Teoría del carácter VI, y II
Sexo y Carácter: . El conmovedor monstruo de la razón
desmesurada.
Sobre las últimas cosas: La
portentosa sombra de lo que pudo haber sido.
Otto Weininger sólo
escribió un libro en su corta vida, Sexo
y carácter, aprovechando la tesis doctoral que retocó oportunamente para
intentar hacerlo más legible, porque son muchas las tesis que se publican “en
bruto”, sin ninguna consideración hacia los posibles lectores, para los que el
enfoque académico no es, ciertamente, el más atractivo posible. Weininger,
sobre cuyo narcisismo ya hablamos en la primera parte de esta sexta entrega
sobre la teoría del carácter, estaba convencido de que en este libro suyo se
formulaba por primera vez la ciencia de la caracterología, una ciencia que el
concebía de una forma sorprendentemente holística, porque estableció un nexo
entre la biología y la teoría del carácter, si bien, no deja de repetir, a lo
largo del ensayo, que la inexistencia de una ciencia del carácter es
comprensible porque el carácter, como tal, es un concepto problemático. Para
Weininger, el carácter no es algo sentado
detrás de los pensamiento y los sentimientos del individuo, sino algo que se
revela a sí mismo en cada pensamiento y en cada sentimiento. Está
convencido de que la nueva psicología ha
de ser la ciencia del todo, y que la psicología quedará en un conocimiento
vacío si se divorcia de la filosofía. Recordemos que el subtítulo del libro es Una investigación de principios, lo cual
implica que su obra quiere ir a la raíz de la ética a través del estudio de los
caracteres.
La indeterminación sexual
del ser humano, o más precisamente, su bisexualidad constituyente es la piedra
angular sobre la que se alza un edificio que suscitó la admiración de intelectuales
muy notables y el desprecio de otros tantos. Su autoestima intelectual, sin
embargo, no le cegaba como para no reconocer ciertas carencias o excesos de la
razón, porque en ese libro lleno de convicciones sólidas como la fe ciega de un
converso, ya advierte que siempre hay algo
pretencioso en la teoría o que nuestros
conceptos se interponen entre nosotros y la realidad. No se trata, así
pues, de la obra de un loco ni de la de un fanático, sino de la de un ser
persuadido de la fortaleza lógica de sus convicciones, por más excéntricas o
esotéricas que nos puedan parecer.
Según Weininger, en el
idioplasma, una sustancia hipotética en la
que se localizaban las propiedades hereditarias de las cualidades de los
seres vivos, y a la que el joven vienés concedía pleno estatuto de realidad
incontrovertible, conviven el arrenoplasma
y el teliplasma, el plasma masculina
y el femenino, respectivamente, que se manifiestan incluso a nivel celular y
que forman parte de la corriente sanguínea. Todas las células, en consecuencia,
tienen una determinación sexual primaria que no necesariamente afecta a todo el
cuerpo por igual, de ahí que ningún sexo pueda considerarse exclusivamente
femenino o masculino, sino predominantemente uno u otro, lo que constituirá la
base de sus clasificaciones caracterológicas, desde la binaria básica: hombre-mujer,
hasta las más sofisticadas que podrán leerse en los originales que dejó
inéditos y que forman el segundo libro suyo que se publicó póstumamente, del
cual hablaremos más tarde.
La fragilidad científica
de estas teorías la reconoce el propio autor: No niego que mi exposición peca de dogmática y que le falta una
verificación exacta de los detalles. Teniendo en cuenta su teoría de la
gradación sexual desde el macho puro hasta la hembra pura, ambos imposibles,
por definición, Weininger sugiere que es necesario dedicar tiempo a una
investigación exhaustiva sobre la naturaleza
misteriosa de la atracción sexual, porque, además, considera un hecho
demostrado que el ser humano oscila entre
la masculinidad y la femineidad de su constitución a lo largo del tiempo.
