Teoría del carácter.
IV
Lo bello y lo sublime, de Immanuel Kant:
Los prejuicios, los tópicos y la
misoginia de una mente todopoderosa.
Sorprende al intelector
diletante que un filósofo como Kant, capaz de ponerle los acentos a la razón,
como otros los puntos a las íes, se acoja, a la hora de hablar sobre algo tan
resbaladizo como el carácter, al amparo de la tradición de una forma adherente,
casi acrítica. A poco que se lean a continuación sus definiciones de los
diferentes caracteres, se comprobará que del Arcipreste de Talavera a él parece
que no haya pasado el tiempo. Es cierto que la clasificación kantiana se ofrece
sobre una división que parece justificar el esquematismo de su planteamiento:
lo bello y lo sublime, los dos conceptos alrededor de los cuales estructura su
texto. La distinción entre ambos conceptos la ofrece en el arranque de su
ensayo: Lo sublime conmueve; lo bello encanta.(…)
Los sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo
sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado.(…) Las cualidades
sublimes infunden respeto; las bellas, amor. Y enseguida nos ofrece un
ejemplo práctico para que captemos el sentido de esa división: La amistad presenta principalmente el
carácter de lo sublime; el amor sexual, el de lo bello. Si bien el autor es
consciente de las carencias perceptibles en la materialización de ambos
conceptos: Las sensaciones de lo sublime
tunden las fuerzas del alma más enérgicamente, y fatigan antes, por tanto.
Mientras que en lo bello nada cansa más
que el arte trabajoso tras él adivinado. El esfuerzo por impresionar resulta
penoso. Kant compara, por cierto, la lectura de La Bruyère y la de Young, y
reprocha al último la uniformidad exasperante en el tono sublime de una
composición de raíz moralista –intuimos que se refiere a Night Thoughts –después imitada por Cadalso en sus Noches lúgubres–, frente a la ligereza y
entretenimiento, queremos creer que eso pensaba Kant, de la obra miscelánea del
francés. De igual manera, Kant nos advierte de los extremos en que pueden
degenerar tanto lo bello como lo sublime: Nada
es más contrario a lo bello que lo repugnante, así como nada caer más por debajo
de lo sublime que lo ridículo. En nuestros días, sin embargo, el concepto
de lo bello, como es obvio, anda muy distanciado del que tuvo Kant…
A partir de esa reducción,
y con un notable desenfado expositivo, porque este ensayo nos muestra ese lado
alegre, casi jovial y ligero del sesudo autor, como si se hubiera tomado unas
breves vacaciones en sus abstrusos menesteres filosóficos, Kant inicia una
curiosa serie de adjudicaciones a los campos de lo bello y de lo sublime cuya exacerbada
subjetividad nos deja perplejos, como si cediera al perverso placer de la
arbitrariedad. Recordemos que se cura en salud cuando dice que no se necesita poco ingenio para juzgar con
el entendimiento sin dar alguna vez una nota falsa, y que quien mezcla la
jovialidad con desbarrar, da en mentecato. Así, nos dice que el cabello oscuro y los ojos negros tienen
más afinidad con lo sublime; los ojos azules y el tono rubio, más con lo bello.
O bien que a la vejez convienen los
colores oscuros y la uniformidad mientras que la juventud brilla en los colores claros y las formas de contrastes
animados.
A lo largo de la
exploración que Kant hace del mundo de los caracteres, aunque sea con la
limitación de su adscripción a lo sublime y a lo bello, advertimos la
naturaleza esencialmente conservadora y ajustada a los valores de su época
histórica, lo que contrasta con la potente innovación, casi revolucionaria, de
su obra filosófica, si bien hay una suerte de tono burlón que preside la
redacción del ensayo, como si supiera que se trata de una obra menor donde dar
rienda suelta a la vena satírica que también había en él, ¡y qué asunto mejor
que este de los caracteres, tan necesitado de puntualizaciones y descripciones!
No hay más que recordar esas distinciones pseudoescolásticas que pretenden marcar el vasto territorio de la
caracterología (al distinguir ciertos caracteres conocidos, y sufridos, por
todos), para darnos cuenta de la gracia alada con que se presta al menester
taxonómico:
La vanidad
solicita el aplauso, es volandera y tornadiza; pero su conducta externa es
cortés.
