Sobre el estilo, de Demetrio y Sobre lo sublime, de Longino: La lección
actual de la estilística clásica: soplar en flautas pequeñísimas a pleno pulmón…
La filología greco-latina nos ha dejado cumbres
transitadas, como las poéticas de Aristóteles y Horacio, pero también sendas
apartadas, como los dos tratados en los que hoy me fijaré, por las que
descubrimos, si se recorren con ojo avizor y dejando en el perchero la toga
filoneísta, no pocas lecciones de las que podemos sacar inmenso provecho, al
tiempo que cargamos munición para poder desenmascarar los frutos bordes de la
actualidad que nos quiere siempre colar de matute el poder cultural, que haylo, aunque cada vez más menguado,
gracias a bitácoras como este Diario
y una larga lista de ellas que es preciso ir descubriendo del modo como se ha formado
una biblioteca personal.
Lo ejemplar de los dos textos que presento es
su carácter insobornablemente crítico y, sobre todo en el primero, la decidida voluntad prescriptiva, porque
aunque se suela decir que sobre gustos no hay nada escrito, lo contrario es lo
cierto: hay demasiado, pero muy pocos lo leen, por eso, cuando lo hacemos, nos
sorprende que la construcción de la belleza no sea producto del azar, sino
del estudio y la dedicación intensa, además de unas cualidades personales
que Longino considera innatas, no alcanzables por la instrucción: Hay quienes creen, y en esto se engañan
completamente, que pueden someter tales cosas a reglas técnicas. La grandeza,
se dice, es innata y no se adquiere con la enseñanza.
En
cierto modo, esta entrada de hoy está conectada con otras escritas
anteriormente, pero, sobre todo con aquel intento que hice de caracterizar la reseña literaria como un subgénero
específico. De hecho, estos dos textos clásicos son una guía excepcional para
aleccionar a quien quiera convertirse en crítico literario, más que en autor,
aunque Longino da algunas pautas precisas sobre lo que debemos hacer para
aspirar a la genialidad literaria, porque la mediocridad es un lastre del que,
en conciencia, debemos prescindir para ahorrarnos la censura cruel pero
objetiva que nos sitúe en el oscuro lugar que ocupamos en la historia de la
literatura. La prueba inequívoca de esa mediocridad es el unánime comentario compasivo
que suele suscitar el libro reciente, que no novedad, por supuesto: “está bien
escrito”. Ya puede el autor o la autora echarse a temblar. O, por el contrario,
recordarse las palabras de Valle-Inclán cuando se le preguntó por qué no
escribía en gallego: Cuando el joven
gallego, catalán o vasco siente la aspiración de escribir, aparece una sirena
que le dice: ‘Si hablas en tu lengua regional serás un genio. En la lengua
regional no hay que luchar con veinte naciones, basta luchar con cuatro
provincias’. Ser genio en el dialecto es demasiado fácil. Yo me negué a ser
genio en mi dialecto y quise combatir con cien millones de hombres, y lo que es
más, con cinco siglos de heroísmo de la lengua castellana. Esta es la extrema
dificultad y yo la he tenido. He querido venir a luchar, y si no he logrado
vencer, me ha salvado la dignidad del propósito (F. Madrid: La vida altiva de Valle Inclán, Buenos
Aires, 1943).
Al decir de Longino, y
permítaseme que vaya mezclando al hilo del desarrollo los contenidos de ambos
tratados, son cinco los fundamentos del autor que quiera alcanzar la excelencia
a través de sus obras: Cinco son las
fuentes, como uno las podría llamar, más productivas de la grandeza de estilo:
La primera y más importante es el talento para concebir grandes pensamientos.
La segunda es la pasión vehemente y entusiasta. La tercera, cierta clase de formación
de figuras. La cuarta, la noble expresión, a la que pertenecen la elección de
palabras y la dicción metafórica y artística. La quinta causa de la grandeza de
estilo y que encierra todas las anteriores es la composición digna y elevada.
