Dedicatoria, autobiografía, teatro…
Entre Pascual y Cervantes, de autor a autor,
una tiramira de melancolía, nostalgia, ingenio y amor.
No es habitual en este
Diario hablar de libros recientes, recentísimos incluso, como es el caso de La última dedicatoria de Cervantes, de
Emilio Pascual, quien suma en su persona dos condiciones no siempre
conciliables, la de magnífico escritor y la de eminente editor, de las cuales
ha dado muestras sobradas como para que esta laudatio inicial ni suene
hiperbólica ni obligada por la amistad, puesto que el Artista Desencajado se
siente honrado por poder disfrutar de ella. Quienes ya conocen a Emilio, en
cualquiera de ambas facetas, saben que Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451 después de haberlo
conocido, por haber tenido noticia de que era el único ser vivo en el planeta
Tierra que podía decir de coro las dos partes de El Quijote…
Volviendo de la ficción a
la realidad, bien cierto es que de esa hipóstasis con el Quijote de Cervantes
ha nacido esta obra de teatro en que, tomando como pie el del autor en el
estribo de la célebre dedicatoria de su incomprendido –e incomprensible– Persiles y Sigismunda, Emilio Pascual
nos pasea, con la melancolía y a veces con la nostalgia, propias de la ocasión,
por la apretada biografía del alcalaíno. En Oportet, su editorial personal
–después de haber trabajado durante toda una vida editorial para Anaya y Cátedra–,
va Pascual creando un fondo de obras que en modo alguno responden a crípticos
mensajes mercadotécnicos sobre los seguros caminos por los que se mueve el
grueso de los lectores cándidos, sino a un criterio literario que obvia el afán
mercantil, aunque, como buen editor, no les haga ascos a los ingresos que
engrasan la ya desaparecida rotativa; un fondo, en fin , que irá consolidándola
como un depósito seguro del buen gusto y el mejor criterio, aquel que satisface
el de los morenos lectores.
Presentada como obra de
teatro, quién sabe si en esos estratos culturales del autor no recaló su
inspiración en el género de la famosa comedia humanística, aquella que, como La
Celestina -y perdóneseme que renuncie al excurso de la comparación entre D.Quijote y Calixto...-, exigía ser leída en jardines cerrados para mucho…, en vez de ser
representada. Al final, La Celestina ha sido carne de escenario, como lo fueron
las complejas Luces de Bohemia, y yo espero y deseo que haya visionarios, y
amantes de la obra de D. Miguel, que se atrevan a encamarlo sobre un escenario
para que desde el lecho fértil de la memoria sepamos de él por él, en sus
propias palabras, porque ese es el otro prodigio técnico, literariamente
hablando, de Emilio Pascual: escribir la vida de Cervantes redactada por éste, pero adobada (adobar en francés, de donde procede nuestro vocablo,
significa “armar caballero”…) por el único adobador capaz de sintetizar en el
lapso de la duración de un espectáculo teatral no solo la discreta vida del
autor, sino su relación con la mayor parte de su obra inmortal, del mismo modo que fue capaz de reducir el Quijote a un romance en la celebrada Días de Reyes Magos.