El arrogante
está penetrado de una pretendida superioridad, y no le preocupa el aplauso de
los demás; sus maneras son rígidas y enfáticas.
El orgullo
solo consiste propiamente en la profunda conciencia del valer propio, que puede
ser a menudo muy justa (por eso se le llama también a veces un noble
sentimiento; nunca, en cambio, se puede atribuir a nadie una noble arrogancia,
porque ésta muestra siempre una falsa y exagerada estimación de sí propio); la
conducta del orgulloso para con los demás es indiferente y fría.
La ostentación es un orgullo que al mismo
tiempo es vanidad. No es necesario que un ostentoso sea al mismo tiempo
arrogante, esto es, se forme un concepto falso de sus cualidades, sino que
puede acaso no estimarse más de lo que merece: su defecto es sólo tener un
falso gusto en hacer valer este mérito exteriormente.
El pudor es un
secreto de la naturaleza para poner barrera a una inclinación muy rebelde y que
contando con la voz de la naturaleza parece conciliarse siempre con cualidades
buenas morales, aun cuando incurra en excesos.
El fanatismo
es una especie de temeridad piadosa, y lo ocasionan un cierto orgullo y una
excesiva confianza en sí mismos para aproximarse a las naturalezas celestes y
alzarse en un vuelo poderoso sobre el orden común y prescrito.
Fiel a su proverbial
minuciosidad, Kant no puede prescindir de mostrarnos la, podríamos llamarla
así, teratología del carácter, como
cuando precisa que la inclinación a lo
monstruoso origina el chiflado (Grillenfänger),
en alemán, y no sé si nuestro grillado
pudiera venir de aquí… o que el
sentimiento de lo bello degenera cuando él falta por completo lo noble, y
entonces se le denomina frívolo. Kant nos advierte de que en todo este
asunto casi escolástico de la caracterología, muchos juicios caen dentro del
ámbito de las emociones, esa caída brusca
de la conciencia en lo mágico, al decir de Sartre, en su Bosquejo de una teoría de las emociones (librito
muy recomendable y, en cierta manera, de parecido espíritu menor que el que nos
ocupa), quien no se recata en recurrir a un concepto, lo “mágico”, que, en el
autor de la Crítica de la razón
dialéctica, suena también a vacaciones conceptuales.
De ahí que, para Kant, la alteración del justo medio que tan a menudo
se manifiesta en el ámbito del carácter, devenga, si es por exceso, en la
extravagancia disparatada o, por otro nombre, en el romanticismo: cuando la sublimidad o la belleza rebasa el
conocido término medio se la suele denominar romántica (romanich). Y de
ahí, así mismo, que esté convencido de que el
dominio de las pasiones en nombre de principios es sublime. Las
mortificaciones, los votos y otras virtudes monacales son más bien cosas
monstruosas. Esa convicción está en
el fundamento del análisis del carácter de las naciones, un concepción romántica
en la que incurre alegremente nuestro autor, como veremos más adelante.
Sírvanos ahora, para concluir este sucinto apartado dedicado a las perversiones
del carácter, la descripción que nos
ofrece Kant de la perversión del carácter melancólico: En la degeneración de este carácter, la seriedad se inclina a la
melancolía, la devoción al fanatismo, el celo por la libertad al entusiasmo. La
ofensa y la in justicia encienden en él deseos de venganza. Es muy temible
entonces. Desafía el peligro y desprecia la muerte. Falseado su sentimiento y
no serenado por la razón, cae en lo extravagante: sugestiones, fantasías, ideas
fijas. Si la inteligencia es aún más débil, incurre en lo monstruoso: sueños
significativos, presentimientos, señales milagrosas. Está en peligro de
convertirse en un fantástico o en un chiflado.