No recomienda, sin embargo, ni tampoco Demetrio, que se asista a ninguna
Escuela de Letras de las muchas con que honrados ciudadanos de la República de
las Letras españolas aspiran a ganarse en nuestros días, todo lo honradamente
que lo demuestren, el sustento; antes al
contrario, lo que sugiere Longino es la imitación y la emulación de los grandes
escritores, tanto en prosa como en verso, que ha habido antes de nosotros. Esta
ha de ser, querido amigo, la meta a la que nosotros nos hemos de asir con
fuerza. Como no puede por menos de reconocer, es difícil que el genio se
manifieste como resultado de la instrucción, ya que lo propio de él es que en cierto sentido los grandes genios son
especialmente peligrosos, confiados a sí mismos, sin disciplina, sin apoyo y
sin lastre, abandonados a su solo impulso y a su ignorante temeridad.
Podríamos concluir que la aparición del genio es un largo y tortuoso camino personal
desde la nada hasta la creación de un mundo propio, y cada camino no solo es
estrictamente individual, sino que se borra apenas el genio lo acaba de
transitar, por eso a la mayoría de los buenos escritores les es difícil
levantar acta de ese camino y más aún determinar cuál haya podido ser su particular
método. No defiendo, es obvio, la anticuada teoría del genio por chiripa o del
burro flautista, pero son innumerables los genios que enmudecen ante su propia
obra, y algunos hay, como Juan de la Cruz que cuando se extienden sobre ella,
como en sus famosos Comentarios, no
pasa de párvulo aventajado, a la par que confuso. No está de más recordar aquí
el conocido precepto poético picassiano: Yo
no busco, encuentro; por más que ese hallar le parezca al artista más un
ser hallado por la gracia expresiva, al estilo becqueriano o al rubendariano de
las ¡Torres de dios! ¡Poetas! Pararrayos celestes…
Lo
que sorprenderá al lector interesado en las poéticas que le presento es el
nivel de detalle técnico al que descienden ambos autores para convencernos de que la creación de la belleza
inmarcesible exige unos fundamentos retóricos y compositivos que la mayoría de
nuestros autores publicitados, españoles (regionales incluidos), como grandes
autores ni siquiera se han planteado adquirir, ni, por supuesto, interesarse
por cuáles sean y en qué consisten.
¿Para qué? La miserable formación estética de sus lectores –cuyos máximos juicios
en ese campo se reducen a: “El libro me ha enganchado: no he podido dejar de
leer” y “Me ha gustado mucho: le pondría un 10”– abona la permanencia de esa
fama a medias mediática y por entero banal y fugaz.
Leyendo
a autores tan distantes me siento mucho
más cerca de mi presente, porque sus juicios bien puedo hacerlos míos sin
cambiar ni una coma de sus planteamientos. Pensemos por ejemplo en lo que dice
Longino acerca de un vicio contumaz de la mayoría de los autores que están “en
candelabro”: Parece, en general, que la
hinchazón es uno de los vicios más difíciles de evitar. Por decirlo de otro
modo, les ocurre lo que a Clitarco, un escritor mediocre que por usar una expresión de Sófocles sopla en
flautas pequeñísimas, pero a pleno pulmón.
