viernes, 7 de noviembre de 2014

Alain, un "maître à pénser", a propósito de la felicidad.

                                                           
                       
Mira a lo lejos. 66 escritos sobre la felicidad. Los Propos de un autor recóndito y admirable: Alain.

Hay escritores que nunca estarán de moda, porque lo suyo es el modo, la manera, el estilo, la solidez del pensamiento y la renuncia a las pompas, pero no a las obras, ni a la comunicación, y saben que, de igual manera que otros le influyeron, sin relumbrón alguno, él servirá de faro silencioso, pero de intenso brillo, a muchos otros que contraen con él deuda eterna de gratitud, de difícil pago, salvo en ocasiones como la presente en que una publicación adquirida en la bendita segunda mano con que actúa el dios azaroso que guía las lecturas de este Artista Desencajado le franquea el paso hacia posibles intelectores que lo devuelvan a la vida que nunca ha perdido, por más que, en apariencia, parezca resurgir, como ave fénix, del rescoldo permanente que late bajo la serenidad de sus cenizas.
         Alain no necesita, para los lectores franceses, que se añada su nombre civil: Émile Chartier (al estilo de ese sinsentido que ha sido siempre lo de Azorín, a quien su nombre civil lo ha acompañado siempre entre paréntesis (José Martínez Ruiz) como un injusto agravio a su decidida voluntad pseudonómica), para identificar a uno de los grandes maître à penser del pasado siglo. Su dedicación a la filosofía la combinó eficazmente con un interés humanístico de amplísimo espectro, que fijo en una forma expresiva, el Propos –la substantivación de un marcador del discurso– que bien podría traducirse por “por cierto” o “a propósito”, es decir, un texto de carácter incidental, un comentario al hilo de un discurso de mayor entidad que actúa como referente implícito que, salvo en contadas ocasiones, nunca se menciona. La intención humilde de estos propos de Alain no le restan un ápice de profundidad psicológica, filosófica, histórica, sociológica o cualquiera que sea la disciplina desde la que lo construye, porque hemos de apresurarnos a decir que la vía habitual de expresión de estos propos era el diario, la revista, un ámbito de divulgación que él superó con creces sin perder nunca de vista la intención de llegar a un público numeroso. Ecribió más de 3000 que fue recogiendo en colecciones como la presente, Propos sur le bonheur, cuya edición definitiva en 1928 alcanzó la cifra de 97, inexplicablemente reducida a 66 en la traducción hecha por Emilio Manzano y publicada por RBA, cuyo título Mira a lo lejos, 66 escritos sobre la felicidad (2003) –excelente papel y encuadernación, por cierto, en estos tiempos de recortes en los costes de producción–  renuncia al intento de traducir el género, propos, y lo sustituye por un genérico “escritos” que los desnaturaliza, como si no constituyeran un género personal absolutamente reconocibles para cualquier frecuentador del autor.
         Alain es uno de esos autores ampliamente citados pero acaso nunca suficientemente encumbrados al puesto que otros ocupan con menos merecimientos, a pesar de que discípulos suyos como Simone Weil han dejado claro testimonio de su gratitud. Se trata de una figura muy próxima, siquiera sea por su ateísmo, su pacifismo y su escepticismo radical, amén de por su afición a las caminatas por la montaña, ejercicio tan romántico como doblemente higiénico, para el cuerpo y para el espíritu. Fue un viajero inmóvil, porque ya nos dice en el texto que para mi gusto, viajar es recorrer un metro o dos, detenerse y mirar otra vez un nuevo aspecto de las mismas cosas. A menudo, sentarnos un poco a la derecha o a la izquierda es suficiente para cambiarlo todo, mucho más que si recorriéramos cien kilómetros. No se trata del viaje alrededor de su habitación, sino de la adhesión a una curiosidad innata que le permite captar lo novedoso en lo recurrente. Y lector impenitente, por supuesto, por más que en este volumen sostenga que la lectura es contra natura, al menos en los melancólicos: Al melancólico sólo puedo decirle una cosa: “Mira a lo lejos”. El melancólico es, casi siempre, un hombre que lee demasiado. El ojo humano no está hecho para esa distancia; su reposo son los grandes espacios, y de ahí el título del volumen que presento. Me adelanto a confirmar que su profesión de fe en la lectura no está ausente del volumen, por supuesto, como no podía ser de otro modo: Saber leer lo es casi todo. De ese “casi”, sin embargo, es de lo que trata el presente libro.
