Apuntes stendhalianos del Artista Desencajado.
Soy vocal
(y a veces bocazas) de una Sociedad Limitada (padre, madre, hijo e hija)
bien avenida y a la que le gusta compartir la mayor parte del tiempo de
vacaciones del que disfrutan una vez al año. Todo menos el dedicado a la visita
de los museos. Traspasado el umbral de alguno, parece que los cuatro puntos
cardinales tiren cada uno hacia sí desmembrando la entidad de la que hasta ese
momento formaban parte armónica, como si cada parte sufriera una opa hostil.
Cada miembro de la sociedad tiene un modo específico y distinto de relacionarse
con los museos. La madre aún está en el panel inicial, contextualizando, mientras
el padre va ya por mitad del edificio. El hijo dibuja y dibuja, copiando, como
si viera a través de la punta del lápiz. La hija lleva su guía (escrita o
sonora) y dialoga a tres bandas con las obras a las que sólo presta atención si
aparecen descritas o explicadas en la guía. Yo voy a mi aire, que es el muy
extravagante de no mirar a los cuadros o esculturas sino de reojo, dejándose
antes mirar por ellos o ellas, que ir al abordaje del descarado encuentro
visual. No presto mi atención, me hago de rogar. Espero que desde las paredes o
desde el centro de las salas esas obras de arte me la arrebaten, y sólo me
detengo cuando “algo”, por inverosímil que sea, me caza a lazo y me lleva a
plantarme ante el objeto en cuestión para, entonces sí, cumplir con la
canonicidad de la visita y no dejar centímetro cuadrado por escudriñar, con
dispares resultados. Se trata de un método que siempre me ha satisfecho, aunque
ha colaborado poco a mi formación
artística, porque grandes obras me han pasado literalmente
desapercibidas y he reparado en otras que a nadie llaman la atención, con la
consiguiente ausencia de complicidad en mis interlocutores cuando les hablo de
mis experiencias museísticas. Este verano pasado (¡y tan cercano aún en el
recuerdo!) me he hartado, a la manera stendhaliana, de empapuzarme de obras
artísticas que han contribuido lo suyo a incrementar el abanico de mis
sensaciones y el repertorio de mis rarezas artísticas. Roma es única para ese
mester de clerecía, porque buena parte de las piezas cobradas en la caza de
altanería artística pertenecen a la esfera de lo religioso. Una vez que alguna
obra me ha ensogado, pasto en ella como un sufí a la espera de la unión
mística. Me sumerjo literalmente en el cuadro o entro en las tres dimensiones
de la escultura y me alojo con intención de no salir aunque sea alcanzado por
el lento peregrinaje de la madre, que no deja panel de información sin ser
leído, como se debe. Y me debo, sin embargo, a mi capricho, y trisco por las
paredes y las salas hasta encontrar el estímulo que justifica mi recorrido
arbitrario. La prohibición de fotografiar, en aras del negocio, me fuerza a
recurrir a la libreta de notas para guardar memoria de mis impresiones.
He aquí algunas de las
obras que he atesorado en la memoria gracias a las tres frases con que las
evoco:
De Bernini, que ha sido una constante a lo
largo de las jornadas romanas, me cautivó este autorretrato en edad madura,
absolutamente Velazqueño. Los ojos alucinados, los pómulos angulosos y el bulto
espartano (de esparto), nos presentan un ser abstraído en una belleza que no
está lejos de provocarle el horror de la plenitud:
De Guido Reni me sedujo este Moisés
con las tablas de la ley. Riberiano. Perfecto claroscuro, perfección
fisiológica y total poderío visual. El cielo borrascoso contrasta con el rojo
vital del manto y la seriedad de Moisés, como si fuera consciente de la dura
exigencia ética que implica el código que sostiene en sus manos.