Las proporciones de ambas marcas sexuales en los sujetos da pie a la aparición
de diferentes rasgos de carácter en las personas: los hombres femeninos suelen, por lo general deseas ansiosamente
contraer matrimonio. Del mismo modo que esos mismos hombres son físicamente más perezosos que otros hombres
en proporción a su grado de feminización. Lógicamente, para Weininger, el viejo Narciso es el prototipo de tales
personas. Por otro lado, las mujeres
en las que predomine la más intensa femineidad
serán las menos aptas para comprender al hombre y el carácter sexual del
hombre tendrá un gran ascendente sobre ella. De hecho los hombres que defienden conocer a las mujeres están, ellos mismos,
muy cerca de ser como ellas. Es lógico concluir, por lo tanto, que la demanda de emancipación de la mujer está
en relación directa con la cantidad de masculinidad que hay en ella. La
extendida idea en los albores del movimiento feminista de que las sufragistas
eran una especie de viragos, la asume Weininger como suya, a la luz de su
teoría de la sexualidad fluida, podríamos llamarla así, según la cual la
presencia de la femineidad o de la masculinidad en uno u otro sexo determina su
naturaleza, a veces contra natura. Para Weininger el elemento femenino de la personalidad no tiene ni el deseo ni la
capacidad para emanciparse en el sentido de alcanzar el poder creativo del
hombre; de ahí que las conspicuas luchadoras intelectuales por la igualdad
de derechos entre ambos sexos revelan, a
la atenta mirada de un experto, algo de
los rasgos anatómicos de un hombre, un semejanza corporal con él.
A lo largo del libro,
Weininger establece unas diferencias notables en cuanto al significado de los
dos componentes básicos del impulso sexual para cada sexo, lo que él, siguiendo a Albert Moll,
denomina impulso de liberación e impulso de unión. Mientras en el hombre aparecen ambos impulsos,
en la mujer únicamente aparece el segundo. De todo ello concluye nuestro obsexivo(sic)
joven Weininger que mientras en la mujer el deseo sexual es continuo, y que
toda ella es “superficie” sexual, en el hombre es periódico y tiene otros
intereses diferentes, al margen de que el
aislamiento morfológico del área sexual del resto del cuerpo en el caso del
hombre, puede considerarse como símbolo de la relación del sexo con la
naturaleza total de dicho cuerpo.
De esa distinción entre
hombre y mujer deriva Weininger otra que tiene todo que ver con lo que
podríamos considerar la concepción tradicional de la mujer desde el punto de
vista de la falocracia: En la mujer, el
pensamiento y el sentimiento son idénticos, pero en el hombre están en
oposición, constituyendo una dualidad necesaria para la observación y la
comprensión. La dualidad es, para Weininger, el poder que puede establecer diferencias, el origen de la conciencia
despierta. En la mujer, en quien no se da esa dualidad, pensamiento y
sentimiento es una amalgama para la que Weininger buscó un concepto, Henid, tomado del griego (las Hénides
son las ninfas de los prados), que se acerca bastante al concepto tan aceptado
de la famosa “intuición femenina” , esa que Shakira ha convertido casi en rasgo
definidor del sexo femenino. En ese concepto, henid, es imposible, al decir de Weininger, distinguir entre
percepción y sensación. Así pues, la conclusión lógica de todo esta
caracterización de los sexos es que la mujer tiene una vida inconsciente y el
hombre una vida consciente, y el genio, una vida hiperconsciente.
Llegar a la genialidad ha
de ser, para Weininger, la máxima aspiración del hombre. La naturaleza
caracterológica del genio es la suprema manifestación del ser humano sobre el
planeta. Lo primero que caracteriza al genio es la universalidad: El mayor individualismo
es el mayor universalismo, escribió Lo segundo, la capacidad de sintetizar la percepción y la aprehensión. Lo tercero,
poseer un profundo sentido autobiográfico, porque el deseo de escribir la
autobiografía es una señal inequívoca del
hombre superior, porque para la mayoría de los seres la memoria es algo
episódico, pero en el caso del hombre de genio, cada impresión que ha recibido
permanece en él y lo condiciona, al tiempo que lo fundamenta, porque la más profunda fuente de las creencias
depende de la relación de un hombre con su pasado. Weininger lo condensó en
un aforismo de raigambre nietzscheana: la
memoria es una función del deseo; de ahí que, dicho al estilo sentencioso
que Weininger suele emplear, el gran
hombre tiene una historia; el emperador es sólo parte de la historia. Lo
cuarto, tener una moral propia, tachada de inmoral por el común de los
mortales, quienes no pueden seguir su
vuelo y pretenden atar el águila a la tierra. Lo quinto, poseer una
capacidad de comprensión de lo real que excede cualquier medida, incluso la
científica. Para él, los científicos
toman los fenómenos por lo que obviamente son; el hombre de genio por lo que
ellos significan.
