miércoles, 27 de noviembre de 2013

El arte de dejarse seducir


Apuntes stendhalianos del Artista Desencajado.

Soy  vocal  (y a veces bocazas) de una Sociedad Limitada (padre, madre, hijo e hija) bien avenida y a la que le gusta compartir la mayor parte del tiempo de vacaciones del que disfrutan una vez al año. Todo menos el dedicado a la visita de los museos. Traspasado el umbral de alguno, parece que los cuatro puntos cardinales tiren cada uno hacia sí desmembrando la entidad de la que hasta ese momento formaban parte armónica, como si cada parte sufriera una opa hostil. Cada miembro de la sociedad tiene un modo específico y distinto de relacionarse con los museos. La madre aún está en el panel inicial, contextualizando, mientras el padre va ya por mitad del edificio. El hijo dibuja y dibuja, copiando, como si viera a través de la punta del lápiz. La hija lleva su guía (escrita o sonora) y dialoga a tres bandas con las obras a las que sólo presta atención si aparecen descritas o explicadas en la guía. Yo voy a mi aire, que es el muy extravagante de no mirar a los cuadros o esculturas sino de reojo, dejándose antes mirar por ellos o ellas, que ir al abordaje del descarado encuentro visual. No presto mi atención, me hago de rogar. Espero que desde las paredes o desde el centro de las salas esas obras de arte me la arrebaten, y sólo me detengo cuando “algo”, por inverosímil que sea, me caza a lazo y me lleva a plantarme ante el objeto en cuestión para, entonces sí, cumplir con la canonicidad de la visita y no dejar centímetro cuadrado por escudriñar, con dispares resultados. Se trata de un método que siempre me ha satisfecho, aunque ha colaborado poco a mi formación  artística, porque grandes obras me han pasado literalmente desapercibidas y he reparado en otras que a nadie llaman la atención, con la consiguiente ausencia de complicidad en mis interlocutores cuando les hablo de mis experiencias museísticas. Este verano pasado (¡y tan cercano aún en el recuerdo!) me he hartado, a la manera stendhaliana, de empapuzarme de obras artísticas que han contribuido lo suyo a incrementar el abanico de mis sensaciones y el repertorio de mis rarezas artísticas. Roma es única para ese mester de clerecía, porque buena parte de las piezas cobradas en la caza de altanería artística pertenecen a la esfera de lo religioso. Una vez que alguna obra me ha ensogado, pasto en ella como un sufí a la espera de la unión mística. Me sumerjo literalmente en el cuadro o entro en las tres dimensiones de la escultura y me alojo con intención de no salir aunque sea alcanzado por el lento peregrinaje de la madre, que no deja panel de información sin ser leído, como se debe. Y me debo, sin embargo, a mi capricho, y trisco por las paredes y las salas hasta encontrar el estímulo que justifica mi recorrido arbitrario. La prohibición de fotografiar, en aras del negocio, me fuerza a recurrir a la libreta de notas para guardar memoria de mis impresiones.
He aquí algunas de las obras que he atesorado en la memoria gracias a las tres frases con que las evoco:
 De Bernini, que ha sido una constante a lo largo de las jornadas romanas, me cautivó este autorretrato en edad madura, absolutamente Velazqueño. Los ojos alucinados, los pómulos angulosos y el bulto espartano (de esparto), nos presentan un ser abstraído en una belleza que no está lejos de provocarle el horror de la plenitud:

            
De Guido Reni me sedujo este Moisés con las tablas de la ley. Riberiano. Perfecto claroscuro, perfección fisiológica y total poderío visual. El cielo borrascoso contrasta con el rojo vital del manto y la seriedad de Moisés, como si fuera consciente de la dura exigencia ética que implica el código que sostiene en sus manos.
                 