Me planté ante Il sonno, de Alessandro Algaardi porque se representaba a un niño
durmiente, rodeado de granadas y con una nutria a sus pies. Fanático como soy de
esa fruta, que consumo por kilos diarios mientras dura su corta temporada, no
me llamó menos la atención la presencia de una nutria a los pies del mozo
plácidamente dormido: imagen de plenitud para un insomne crónico. Hube de
regresar a Barcelona para averiguar que a la nutria se le ha llamado desde
mucho tiempo ha “perro de agua”, y que se destacaba de ella su espíritu
juguetón y su alegría, cualidades enteramente atribuibles a los niños. Así
mismo, según la enseñanza sufí, beber el mosto de la granada es acceder al
verdadero conocimiento de lo real, algo que muy a menudo sólo se cumple, como
bien sabemos, a través del sueño, siempre tan revelador. Además, según la
mitología griega, Perséfone, hija de Démeter, es engañada por Hades haciéndole
comer granos de granada para retenerla en el inframundo durante el tiempo del
invierno, lo que equivale a una suerte de sueño de la naturaleza. Desde el
punto de vista católico, es símbolo de la resurrección en manos del niño Jesús,
lo que se compadece a la perfección con el simbolismo del futuro despertar del
plácido durmiente. El abandono sensual de la criatura al sueño del que goza
añade una lectura escabrosa de la que el observador no puede separarse, e
intuye que tampoco pudo su creador.
De Vittore Carpaccio (1495-1500) me
silbó en los ojos el Ritratto de donna en el que destaca el gorro que lleva la
mujer como una serpiente enroscada que es lo más parecido a un perfecto y
escatológico zurullo. La textura del retrato entre flamenca y expresionista me
seduce. Me interrogo si el óleo sobre
tabla es lo que permite la creación de una textura que potencia la materialidad
del retrato. A pesar de la inequívoca condición femenina de la retratada, hay
un evidente sesgo varonil en sus facciones, como si estuviéramos en presencia
de un delicado travestido o un andrógino.
Del Veronese
me atrajo esta predicación del Bautista. Sobre todo el marcado contraste
cromático entre la palidez mortecina de las piernas del santo, que no del torso,
y la brillantez textil de los personajes a quienes parece no convencer, a
juzgar por sus poses escépticas. Sorprende la acción de la mujer del primer
plano a la derecha, quien parece querer coger una piedra para lapidarlo, aunque
es madre de un niño pequeño que, apenas visible en la tela, se abraza a ella,
quizás con la intención consciente de impedir el deleznable intento de
lapidación protagonizado por la madre. Suele haber a menudo un contraste entre
el lujo de las ropas de algunos personajes
la desnudez y palidez de los santos, para marcar los mundos antagónicos
que representan. Propenso a la hipotensión como soy, me chocó la inclinación de
la parte izquierda del cuadro: árboles y personas, como si el brazo derecho del
santo varón hubiese empujado cuanto quedaba a su derecha hasta inclinarlo como
una demostración de poder.
Del retrato de la joven mujer con
unicornio, de Rafael, me llamó poderosamente la atención la mirada enigmática y
severa de la modelo y apenas nada la presencia del unicornio diminuto.
Sorprenden mucho en la pintura clásica las proporciones, como si no fueran el
realismo y la verosimilitud valores pictóricos. La mirada de la joven implica
una censura y la voluntad de mantener un secreto que no va a permitir que capte
el pintor. Digamos que la modelo no se “entrega” al pintor, sino que se reserva,
se “opaca” para que quede de ella una apariencia. Ve la confección del retrato
como una impertinencia a la que sin embargo, ignoro por qué, se somete no de grado.
Aguarda, altanera y resignada al tiempo
a que el pintor termine su labor
Andrea del Sarto es un pintor de
tamizados, nada amigo de los colores vivos. Siempre me ha sorprendido la
facilidad con que, incluso mirando de reojo, sé que un cuadro es suy. En éste,
la Madonna col Bambino e S. Giovanni,
los oscuros y los colores fundidos: azul oscuro, grises y cuerpos cerúleos.
Parece que el conjunto haya sido sometido a una veladura que destierra brillos
y viveza de los colores, otorgándole una textura uniforme en el que se aprecian
con mayor interés las cualidades psicológicas de los protagonistas. No hay, en
esta pensativa y silenciosa Sagrada Familia ninguna alegría, sino una profunda
preocupación y una compasión implícita. Parece que la desazón se haya
encarnado. O que el futuro trágico se haya anunciado de forma inequívoca.
De Ghirlandaio siempre he guardado en
el recuerdo el retrato de una joven que coincidía con el ideal de la mujer
renacentista retratada en “mientras por competir con tu cabello en vano”, entre
otros sonetos imperecederos. Leda, sin
embargo, me ofreció un soberbio contraste entre ella, casta y dulce, y la
mirada despiadada y cinegética de un Júpiter depredador que ni siquiera guarda
las formas de don Juan, sino que exhibe, despiadado, la arrogancia de su poder.
