domingo, 27 de julio de 2014

La estilística clásica: Demetrio y Longino



Sobre el estilo, de Demetrio y Sobre lo sublime, de Longino: La lección actual de la estilística clásica: soplar en flautas pequeñísimas a pleno pulmón


          La  filología greco-latina nos ha dejado cumbres transitadas, como las poéticas de Aristóteles y Horacio, pero también sendas apartadas, como los dos tratados en los que hoy me fijaré, por las que descubrimos, si se recorren con ojo avizor y dejando en el perchero la toga filoneísta, no pocas lecciones de las que podemos sacar inmenso provecho, al tiempo que cargamos munición para poder desenmascarar los frutos bordes de la actualidad que nos quiere siempre colar de matute el poder cultural, que haylo, aunque cada vez más menguado, gracias a bitácoras como este Diario y una larga lista de ellas que es preciso ir descubriendo del modo como se ha formado una biblioteca personal.
 Lo ejemplar de los dos textos que presento es su carácter insobornablemente crítico y, sobre todo en el primero,  la decidida voluntad prescriptiva, porque aunque se suela decir que sobre gustos no hay nada escrito, lo contrario es lo cierto: hay demasiado, pero muy pocos lo leen, por eso, cuando lo hacemos, nos sorprende que la construcción de la belleza no sea producto del azar, sino del  estudio y la dedicación  intensa, además de unas cualidades personales que Longino considera innatas, no alcanzables por la instrucción: Hay quienes creen, y en esto se engañan completamente, que pueden someter tales cosas a reglas técnicas. La grandeza, se dice, es innata y no se adquiere con la enseñanza.
En cierto modo, esta entrada de hoy está conectada con otras escritas anteriormente, pero, sobre todo con aquel intento que hice de caracterizar  la reseña literaria como un subgénero específico. De hecho, estos dos textos clásicos son una guía excepcional para aleccionar a quien quiera convertirse en crítico literario, más que en autor, aunque Longino da algunas pautas precisas sobre lo que debemos hacer para aspirar a la genialidad literaria, porque la mediocridad es un lastre del que, en conciencia, debemos prescindir para ahorrarnos la censura cruel pero objetiva que nos sitúe en el oscuro lugar que ocupamos en la historia de la literatura. La prueba inequívoca de esa mediocridad es el unánime comentario compasivo que suele suscitar el libro reciente, que no novedad, por supuesto: “está bien escrito”. Ya puede el autor o la autora echarse a temblar. O, por el contrario, recordarse las palabras de Valle-Inclán cuando se le preguntó por qué no escribía en gallego: Cuando el joven gallego, catalán o vasco siente la aspiración de escribir, aparece una sirena que le dice: ‘Si hablas en tu lengua regional serás un genio. En la lengua regional no hay que luchar con veinte naciones, basta luchar con cuatro provincias’. Ser genio en el dialecto es demasiado fácil. Yo me negué a ser genio en mi dialecto y quise combatir con cien millones de hombres, y lo que es más, con cinco siglos de heroísmo de la lengua castellana. Esta es la extrema dificultad y yo la he tenido. He querido venir a luchar, y si no he logrado vencer, me ha salvado la dignidad del propósito (F. Madrid: La vida altiva de Valle Inclán, Buenos Aires, 1943).
Al decir de Longino, y permítaseme que vaya mezclando al hilo del desarrollo los contenidos de ambos tratados, son cinco los fundamentos del autor que quiera alcanzar la excelencia a través de sus obras: Cinco son las fuentes, como uno las podría llamar, más productivas de la grandeza de estilo: La primera y más importante es el talento para concebir grandes pensamientos. La segunda es la pasión vehemente y entusiasta. La tercera, cierta clase de formación de figuras. La cuarta, la noble expresión, a la que pertenecen la elección de palabras y la dicción metafórica y artística. La quinta causa de la grandeza de estilo y que encierra todas las anteriores es la composición digna y elevada. No recomienda, sin embargo, ni tampoco Demetrio, que se asista a ninguna Escuela de Letras de las muchas con que honrados ciudadanos de la República de las Letras españolas aspiran a ganarse en nuestros días, todo lo honradamente que lo demuestren, el sustento;  antes al contrario,  lo que sugiere Longino es la imitación y la emulación de los grandes escritores, tanto en prosa como en verso, que ha habido antes de nosotros. Esta ha de ser, querido amigo, la meta a la que nosotros nos hemos de asir con fuerza. Como no puede por menos de reconocer, es difícil que el genio se manifieste como resultado de la instrucción, ya que lo propio de él es que en cierto sentido los grandes genios son especialmente peligrosos, confiados a sí mismos, sin disciplina, sin apoyo y sin lastre, abandonados a su solo impulso y a su ignorante temeridad. Podríamos concluir que la aparición del genio es un largo y tortuoso camino personal desde la nada hasta la creación de un mundo propio, y cada camino no solo es estrictamente individual, sino que se borra apenas el genio lo acaba de transitar, por eso a la mayoría de los buenos escritores les es difícil levantar acta de ese camino y más aún determinar cuál haya podido ser su particular método. No defiendo, es obvio, la anticuada teoría del genio por chiripa o del burro flautista, pero son innumerables los genios que enmudecen ante su propia obra, y algunos hay, como Juan de la Cruz que cuando se extienden sobre ella, como en sus famosos Comentarios, no pasa de párvulo aventajado, a la par que confuso. No está de más recordar aquí el conocido precepto poético picassiano: Yo no busco, encuentro; por más que ese hallar le parezca al artista más un ser hallado por la gracia expresiva, al estilo becqueriano o al rubendariano de las ¡Torres de dios! ¡Poetas! Pararrayos celestes
         Lo que sorprenderá al lector interesado en las poéticas que le presento es el nivel de detalle técnico al que descienden ambos autores para  convencernos de que la creación de la belleza inmarcesible exige unos fundamentos retóricos y compositivos que la mayoría de nuestros autores publicitados, españoles (regionales incluidos), como grandes autores ni siquiera se han planteado adquirir, ni, por supuesto, interesarse por  cuáles sean y en qué consisten. ¿Para qué? La miserable formación estética de sus lectores –cuyos máximos juicios en ese campo se reducen a: “El libro me ha enganchado: no he podido dejar de leer” y “Me ha gustado mucho: le pondría un 10”– abona la permanencia de esa fama a medias mediática y por entero banal y fugaz.