Me planté ante Il sonno, de Alessandro Algaardi porque se representaba a un niño durmiente, rodeado de granadas y con una nutria a sus pies. Fanático como soy de esa fruta, que consumo por kilos diarios mientras dura su corta temporada, no me llamó menos la atención la presencia de una nutria a los pies del mozo plácidamente dormido: imagen de plenitud para un insomne crónico. Hube de regresar a Barcelona para averiguar que a la nutria se le ha llamado desde mucho tiempo ha “perro de agua”, y que se destacaba de ella su espíritu juguetón y su alegría, cualidades enteramente atribuibles a los niños. Así mismo, según la enseñanza sufí, beber el mosto de la granada es acceder al verdadero conocimiento de lo real, algo que muy a menudo sólo se cumple, como bien sabemos, a través del sueño, siempre tan revelador. Además, según la mitología griega, Perséfone, hija de Démeter, es engañada por Hades haciéndole comer granos de granada para retenerla en el inframundo durante el tiempo del invierno, lo que equivale a una suerte de sueño de la naturaleza. Desde el punto de vista católico, es símbolo de la resurrección en manos del niño Jesús, lo que se compadece a la perfección con el simbolismo del futuro despertar del plácido durmiente. El abandono sensual de la criatura al sueño del que goza añade una lectura escabrosa de la que el observador no puede separarse, e intuye que tampoco pudo su creador.
                 

De Vittore Carpaccio (1495-1500) me silbó en los ojos el Ritratto de donna en el que destaca el gorro que lleva la mujer como una serpiente enroscada que es lo más parecido a un perfecto y escatológico zurullo. La textura del retrato entre flamenca y expresionista me seduce. Me interrogo si  el óleo sobre tabla es lo que permite la creación de una textura que potencia la materialidad del retrato. A pesar de la inequívoca condición femenina de la retratada, hay un evidente sesgo varonil en sus facciones, como si estuviéramos en presencia de un delicado travestido o un andrógino.
                      

Del Veronese me atrajo esta predicación del Bautista. Sobre todo el marcado contraste cromático entre la palidez mortecina de las piernas del santo, que no del torso, y la brillantez textil de los personajes a quienes parece no convencer, a juzgar por sus poses escépticas. Sorprende la acción de la mujer del primer plano a la derecha, quien parece querer coger una piedra para lapidarlo, aunque es madre de un niño pequeño que, apenas visible en la tela, se abraza a ella, quizás con la intención consciente de impedir el deleznable intento de lapidación protagonizado por la madre. Suele haber a menudo un contraste entre el lujo de las ropas de algunos personajes  la desnudez y palidez de los santos, para marcar los mundos antagónicos que representan. Propenso a la hipotensión como soy, me chocó la inclinación de la parte izquierda del cuadro: árboles y personas, como si el brazo derecho del santo varón hubiese empujado cuanto quedaba a su derecha hasta inclinarlo como una demostración de poder.
                                  

Del retrato de la joven mujer con unicornio, de Rafael, me llamó poderosamente la atención la mirada enigmática y severa de la modelo y apenas nada la presencia del unicornio diminuto. Sorprenden mucho en la pintura clásica las proporciones, como si no fueran el realismo y la verosimilitud valores pictóricos. La mirada de la joven implica una censura y la voluntad de mantener un secreto que no va a permitir que capte el pintor. Digamos que la modelo no se “entrega” al pintor, sino que se reserva, se “opaca” para que quede de ella una apariencia. Ve la confección del retrato como una impertinencia a la que sin embargo, ignoro por qué, se somete no de grado. Aguarda, altanera y resignada al tiempo  a que el pintor termine su labor

                  

Andrea del Sarto es un pintor de tamizados, nada amigo de los colores vivos. Siempre me ha sorprendido la facilidad con que, incluso mirando de reojo, sé que un cuadro es suy. En éste, la Madonna col Bambino e S. Giovanni, los oscuros y los colores fundidos: azul oscuro, grises y cuerpos cerúleos. Parece que el conjunto haya sido sometido a una veladura que destierra brillos y viveza de los colores, otorgándole una textura uniforme en el que se aprecian con mayor interés las cualidades psicológicas de los protagonistas. No hay, en esta pensativa y silenciosa Sagrada Familia ninguna alegría, sino una profunda preocupación y una compasión implícita. Parece que la desazón se haya encarnado. O que el futuro trágico se haya anunciado de forma inequívoca.
                         



