30 de enero de 2...
Cualquier Diario, aunque sea de tan limitado alcance como este mío de mis desencajamientos, debería ofrecer a los posibles lectores que se asomen a él un retrato verdadero de quien lo escribe. No se me oculta que me es difícil hacer ese ejercicio de sinceridad, y que de mí, al margen de mis escritos, nada vale un ardite, ni siquiera los traumas infantiles o las anodinerías diversas de mi adolescencia obsexiva o mi madurez desencantada.
Ni yo mismo sé en qué sentido marcó mi vida que uno de mis primeros recuerdos fuera el suicidio de un familiar que se tiró por el balcón del quinto piso en que vivíamos, o que asistiera a la flagelación inmisericorde de mi hermano mayor a manos de un padre energumenizado, mientras nuestra madre imploraba piedad llorando a raudales y protegiéndonos, bajo sus brazos, al resto de la prole...
No soy dado a las confidencias. Muy probablemente acabe convirtiéndolas en materia literaria para poder dar salida, así, a los enormes abscesos de pus que, de tanto en tanto, conviene drenar para que la infección no se me lleve por delante.
Que mi progenitor intentara asesinar a mi madre despeñándola por el hueco de una escalera debería de haber sido, quizás, uno de esos momentos decisivos en la biografía de alguien; del mismo modo que la infame intención de volverla loca con llamadas de variado pelaje: amenazadoras; silentes; jadeantes; susurrantes; sibilantes; insultantes... Y poco, en realidad, podría yo escribir acerca de esos sucesos que ninguna cicatriz han dejado en mi memoria, salvo conservarse en ella como rastro inequívoco de la ignominia y la vileza.
Estoy convencido de que cualquier mamón de la edición, de leer estas líneas, me animaría a redactar ipso facto esa historia de degradación y dolor, porque la tragedia sigue vendiendo...
Dudo mucho de que fuera capaz de hacer progresar una historia tan roturada. La invención de cada cual es capricho de las Musas que lo habitan y le dictan, y no ha de cambiar de topos ni de argumentos porque los ignorantes y los agnósicos que se dedican a la edición no sepan encajar esos mundos particulares en el amplio mapa de lo publicable. Ser fiel a la propia inclinación siempre será una virtud. ¡Y allá los mamones y sus dividendos!
El trabajo meticuloso, concienzudo, estilizado, sincero, acabará teniendo su día de gloria, ése, finalmente, en el que cobrará pleno sentido la expresión ordenancista y funcionarial del visto bueno. Con la buena vista de la lucidez leerán, en su momento, los mejores lectores mis mejores obras. Entonces nos veremos las caras y sabrán más de mí de cuanto yo pudiera recordar de cuanto he vivido.