No
era mi intención, al iniciar esta entrada acabar ofreciendo un vademécum de
buenos consejos que pudiera ser útil a quienes tienen la ponzoñosa ambición de
ser éditos y reconocidos, de modo que
vivan de réditos y recocidos en la fama insufrible, pero, bien mirado, e
improvisando sobre la marcha, por esta senda clásica tan poco transitada, quizá
haga un bien sin mirar a quien si ofrezco a los ilusos algunos de los útiles
consejos que pueden extraerse de esta lectura. Perdóneseme la falta de orden e
incluso la reiteración, o hasta la minucia, pero la agudeza crítica de Demetrio
y Longino adquieren el aire de una conversación con un interlocutor, antes que
el tono académico de una severa lección (recuérdese que de Aristarco de
Samotracia –primer autor de una edición crítica de la obra de Homero– procede,
por antonomasia, el crítico severo de nuestra lengua: “aristarco”). Se observará
en este vademécum incompleto que ambos autores extienden su interés filológico
desde la composición entera hasta el uso de algunas palabras e incluso de algún
tipo de sílabas en según qué lugar de la composición. ¡Cómo se echan de menos
en la práctica de la reseña literaria fundamentos como los que aquí se van a
exponer! Pero es lo que hay: la brevedad abreva en la parcialidad extrema del
juicio que o bien no deja títere con cabeza o eleva las obras a la cima del
Helicón, hogar de las Musas.
Tanto
Demetrio como Longino van alternando las consideraciones generales con el
análisis de detalles muy específicos, y ambos con preceptos capaces de orientar
toda una obra. Nada es menor en ellos, y uno intuye, tras haberlos leído,
que no se acaban nunca los aspectos que
un creador ha de considerar para evitar que su obra sufra los reproches
críticos de quienes tienen tanta experiencia juzgadora. Al fin y al cabo, como
afirma Longino: Un juicio literario es el
resultado final de una larga experiencia, no el capricho indocumentado de
un advenedizo aquejado de verborrea. Longino, que tiene un carácter más
sintético que Demetrio, que es más
analítico, nos recuerda que las palabras
bellas son en realidad la verdadera luz del pensamiento, aunque nos avisa
inmediatamente después de que
la
perfección en cada detalle corre el peligro de la vulgaridad; en los grandes
talentos, como en las grandes fortunas, debe haber también algún descuido, es
decir aquello horaciano del aliquando
bonus dormitat Homerus, y es precisamente el mimo con que se ha de
seleccionar el vocabulario lo que este intelector echa de menos en tantos
autores que parecen escribir con las últimas que han leído en el periódico en
vez de con las que les lleguen de los ecos de las lecturas que acaso no tengan,
y sin que en estas haya entrado jamás la mera posibilidad de la apasionante lectura
de diccionarios de toda laya y condición. En una de sus escasos juicios sintéticos,
Demetrio nos dice algo que conviene recordar: El lenguaje es como una masa de cera con la que uno modela un perro,
otro un buey, aquél un caballo, y muchos de nuestros contemporáneos bultos informes…, podríamos añadir. Si
bien me contengo en el denuesto, porque, como he aprendido en Longino y lo hago
santo y seña de la lucha contra mi particular aristarquismo: La burla mordaz es, por así decirlo, como la
amplificación de lo insignificante.
Nuestros
dos filólogos, como auténticos hijos de su tiempo, son decididos partidarios
del uso de las figuras retóricas, si bien con ciertas precauciones, porque la
búsqueda de la belleza abomina tanto de la carencia como, sobre todo, del
exceso. Avanzándose a la estilística,
ambos están convencidos de que hay que prestar más atención al cómo si
dice que al qué se dice. Se han de emplear
metáforas –nos dice Demetrio–, ya que
éstas, sobre todo, proporcionan al estilo placer y distinción. Sin embargo, no
deben ser abundantes, pues puede parecer que estamos escribiendo un ditirambo
en lugar de un discurso. Y entre estas, no duda en escoger la que Aristóteles
llamaba la metáfora “activa”, que es la
mejor, cuando los objetos inanimados son introducidos en un estado de actividad
como si fueran animados y, por ejemplo, en el pasaje en el que se describe el
dardo: El afilado dardo, anhelante por volar sobre la multitud. Si bien es conveniente no olvidarse de que algunas
metáforas producen más trivialidad que grandeza, aunque la metáfora sea
empleada para producir dignidad. Por ejemplo: Y en derredor sonó como trompeta
de guerra el espacioso cielo (Iliada, XI 388).