De Ghirlandaio siempre he guardado en el recuerdo el retrato de una joven que coincidía con el ideal de la mujer renacentista retratada en “mientras por competir con tu cabello en vano”, entre otros sonetos imperecederos.  Leda, sin embargo, me ofreció un soberbio contraste entre ella, casta y dulce, y la mirada despiadada y cinegética de un Júpiter depredador que ni siquiera guarda las formas de don Juan, sino que exhibe, despiadado, la arrogancia de su poder. Ni siquiera, eso sí, puede competir su blancura con la alabastrina de Leda, cuya inocente mirada realza el escorzo
                                

De Lelio Orsi, ¿cómo no dejarse arrebatar la atención por esta pareja de Santa Cecilia y Valeriano, tan hiperrealista como kistch. Vivísimos colores en un interior geométrico lleno de perspectivas que anticipan las velazqueñas. Resulta entrañable la visión del matrimonio místico de Valeriano y Cecilia, ella, sin embargo, leyendo, aunque cerca del órgano y de lo que parece un violonchelo, como buena patrona de los músicos que es, y él con el paso decidido de la pasión que, queriendo llevarle al tálamo nupcial, lo deposita en el reclinatorio de la oración compartida, aunque el andrógino ángel que les da la corona del triunfo parezca insinuar unos pechos tentadores. La expresión de ambos, sumida ya en el éxtasis religioso, les indica el camino de su ardor. En la escena de interior no deja de sorprender la nube contra la que se recorta el ángel de las guirnaldas.

Es difícil pasar de largo junto a los Caravaggio, a cualquiera de ellos. Todos tienen una impronta que a nadie puede dejar indiferente. Su autorretrato como Baco, no meramente disfrazado de él, por más que a Caravaggio le gustase mucho el travestismo, nos dice mucho de él y nos confirma el contraste entre su singularidad física y la excelencia de su pintura. Pequeño, moreno, de ojos y mirada picarescos y boca irregular de grueso labio inferior. La pose es afeminada, a pesar de representar a Baco, como una reinona anticipada a su tiempo. Su pequeñez no significa escualidez, porque hay en él una dimensión muscular atlética. Su mirada traviesa y desafiante parece jugar con el equívoco nalgar/testicular de los últimos melocotones de la temporada, del estilo de los de Calanda (o como oí en Cádiz: de Calandria…)
            

Este conjunto escultórico de Bernini, Apolo y Dafne, es difícil que tenga rival. La gracia y el instante hechos arte de filigrana y pasión. Resulta increíble cómo el tronco le va envolviendo el cuerpo, envainándolo, mientras las manos alzadas se le van convirtiendo en ramas. Parecen componerse frente a una racha de viento, a juzgar por el vuelo de la escasa túnica/púdica de Apolo. ¡Qué belleza las cabelleras de ambos! Un paso de ballet de la coreografía de la pasión amorosa detenido para la eternidad, porque no se cansa uno de contemplar la estatua ni de admirar la obra preciosa y airosa del artífice delicada y exquisito. No se trata sólo de las proporciones o de la exactitud, sino de algo que va más allá, de la gracilidad, de la delicadeza, de la juventud de la narratividad del conjunto. Tenemos la sensación de que sea la crisálida la que ha decidido volver al capullo para deshacer la rigidez temporal. Gira el asombrado espectador alrededor de la pareja en un travelling circular inagotable, y siempre le sorprende que sea él el que se traslada.


De Francesco di Gentile, y a pesar de que el título del cuadro es : Madonna de la farfalla, no me atrajo la presencia casi exótica del insecto, acaso representación de la psique, que vuela, flechado, hacia la primera dama del catolicismo, sino la cara de niño viejo, sufrido, agotado, del bambino, como si ya hubiera vivido el futuro adverso que le espera. La impasibilidad de María tiene que ver con la asunción del trágico destino de ese niño viejo que se recuesta, con desmayo, sobre su brazo. Ninguno de los dos parece haber sonreído nunca. Como si la venida de Cristo hubiera sido la imposición de un destino aciago que le toca sobrellevar con la máxima compostura y ninguna alegría. Hay algo de protestante en esas actitudes, algo de resignación, de austeridad emocional.
          

