La emoción apasionante de la ficción: Max astroso y Poz
desencajado.
Ayer volví al teatro. Vi
Luces de Bohemia, en un montaje del grupo catalán La Perla 29. Salí como pedía
la vieja retórica, habiendo sufrido una purificadora catarsis. Juan Poz es
hermano de fracaso de Max Estrella. Conmovido y conmocionado (en el supuesto de
que mover y mocionar sean algo
distinto), he dejado pasar unos días para que no me dicten las palabras las
emociones y poder explicar estas últimas con aquellas, acaso con la pretensión
de ponerme estupendo.
El primer encuentro en el
teatro es siempre con la escenografía, lo que los cursis llaman la dramaturgia
o la galicista puesta en escena. En
estos tiempos de telones caídos, los espectadores ultraimaginativos (nada que
ver con los imaginadores ultraístas) como mi menda entran en la sala y ya
comienzan a ver ante sus ojos buena parte de lo que verán después, sobre todo
si van a ver una obra que, como es el caso, han leído decenas de veces y de las
que se saben diálogos enteros y aun definiciones clásicas, como la canónica y
archifamosísima del esperpento. Los espectadores estábamos sentados en gradas
que formaban una U y en ese pasillo
angosto, a menos de dos metros de nosotros, los actores iban a representar la
obra noctívaga de Valle. Rompía la U en una esquina un reducido espacio para la
taberna de Picalagartos y un acceso para la entrada y salida de los personajes.
La cercanía de los actores
al público no es una mera necesidad del espacio de la sala –que forma parte del
complejo arquitectónico de la arquitectónicamente excepcional Biblioteca de
Cataluña, que fue, con anterioridad, en el siglo XV, un hospital–, sino el fruto de una concepción
del teatro como experiencia humana directa. He de confesar que contra la
distancia brechtiana, la cercanía broggibrosiana –Oriol Broggi y Sebastià Brosa
son los responsables de tan imaginativa interpretación de la obra– me ha
aportado una vivencia del clásico en la que la experiencia física ha
contribuido en gran manera a la recepción entusiasta, ¡eufórica!, de la obra. A
la distancia de un escenario a la italiana, los seres humanos que representan
en él sus grandezas y sus miserias parecen marionetas que se desgañitan para
que sus emociones lleguen con claridad a todas las localidades de la sala.
Cuando al espectador le llega el aliento, y hasta la salivilla…, de quien puede
modular su voz para expresar registros de muy varia naturaleza sin el altavoz
potente que los distorsiona en otro espacio, la experiencia teatral adquiere un
significado completamente nuevo. No se trata, tampoco, de un espacio como el de
Grotowski para El príncipe constante,
en el que los espectadores habían de asomarse, como mirones, a ventanucos desde
los que contemplar el interior de un cubo enorme, en el cual se representaba la
acción, un espacio del que los espectadores estaban físicamente exentos, separados. Y sin
embargo, algo del teatro pobre del polaco hay en esta representación en la que
los múltiples y variados espacios de la acción, para los que los espectadores
actuamos como paredes vivas -¡aquí sí que cuadra lo de “hablarles a las
paredes”!– , se decoran con los mínimos elementos necesarios.
Quiero resaltar, sobre
todos los elementos de la escenografía, la arena sobre la que se representa la
obra. Que para tan españolísima obra en la que se reniega de España
–especialidad intelectual del país– se haya dispuesto un albero, me parece un
acierto espléndido. En la propia obra hay un momento, en la escena con el
increíble D. Filiberto, en la redacción del diario, en el que cobra vida mortal
la arena del “polvo eres y en polvo te convertirás” que el joven modernista no
sabe siquiera citar en latín, como se queja el redactor. Es la arena, también,
del camposanto, y la arena, indudablemente, donde luchan los gladiadores contra
la miseria y el olvido de la fama; la arena, por supuesto, donde coger las
piedras con la que luchar contra la opresión del desgobierno de los corruptos
de turno. Esta polisemia de los elementos escénicos predispone al espectador a
favor de la representación. Sabe que todo se representa sobre un elemento
natural: la tierra; y que, en consecuencia, los personajes no son hijos de la
mente más o menos calenturienta de un autor, sino emanación viva de la tierra,
producto natural de ella; sabe que las emociones de esa tragicomedia no son,
representadas por los actores, arte de la ficción, sino fruto estremecido de la
única verdad posible, la del arte vivo.
