sábado, 27 de octubre de 2012

Luces de Bohemia: El prodigio teatral de La Perla 29.






La emoción apasionante de la ficción: Max astroso y Poz desencajado.

Ayer volví al teatro. Vi Luces de Bohemia, en un montaje del grupo catalán La Perla 29. Salí como pedía la vieja retórica, habiendo sufrido una purificadora catarsis. Juan Poz es hermano de fracaso de Max Estrella. Conmovido y conmocionado (en el supuesto de que mover y mocionar sean algo distinto), he dejado pasar unos días para que no me dicten las palabras las emociones y poder explicar estas últimas con aquellas, acaso con la pretensión de ponerme estupendo.
El primer encuentro en el teatro es siempre con la escenografía, lo que los cursis llaman la dramaturgia o la galicista puesta en escena. En estos tiempos de telones caídos, los espectadores ultraimaginativos (nada que ver con los imaginadores ultraístas) como mi menda entran en la sala y ya comienzan a ver ante sus ojos buena parte de lo que verán después, sobre todo si van a ver una obra que, como es el caso, han leído decenas de veces y de las que se saben diálogos enteros y aun definiciones clásicas, como la canónica y archifamosísima del esperpento. Los espectadores estábamos sentados en gradas que formaban una  U y en ese pasillo angosto, a menos de dos metros de nosotros, los actores iban a representar la obra noctívaga de Valle. Rompía la U en una esquina un reducido espacio para la taberna de Picalagartos y un acceso para la entrada y salida de los personajes.
La cercanía de los actores al público no es una mera necesidad del espacio de la sala –que forma parte del complejo arquitectónico de la arquitectónicamente excepcional Biblioteca de Cataluña, que fue, con anterioridad, en el siglo XV, un  hospital–, sino el fruto de una concepción del teatro como experiencia humana directa. He de confesar que contra la distancia brechtiana, la cercanía broggibrosiana –Oriol Broggi y Sebastià Brosa son los responsables de tan imaginativa interpretación de la obra– me ha aportado una vivencia del clásico en la que la experiencia física ha contribuido en gran manera a la recepción entusiasta, ¡eufórica!, de la obra. A la distancia de un escenario a la italiana, los seres humanos que representan en él sus grandezas y sus miserias parecen marionetas que se desgañitan para que sus emociones lleguen con claridad a todas las localidades de la sala. Cuando al espectador le llega el aliento, y hasta la salivilla…, de quien puede modular su voz para expresar registros de muy varia naturaleza sin el altavoz potente que los distorsiona en otro espacio, la experiencia teatral adquiere un significado completamente nuevo. No se trata, tampoco, de un espacio como el de Grotowski para El príncipe constante, en el que los espectadores habían de asomarse, como mirones, a ventanucos desde los que contemplar el interior de un cubo enorme, en el cual se representaba la acción, un espacio del que los espectadores estaban  físicamente exentos, separados. Y sin embargo, algo del teatro pobre del polaco hay en esta representación en la que los múltiples y variados espacios de la acción, para los que los espectadores actuamos como paredes vivas -¡aquí sí que cuadra lo de “hablarles a las paredes”!– , se decoran con los mínimos elementos necesarios.
Quiero resaltar, sobre todos los elementos de la escenografía, la arena sobre la que se representa la obra. Que para tan españolísima obra en la que se reniega de España –especialidad intelectual del país– se haya dispuesto un albero, me parece un acierto espléndido. En la propia obra hay un momento, en la escena con el increíble D. Filiberto, en la redacción del diario, en el que cobra vida mortal la arena del “polvo eres y en polvo te convertirás” que el joven modernista no sabe siquiera citar en latín, como se queja el redactor. Es la arena, también, del camposanto, y la arena, indudablemente, donde luchan los gladiadores contra la miseria y el olvido de la fama; la arena, por supuesto, donde coger las piedras con la que luchar contra la opresión del desgobierno de los corruptos de turno. Esta polisemia de los elementos escénicos predispone al espectador a favor de la representación. Sabe que todo se representa sobre un elemento natural: la tierra; y que, en consecuencia, los personajes no son hijos de la mente más o menos calenturienta de un autor, sino emanación viva de la tierra, producto natural de ella; sabe que las emociones de esa tragicomedia no son, representadas por los actores, arte de la ficción, sino fruto estremecido de la única verdad posible, la del arte vivo.