Las dificultades intrínsecas de las obras con muchos personajes son resueltas por los genios con una sencillez que admira y desconcierta, porque se advierte tal fluidez en la composición que ni siquiera tiene uno, el abducido, la sensación de que hayan sido necesarios algunos bocetos. Es el caso del cuadro de Rafael La transfiguración en el monte Tabor. ¡Hay que ver el movimiento que consiguen cuatro manos extendidas en direcciones opuestas! Lo diferentes centros de interés del cuadro, con conversaciones paralelas, aún le dan más vitalidad a la escena. La levitación de Cristo y sus discípulos orantes consuman la fuerza poderosa del cuadro, a pesar de la pose “escocida” del Cristo, la propulsora de Elías y la tramoyesca de Moisés, si no me equivoco en el reconocimiento. El juego de brazos y manos de la mayoría de los personajes le da al cuadro un sonido que el observador escucha como un vocerío.
               



Las pinturas de interior, íntimas, necesitan de una capacidad de visión notable. Sobre todo si la protagonista, como en el caso de esta Santa Elena de Veronese aparece dormida, ausente del cuadro, y es observada como un cuerpo incapaz de manifestarse si no es indirectamente. La posición de la santa, sin embargo, llena de una cotidianeidad entrañable, dormida sobre un asiento y con el pie apoyado levemente en el asiento que tiene delante se despliega un vestido floreado, con capa, de tonos ocres que parece puramente hiperrealista, a juzgar por el detallismo. Los tonos apagados que acompañan el sueño prefiguran el dolor de la muerte intuida en la cruz del martirio que le presentan los ángeles, quienes, enmarcados en la ventana parecen, a su vez, otro cuadro junto al que la santa quisiera olvidar su destino. Es espectacular la calidez con que Veronese ha descrito el cansancio de la mujer que, cargada siempre de trabajos, dentro o fuera del hogar, decide descabezar un breve sueño que la repare, que la renueve, que la permita seguir afrontando sus heroicidades cotidianas.
                  

Hay cuadros tan familiares que descubrirlos en la pared de un museo supone encontrarse con un conocido. La sorpresa en este caso consiste en acercarse a la chapa identificadora y leer el nombre del pintor que hizo célebre la imagen: Quentin Metsys. Ni idea, hasta que lo leí allí y lo apunté en mi libreta de notas. In situ se acentúa mucho más la extrañeza que siempre me ha causado el cuadro: la inadecuación entre la acción del protagonista y su pose facial, ajena a lo que hace su mano, consiente, parece, de que se trata de un simulacro, ¡él, Erasmo, metido de lleno en un simulacro! Cuesta mucho imaginar que Erasmo se hubiera prestado a posar de esa manera, y más aún la estrechez de su mesa de estudio, la de alguien hecho a trabajar con fuentes y bibliografía.
                            

Si en el Judith y Holofernes de Caravaggio el entrecejo de Judith no se corresponde con la parsimonia con que ejecuta, parece que sin resistencia, el descabezamiento; la vieja que ayuda a Judith, con el saco preparado para guardar la cabeza, sí que parece confirmar el destino que se merece un Holofernes al que no le ha dado ni tiempo a darse cuenta de que ha perdido la cabeza, como todo el mundo recuerda, en esta composición teatral, Amor sacro y amor profano, un ángel de guardarropía con una clara y airosa posición de ballet ofrece una escena llena de dinamismo y de sensualidad. El ángel se interpone entre Cupido y el Sátiro, éste pintado con las clásicas orejas puntiagudas. El único que mira al espectador es el sátiro, horrorizado de que le pillen en plena humillación. El amor, por su parte, afeminado, mórbido, está a punto de rozar la mano del ángel como señal de reconocimiento: somos tal para cual, parece indicarle.
                 

Finalmente, de un autor como Lionello Spada, cuya existencia hubiera ignorado si no me hubiera sentido llamado por su notabilísimo San Jerónimo, representado en acción de escribir sentado y con lentes, quiero destacar el porqué de la atracción:  creo que es el primer San Jerónimo que veo con gafas, y es muy probable que las necesitase, él, que tanto consumió la vista sobre los textos. La escritura del santo es un prodigio de caligrafía. En el acto de escribir, mantiene el tintero en la mano izquierda, sin dejarlo sobre la mesa, quizás para no perder el hilo de lo que escribe, para no tener que sufrir ni el más mínimo parón que lo distraiga. En la cueva hay una estera de caña recogida, como una alfombra que protegiera en invierno, a pesar de ser de caña, al fondo su incómodo lecho. Se le ha sorprendido en una pausa de esas en las que los escritores aguardan que llegue el modo exacto como seguir el texto o la palabra adecuada que permita, como una esclusa levantada, que la hoja en blanco se inunde de texto.
                                                      

Y como yo ya creo haber encharcado las mías, aquí lo dejo y a la benevolencia de los lectores/contempladores me encomiendo.



sábado, 16 de noviembre de 2013

Sobre el fracaso, y el éxito...