         La felicidad puede parecer un tema menor, superficial e incluso ingenuo. Nadie ignora que la felicidad tiene poco o nulo prestigio. Y que, además, son pocas las obras que la celebran que hayan conseguido, por su parte, la celebridad. Como autómatas, reconocemos, sin excesiva reflexión, que la felicidad no existe y que quien está dispuesto a confesarse feliz es un ingenuo de tomo y lomo, o, más propiamente, un infeliz, un simple, digno de compasión por parte de los connoisseurs del dolor, el sufrimiento, la angustia, la desesperación, la melancolía y otros desgarros trágicos del espíritu, esos de los que abomina el autor: La tristeza jamás es noble ni hermosa ni útil. Alain llega a la conclusión de que la alegría no tiene autoridad porque es muy joven, y que la tristeza está entronizada y goza de un respeto exagerado. De ahí deduzco que hay que resistirse a la tristeza, no sólo porque la alegría es buena –lo que sería ya una especie de razón– sino porque hay que ser justos, y la tristeza, siempre elocuente, siempre imperiosa, nunca quiere que seamos justos. (…) La elocuencia de las pasiones casi siempre nos engaña.
         Alain, sin embargo, armado con los excelentes recursos del sentido común y el pensamiento positivo, nos invitará en el libro a replantearnos la cuestión de la felicidad desde la vida cotidiana, no como un tema insolublemente metafísico, sino como una realidad cotidiana a la que podemos acercarnos con actos concretos. Cuando estos propos sobre la felicidad fueron escritos, aún no nos habían invadido los devastadores hunos de la autoayuda con sus vademécums recetarios, de ahí que aparezcan en la lectura referencia a Descartes, Spinoza, Platón y otros filósofos con quienes departe familiarmente el autor para intentar persuadirnos de la bondad de sus tesis. Del mismo modo que el estado tiene una escuela de medicina, debería tener también una escuela de sabiduría, nos dice Alain, convencido de que se trata de algo que puede enseñarse, del mismo modo que la felicidad es algo a lo que nos podemos acercar mediante sencillas decisiones que condicionen nuestras maneras de afrontar la realidad cotidiana. En nosotros mismos podemos hallar recursos que nos permitan mejorar no solo nuestro estado sino el de quienes nos rodean, porque, como él sostiene, a fuerza de pensar que una sonrisa no tiene ninguna influencia sobre el humor, nos olvidamos de ejercitarla. Pero la cortesía, con frecuencia, haciéndonos esbozar una sonrisa y un saludo educado, nos cambia por completo. Y enseguida lo remacha con la cita clásica de autores por quienes siente verdadera devoción: “Es la felicidad, si tú quieres, lo que te anuncia el cuervo”, dice Epícteto. Y con eso no quiere decir que hay que alegrarse de todo, sino que la esperanza todo lo alegra de verdad porque es capaz de cambiar los acontecimientos.
         Si el refrán nos dice que “querer es poder”, Alain nos dice que a veces es todo un arte querer lo que estamos seguros de desear. Y es esa actitud positiva, ese esfuerzo por encarar de la mejor manera posible lo que nos “ocurre”, lo que nos permitirá huir de la sumisión a que nos someten nuestras pasiones, porque las pasiones parecen llevar la marca de una necesidad invencible. Nuestra actitud ante la realidad es capaz de crear las condiciones necesarias para la irrupción de la felicidad siempre efímera, pasajera. De ahí que la tesis central de estos propos sobre la felicidad se convierta en un mantra que se va repitiendo a lo largo del libro de una u otra manera: Lo que os deseo para este año que comienza –es decir, para el tiempo que necesita el sol hasta llegar a su cénit y luego descender hasta su punto más bajo– es que no digáis ni penséis que todo va de mal en peor. Si a causa de nuestro humor pintamos a los hombres con colores sombríos y los asuntos públicos en descomposición, la contemplación de ese mamarracho, a su vez, nos sumirá en la desesperación. A menudo, el hombre más inteligente es aquel que se engaña a sí mismo lo mejor posible, porque sus declamaciones tienen una lógica y un aire de razón.
