Baciyelmos del
género lacónico.
Quienes frecuentan
este Diario de un artista desencajado son conocedores de mi
dedicación al fenómeno del aforismo, sobre el que he escrito reiteradamente
aquí desde hace mucho. Hay un abordaje teórico, con su derivada académica, en
el que no voy a entrar ahora, pero en el que sigo acumulando lecturas, notas y
borradores. Hoy pretendo reflexionar brevemente sobre la más que estrecha
relación existente entre el aforismo y el refrán.
En apariencia, puede
parecer que haya entre ellos un abismo, y que la anonimia del segundo y la
autoría del primero marquen una diferencia que, definitivamente, los conforme
como “géneros” distintos, aunque no distantes. He de dejar claro desde el
principio que la anonimia del refrán es un mero fenómeno circunstancial,
anecdótico. Dicho de otra manera, alguien ha tenido que elaborar alguna vez y
en algún sitio los refranes que después han pasado de boca en boca a través de
generaciones hasta llegar a la nuestra. Digo elaborar y no escribir, aunque en
el decurso de la creación del refranero bien puede intuirse que algunos de
ellos incluso hayan podido ser escritos antes que elaborados oralmente.
Que los refranes
vienen de muy lejos y que pueden ser considerados como “universales” de la
experiencia popular es algo casi inobjetable. Ahora bien, al margen de las
turbadoras coincidencias que hay entre los refranes de culturas distintas, me
interesa señalar que, más allá de la síntesis de la experiencia humana, hay en
los refranes un aliento poético innegable, no solo por los constantes juegos
lingüísticos a los que recurren, sino por el uso frecuente de casi todas las
figuras retóricas, entre las que la comparación, la metáfora, el retruécano y
la antítesis ocupan lugar destacado, aunque también la imagen suele aparecer
con frecuencia en ellos, como “visión” privilegiada de la conformación de lo
real. Es señal característica indudable de los refranes el hecho de recurrir a
la rima como método nemotécnico, pues los refranes han de poder ser “fijados”
con claridad, sin confusiones enojosas que se presten al equívoco o a la duda
sobre la intención del usuario, y ese es quizás el rasgo que más los aparta de
los aforismos, poco dados a recurrir a la rima interna, con la que suelen
mostrarse usualmente incompatibles, si bien hay numerosas excepciones.
Salvado ese pequeño escollo, es cierto que hay muchos refranes que,
enunciados sin delatar su condición de tales, bien pueden pasar por aforismos,
y a la inversa. Esa suerte de viceversabilidad es lo que me
anima a derribar los muros con que quieren algunos teóricos ubicarlos en
compartimentos estancos. Cualquiera que haya leído alguna colección de refranes
habrá hallado muestras como las que yo voy a usar a continuación, si bien es
forzoso reconocer que los tales no se hallan entre los más populares, entre los
más usados. Por otro lado, no hay duda de que el gran triunfo del aforismo es,
sin duda, perder la autoridad y ser repetido como si se tratara de esa supuesta
creación popular en la que habrían participado numerosas lenguas o numerosas
plumas, ¡ningún honor más alto, para el autor, que desaparecer en la propiedad
comunal –como la gran última lección del genio que fue Mozart, confundirse sus
restos con los de la fosa común- y asegura, en su aforrefrán, la
eternidad de su obra! Esa sería la tenue frontera entre el aforismo arrefranado y
la cita de campanillas.
Veamos, sin más dilación, algunos ejemplos de esos aforrefranes o refraforismos
de los que vengo hablando:
Acometa
quien quiera, el fuerte espera, en todo semejante al proverbio japonés según el
cual El que tiene seguridad en sí mismo no suele agredir, sino resistir
las injurias del enemigo. Advertimos, pues, uno de esos “universales” que
suelen encarnarse en los refranes.
Al
herrero con barbas y a las letras con babas. De inequívoco sabor quevediano.
A
los sordos, peerlos. No está exento el refrán del impulso
escatológico ni de la crueldad, como tampoco del ingenio. No deja de ser
curiosa la presencia en este refraforismo del humor negro tan
propio de la literatura popular como de la culta.
Aunque soy grande, soy estambre. En ninguna colección de refranes de las centenares de miles que hay en internet se
ha recogido (según el buscador de Google), si bien aparece, como no
podía ser menos, en el libro digitalizado de Gonzalo Correas: VOCABULARIO DE REFRANES
Y FRASES PROVERBIALES Y OTRAS FÓRMULAS COMUNES DE LA LENGUA CASTELLANA EN QUE
VAN TODOS LOS IMPRESOS ANTES Y OTRA GRAN
COPIA QUE JUNTÓ EL MAESTRO GONZALO CORREAS Catedrático de Griego y Hebreo en la
Universidad de Salamanca. Es apreciable, en este acaso más que en ningún otro, la fuerte
impronta poética y moralista del aforrefrán. En todo se asemeja al
estilo de los aforismos de Pascal y específicamente al que dice: El hombre no es más que
una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante.