Sin el trabajo magnífico
de los actores y actrices, por otro lado, es imposible que un texto teatral se
convierta en vida. El milagro de la técnica teatral, las emociones fingidas de
quien las controla al milímetro para que los espectadores las vivan como una
experiencia turbadora, alcanza en la obra que he visto unas cotas difícilmente superables,
aunque no en todos los actores y actrices por igual, claro está. Pocas veces
a Max lo he vivido tan yo como en esta
representación. Pocas veces la famosa execración, “en España las letras son
colorín, pingajo y hambre” ha estado tan cerca de hacerme derramar –con el
recuerdo del Valle indigente e indignado al fondo- las lágrimas de la
indignación, del mismo modo que ha sucedido en esas autoafirmaciones del
orgullo literario de Max, “yo no me humillo”, que me sumaban a su encumbrada
exigencia artística, justo el tiempo suficiente para aceptar lo contrario casi sin
solución de continuidad: la caridad del ministro con que darle una larga
cambiada y efímera a la atrocidad de la miseria.
Quien ha convivido
con Luces de Bohemia, quien haya representado todos y cada uno de sus
personajes en sus lecturas de la obra, distingue a la perfección la verdad de
la impostura. De ahí el mérito excepcional de esta versión. Un Max, Lluís
Soler, perfecto. Un D. Latino que supera con creces el cotejo con el
inolvidable e insuperable forjado por Agustín González, y un eficacísimo
reparto que con indudable versatilidad saca adelante, con total verosimilitud
los muy diferentes personajes de la obra, teniendo cada uno de ellos su momento
de gloria a lo largo de la representación, como en el caso de la escena del
prisionero catalán. ¡Qué emoción telúrica la vivida a través de aquel golpe de
genio de Max: Yo te bautizo Saulo. Soy
poeta y tengo derecho al alfabeto. Algo que, viniendo de quien se reconoce el dolor de un mal sueño, nos acerca a
una vivencia de la historia española que describe el preso catalán a la
perfección del día de hoy: En España el
trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda
el dinero. No es de extrañar que en el programa de mano se le den las
gracias a todos los indignados, porque las algaradas callejeras descritas en la
obra, así como la represión policial parecen un trasunto de las actuales. Es en
ese momento de la obra cuando la
transformación social de Máximo Estrella
adquiere su verdadera dimensión dramática: ¡Jamás
oí voz con esa cólera trágica!, exclama ante la “contemplación” de la
queja lorquiana ( ¡Negros fusiles,
matadme también con vuestros plomos! ¡Que
tan fría, boca de nardo!) de la verdulera con el hijo pequeño, recién
asesinado, en brazos. Hay mucho de teatro,
le responde su perro, D. Latino, la encarnación del cinismo. Y frente a la
insensibilidad del egoísmo, Max sólo ofrece el desprecio absoluto: ¡Imbécil!
Es preciso hacer notar la enorme cantidad del mismo que puede albergarse en
un insulto tan aparentemente neutro si este es proferido con la entonación
adecuada, como sucede en esta representación magnífica, y en esa escena en
concreto.
Para un artista desencajado
y relativamente empobrecido, el teatro es un lujo tan fuera de su alcance como
lo estaba la gloria literaria para Max
Estrella (¡mon semblant, mon frêre!).
Sin embargo, una representación como la que he vivido, capaz de arrastrarme,
conmovido y exaltado, a lo largo de una hora y media apasionante, me parece una
experiencia que ningún amante del arte debería perderse, siempre y cuando
aparezca por su ciudad esta maravillosa representación.
Quienes frecuenten este Diario saben que no soy dado al elogio,
aunque en esta ocasión me ha parecido que cumplo con el clásico: Es signo de mediocridad alabar siempre moderadamente,
reconocía Vauvernagues. Pues eso, escapemos de la mediocridad.
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