 Me apresuro a defender que Alain en modo alguno es una suerte de Pangloss de baratillo, un ingenuo, un iluso. Al contrario, profundo estudioso de la naturaleza humana, ha comprendido con perspicacia el arte de encantamiento, de autosugestión que muy a menudo significa soportar la existencia. Y lo que le propone a los intelectores es un método para conseguir, con entusiasmo, lo que siempre se ha propuesto como una sabiduría esencial: hacer de la necesidad virtud. Alain sabe que la condición humana es tal, que si no nos imponemos un optimismo invencible como regla principal, de inmediato se impone el más negro pesimismo. Ignoro si al escribir estos propos, Alain tenía presente el método inventado por su tocayo, el psicólogo francés
Émile Coué, a través de la autosugestión para mejorar el estado psicológico de sus pacientes. Su mantra, al que se conoce como couéismo, y que el paciente había de repetirse continuamente a lo largo del día, rezaba: Día tras día, en todos los aspectos, me va mejor y mejor. Una receta que, al parecer aplicaba Pablo Iglesias –ignorando que existiera tal método terapéutico– de quien es la paternidad del primer verso de la canción que, en su honor, hizo Joan Manuel Serrat: Hoy puede ser un gran día, duro con él.
         Alain, que escribió con dureza contra lo que él consideraba la peor de las humillaciones de la guerra: la obediencia ciega militar, después de su experiencia en la I Guerra Mundial, nos ofrece en este libro una suerte de canto a la vida nada ingenuo ni superficial. No ignora las corrientes devastadoras que nos atraviesan, pero pretende levantar diques tras los cuales intentar llevar una vida lo más armoniosa posible, lo más política posible. Una vida en la que uno ha de ser bondadoso para sí y para con los demás. Una vida en la que si él tuviese que escribir un tratado de moral, pondría el buen humor entre las principales obligaciones. No se trata de olvidarse de uno, de negarse, en una especie de voluntariado solidario que ponga al prójimo y su satisfacción en el lugar del yo. Los memos de los moralistas dicen que amar es olvidarse de sí; es una visión –nos dice Alain– demasiado simple: cuanto más salimos de nosotros más somos nosotros, mejor también nos sentimos vivir.
         No quiero acabar sin recoger el fino diagnóstico que hace Alain del enfermo melancólico. Quienes tengan la desgracia de vivir algún caso cercano coincidirán con él; quienes no, siempre pueden recordar la terrible y hermosa película de Lars von Trier: Melancholia, para hacerse una idea de la devastación de la personalidad que supone tal enfermedad:
Consideremos a los enfermos que se denominan “melancólicos”, veremos que son capaces de encontrar razones para estar tristes en cualquier idea. Cualquier palabra les hiere y, si los compadecéis, se sentirán humillados y desgraciados sin remedio; si no los compadecéis, dirán que ya no tienen amigos y que están solos en el mundo. Esta agitación de las ideas sólo sirve para dirigir su atención sobre el desagradable estado en el que les ha sumido la enfermedad; en ese momento en que argumentan contra sí mismos, aplastados por las razones que creen tener para estar tristes, no están sino masticando su tristeza como auténticos gourmets. Así pues, los melancólicos nos ofrecen una imagen aumentada de cualquier hombre afligido. Lo que en su caso es evidente –que la tristeza es una enfermedad– es cierto en todos los demás; la exasperación de las penas tiene su origen en los razonamientos que les añadimos y con los que, de alguna manera, nos palpamos el lugar más sensible.
De ahí, en consecuencia, la defensa de su método: constatar las bondades de los progresos cuya felicidad sólo puede estribar en que nazcan de un deseo genuino. A ese deseo de hacer, de combatir con la vida los fantasmas que orquesta la “mente depravada” según Rousseau (La mente es una especie de juego que no siempre resulta sano. En general, damos vueltas sin avanzar. Por eso, el gran Jean Jacques escribió: “El hombre que medita es un animal depravado”), se ha de añadir la necesidad imperiosa de subvertir la tendencia a enfatizar los aspectos negativos de uno mismo y de la realidad, porque, como desoladoramente constata Alain: Aunque tratemos de evitarlo, siempre acabamos por sentir aquello que expresamos.

1 comentario:

  1. ¿Lo ves, Juan?, la felicidad tiene mala prensa y peor reputación. Es curiosa la indiferencia hacia ella cuando nadie hay que diga que no va buscándola, o la parte alícuota, claro. Pero tú has disfrutado como un dromedario aliméntándose de su depósito de grasa.

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