La posición de Weininger respecto de la
ligazón que ata al hombre a la lógica lleva implícito el corolario de su
ausencia en el caso de la mujer, como o revela una afirmación que, con o sin
contexto, continúa siendo una prueba evidente de la perturbación a la que lo llevó
la creación de su propia teoría: un ser
como la mujer, sin el poder de formar conceptos, es incapaz de emitir juicios.
Sin embargo, y a pesar de haber establecido el ámbito de los sentimientos y las
sensaciones como lo propio del pensamiento femenino, el autor vienés señala que
el ser humano debe pensar parcialmente de forma psicológica, porque no sólo
tiene razón, sino también sentidos, y el pensamiento no puede liberarse de las
experiencias temporales, sino permanecer atado a ellas. Con todo, el mundo de
los conceptos abstractos es la única realidad que reconoce Weininger, de ahí
que a continuación establezca que las leyes de la lógica han de ser obedecidas,
si bien realiza una identificación entre lógica y ética, convirtiendo esa
fusión en el sagrado deber de uno para con uno mismo: Solo existe el deber para con uno mismo, y solo a uno mismo se debe uno
lealtad absoluta. Se trata de un pensamiento en la estela de Max Stirner,
que él lleva hasta el ateísmo: es cierto
que la mayoría de los hombres necesitan alguna clase de dios. Solo unos pocos,
todo ellos hombres de genio, no se inclinan ante una ley ajena y a una defensa orgullosa del solipsismo: Espantarse del solipsismo es ser incapaz de conferir valor de forma independiente a la existencia; incapacidad para una rica soledad; necesidad de esconderse en la masa, de desaparecer entre la multitud, de extinguirse. Es cobarde. La fuente
fundamental del pensamiento de Weininger es la ética kantiana, del mismo modo
que él consideraba La crítica de la razón
práctica como el libro más sublime de la historia de la humanidad.
Incorpora a su obra una cita de Kant que resume a la perfección su pensamiento:
Sólo soy responsable ante mí mismo; no
debo seguir a ningún otro; no debo olvidarme de mí mismo ni en el trabajo:
estoy solo, soy libre; soy el señor de mí mismo. Esta hybris autoafirmativa
contrasta, sin embargo, con el rechazo del autor hacia la arrogancia y la
vanidad: la arrogancia y la propia
realización son contradictorias, afirma Weininger, quien nunca deja de ser
consciente de la dureza de la labor intelectual y la humildad congénita que ha
de presidir los esfuerzos de quienes a ella se dedican. A pesar de reconocer la
soledad del genio, que deviene casi como una suerte de mónada, Weininger
reconoce que el egoísmo absoluto es, en
la práctica un horror, y debería ser llamado nihilismo: si no hay un tú, no
hay, ciertamente, un yo, y eso significa que no hay nada. Este delirio individualista le lleva al autor
a la negación de la familia como célula básica de la sociedad, porque, según él,
la propia familia no es realmente una estructura social, sino esencialmente
asocial, y los hombres que dejan sus clubes y sociedades después de casarse,
pronto vuelven a ellos. Heinrich Shurtz muestra que las sociedades de hombres,
no la familia, son el fundamento en sus inicios de la vida social.
La
exaltación del hombre y la denigración de la mujer, por lo tanto, no pueden
verse, a juzgar por lo dicho, sino como la consecuencia de un sistema
fundamentado en la asignación a uno y otro sexo de características radicalmente
opuestas. Para Weininger, por lo tanto, el
hombre es infinitamente más misterioso e incomparablemente más complicado que
las mujeres.