El fracaso y  nosotros.

Es extraña la relación con el fracaso -que viene del lejano frangere, romperse algo; de igual modo que viene de dicha voz latina sufragio, por los golpes de las espadas contra los escudos para elegir a los antiguos caudillos-, porque no hay dos fracasos iguales y, por lo tanto, en ausencia de idónea vara de medir, resulta casi imposible valorarlos sin excederse o quedarse corto. Está uno tentado de decir que, cuando se ha experimentado el fracaso personalmente, no hay nada tan íntimo como él, ni tan incomunicable, porque no afecta tanto a la posible obra fallida cuanto a nosotros fallando, algo que puede volvérsenos insoportable. 
Lo cierto es que el fracaso no deja indiferente. Y lo paradójico, que hay que saber fracasar, lo que no es lo mismo que saberse fracasado, desde luego. Son juegos de palabras, sí, pero encubren heridas profundas y sin cicatrización posible; aunque también es profundo el gozo de sentirse vivo  que nos permite  la herida abierta, en carne viva; ser la uña que se separa de la carne del Cantar del Cid. Lo doloroso del fracaso es, también,  pero solo hasta cierto punto, la incomprensión de algunos de los demás, casi más que nuestra impotencia deseada frente a él.
Podemos hablar  del fracaso como de nuestros otros yoes, pero los fracasados sabemos que el fracaso es el usurpador del único yo en el que quisiéramos  reconocernos. No se fracasa de una vez, sino por partes de un todo imposible. No se trata, sin embargo, de pequeños fracasos que se van sumando como una lista de agravios que poder presentar ante una instancia todopoderosa, dígase dios, dígase el gobierno central, dígase el Tribunal de La Haya, dígase el mismo de uno mismo…
La conciencia del fracaso es determinante, incluso más que el propio hecho del fracaso, que el acto de fracasar, que puede acabar no revistiendo ninguna importancia. Entran en juego las expectativas, ese modesto pseudónimo plural de la esperanza, y también la visión distorsionada, sin llegar a esperpéntica, ¡o si!, de nuestros méritos. El fracasado es un lince para detectar en sí ese estado de derrota y melancolía, de devastación moral y de depresión física que no lo conduce a ningún muro de las lamentaciones, sino al exquisito suplicio de la conmiseración morbosa, si se siente con algo de fuerzas para ello, porque el fracaso pesa, físicamente. Todos los fracasados andamos algo cargados de espalda, y algunos jorobean, ¡y aun jorobamos…!, sin caer en el exhibicionismo.
Ni que decir tengo que cuando se convive con tres heterónimos –mal, en una persona tan cerrada, tan estrecha, con tantos humos y con escasas vistas al exterior- se fracasa entonces a lo funcionario, esto es, por triplicado. Y las obras del fracaso se van almacenando en los cajones como paradójicos cadáveres  vivos que añoran el olor de las multitudes, que no el loor…

El fracaso, aunque a alguien le cueste aceptarlo, no digamos ya creerlo,  no es el reverso del éxito, su antónimo. El fracaso tiene entidad propia y aun hay quienes lo persiguen con una intensidad que admiraría a quienes buscan, atolondrados locuelos, el espejismo del éxito. El éxito es evanescente, y el fracaso residente; pues mientras el éxito está hecho de humo, el fracaso es de pórfido: ambos, sin embargo, comparten el efecto devastador, pero mientras en el primero  el sujeto casi es ajeno a lo que sucede, en el segundo es protagonista indiscutido. Cultivar el fracaso es alegre pasión consciente; desear el éxito es un enajenado desvivirse cotidiano. No todos están llamados al fracaso, pero casi todos se creen llamados al éxito. Allá ellos. Acá nosotros.

sábado, 9 de noviembre de 2013

ICON (léase “aicon”), nocivo iconódulo (o iconólatra)


La banalidad esteticista o la vulgaridad pija.