La
hipérbole es otra de las figuras que conviene usar con cautela, e incluso
Longino nos sugiere que las mejores
hipérboles son sin duda aquellas que pasan desapercibidas como tales hipérboles.
Del mismo modo que Demetrio recalca: Sobre
todo la hipérbole es la más fría de todas las figuras: “Más calvo que un cielo
sin nubes” (Atribuida a Sofrón, el creador del género llamado Mimo, y por
quien Platón sintió cierta admiración).
Como
no podía ser de otro modo, ambos autores defienden lo natural como aspiración
suprema de la composición y del estilo, y desdeñan esos dos vicios del estilo cuyos
hermosos nombres griegos deberían leerse más en las reseñas periodísticas, si
los críticos gacetilleros tuvieran algo de tiempo para leer libros de su
disciplina, como el presente (Ambos tratados están publicados en un solo volumen
en la magnífica Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1979, en edición del maestro
de filólogos José García López): Kakozelia: “Afectación del estilo” y Kakotechnía: “Amaneramiento”. Tanto para para Longino: Todo lo que es demasiado rítmico aparece al punto afectado y trivial,
como para Demetrio: El poder de la
persuasión reside en dos cosas; en la evidencia y en la naturalidad, pues lo
oscuro y artificial no es convincente. Por ello, en un estilo que pretenda
convencer no se debe hacer uso de un lenguaje superfluo ni desmesurado, y del
mismo modo la composición debe ser firme y evitar la forma rítmica; lo
natural, lo opuesto a la afectación y al amaneramiento (lección que aprendió Cervantes,
y repitió en el Quijote: Llaneza,
muchacho, no t encumbres, que toda afectación es mala), constituyen la
esencia de la obra literaria. Lo que resume Longino admirablemente en un lema
estético que ha tenido larga vida: El
arte es perfecto cuando parece que es una obra de la naturaleza y ésta tiene
éxito cuando subyace en ella el arte sin que se note.
Reservo
para el final dos asuntos de muy diferente naturaleza. De un lado, la defensa
que hace Demetrio del Epifonema como uno de los grandes logro estéticos de la
composición: El llamado epifonema podría
ser definido como “dicción que embellece” y es la figura de mayor grandeza en
el discurso. (…) En general, el epifonema se parece a ciertas muestras de
riqueza, me refiero a las cornisas, triglifos y bandas de púrpura en el
vestido. Pues de la misma manera también esta misma figura es una prueba de
riqueza en el lenguaje. (…)También una máxima se parece a un epifonema que se
añade a algo que se ha dicho, pero ella misma no es un epifonema; aunque es
cierto que la mayoría de los intelectores que se asomen a estas páginas
marginales desconocerá incluso su existencia. Pondré un ejemplo no literario,
para que, acaso, se comprenda mejor: La confesión de haber defraudado a
Hacienda durante 34 años de Jordi Pujol es el epifonema del discurso
secesionista. Y, del otro, el jucio crítico de Longino sobre la Odisea, lleno
de lucidez crítica: En realidad la Odisea
no es otra cosa que el epílogo de la Ilíada. (…) Por esta misma razón, creo que
la Ilíada, escrita en la plenitud de su inspiración, fue compuesta toda ella
desbordante de acción y de lucha, mientras la Odisea es en su mayor parte
narrativa, lo cual es una señal de vejez. Así, en la Odisea se podría comparar
a Homero con el sol en su ocaso, del que permanece la grandeza, pero no la
intensidad. La decadencia de la pasión en los grandes escritores y poetas va a
parar a la pintura de caracteres. La descripción de la vida familiar de la casa
de Odiseo es de alguna forma la de la comedia de costumbres. ¡Cuánto daría
este Artista desencajado por poder llegar a escribir un juicio crítico como
éste! De momento habré de conformarme con la prescripción hipocrática, cuya
segunda parte tan desconocida es, pero ¡tan aleccionadora!: La vida es breve, el arte largo, la experiencia engañosa y el juicio difícil.
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