La
segunda obra publicada de Otto Weininger fue Sobre las últimas cosas, un conjunto de textos que no forman
propiamente una unidad orgánica, sino un abanico de aproximaciones a ciertos
desarrollos de las tesis defendidas en Sexo
y carácter. La edición de la obra se la confío Weininger antes de morir a
Moriz Rappaport, albacea literario que clasificó y ordenó los textos que ahora
conocemos como Sobre las últimas cosas y
que apareció en la misma editorial que Sexo
y carácter, a principios de 1904, muy poco después de la muerte del autor,
sin que, hasta el presente, se haya realizado una edición de los textos
completos dejados por el autor, hasta donde yo conozco, claro está. El texto
fundamental del libro es el maravilloso ensayo sobre Per Gynt, de Ibsen, porque en él se manifiesta en todo su esplendor
la capacidad analítica de Weininger, sorprendente para su edad y solo
equiparable, por el natural manejo de las referencias, a la facilidad de un
Mozart o un Rossini para la composición musical. Para Weininger, Peer Gynt es el paradigma de las incontables
personas inconstantes e inmorales que están destinadas a ser morales porque no
son anti-morales, no tienen la suficiente grandeza ni de instinto ni de libre
decisión para rechazar la moralidad, opción, esta última, que es, en
definitiva, el ideal nietzscheano de la transmutación de los valores, más allá
del bien y del mal… Se trata, en definitiva, de un obra de redención, la
historia de un personaje que busca su
alma, porque, al decir de Weininger, la
mayoría de la gente no sabe nada de la existencia de un alma y niegan su existencia.
En este punto, Weininger se aferra la distinción kantiana entre el yo fenomenal
y el yo noumenal, entre el yo empírico, ligado al fenómeno y el yo
trascendental, como legislador de la moral. Recordemos la definición aforística
que nos ofrece Weininger de la ética: La
ética puede ser definida así: Actúa con plena conciencia, es decir, actúa de
tal modo que en cada momento estés Tú al completo, que en cada momento se halle
toda tu individualidad.
Es
interesante la división caracterológica que, a partir de Peer Gynt, establece
Weininger entre los filántropos y los misántropos. Mientras los primeros se
afirman, los segundos se niegan: el
primero se indulta gustoso a sí mismo, protege su sensibilidad, va sólo de
tarde en tarde a confesarse alcanzando siempre la absolución. El otro se
desgarra aparte, silenciosamente, despiadadamente, aun cuando su vanidad aumenta
con ello*[*Nota a pie de página: Por eso es él el auténtico aforista] (porque la voluntad de valor se intensifica
cuando tiene lugar una evaluación negativa de la propia persona); no cesa de
juzgarse y condenarse. Para el escritor vienés. Shakespeare y Sófocles son
el perfecto ejemplo de los filántropos, pero, contra la opinión común, excluye
a Goethe de ese grupo, porque, según él, Goethe fue una de las personas más
infelices que ha existido nunca, y por consiguiente, más pudoroso y riguroso
que muchos otros al disimular su infelicidad. El paradigma del misántropo, no
podía ser de otro modo, es Nietzsche: La
persona que más se odió a sí mismo tuvo que ser Nietzsche. Su odio hacia Wagner
y el ascetismo, así como su predilección por Bizet y Gottfried Keller, era
meramente un odio al hombre wagneriano, ascético y totalmente no-idílico que él
mismo era. No cabe duda de que el odio a uno mismo es moralmente superior al
amor a sí mismo, concluyó lúcidamente Weininger, aunque, con esa sutileza
analítica que ya hemos alabado previamente –y que implica un dominio asombroso y
envidiable de los autores citados–, nuestro autor establece un matiz muy importante:
Mientras que Pascal fue capaz de declarar
“le moi est haïsable” (Pensées I, 9,24) como un principio fundamental, Nietzsche
negó su propio odio a sí mismo y –de este modo se odiaba– lo calumniaba y
menospreciaba: sólo como una característica de Pascal, naturalmente. Y ello
porque, en ese vitalista irredento que fue el renovador de la prosa alemana, el
odio de sí mismo surgió de la más intensa voluntad de afirmar, y de poder,
podríamos añadir…
Otra
cualidad de los misántropos digna de reseñarse, porque enlaza directamente con
la tesis de la autoobservación como “el método” por excelencia de la reflexión
intelectual, es la de que los que se
odian son los más grandes autoobservadores. Toda autoobservación es un fenómeno
del que odia: su lemas es: cógete por sorpresa. Son las menos solemnes de las
personas porque son las más avergonzadas; generalmente tienen una capacidad
desarrollada para percibir la falsa solemnidad. Es decir, desenmascarándose
a sí mismos en busca de lo genuino, de lo auténtico, afinan la percepción para
desenmascarar a los demás, porque si para Calderón la vida es sueño, para
Weininger es un baile de máscaras.