Kant levanta acta de un
repertorio de caracteres, o a veces simples rasgos de carácter –entendiendo que
la suma de ellos puede darnos un resultado distinto de lo que podríamos
considerar rasgo dominante–, y lo hace un poco como a salto de mata, lo cual no
deja de ser curioso en carácter tan metódico como el suyo, de quien es
proverbial el riguroso cumplimiento de una planificación vital a la que fue fiel
toda su vida; de hecho, el prisionero de
Konigsberg, así podríamos llamarlo sin apartarnos de la verdad, no necesitó
salir de su lugar de nacimiento y muerte para cambiar el rumbo de la filosofía
occidental. Como el autor sabe que trata de un asunto que necesita pruebas
inequívocas, nos dice que con algunos
ejemplos voy a hacer algo más inteligible este extraño compendio de las
debilidades humanas. Cuando nos hablaba del ingenio que se necesitaba para
tratar de estos asuntos sin desbarrar, nos avisó de que aquel cuya conversación ni divierte ni conmueve es un fastidioso, y si
además se esfuerza en conseguir ambas cosas resulta un insípido. Y
concluye: cuando el insípido es, además,
un envanecido, viene a parar en tonto. El afán de precisión de nuestro
autor, tan proverbial como su vida metódica, no se queda satisfecho con lo
expuesto y se ve impelido a autoponerse una nota a pie de página cuya
pertinencia sigue teniendo vigencia, por eso la transcribo: Pronto se advierte que esta honrada sociedad
está repartida en dos palcos: el de los chiflados y el de los fatuos. A un
chiflado instruido se le llamada piadosamente un pedante. Cuando adopta un aire
presuntuoso de sabiduría, como los necios antiguos y modernos, le sienta
perfectamente la capa con cascabeles. La clase de los fatuos se encuentra
principalmente en el gran mundo. Acaso es mejor que la priemra. Hay en ellos
mucho que ganar y que reír. El tonillo zumbón del autor que se manifiesta
en esta jocosa nota aparece igualmente en el resto del ensayo. Los caracteres,
por tanto, han sido, desde Teofrasto, el reino propio de la sátira, y casi
podríamos decir que sin ellos, sin la invitación a la ridiculización que parece
formar parte de su naturaleza, hubiera resultado difícil concebir tal género.
Para Kant, que hace de la
virtud el eje de sus reflexiones sobre el carácter, la verdadera virtud emana
no tanto de unas reglas especulativas, cuanto de la conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho humano (…) el
sentimiento de la belleza y la dignidad d la naturaleza humana, que es algo
así como una especie de instinto auxiliar de la flojedad ética propia de la
debilidad especulativa de la naturaleza humana. Ese criterio ha de guiarlo para
ir analizando los caracteres generalmente admitidos, heredados de la tradición
secular:
El melancólico es un temperamento que tiene
principalmente sensibilidad para lo sublime.
El temperamento sanguíneo, que es volandero y dado a las
diversiones. El de carácter sanguíneo tiene predominante sensibilidad para lo
bello.
Aquel cuyo carácter es calificado de colérico tiene sensibilidad
predominante para el género de lo sublime que se puede denominar magnífico. (…)
El colérico considera su propio valor y el de sus cosas y actos según el
prestigio o la apariencia de que se revistan a los ojos de los demás. (…) su
conducta es artificiosa.(…) Recurre por tanto , con frecuencia, al fingimiento;
en religión es hipócrita; en el trato, adulador; en política, versátil, según
las circunstancias. Se complace en ser esclavo de los grandes para después ser
tirano de los humildes.
Puesto que en el compuesto flemático no suelen aparecer
ingredientes de lo sublime y de lo bello en un grado particularmente
apreciable, cae esta carácter fuera del círculo de nuestro examen.
Más allá de los rasgos
propios de los tipos clasificados tradicionalmente, Kant alerta sobre el fácil
recurso que tenemos a nuestro alcance para, observando las reacciones de los
individuos ante aspectos de la realidad no teñidos por la moralidad, detectar
cuál puede ser la sensibilidad de los tales ante, como Kant las denomina, las cualidades superiores de su espíritu y
aun las de su corazón: El que se
fastidia oyendo una hermosa música hace sospechar mucho que las bellezas de la
literatura por los encantos del amor no ejercerán poder sobre él. Hay un cierto
espíritu de las pequeñeces (esprit des bagatelles) que muestra una especie de sensibilidad delicada, pero dirigida
precisamente a lo contrario de lo sublime. Es el gustar de algo por ser muy
artificioso y difícil; el gustar de todo lo que está ordenado de una manera
minuciosa, aunque sea sin utilidad, por ejemplo, de libros primorosamente
colocados en largas filas dentro de la estantería, y una cabeza vacía que los
contempla, llena de satisfacción.