La obra tiene dos partes
bien definidas. En la primera hay una evocación autobiográfica y en la segunda, sin apartarse de la autobiografía, se produce una transfiguración que satisface enormemente a los cervantinos: la
identidad entre autor y personaje, D. Quijote, claro está. Si el personaje
acaba su asendereada vida en el lecho del que pasará a la huesa, desde idéntico
lecho la tranquila sin hueso de D. Miguel querrá hacernos la merced de
relatarnos sin muchos pelos ni señales, qué fue de él y cómo nunca llegó a
saber quién era, adelantándose a la puesta en cuestión del sujeto en la que aún
vivimos, como paradigma filosófico/psicológico de nuestro recién inaugurado
siglo. La discreción, la nula afectación de Cervantes, se refleja con exquisita
elegancia en un texto –centón de textos
cervantinos lo llama su autor, con absoluta injusticia– en el que se
prodigan elipsis tan hermosas como la de la pág. 29: [habla de Hasán Bajá,
quien lo tenía prisionero y quien varias veces le perdonó la vida] o no quiso cerrar para siempre la seducción
de mis alegres ojos. Y quédese aquí, que estas no son de las cosas cuya
averiguación se ha de llevar hasta el cabo, ni toda la vida se puede reducir a
geometría. En ella se hace referencia a la hipótesis de la homosexualidad
de Cervantes, defendida hace ya tiempo por Canavaggio. Adentrados ya en la hermosa
textualidad de la obra –en algo notablemente distinto la convertirían la
dicción y la gesticulación del actor–, confieso que he de manifestarle al autor
–en absoluto menardiano, que conste– un pero doble: lo que denomino un “problema
de enunciación y decoro”. Entiendo que el reto de componer una vida con la
pauta y los textos ya marcados deja poco lugar para lo que acaso el autor
consideraría un entrometimiento imperdonable, y osado atrevimiento: enmendarle
la plana al otro autor. Me refiero, y
con un ejemplo lo entenderemos mejor, a la expresión repetida en la pag. 36: me llamó a Esquivias, famosa por sus
ilustrísimos vinos, que, pocas líneas más tarde aparece como Esquivias, la de los ilustres linajes y los
ilustrísimos vinos. El problema, decía, es el de la enunciación y el del decoro:
¿en el lecho de muerte, y aunque pase Cervantes revista a su vida y nuestro
segundo autor haya escogido hacerlo con las palabras del alcalaíno, cedería a
decirse, a relatarse a sí mismo don Miguel, con esa retórica fraguense de Información y turismo? No lo creo. ¿No
es curioso que la textualidad atente contra la verosimilitud –o una de las
posibles verosimilitudes? Nada digo de la intertextualidad creativa con que
Pascual, mediante referencias a otros autores, especialmente Machado, pero
también Góngora y Borges –y una no sé si buscada analogía con la maleta de
Portbou de Benjamin…–, le da olor, color y sabor al adobo, pero de igual modo
quizás hubiera sido conveniente traicionar para traducir y ofrecernos el
auténtico Cervantes que se escurre entre la ignorancia que acumulamos sobre sus
días y sus obras, siendo éstas, madres oscuras de un hijo escurridizo.
Me ha
llamado la atención la profunda visión que nos ofrece Pascual de Cervantes como
la encarnación de un eterno aspirante, como un Poulidor de Lope, como un ser
siempre “al borde de” grandes cosas, sin que hubiera podido, en vida, acceder a
ninguna. A buen seguro que, más allá del
Tiempo y despojado de las humanas flaquezas, estará compartiendo más que buenos
momentos con Lezama Lima y habrá hecho suya la serena reflexión del cubano: He
soportado la indiferencia con total dignidad, y ahora soporto la fama con total
indiferencia. Eso sí, cuando le llegue noticia de esta
obra, la leerá con su proverbial bonhomía y su afectuosa agradecimiento. El
mismo que le debemos los lectores, encajados o desencajados, cándidos o
morenos, a Emilio Pascual.
Lexinota, acaso impertinente por mera ignorancia: es probable
que Cervantes, en cuyos tiempos la ortografía era tan variable y enrevesada
como la caligrafía del infierno de Madama Collet haya escrito alguna vez píctima, pero como yo no tengo
registrado el vocablo, sino pítima,
es decir, socrocio, no sé si se ha
producido uno de esos hermosos híbridos lingüísticos –en este caso entre pítima y víctima– que se me llevan la admiración tras ellos o bien Cervantes
pecó de enfático.
Cervantes...un ser siempre “al borde de” grandes cosas, sin que hubiera podido, en vida, acceder a ninguna.
ResponderEliminarQué innecesaria e insultante es la fama póstuma... de la que gozan legión de muertos insignes con total indiferencia...
Gracias