parte de quienes deberían haberse opuesto
a esa barbarie desde sus cátedras. No se trata de la primera tentativa autobiográfica
del autor, pues ya escribió otra, centrada en su adolescencia: Fiala, la historia de una tentación,
que, Hasta donde he podido investigar, permanece inédita entre los papeles de
su legado. Es evidente que la tentación es la del conocimiento y que esa
autobiografía está escrita en clave de bildungsroman. Se agradecería una
edición, ni que fuera digital. Esa tentación sería la que Max Weber definiría
para él, años después, en una conferencia a la que asistió en una librería de
Münich y que se titulaba: La ciencia como
vocación. Forma parte, con La
política como vocación, del libro que se tituló El político y el científico y parece plausible que Löwith asistiera
a ambas, a juzgar por el convencimiento expresado en su testimonio de que el
magisterio de Weber hubiera sido el único capaz de abortar la adhesión
generalizada de la inteletualidad alemana a las aberraciones del
nacionalsocialismo.
Löwith
participó, como tantos judíos de los conocidos como asimilados, en muchos casos
con nulos vínculos con la comunidad judía de sus localidades, en la Primera
Guerra Mundial, donde resultó herido y hecho prisionero en un largo cautiverio
en Finalmarina, donde solo logró entenderse, en parte, en latín con el sacerdote.
Le quedó, sin embargo una admiración casi incondicional por el país, Italia, y
por el talante del italiano. De hecho, se exilió en Italia hasta que las leyes
raciales del fascismo le obligaron a emigrar a Japón, desde donde pasaría,
finalmente, a Norteamérica, punto de llega de muchos de sus colegas judíos,
como Leo Strauss, por ejemplo, de quien Gregorio Luri ha escrito una biografía
intelectual “desfacedora de entuertos” interesantísima. Es muy ilustrativo el
cotejo que establece entre el alemán y el italiano: El alemán es pedante e intolerante, pues siempre asume todo como un
principio, separándolo de la persona. (…) a la “gentilezza” de los italianos se
contrapone la eficacia antipática del alemán, que se granjea el respeto, pero
no la amistad. (…) Para el italiano medio, el lema fascista “Credere, obbedire,
combattere” es una sentencia retórica que pasa por alto sonriendo, mientras que
para el alemán la sentencia de Hitler: “mi voluntad es vuestro credo” es un
dictamen que tiene profundidad y requiere compromiso, compromiso que con la
ayuda de los intelectuales germanistas se traduce en “adhesión, fidelidad y
heroísmo”. (…) Puede que los italianos no merezcan confianza y parezcan
desleales, pero siempre son ellos mismos, mientras que los alemanes siempre
representan algo, una posición, un título, una cosmovisión o lo que sea.
Entre las
muchas reflexiones de interés que salpican el libro, quizás se lleve la palma
el análisis del proceso de “rendición” académica a las tesis hitlerianas y la
descripción de una realidad social vista desde la perspectiva de quien fue marginado
por el sistema, de un “apestado” a quien su condición de judío le prohibía el
ejercicio de la profesión e incluso el desarrollo de su vida normal en el país,
razón por la cual hubo de exiliarse, primero a Italia, luego a Japón y, finalmente,
a Norteamérica. Sorprende que, desde el
apoliticismo de su práctica académica, exigido por Weber como una condición del
magisterio, tardara tanto en darse cuenta del alcance exacto de la locura
nacionalsocialista: No podía interesarme
por la lucha de los partidos políticos, pues desde la izquierda hasta la
derecha todos litigaban por cosas que no me incumbían y que solo significaban
obstáculos a mi desarrollo. Una especie de justificación a mi postura llegó con
la publicación, en 1918, del libro de Thomas Mann Consideraciones de un
apolítico. Recordemos, sin embargo, que, más tarde, Mann también hubo de
exiliarse y que abandonó su apoliticismo para luchar decididamente contra el
régimen nazi. Pero esa típica actitud del intelectual antiactual volcado en la
vocación atemporal de su disciplina, no le impidió a Löwith comprobar,
horrorizado, a qué niveles de degradación llegarían incluso personas como Heidegger,
por quien él sentía un respeto infinito. Como bien advirtió, el “espíritu” del nacionalsocialismo no
tiene tanto que ver con lo nacional o con lo social como con aquella
determinación radical y aquella dinámica que reniegan de toda discusión y
entendimiento, porque sólo confían en sí misma –el propio poder ser (alemán).