En
relación con su concepción de la genialidad a la que debe aspirar todo ser
humano como imperativo ético, Weininger, al hilo de la distinción entre
filántropos y misántropos realiza una semblanza de los “grandes hombres” cuyo
trasunto autobiográfico no deja lugar a dudas: Con toda seguridad, la vida del gran hombre no consiste en una armonía
concedida por gracia de la fortuna, sino que es mucho más turbulenta y
tormentosa que la vida de los demás; con toda seguridad, encierra a menudo las
más grandes y desestabilizadoras de las contradicciones por resolver, la
inclinación hacia las más notables confusiones, pero también contiene la más
intensa lucha con uno mismo, y no simplemente esa “gaya scienza” y “serenita”
que Nietzsche tanto deseó alcanzar una vez que conoció la Riviera (…) Cuán
terrible puede ser el interior de los hombres más sobresalientes, todo lo que
puede haber en ellos, qué es lo que les hace sufrir, qué puede llevarles a todos
a desesperarse, lo puede enseñar el Peer Gynt de Ibsen a cualquiera que tenga claro que sólo se puede entender y
representar “lo que uno tiene en sí mismo”.
A
lo largo del libro, Weininger define ciertos caracteres dicotómicos que, al
estilo de la dualidad anterior, pretende abarcar las manifestaciones usuales de
los seres humanos. La segunda distinción que él establece es entre lo que él
denomina “buscadores” y “sacerdotes”: El
buscador se busca a sí mismo toda su vida, su propia alma; al sacerdote le es
dado su yo desde el principio como requisito de todo lo demás. Al buscador le
acompaña siempre el sentimiento de imperfección; el sacerdote está convencido
de la existencia de la perfección. (…) Sólo los buscadores son vanidosos (y
sensibles)(…) Todo buscador es por naturaleza un blasfemo: el sacerdote es lo
contrario del ciego, un vidente y un bendecidor. Por este camino vamos
descubriendo la animadversión que, heredada del padre y cimentada en la lectura
de notables autores antisemitas, manifestará Weininger hacia el judaísmo, hacia
el semitismo, hasta el punto de hablar de un alma semita que equipara con la
mujer, como si fuera su hipóstasis, aunque él se empeñe en declarar por activo
y por pasiva que tales conceptos nada tienen que ver con la realidad de su
referente, que él habla de tipos psicológicos, no de la religión judía ni de la
mujer de carne y hueso: Debo aclarar qué quiero dar a entender cuando ha lo de judaísmo. No me refiero ni a una raza ni a una gente ni a un credo reconocido. Pienso en ello como una tendencia de a mente, como una suerte de constitución psicológica que es una posibilidad para toda la humanidad, pero que se ha materializado de forma conspicua entre los judíos. Si bien esta distinción choca con la identificación entre la mujer y la prostituta,
como el anatema del baile: Dar vueltas en
círculo es absurdo, inútil; alguien que da vueltas sobre las puntas de los pies
tienen una naturaleza satisfecha de sí misma, ridículamente vana, infame. El baile
e un movimiento femenino, y de hecho es sobre todo el movimiento de la
prostitución. Uno encontrará que cuanto más le gusta a una mujer bailar, cuanto
mejor baila, más tiene de la prostituta en sí misma. O sea, que ya lo
saben, y están advertidas, las escandalizadas intelectoras de estas líneas llenas
de una teratología intelectual tan difícil de entender en persona tan dotada como
Otto Weininger. Es indudable que entre su incapacidad para las relaciones
humanas a causa de su exacerbado narcisismo intelectual, su condición de
homosexual, acaso no poco vergonzante y sin duda armariada, más su terrible
experiencia familiar, con un modelo paterno despótico y una madre oprimida y
menospreciada, no sería difícil establecer una sólida relación lógica entre su experiencia
y sus teorías, lo cual no lo disculpa, pero establece el contexto que nos
permiten atenuar el escándalo en aras de su condición más que probable de
escritor seriamente enfermo. Felipe Mellizo escribió una obrita muy
recomendable para los intelectores apasionados, Literatura y enfermedad, en que se analizan algunos escritores y
sus obras desde la vertiente de sus variadas enfermedades o, en algunos casos,
de defectos físicos que marcan de por vida. Repito, una lectura muy amena e
instructiva.