                  ¡Cómo hemos podido vivir los hombres tantos años sin ICON, perdidos en el piélago de la vulgaridad, en los abismos de la garrulería, en las simas de la ordinariez, en los antros de la inestilidad! El PAÍS, que quiso convertir la cabecera en desatildado (en sentido primigenio) icono, hubo de reconocer, aunque le llevó sus buenos años hacerlo, que era una palabra viva y un significado ambiguo, antes que un icono de molde, yerto como el sudario de la escayola pintada de negro de la que parecía hecho. He mirado con atención el centón publicitario que es ICON, he leído, con estupor,  algunos de sus escasos artículos, expresión máxima del adocenamiento y la cursilería, y he llegado a la única conclusión posible: ¡Estamos perdidos! o ¡nos hemos hallado en la peor de las versiones de lo que puede ser ser hombre, para una empresa de comunicación en el siglo XXI! Fijémonos en  la retórica comercial de la que emana este engendro, la paternidad del cual, afortunadamente, ha de buscarse fuera de nuestras fronteras, porque hasta para lo deplorable hemos de pagar copyright (léase “copirrait”), y saquemos conclusiones: En ICON hemos trabajado para que cada página, cada foto, sea cuando menos interesante, siempre sugerente, y misteriosa algunas veces. Misteriosa en el sentido más potente que tiene la palabra aplicada a la revista: cuando una vez cerrada, nos damos cuenta de que algunas de sus imágenes, quizás solo una, se han grabado en uno de los innumerables pliegues de nuestro cerebro y se quedan ahí, durante horas o para siempre, formando ya parte de nuestros anhelos, de nuestros gustos, de nuestros deseos. De nuestra personalidad. ¡Qué generosidad pliegal la del señor Moreno! La revista parece dirigirse a quienes solo tienen un pliegue y el resto de los “innumerables” planchados como los modelos-objeto, como se decía antes de las mujeres en revistas tristemente iguales. 
                    Que para presentar, con tópicos rancios, un producto anacrónico como éste, el maestro de ceremonias cite a Borges y a Susan Sontag, bucando una coartada cool, pone sobreaviso de la inmensidad de la mediocridad que ofrece a los videntes, que no leyentes, de su catálogo publicitario. Coche-Perfume-Moto-Dolce…, ¡y la galbana infinita que se apodera de uno para no seguir! son como una declaración tópica del mundo macho metrosexual por el que pretenden cobrar ¡nada menos que 3€ por ejemplar! ¿En qué sueño de la razón se ha abismado la mente calenturienta que imagina un exitazo de ventas? Le ahorro al lector de estas líneas las irreproducibles, sin vergüenza ajena, del director de la “cosa”. Pero no les ahorra la síntesis: ICON quiere ser una guía sensata del mundo del consumo, sin complejos pero sin la menor intención de adoctrinar: Zapatos. Reloj. Perfume. Bolso. Chaqueta. Perfume. Reloj; Perfume; Crema hidratante para piel barbuda. Chaqueta. Polo. Reloj. Perfume. Coche. Camisa. Zapatos. Plumífero (sic. Acaso ex-parka.  Los ya vetustos sólo reconocíamos como plumífero al periodista lagotero, que conste). Bolso. Ron. Coche. Ron. Chaqueta. Ginebra. Telefonica (sic. Iconica, sic, claro). Viajes. Botas. Cochecito. Banco. Banco. Inmobiliaria. Banco. Revista. Reloj…Todo ello, como mandan los cánones de la iconología publicitaria, con abundantes jóvenes para ensueños homo y bisexuales de cenicientas tardes de domingos aplánicos (sic, sin plan, está clariconico, ¿no?)
                   En la serie anterior he querido reproducir lo que podríamos considerar como el flagelante algoritmo infernal de la visión de la revista –porque poca lectura se ofrece-, para quienes hubieran considerado la posibilidad de hallar en ella algo, ¡lo que fuera!, capaz de apelar a su inteligencia y su sensibilidad.
                  ¿El mayor desengaño? Que Mendoza haya prestado su nombre y su menguante talento para semejante engendro. Le pagarán bien y eso lo justifica, porque es un profesional y, como los fontaneros, trata de arreglar los desastres donde se produzcan, pero ¿de verdad que lo necesitaba? Sus viejos lectores no esperaban esto. Él es elegante, está fuera de toda duda, pero también es inteligente, de ahí la perplejidad de quien encuentra su firma al otro lado de la página que comparte con Joana Bonet, autora de un texto infumable.