Sin el trabajo magnífico de los actores y actrices, por otro lado, es imposible que un texto teatral se convierta en vida. El milagro de la técnica teatral, las emociones fingidas de quien las controla al milímetro para que los espectadores las vivan como una experiencia turbadora, alcanza en la obra que he visto unas cotas difícilmente superables, aunque no en todos los actores y actrices por igual, claro está. Pocas veces a  Max lo he vivido tan yo como en esta representación. Pocas veces la famosa execración, “en España las letras son colorín, pingajo y hambre” ha estado tan cerca de hacerme derramar –con el recuerdo del Valle indigente e indignado al fondo- las lágrimas de la indignación, del mismo modo que ha sucedido en esas autoafirmaciones del orgullo literario de Max, “yo no me humillo”, que me sumaban a su encumbrada exigencia artística, justo el tiempo suficiente para aceptar lo contrario casi sin solución de continuidad: la caridad del ministro con que darle una larga cambiada y efímera a la atrocidad de la miseria.
 Quien ha convivido con Luces de Bohemia, quien haya representado todos y cada uno de sus personajes en sus lecturas de la obra, distingue a la perfección la verdad de la impostura. De ahí el mérito excepcional de esta versión. Un Max, Lluís Soler, perfecto. Un D. Latino que supera con creces el cotejo con el inolvidable e insuperable forjado por Agustín González, y un eficacísimo reparto que con indudable versatilidad saca adelante, con total verosimilitud los muy diferentes personajes de la obra, teniendo cada uno de ellos su momento de gloria a lo largo de la representación, como en el caso de la escena del prisionero catalán. ¡Qué emoción telúrica la vivida a través de aquel golpe de genio de Max: Yo te bautizo Saulo. Soy poeta y tengo derecho al alfabeto. Algo que, viniendo de quien se reconoce el dolor de un mal sueño, nos acerca a una vivencia de la historia española que describe el preso catalán a la perfección del día de hoy: En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero. No es de extrañar que en el programa de mano se le den las gracias a todos los indignados, porque las algaradas callejeras descritas en la obra, así como la represión policial parecen un trasunto de las actuales. Es en ese momento de la obra  cuando la transformación social de Máximo Estrella  adquiere su verdadera dimensión dramática: ¡Jamás oí voz con esa cólera trágica!, exclama ante la “contemplación” de la queja lorquiana ( ¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos! ¡Que tan fría, boca de nardo!) de la verdulera con el hijo pequeño, recién asesinado, en brazos. Hay mucho de teatro, le responde su perro, D. Latino, la encarnación del cinismo. Y frente a la insensibilidad del egoísmo, Max sólo ofrece el desprecio absoluto:  ¡Imbécil! Es preciso hacer notar la enorme cantidad del mismo que puede albergarse en un insulto tan aparentemente neutro si este es proferido con la entonación adecuada, como sucede en esta representación magnífica, y en esa escena en concreto.
Para un artista desencajado y relativamente empobrecido, el teatro es un lujo tan fuera de su alcance como lo estaba  la gloria literaria para Max Estrella (¡mon semblant, mon frêre!). Sin embargo, una representación como la que he vivido, capaz de arrastrarme, conmovido y exaltado, a lo largo de una hora y media apasionante, me parece una experiencia que ningún amante del arte debería perderse, siempre y cuando aparezca por su ciudad esta maravillosa representación.
Quienes frecuenten este Diario saben que no soy dado al elogio, aunque en esta ocasión me ha parecido que cumplo con el clásico: Es signo de mediocridad alabar siempre moderadamente, reconocía Vauvernagues. Pues eso, escapemos de la mediocridad.

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