Kant divide su ensayo en cuatro
partes bien definidas: I sobre los diferentes objetos del sentimiento de lo
sublime y de lo bello. II. Sobre las propiedades de la sublime y de lo bello en
el hombre en general. III Sobre la diferencia entre lo sublime y lo bello en la
relación recíproca de ambos sexos. IV. Sobre los caracteres nacionales en
cuanto descansan en la diferente sensibilidad para lo sublime y lo bello. Pues
bien, en el apartado III es donde posiblemente las intelectoras den algún
respingo, sobre todo porque los juicios que Kant emite tendrán un valor determinante
en el joven Otto Weininger y su teoría de la supremacía genética y moral del
hombre sobre la mujer. A pesar de los elogios sinceros e interesados con que abre la sección de dicada casi
íntegramente al bello sexo: Tienen muy pronto un carácter juicioso,
saben adoptar aire fino y son dueñas de sí mismas, y eso a una edad en que
nuestra juventud masculina bien educada es todavía indómita, basta y torpe (…)
prefieren lo bello a lo útil. (…) Son muy sensibles a la menor ofensa y
sumamente finas para advertir la más ligera falta de atención y respeto hacia
ellas. (…) El sexo masculino se afina con su trato. (…) El bello sexo tiene
tanta inteligencia como el masculino, pero es una inteligencia bella; la
nuestra ha de ser una inteligencia profunda, expresión de significado
equivalente a lo sublime; no tarda en presentarnos un retrato de la mujer
propio de la mente más retrógrada, lo que no deja de chocar, tratándose de un
filósofo como Kant, como si él fuera el representante de la sociedad castradora
en que vivía y asumiera esos valores represivos como los únicos posibles de ser
pensados y llevados a la práctica. No lo exculpan, como es obvio, las
invectivas que lanza contra los hombres, y la constatación de que sólo la frecuentación
de las mujeres es capaz de sacar lo
mejor de ellos. Kant lleva a cabo una asignación de roles que parece responder
a lo que hoy en día se conoce por el título de un libro de autoayuda que se
hizo célebre: Los hombres son de Marte,
las mujeres de Venus, de John Gray :
En historia no se llenarán la cabeza con
batallas ni en geografía con fortalezas: tan mal sienta en ellas el olor de la
pólvora como en los hombres el del almizcle. La diferencia entre belleza y
nobleza, como atributos de uno y otro sexo, le lleva a una concepción de la
mujer de la que él ya intuye la injusticia que la anima: Nada de deber, nada de necesidad, nada de obligación. A la mujer es
insoportable toda orden y toda construcción malhumorada. (…) Me parece difícil
que el bello sexo sea capaz de principios, y espero no ofender con esto:
también son extremadamente raros en el masculino. A continuación, Kant hace
un repaso de lo que él considera han de ser rasgos de carácter
predominantemente femeninos, como el pudor: Esta
cualidad es principalmente propia del bello sexo, y le sienta muy bien. Debe
considerarse como una grosera y despreciable inconveniencia sumir en confusión
y desagrado la delicada honestidad del mismo con esas plebeyas bromas que se
suelen llamar frases equívocas. Y añade, para sorpresa del lector
indignado, una matización cuya franqueza, que luego desarrollará con mayor
precisión, le despoja de la condición de filósofo mojigato y lo acerca a la
verdadera dimensión de su fondo positivista: Pero en último término, la inclinación sexual es el fundamento de todos
los demás encantos. (…) Toda esta
seducción está, en el fondo, extendida sobre el instinto sexual. La naturaleza
persigue su gran propósito, y todas las finuras añadidas, por mucho que de él
parezcan desviarse, son sólo ornamentos, y al cabo toma su encanto justamente
de ese mismo manantial. Un gusto rudo y sano, atenido siempre de cerca a este
instinto, se preocupará poco en una mujer de los encantos del talle, del
rostro, de los ojos, etc. (…) Aunque poco delicado, no ha de menospreciarse
tampoco este gusto. Por él la mayor parte de los hombres observa el gran orden de
la naturaleza de una manera sencilla y segura. En ese vaivén entre lo natural y lo social,
Kant aboga por que la mujer, sin descuidar la “apariencia bonita”, se preocupe
de los “encantos morales”, porque allí
donde se revelan, cautivan más. Todo, sin embargo, dentro del orden supremo
de la moderación, porque querer sustituir totalmente los instintos nos hace
caer de lleno en la máscara ridícula de la afectación, de la pretensión: La vanidad y las modas pueden acaso dar una
falsa dirección a estos instintos naturales y convertir a muchos hombres en señoritos
empalagosos y a muchas mujeres en pedantes o amazonas; pero la naturaleza
procura siempre restablecer sus disposiciones.