Guárdate del hombre que tiene rincones. ¡Cómo no volverse enseguida
hacia las personas “esquinadas” de las que nos prevenía Unamuno! En el bilbaíno
eran seres hacia afuera, agresores, con los que se topaba; los del aforrefrán,
son seres hacia dentro, maquinadores. No sé cuáles son peores.
Servir es ser vil. Cualquier aforista, como buen libertario que
todos son, en el fondo, firmaría orgulloso este falso calambur ingenioso
y luciferófilo.
Culos conocidos, de lejos se dan silbos. Gabriel García Márquez
confesó en un artículo (El País, 18/8/1982) que los viejos refranes españoles
fueron sus primeros iniciadores en la poesía, y aportaba este ejemplo señero.
Que cada cual descubra para sí la música de la poesía en este deslenguado y
musical refraforismo de turbadora imagen.
A luengas vías, luengas mentiras. De igual modo que en los romances
aparecieron inmediatamente los arcaísmos como marca de antigüedad, de nobleza
de lengua, en los refranes ocurrió otro tanto. La presencia de ciertas voces
actúan, pues, poéticamente y permiten una contemplación poética del aforrefrán.
Que se aplique, además, a los fabulosos –en su sentido literal—
comentarios de los viajeros por geografías y pueblos exóticos, tan
comunes en la vida de cada quisque, permite la identificación inmediata con las
sufridoras videoaudiencias que soportan a cena enjuta la atroz redundancia de
las imágenes y los relatos.
Discreción es saber disimular lo que no se puede
remediar. Finalmente,
en el más tradicional estilo definidor de los aforismos, amigos siempre de
reescribir los cariñosos (y pegajosos) lugares comunes, este refraforismo, tan
sabio como conciso y despojado de los oropeles de la retórica, bien puede
reclamar la condición que le estamos reconociendo.
Endura, endura y viene quien desboruja. Aunque solo sea por el amor al
arcaísmo, del que antes hablamos, ¿cómo no enamorarse de esta críptica
constatación de una realidad trivial, a muchos avaros les hereda un
despilfarrador, podría ser una traducción no excesivamente infiel. (Endurar:
4. escatimar, ahorrar; desborujar -inexistente hoy–:
despilfarrar).
Madrastra, madre áspera. He aquí uno de esos aforrefranes a
los que son tan dados no pocos autores amantes de las definiciones como Ramón
Gómez de la Serna o José Luis Coll, por ejemplo, aunque es propensión de muchos
y solo resultado feliz en pocos.
Más vale onza de sangre que libra de amistad. Más allá de las medidas
antiguas, absolutamente anodinas en su tiempo y hoy tan llamativas, incluida la
arroba, merece la pena destacar este lacónico canto al espíritu de clan
germánico que dominó durante tanto tiempo nuestra jurisprudencia.
Para sacar de su casa a un muerto son menester cuatro
hombres. He
aquí un refraforismo de los excelentes, los que denotan una
perspicacia singular, propia de espíritus bendecidos por la agudeza. Al tiempo,
el elogio poético de la última lucha épica del ser en la existencia recibe
cumplido homenaje
¿Qué
espejo hará la fuente do la vecera se mete? Siquiera sea, de nuevo,
por la posibilidad de devolver a la circulación lingüística una voz como vecera,
‘manada de puercos’, ya merecería ser acogido este reafraforismo en
el grupo de los escogidos. Si sumamos el valor metafórico del mismo, ‘que el
vicioso no pueda dar ejemplo’, se acrecienta, sin duda, el valor del ejemplo.
Regla
y compás, cuanto más, más. ¿Y qué decir de este aforrefrán propio,
a pesar de la atrevida adjudicación, de místicos como Juan de la Cruz o Teresa
de Jesús. ¡Regla y compás!, nada menos. Disciplina y ritmo, porque en la
renuncia a las pasiones y en el vuelo del alma hay un secreto ritmo que
solo escuchan y siguen quienes ejercitan las virtudes del pájaro solitario.
Cada cual es muy suyo de buscar más ejemplos de los baciyelmos que
pueda encontrar en este mundo inagotable del laconismo. A los comentados, añado
una breve muestra de otros que también lo merecerían, ser comentados:
A
gran arroyo, pasar postrero.
Al
loco y al aire, darles calle.
Alcanza
quien no cansa.
Culos
conocidos, de lejos se dan silbos.
De
alcalde a verdugo, ved cómo subo.
De
hora en hora, Dios mejora.
Do
entra beber, sale saber.
Dos
al saco y el saco en tierra.
El
que ha de besar al perro en el culo no ha menester limpiarse mucho.
El
que quiere, va: el que no quiere, envía.
Hay
ojos que se enamoran de legañas.
Ir
romera y volver ramera.
La
que se viste de verde, con su hermosura se atreve.
Muchos
ajos en un mortero, mal los maja un majadero.
No
en los años están todos los desengaños.
No
hay tal caldo como el zumo del guijarro.
Pared
blanca, papel de necios.
Pedo
con sueño no tiene dueño.
Peer
en botija para que retumbe.
Trabajos,
y a la vez andrajos.
La
verdad huye de los rincones.
Viejo
amador, invierno con flor.
Ya
que no seas casto, sé cauto.
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