Ni siquiera, eso sí, puede competir su blancura con la alabastrina de Leda,
cuya inocente mirada realza el escorzo
De Lelio Orsi, ¿cómo no dejarse
arrebatar la atención por esta pareja de Santa Cecilia y Valeriano, tan hiperrealista
como kistch. Vivísimos colores en un interior geométrico lleno de perspectivas
que anticipan las velazqueñas. Resulta entrañable la visión del matrimonio
místico de Valeriano y Cecilia, ella, sin embargo, leyendo, aunque cerca del órgano
y de lo que parece un violonchelo, como buena patrona de los músicos que es, y
él con el paso decidido de la pasión que, queriendo llevarle al tálamo nupcial,
lo deposita en el reclinatorio de la oración compartida, aunque el andrógino
ángel que les da la corona del triunfo parezca insinuar unos pechos tentadores.
La expresión de ambos, sumida ya en el éxtasis religioso, les indica el camino
de su ardor. En la escena de interior no deja de sorprender la nube contra la
que se recorta el ángel de las guirnaldas.
Es difícil pasar de largo junto a los Caravaggio,
a cualquiera de ellos. Todos tienen una impronta que a nadie puede dejar
indiferente. Su autorretrato como Baco, no meramente disfrazado de él, por más
que a Caravaggio le gustase mucho el travestismo, nos dice mucho de él y nos
confirma el contraste entre su singularidad física y la excelencia de su
pintura. Pequeño, moreno, de ojos y mirada picarescos y boca irregular de
grueso labio inferior. La pose es afeminada, a pesar de representar a Baco,
como una reinona anticipada a su tiempo. Su pequeñez no significa escualidez,
porque hay en él una dimensión muscular atlética. Su mirada traviesa y
desafiante parece jugar con el equívoco nalgar/testicular de los últimos melocotones
de la temporada, del estilo de los de Calanda (o como oí en Cádiz: de Calandria…)
Este conjunto escultórico de Bernini, Apolo y Dafne, es difícil que tenga
rival. La gracia y el instante hechos arte de filigrana y pasión. Resulta increíble
cómo el tronco le va envolviendo el cuerpo, envainándolo, mientras las manos
alzadas se le van convirtiendo en ramas. Parecen componerse frente a una racha
de viento, a juzgar por el vuelo de la escasa túnica/púdica de Apolo. ¡Qué
belleza las cabelleras de ambos! Un paso de ballet de la coreografía de la
pasión amorosa detenido para la eternidad, porque no se cansa uno de contemplar
la estatua ni de admirar la obra preciosa y airosa del artífice delicada y
exquisito. No se trata sólo de las proporciones o de la exactitud, sino de algo
que va más allá, de la gracilidad, de la delicadeza, de la juventud de la
narratividad del conjunto. Tenemos la sensación de que sea la crisálida la que
ha decidido volver al capullo para deshacer la rigidez temporal. Gira el
asombrado espectador alrededor de la pareja en un travelling circular
inagotable, y siempre le sorprende que sea él el que se traslada.
De Francesco di Gentile, y a pesar de
que el título del cuadro es : Madonna de
la farfalla, no me atrajo la presencia casi exótica del insecto, acaso
representación de la psique, que vuela, flechado, hacia la primera dama del
catolicismo, sino la cara de niño viejo, sufrido, agotado, del bambino, como si
ya hubiera vivido el futuro adverso que le espera. La impasibilidad de María
tiene que ver con la asunción del trágico destino de ese niño viejo que se
recuesta, con desmayo, sobre su brazo. Ninguno de los dos parece haber sonreído
nunca. Como si la venida de Cristo hubiera sido la imposición de un destino
aciago que le toca sobrellevar con la máxima compostura y ninguna alegría. Hay algo de protestante en esas actitudes, algo de resignación, de austeridad emocional.
Las dificultades intrínsecas de las
obras con muchos personajes son resueltas por los genios con una sencillez que
admira y desconcierta, porque se advierte tal fluidez en la composición que ni
siquiera tiene uno, el abducido, la sensación de que hayan sido necesarios
algunos bocetos. Es el caso del cuadro de Rafael La transfiguración en el monte Tabor. ¡Hay que ver el movimiento
que consiguen cuatro manos extendidas en direcciones opuestas! Lo diferentes
centros de interés del cuadro, con conversaciones paralelas, aún le dan más
vitalidad a la escena. La levitación de Cristo y sus discípulos orantes consuman
la fuerza poderosa del cuadro, a pesar de la pose “escocida” del Cristo, la
propulsora de Elías y la tramoyesca de Moisés, si no me equivoco en el
reconocimiento. El juego de brazos y manos de la mayoría de los personajes le
da al cuadro un sonido que el observador escucha como un vocerío.