         Leyendo a autores tan distantes  me siento mucho más cerca de mi presente, porque sus juicios bien puedo hacerlos míos sin cambiar ni una coma de sus planteamientos. Pensemos por ejemplo en lo que dice Longino acerca de un vicio contumaz de la mayoría de los autores que están “en candelabro”: Parece, en general, que la hinchazón es uno de los vicios más difíciles de evitar. Por decirlo de otro modo, les ocurre lo que a Clitarco, un escritor mediocre que por usar una expresión de Sófocles sopla en flautas pequeñísimas, pero a pleno pulmón.
         No era mi intención, al iniciar esta entrada acabar ofreciendo un vademécum de buenos consejos que pudiera ser útil a quienes tienen la ponzoñosa ambición de ser éditos  y reconocidos, de modo que vivan de réditos y recocidos en la fama insufrible, pero, bien mirado, e improvisando sobre la marcha, por esta senda clásica tan poco transitada, quizá haga un bien sin mirar a quien si ofrezco a los ilusos algunos de los útiles consejos que pueden extraerse de esta lectura. Perdóneseme la falta de orden e incluso la reiteración, o hasta la minucia, pero la agudeza crítica de Demetrio y Longino adquieren el aire de una conversación con un interlocutor, antes que el tono académico de una severa lección (recuérdese que de Aristarco de Samotracia –primer autor de una edición crítica de la obra de Homero– procede, por antonomasia, el crítico severo de nuestra lengua: “aristarco”). Se observará en este vademécum incompleto que ambos autores extienden su interés filológico desde la composición entera hasta el uso de algunas palabras e incluso de algún tipo de sílabas en según qué lugar de la composición. ¡Cómo se echan de menos en la práctica de la reseña literaria fundamentos como los que aquí se van a exponer! Pero es lo que hay: la brevedad abreva en la parcialidad extrema del juicio que o bien no deja títere con cabeza o eleva las obras a la cima del Helicón, hogar de las Musas.
         Tanto Demetrio como Longino van alternando las consideraciones generales con el análisis de detalles muy específicos, y ambos con preceptos capaces de orientar toda una obra. Nada es menor en ellos, y uno intuye, tras haberlos leído, que  no se acaban nunca los aspectos que un creador ha de considerar para evitar que su obra sufra los reproches críticos de quienes tienen tanta experiencia juzgadora. Al fin y al cabo, como afirma Longino: Un juicio literario es el resultado final de una larga experiencia, no el capricho indocumentado de un advenedizo aquejado de verborrea. Longino, que tiene un carácter más sintético que Demetrio,  que es más analítico, nos recuerda que las palabras bellas son en realidad la verdadera luz del pensamiento, aunque nos avisa inmediatamente después de que
la perfección en cada detalle corre el peligro de la vulgaridad; en los grandes talentos, como en las grandes fortunas, debe haber también algún descuido, es decir aquello horaciano del aliquando bonus dormitat Homerus, y es precisamente el mimo con que se ha de seleccionar el vocabulario lo que este intelector echa de menos en tantos autores que parecen escribir con las últimas que han leído en el periódico en vez de con las que les lleguen de los ecos de las lecturas que acaso no tengan, y sin que en estas haya entrado jamás la mera posibilidad de la apasionante lectura de diccionarios de toda laya y condición. En una de sus escasos juicios sintéticos, Demetrio nos dice algo que conviene recordar: El lenguaje es como una masa de cera con la que uno modela un perro, otro un buey, aquél un caballo, y muchos de nuestros contemporáneos bultos informes…, podríamos añadir. Si bien me contengo en el denuesto, porque, como he aprendido en Longino y lo hago santo y seña de la lucha contra mi particular aristarquismo: La burla mordaz es, por así decirlo, como la amplificación de lo insignificante. 
         Nuestros dos filólogos, como auténticos hijos de su tiempo, son decididos partidarios del uso de las figuras retóricas, si bien con ciertas precauciones, porque la búsqueda de la belleza abomina tanto de la carencia como, sobre todo, del exceso. Avanzándose a la estilística,  ambos están convencidos de que hay que prestar más atención al cómo si dice que al qué se dice. Se han de emplear metáforas –nos dice Demetrio–, ya que éstas, sobre todo, proporcionan al estilo placer y distinción. Sin embargo, no deben ser abundantes, pues puede parecer que estamos escribiendo un ditirambo en lugar de un discurso. Y entre estas, no duda en escoger la que Aristóteles llamaba la metáfora “activa”, que es la mejor, cuando los objetos inanimados son introducidos en un estado de actividad como si fueran animados y, por ejemplo, en el pasaje en el que se describe el dardo: El afilado dardo, anhelante por volar sobre la multitud. Si bien es conveniente no olvidarse de que algunas metáforas producen más trivialidad que grandeza, aunque la metáfora sea empleada para producir dignidad. Por ejemplo: Y en derredor sonó como trompeta de guerra el espacioso cielo (Iliada, XI 388).
         La hipérbole es otra de las figuras que conviene usar con cautela, e incluso Longino nos sugiere que las mejores hipérboles son sin duda aquellas que pasan desapercibidas como tales hipérboles. Del mismo modo que Demetrio recalca: Sobre todo la hipérbole es la más fría de todas las figuras: “Más calvo que un cielo sin nubes” (Atribuida a Sofrón, el creador del género llamado Mimo, y por quien Platón sintió cierta admiración).
         Como no podía ser de otro modo, ambos autores defienden lo natural como aspiración suprema de la composición y del estilo,  y desdeñan esos dos vicios del estilo cuyos hermosos nombres griegos deberían leerse más en las reseñas periodísticas, si los críticos gacetilleros tuvieran algo de tiempo para leer libros de su disciplina, como el presente (Ambos tratados están publicados en un solo volumen en la magnífica Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1979, en edición del maestro de filólogos José García López):  Kakozelia: “Afectación del estilo” y Kakotechnía: “Amaneramiento”.  Tanto para para Longino: Todo lo que es demasiado rítmico aparece al punto afectado y trivial, como para Demetrio: El poder de la persuasión reside en dos cosas; en la evidencia y en la naturalidad, pues lo oscuro y artificial no es convincente. Por ello, en un estilo que pretenda convencer no se debe hacer uso de un lenguaje superfluo ni desmesurado, y del mismo modo la composición debe ser firme y evitar la forma rítmica; lo natural, lo opuesto a la afectación y al amaneramiento (lección que aprendió Cervantes, y repitió en el Quijote: Llaneza, muchacho, no t encumbres, que toda afectación es mala), constituyen la esencia de la obra literaria. Lo que resume Longino admirablemente en un lema estético que ha tenido larga vida: El arte es perfecto cuando parece que es una obra de la naturaleza y ésta tiene éxito cuando subyace en ella el arte sin que se note.