                 Para este intelector que tira a proletario bastorro, ICON le parece tan sofisticada y lejana como exótico le debe de parecer a sus diseñadores el tradicional bocadillo de calamares o de rodajas de merluza rebozada. Advierto, no obstante, si soy capaz de volver a recorrer un ejemplar de cabo a Mendoza, que se me abre un brillante futuro relacional: oleré mejor; daré la hora deslumbrante; invitaré a subir a un casihaiga a mis amistades; me caerán las prendas como de molde, en vez de “embutirme en ellas” como ahora me sucede; y estaré al cabo de la calle de las mejores marcas del momento... Y en cuanto a las tardes de domingo, pues me lo reservo(ir dogs…).

domingo, 3 de noviembre de 2013

Puesto ya el pie en el estribo…




Dedicatoria, autobiografía, teatro…  
Entre Pascual y Cervantes, de autor a autor, una tiramira de melancolía, nostalgia, ingenio y amor.

      No es habitual en este Diario hablar de libros recientes, recentísimos incluso, como es el caso de La última dedicatoria de Cervantes, de Emilio Pascual, quien suma en su persona dos condiciones no siempre conciliables, la de magnífico escritor y la de eminente editor, de las cuales ha dado muestras sobradas como para que esta laudatio inicial ni suene hiperbólica ni obligada por la amistad, puesto que el Artista Desencajado se siente honrado por poder disfrutar de ella. Quienes ya conocen a Emilio, en cualquiera de ambas facetas, saben que Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451 después de haberlo conocido, por haber tenido noticia de que era el único ser vivo en el planeta Tierra que podía decir de coro las dos partes de El Quijote
Volviendo de la ficción a la realidad, bien cierto es que de esa hipóstasis con el Quijote de Cervantes ha nacido esta obra de teatro en que, tomando como pie el del autor en el estribo de la célebre dedicatoria de su incomprendido –e incomprensible– Persiles y Sigismunda, Emilio Pascual nos pasea, con la melancolía y a veces con la nostalgia, propias de la ocasión, por la apretada biografía del alcalaíno. En Oportet, su editorial personal –después de haber trabajado durante toda una vida editorial para Anaya y Cátedra–, va Pascual creando un fondo de obras que en modo alguno responden a crípticos mensajes mercadotécnicos sobre los seguros caminos por los que se mueve el grueso de los lectores cándidos, sino a un criterio literario que obvia el afán mercantil, aunque, como buen editor, no les haga ascos a los ingresos que engrasan la ya desaparecida rotativa; un fondo, en fin , que irá consolidándola como un depósito seguro del buen gusto y el mejor criterio, aquel que satisface el de los morenos lectores.
Presentada como obra de teatro, quién sabe si en esos estratos culturales del autor no recaló su inspiración en el género de la famosa comedia humanística, aquella que, como La Celestina -y perdóneseme que renuncie al excurso de la comparación entre D.Quijote y Calixto...-, exigía ser leída en jardines cerrados para mucho…, en vez de ser representada. Al final, La Celestina ha sido carne de escenario, como lo fueron las complejas Luces de Bohemia, y yo espero y deseo que haya visionarios, y amantes de la obra de D. Miguel, que se atrevan a encamarlo sobre un escenario para que desde el lecho fértil de la memoria sepamos de él por él, en sus propias palabras, porque ese es el otro prodigio técnico, literariamente hablando, de Emilio Pascual: escribir la vida de Cervantes redactada por éste, pero adobada (adobar en francés, de donde procede nuestro vocablo, significa “armar caballero”…) por el único adobador capaz de sintetizar en el lapso de la duración de un espectáculo teatral no solo la discreta vida del autor, sino su relación con la mayor parte de su obra inmortal, del  mismo modo que fue capaz de reducir el Quijote a un romance en la celebrada Días de Reyes Magos.