Al
margen de los aforismos, últimos textos que escribió antes de descerrajarse un
tiro en el corazón, Weininger escribió un breve ensayo, en realidad un boceto
de lo que hubiera podido ser una obra de entidad, sobre la psicología animal y
su relación con la psicología humana. Hay en esas páginas un análisis de la
psicología del criminal sobre la que renuncio a extenderme porque bastante empachador
es ya este artículo, como para seguir añadiendo más madera, esto es, más materia. En todo caso, quiero destacar
que ese análisis, brillantísimo, está en la base de la teoría que elabora
Robert Musil sobre el asesino Moosbrugger, alrededor del cual giran, buena
parte de las infinitas y hermosas reflexiones de su novela El hombre sin atributos, y es más que posible que en estos tiempos de
la banalización y la publicidad, también sin
lectores…
Finalmente,
reseño algunos de los Aforismos finales,
así los titula el albacea, que tienen en su escritura una poderosa sombra del
destino mortal fijado por el autor para la madrugada de su aniquilamiento,
quién sabe si en un acto de martirio en aras de la difusión de obra, como si
fuera el profeta de sí mismo, de su propia excelsa divinidad:
Todo lo que se refleja es vano; así que la vanidad es
también el pecado de toda luz.
La individualidad surge de la vanidad; porque necesitamos
espectadores y queremos ser vistos.
El pecado original es la individualidad y su símbolo es
la estrella fugaz.
El espacio es el yo completamente fragmentado por fuera.
La hipocondría es auto-odio desviado y paranoia.
Y
hasta aquí este resumen desgalichado y algo confuso de las ideas de Weininger –que
tampoco era un prodigio de claridad, digámoslo en nuestro descargo–, hijo,
acaso, el resumen, de la ambición y del querer abarcar demasiado, en vez de,
como hubiera sido más eficaz, centrarme en alguno de los aspectos de su
poliédrico pensamiento y haberlo exprimido al máximo. Tiempo habrá, me digo,
con no poca ingenuidad, para volver sobre ello. En todo caso, un buen ensayo
que leería con gusto sería el de la influencia de Weininger en quienes se
sienten sus herederos y, por supuesto, entre quienes por corrección política
renegaron de él y de su ascendiente. No ignoraba que Wittgenstein lo leyó con
atención y tuvo en consideración sus ideas sobre el talento, el genio y el
carácter, además de compartir con él la misoginia que podría considerarse como secular
“signo de los tiempos”; tampoco que el creador de la Gestalt, Fritz Perls, tomó de él
la teoría de la bisexualidad y del individualismo kantiano y Stirneriano a ultranza; y ahora sé, gracias a la revelación de Joselu, a partir de
su lectura de la biografía de Ortega y Gasset, que también influyó en
el filósofo español, y en relación con un fracaso amoroso que acentuó la
compartición de ese oprobioso “signo de los tiempos”.