Son casi siempre expresiones de violencia las que determinan el vocabulario de
la política nacional-socialista y el de la filosofía de Heidegger. Un
Heidegger a quien se retrata como solícito pastor nazi conduciendo a su rebaño:
Heidegger hizo desfilar a los estudiantes
de Friburgo hasta la mesa electoral para que depositaran en bloque su voto
positivo a la determinación de Hitler. (…) Estas elecciones no tendrán parangón
con ningún otro proceso electoral –afirmó el filósofo metido a agitador
político–. La especificidad de estas
elecciones radica en la sencilla magnitud de la decisión que implican. La
inexorabilidad de su sencillez y fin no permiten ninguna vacilación ni titubeo.
Esta última decisión nos lleva al límite último de la existencia (Dasein) de
nuestro pueblo, y ¿cuál e este límite? El límite está en la exigencia radical
de toda existencia que mantiene y salvo su propio honor, y por la cual el
pueblo conserva su dignidad y la firmeza de su carácter.(…) Hay solo una sola
voluntad para el ser (Dasein) pleno del Estado. El Führer ha despertado esa
voluntad en el pueblo y lo ha fundido en un único propósito. ¡Nadie puede
permanecer alejado el día en que estamos llamados demostrar esa voluntad! Una actitud que
entronca con su propia doctrina del Dasein, como nos sintetiza Löwith: La definición filosófica de la “existencia”
(Dasein) como un factum brutum que “es y debe ser” (Ser y tiempo, pág. 29), una
existencia severa y enérgica, desprovista totalmente de belleza y amabilidad,
se corresponde exactamente con el “realismo heroico” de los rostros alemanes
creados por el nacionalsocialismo tal y como nos miran desde las fotografías de
las revistas. A partir de ahí no es difícil imaginar las intolerables aberraciones
que hubo de contemplar un filósofo inerme ante el suicida desfile hacia el
despeñadero de la irracionalidad de sus colegas y de sus alumnos. Un aplicado
estudiante que hizo suya la humilde posición de Husserl ante el saber, como nos
lo describe al hablar de su enseñanza: En los ejercicios del seminario nos obligó a prescindir
de las grandes palabras, a examinar cada concepto en cada uno de los fenómenos
en que aparecía, y a responder a sus preguntas “en monedas pequeñas” en vez de
en billetes grandes. Era un “escrupuloso intelectual”, tal como escribe
Nietzsche en el Zarathustra. Nada
que ver, pues, con la ampulosidad pretenciosa y pomposa de las apelaciones hitlerianas
al sano espíritu de la germanidad, de las que Heidegger se hizo portavoz. Como le confirmó su buen amigo, el musicólogo
Heinrich Besseler, con quien comparte la portada del libro, incluso la educación más refinada no puede
preservarse de los desvaríos cuando la inteligencia se rinde ante la sangre y
la tierra. (…) Puesto que las tácticas y decisiones políticas –me escribió en
1932– se forman en gran medida en el “inconsciente” no hemos de sorprendernos
que personas sin prejuicios y juiciosas se vuelvan asombrosamente ilógicas y
cortas de entendimiento en cuanto se habla de política (…) Añadía que,
naturalmente, no podía descartarse que con tanto cambio “no se rompiera la
porcelana”* (empleando el dicho popular alemán que así llama a los judíos.)
Dejo para el final la consignación de las llamadas “leyes de vida del
estudiante alemán” por las que estos habían de regirse por el bien de la patria
una espeluznante letanía de disparates que, sin embargo, tienen la virtud de no
pasar nunca de moda, a juzgar por las diversas reediciones históricas del original:
1.Estudiante alemán, no
es necesario que vivas, pero sí que cumplas con tu deber hacia tu pueblo. Lo
que hayas de ser, que lo seas como alemán.
2.La honra es la ley
primordial y la mayor dignidad para el hombre alemán. La herida en la honra
sólo puede lavarse con sangre. La fidelidad a tu pueblo y a ti mismo es tu
honra.
3.El ser alemán
significa tener carácter. Has sido llamado para adquirir en el combate la
libertad del espíritu alemán. Busca las verdades que están disponibles en tu
pueblo.
