18 de enero de 2...
No hay estaciones, para la creación. Y menos aún para los desengaños. Sí las hay, por el contrario, para las lecturas y para ciertos avatares existenciales. De esa convicción he querido apartarme leyendo a Simenon a destiempo, y la conclusión ha sido satisfactoria: es autor que traspasa las estaciones. Los cómplices es una auténtica película de Chabrol, y de las mejores. Se aprende mucho en la frecuentación del autor modesto, y algunas de sus novelas, como las dedicadas a Monsieur Hire, son auténticas joyas que sólo aprecian quienes se han quitado de encima la presión canónica de los repartidores de credenciales de calidad.
De otro estilo y de muy diferente naturaleza ha sido la otra transgresión navideña que me he permitido: El caballo percherón, de Bardin, cuyo comienzo merece los honores estelares de cualquier buena antología de comienzos novelísticos. Como mi propias obras nada tienen que ver con ese registro policial, salvo una inocente tentativa de mi segunda juventud, Levente, que duerme el sueño de los justos despreciados, aprecio con absoluta libertad el buen quehacer y el mayor enseñar de obras falsamente acogidas a los subgéneros y cuya capacidad para hacer disfrutar al lector son un premio extraordinario para cualquiera de ellos, yo el primero. Pocos serán, los morenos lectores, que no hayan colocado en una hornacina de su memoria La piedra lunar, de Wilkie Collins, supongo, ¡y deseo!, que no todo han de ser, a pesar de ocupar todo un altar mayor, The Man Without Qualities, de Musil, a quien he leído en inglés porque siempre estará más cerca del alemán que nuestro castellano.
Con este muestrario de lecturas varias quiero reivindicar, más allá de la creación perpetua, la lectura constante, y la necesidad vital de la misma, en el mismo plano de igualdad que la escritura. Todos nos quejamos del escaso tiempo que tenemos para leer, pero si pensáramos en términos de espacio, en vez de tiempo, la cosa cambiaría. Un buen rincón, un sillón confortable, una luz suficiente, un silencio denso son una provocación difícil de resistir.
No diré lo mismo de la escritura, porque, a lo largo de mi miserable vida desencajada he tenido experiencia de escribir en los lugares más inverosímiles. El hecho de hacerlo con pluma y en libretas o folios doblados me ha permitido adelantar historias en lugares insospechados y a veces en compañías no aconsejables.
En mi adolescencia desnortada y cutre hasta llegué a instalar mi chiringuito artístico –de poeta adopté entonces no sólo la pose sino la profesión en el carnet de identidad...- en una discoteca de barrio, vestido yo con una chilaba árabe..., pero estas intimidades en modo alguno pertenecen a este diario, sino a las páginas autobiográficas que quizás jamás escribiré.
Lo propio de esta entrega es la reivindicación del canon individual y, sobre todo, el descubrimiento no aleccionado, ni programado, sino caprichoso, de las lecturas de nuestra vida. Con especial cariño mantengo aún vivo en los anaqueles de mi biografía dos pequeños libritos de la extinta Plaza, de Luis de Caralt: Satán en los suburbios y El mago de Lublin, de Bertrand Rusell y Bashevis Singer respectivamente: dos revelaciones para un atolondrado muchachuelo a quien habían deslumbrado las dadaístas Historias de Cronopios y Famas, éstas sí que, paradójicamente, recomendadas, ¡y no en vano!
Pero basta, que a los seres avinagrados por el desprecio de los devotos de Mamón, editores mamones que sólo saben chupar del beneficio como si fuera una ubre o un falo, o ambas cosas, no les están permitidas las evocaciones atemperadas. Quédense, como decía, para otra ocasión que acaso sea pintiparada.
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