Las pinturas de interior, íntimas,
necesitan de una capacidad de visión notable. Sobre todo si la protagonista,
como en el caso de esta Santa Elena de Veronese aparece dormida, ausente del
cuadro, y es observada como un cuerpo incapaz de manifestarse si no es indirectamente.
La posición de la santa, sin embargo, llena de una cotidianeidad entrañable, dormida
sobre un asiento y con el pie apoyado levemente en el asiento que tiene delante
se despliega un vestido floreado, con capa, de tonos ocres que parece puramente
hiperrealista, a juzgar por el detallismo. Los tonos apagados que acompañan el
sueño prefiguran el dolor de la muerte intuida en la cruz del martirio que le
presentan los ángeles, quienes, enmarcados en la ventana parecen, a su vez,
otro cuadro junto al que la santa quisiera olvidar su destino. Es espectacular
la calidez con que Veronese ha descrito el cansancio de la mujer que, cargada
siempre de trabajos, dentro o fuera del hogar, decide descabezar un breve sueño
que la repare, que la renueve, que la permita seguir afrontando sus
heroicidades cotidianas.
Hay cuadros tan familiares que
descubrirlos en la pared de un museo supone encontrarse con un conocido. La
sorpresa en este caso consiste en acercarse a la chapa identificadora y leer el
nombre del pintor que hizo célebre la imagen: Quentin Metsys. Ni idea, hasta
que lo leí allí y lo apunté en mi libreta de notas. In situ se acentúa mucho
más la extrañeza que siempre me ha causado el cuadro: la inadecuación entre la
acción del protagonista y su pose facial, ajena a lo que hace su mano,
consiente, parece, de que se trata de un simulacro, ¡él, Erasmo, metido de
lleno en un simulacro! Cuesta mucho imaginar que Erasmo se hubiera prestado a
posar de esa manera, y más aún la estrechez de su mesa de estudio, la de
alguien hecho a trabajar con fuentes y bibliografía.
Si en el Judith y Holofernes de Caravaggio
el entrecejo de Judith no se corresponde con la parsimonia con que ejecuta,
parece que sin resistencia, el descabezamiento; la vieja que ayuda a Judith,
con el saco preparado para guardar la cabeza, sí que parece confirmar el
destino que se merece un Holofernes al que no le ha dado ni tiempo a darse
cuenta de que ha perdido la cabeza, como todo el mundo recuerda, en esta
composición teatral, Amor sacro y amor
profano, un ángel de guardarropía con una clara y airosa posición de ballet
ofrece una escena llena de dinamismo y de sensualidad. El ángel se interpone
entre Cupido y el Sátiro, éste pintado con las clásicas orejas puntiagudas. El
único que mira al espectador es el sátiro, horrorizado de que le pillen en
plena humillación. El amor, por su parte, afeminado, mórbido, está a punto de
rozar la mano del ángel como señal de reconocimiento: somos tal para cual,
parece indicarle.
Finalmente, de un autor
como Lionello Spada, cuya existencia hubiera ignorado si no me hubiera sentido llamado
por su notabilísimo San Jerónimo, representado en acción de escribir sentado y
con lentes, quiero destacar el porqué de la atracción: creo que es el primer San Jerónimo que veo con
gafas, y es muy probable que las necesitase, él, que tanto consumió la vista
sobre los textos. La escritura del santo es un prodigio de caligrafía. En el
acto de escribir, mantiene el tintero en la mano izquierda, sin dejarlo sobre
la mesa, quizás para no perder el hilo de lo que escribe, para no tener que
sufrir ni el más mínimo parón que lo distraiga. En la cueva hay una estera de
caña recogida, como una alfombra que protegiera en invierno, a pesar de ser de
caña, al fondo su incómodo lecho. Se le ha sorprendido en una pausa de esas en
las que los escritores aguardan que llegue el modo exacto como seguir el texto
o la palabra adecuada que permita, como una esclusa levantada, que la hoja en
blanco se inunde de texto.
Y como yo ya creo haber encharcado
las mías, aquí lo dejo y a la benevolencia de los lectores/contempladores me
encomiendo.