4.En la servidumbre hay
más libertad de la que hay en un puesto de mando. De tu creencia, tu entusiasmo
y tu voluntad combativa depende el futuro de Alemania.
5.Para ser
nacionalsocialista hay que nacer tal, pero más aún, es menester ser educado en
ello y, aún más que nada, debe uno mismo educarse.
6.Subordinación y
disciplina son las bases imprescindibles de la comunidad y el principio de toda
educación.
Que
habría de ponerse en relación con los manifiestos que circulaban por las
universidades entonces, como el presente Manifiesto
general de los estudiantes alemanes Contra el espíritu antialemán:
5. El judío solo puede pensar
de forma judía, cuando escribe en alemán miente.
7. Deseamos respetar al
judío como a un extranjero y tomarnos en serio la nacionalidad, por eso
exigimos de la censura que las obras judías se editen en hebreo. Si sus obras
se publican en alemán tiene que ser bajo el epígrafe de traducción. (…) El
idioma alemán solo estará a disposición de los alemanes.
11.Exigimos la selección de profesores y
estudiantes que asegure su intelecto alemán.
Este
documento, de tanto interés para el estudio de uno de los periodos
fundamentales de la historia, la República de Weimar, de cuyo análisis
ponderado tantas enseñanzas se extraen para entender el fenómeno de los
nacionalismos, vegetaba entre los papeles del escritor hasta que su viuda, a
requerimiento de algunos amigos a quienes les franqueó el acceso a los mismos, fue convencida de la pertinencia de su publicación. No podemos por menos que
estarles agradecidos.
*Muy curiosa, en efecto, la explicación del
sobrenombre porcelana adjudicado a
los judíos. He aquí el resultado de la discreta investigación que la traductora
o el editor deberían haber llevado a cabo para poner la pertinente nota a pie
de página: Judenporzellan o “porcelana de los judíos” –nos explica Xavier Casals–
una especie de impuesto que en virtud de
un decreto de 1769 los hebreos de Berlín tenían que pagar por ley siempre que
necesitaban un certificado oficial, ya sea de matrimonio, de defunción o para
fundar un negocio. Se trataba de adquirir porcelana por un valor de entre 300 y
500 táleros, lo que por entonces equivalía al salario de varios años de un
operario medio. Así llegaron a producirse unas 1400 ventas forzosas por un
valor de 280.000 táleros. Con esta singular medida, sin parangón en otros
Estados, Federico el Grande pretendía impulsar su juguete particular, la Real
Manufactura de Porcelana (KPM) que él había fundado y cuya marca de fábrica era
precisamente un cetro real en color “azul de Prusia”. Se trataba de derrotar a
su gran competidor, la prestigiosa porcelana sajona de Meissen, cuyo emblema
son dos espadas cruzadas.
P.S. No quiero dejar de señalar el descuido ortográfico y estilístico de la presente traducción, que hubiera requerido un trabajo de edición bastante más cuidado. Sobre todo cuando en el mercado hay excelentes profesionales dedicados a dicho oficio, aún, como he podido comprobar, más que necesario.
P.S. No quiero dejar de señalar el descuido ortográfico y estilístico de la presente traducción, que hubiera requerido un trabajo de edición bastante más cuidado. Sobre todo cuando en el mercado hay excelentes profesionales dedicados a dicho oficio, aún, como he podido comprobar, más que necesario.
En la época del fragmento
ResponderEliminarJuan Poz
se mantiene fiel al texto
Eu prattein
A veces presiento, Gregorio, que mi fidelidad a ellos es pareja a mi escasa captación de sus mensajes, no siempre tan claros como a mí me gustarían; pero va en el diletantismo, a veces, lo de perseverar...; por insistir que no quede... A veces se llega, de ella, la insistencia, a la clarividencia.
EliminarHe leído con tu interés tu reseña sobre Karl Löwith, filósofo que desconocía. Mi presencia en tu blog me abre campos insospechados de conocimiento cuando derivo a lugares tan distintos de los tuyos que me asombra la disparidad de los caminos de la cultura. Imagino que esta lectura viene a complementar tu investigación sobre Perls. Sin duda que habrás ahondado en este tiempo en que se formó. Solo te faltaría aprender alemán. Aunque tiempo al tiempo ¿no?
ResponderEliminarEstoy en ello, Joselu, estoy en ello, pero tanta consonante para un ser asonante como yo me tiene pavorizado...
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