         Reservo para el final dos asuntos de muy diferente naturaleza. De un lado, la defensa que hace Demetrio del Epifonema como uno de los grandes logro estéticos de la composición: El llamado epifonema podría ser definido como “dicción que embellece” y es la figura de mayor grandeza en el discurso. (…) En general, el epifonema se parece a ciertas muestras de riqueza, me refiero a las cornisas, triglifos y bandas de púrpura en el vestido. Pues de la misma manera también esta misma figura es una prueba de riqueza en el lenguaje. (…)También una máxima se parece a un epifonema que se añade a algo que se ha dicho, pero ella misma no es un epifonema; aunque es cierto que la mayoría de los intelectores que se asomen a estas páginas marginales desconocerá incluso su existencia. Pondré un ejemplo no literario, para que, acaso, se comprenda mejor: La confesión de haber defraudado a Hacienda durante 34 años de Jordi Pujol es el epifonema del discurso secesionista. Y, del otro, el jucio crítico de Longino sobre la Odisea, lleno de lucidez crítica: En realidad la Odisea no es otra cosa que el epílogo de la Ilíada. (…) Por esta misma razón, creo que la Ilíada, escrita en la plenitud de su inspiración, fue compuesta toda ella desbordante de acción y de lucha, mientras la Odisea es en su mayor parte narrativa, lo cual es una señal de vejez. Así, en la Odisea se podría comparar a Homero con el sol en su ocaso, del que permanece la grandeza, pero no la intensidad. La decadencia de la pasión en los grandes escritores y poetas va a parar a la pintura de caracteres. La descripción de la vida familiar de la casa de Odiseo es de alguna forma la de la comedia de costumbres. ¡Cuánto daría este Artista desencajado por poder llegar a escribir un juicio crítico como éste! De momento habré de conformarme con la prescripción hipocrática, cuya segunda parte tan desconocida es, pero ¡tan aleccionadora!: La vida es breve, el arte largo, la experiencia engañosa y el juicio difícil.

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