Acaba Kant el capítulo con
una reflexión sobre la vida conyugal, el éxito de la cual, tomen nota los cónyuges
intelectores –que haberlos, haylos…– que por este Diario se paseen…, consiste en lo siguiente: En la vida conyugal, la pareja unida debe constituir como una sola persona
moral, regida y animada por la inteligencia del hombre y el gusto de la mujer.(…)
Cuando se llega a alegar el derecho de quien manda, las cosas están perdidas;
esta unión, que solo debe estar fundada en la simpatía mutua, queda destruida
no bien el deber principia a hacerse oír. Las pretensiones de la mujer en este
tono duro son extremadamente odiosas, y las del hombre, innobles y
despreciables en sumo grado.
Para acabar este breve
ensayo sobre lo bello y lo sublime aplicado a los caracteres humanos, Kant se lía
la manta a la cabeza y, reconociendo en la primera nota a pie de página la
injusticia de ciertos juicios, acaso escasamente fundados, se lanza a una
descripción de caracteres nacionales muy del gusto del romanticismo, que es
donde nace la ideología del alma popular, la volkgeist, de tan perniciosos efectos
para el continente europeo. Esos caracteres van unidos, al decir de Kant, a las
tendencias morales, y de ahí sale que el español sea serio, callado y veraz. Pocos comerciantes hay en el mundo más honrados
que los españoles. [Y eso que a buen seguro no faltarían en aquella época
nuestros Bárcenas, Millet, Matas y
Condes…] Tiene un alma orgullosa y siente
más los actos grandes que los bellos. Por su parte, el francés gusta de ser ingenioso y sacrificará sin
remordimiento algo de la verdad a una ocurrencia, lo que nos habla, sin
duda, de ese esprit que sería el
equivalente del wit inglés y de
nuestra agudeza. Kant captó perfectamente
que el francés gusta de la audacia de sus expresiones; pero para alcanzar la verdad no
hay que ser audaz, sino precavido. En cuanto al inglés, se manifiesta
ambivalente: El inglés es glacial siempre cuando uno comienza a
tratarle, y se muestra indiferente con un extraño; en cambio, una vez hecho
amigo, está dispuesto a prestar grandes servicios. Y no podía faltar en
este retrato caracterológico la visión que comparten todos los continentales: Se convierte fácilmente en un excéntrico no
por vanidad, sino por preocuparse poco de los otros y porque no contraría
fácilmente su gusto por amabilidad o imitación. Para Kant, su compatriota,
el alemán, se pregunta mucho más que los
precedentes acerca de lo que puedan pensar de él los demás., y si hay algo en su carácter que pueda excitarle a desear
una mejora importante es esta debilidad, por la cual no se atreve a ser
original, aun cuando tiene todas las condiciones para ello.
Le ahorro a mis queridos
intelectores el incomprensible y deleznable broche de acendrado racismo con que
Kant despacha a los pueblos negros, hirientes anécdotas incluidas, y no por
respeto a su venerable figura, sino por el que los primeros me merecen. Aunque
ello explique, y avale hasta cierto punto, las aberraciones ideológicas y
filosóficas que vendrán después, porque Weininger, por ejemplo, aclama a Kant
como filósofo-guía. Y ya se sabe de Hitler que admiraba solamente a un judío:
Weininger.