La obra tiene dos partes bien definidas. En la primera hay una evocación autobiográfica y en la segunda, sin apartarse de la autobiografía, se produce una transfiguración que satisface enormemente a los cervantinos: la identidad entre autor y personaje, D. Quijote, claro está. Si el personaje acaba su asendereada vida en el lecho del que pasará a la huesa, desde idéntico lecho la tranquila sin hueso de D. Miguel querrá hacernos la merced de relatarnos sin muchos pelos ni señales, qué fue de él y cómo nunca llegó a saber quién era, adelantándose a la puesta en cuestión del sujeto en la que aún vivimos, como paradigma filosófico/psicológico de nuestro recién inaugurado siglo. La discreción, la nula afectación de Cervantes, se refleja con exquisita elegancia en un texto –centón de textos cervantinos lo llama su autor, con absoluta injusticia– en el que se prodigan elipsis tan hermosas como la de la pág. 29: [habla de Hasán Bajá, quien lo tenía prisionero y quien varias veces le perdonó la vida] o no quiso cerrar para siempre la seducción de mis alegres ojos. Y quédese aquí, que estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo, ni toda la vida se puede reducir a geometría. En ella se hace referencia a la hipótesis de la homosexualidad de Cervantes, defendida hace ya tiempo por Canavaggio. Adentrados ya en la hermosa textualidad de la obra –en algo notablemente distinto la convertirían la dicción y la gesticulación del actor–, confieso que he de manifestarle al autor –en absoluto menardiano, que conste– un pero doble: lo que denomino un “problema de enunciación y decoro”. Entiendo que el reto de componer una vida con la pauta y los textos ya marcados deja poco lugar para lo que acaso el autor consideraría un entrometimiento imperdonable, y osado atrevimiento: enmendarle la plana al otro autor.  Me refiero, y con un ejemplo lo entenderemos mejor, a la expresión repetida en la pag. 36: me llamó a Esquivias, famosa por sus ilustrísimos vinos, que, pocas líneas más tarde aparece como Esquivias, la de los ilustres linajes y los ilustrísimos vinos. El problema, decía, es el de la enunciación y el del decoro: ¿en el lecho de muerte, y aunque pase Cervantes revista a su vida y nuestro segundo autor haya escogido hacerlo con las palabras del alcalaíno, cedería a decirse, a relatarse a sí mismo don Miguel, con esa retórica fraguense de Información y turismo? No lo creo. ¿No es curioso que la textualidad atente contra la verosimilitud –o una de las posibles verosimilitudes? Nada digo de la intertextualidad creativa con que Pascual, mediante referencias a otros autores, especialmente Machado, pero también Góngora y Borges –y una no sé si buscada analogía con la maleta de Portbou de Benjamin…–, le da olor, color y sabor al adobo, pero de igual modo quizás hubiera sido conveniente traicionar para traducir y ofrecernos el auténtico Cervantes que se escurre entre la ignorancia que acumulamos sobre sus días y sus obras, siendo éstas, madres oscuras de un hijo escurridizo.
  Me ha llamado la atención la profunda visión que nos ofrece Pascual de Cervantes como la encarnación de un eterno aspirante, como un Poulidor de Lope, como un ser siempre “al borde de” grandes cosas, sin que hubiera podido, en vida, acceder a ninguna. A buen seguro que,  más allá del Tiempo y despojado de las humanas flaquezas, estará compartiendo más que buenos momentos con Lezama Lima y habrá hecho suya la serena reflexión del cubano:  He soportado la indiferencia con total dignidad, y ahora soporto la fama con total indiferencia. Eso sí, cuando le llegue noticia de esta obra, la leerá con su proverbial bonhomía y su afectuosa agradecimiento. El mismo que le debemos los lectores, encajados o desencajados, cándidos o morenos, a Emilio Pascual.



Lexinota,  acaso impertinente por mera ignorancia: es probable que Cervantes, en cuyos tiempos la ortografía era tan variable y enrevesada como la caligrafía del infierno de Madama Collet haya escrito alguna vez píctima, pero como yo no tengo registrado el vocablo, sino pítima, es decir, socrocio, no sé si se ha producido uno de esos hermosos híbridos lingüísticos –en este caso entre pítima y víctima– que se me llevan la admiración tras ellos o bien Cervantes pecó de enfático.