lunes, 18 de agosto de 2014

Umbral: El sueño roto de la Falange: La mediocridad de un César de guardarropía.




 
   San Francidco...,                      novio de la muerte...

Leyenda del César Visionario: las negritas de Umbral en la gestación de la dictadura franquista.


            A Francisco Umbral lo leí asiduamente durante su colaboración, generosa y duradera, en El País, periódico del que fue columnista insignia durante muchos años en la Transición, hasta que decidió arrimarse al libidinoso Pedro José y su Mundo vertical de un siglo XXI que nunca acababa de llegar, acaso porque viajaba hacia atrás en el mundo periodístico a la búsqueda del agitprop, del que la teoría de la conspiración del 11-M acabó convirtiéndose en su losa sepulcral informativa.
           Umbral, empapado de Literatura hasta los tuétanos, y aun constipado de ella, y experto en el gacetillerismo de la anécdota elevada a categoría, se empeñó durante toda su vida en devenir un figurón literario, personaje público y pasto, a su vez, de anécdotas que lo incluyeran en su propia visión del mundo y en el molde privilegiado de sus propias negritas, con las que siempre quiso figurar. En esa faceta pública: Yo he venido aquí a hablar de mi libro; Muy bien, sí, pero ¿cuándo se hablará de mi libro?, sostenida desde la voz cavernosa y vallisoletana, envuelta en su sempiterna bufanda de quien se abriga la voz poética para no resfriarse en medios, como el televisivo, donde con facilidad se te llevan las corrientes, la verdad es que el hombretón, vuelto triste caricatura de los grandes de nuestras Letras, como Valle, por ejemplo, o el orbe Quevedo, se me volvía insignificante y antipático, a fuer de muy provinciano (la negra de Flaubert), aunque no señorito, sino esforzado autodidacto.
Lo anterior fue la razón determinante para no leer ninguna novela suya, ni siquiera la tan celebrada, polémica lingüística incluida, La noche en que llegue al Café Gijón, que tanto me olía al temido anecdotario, a poliantea, a florilegio. Su prosa periodística la intuía insufrible en una novela –como siempre me lo ha parecido la pseudolírica de Muñoz Molina, tanto en su pestiñosa Invierno en Lisboa como  en la hojeada El jinete polaco, que tanto me evocó la prosa empalagosa de los reportajes de Informe Semanal–, y no andaba del todo equivocado, aunque tampoco del todo cierto.
             Me ha complacido haber leído Leyenda del César Visionario porque es impagable la visión valleinclanesca que nos ofrece Umbral del mundo por de dentro del Movimiento Nacional, y de Falange, que inició una guerra cainita encabezada, a fuerza de codazos sangrientos, por el tripudo general masón Francisco Franco, quien maniobraría con chafarrinona habilidad galaica para deshacerse de todo intento de limitar políticamente su poder personal y autoritario –perdóneseme la redundancia– y mantenerse en el Poder hasta el día de su flebítica muerte, como le consintió la mayor parte de un pueblo agradecido y servil a partes desiguales, una base sociológica, diríamos ahora, que sintonizó con los valores tridentinos, hipócritas y antiintelectuales contra los que, por mi parte, hube de luchar durante el primer tercio de mi vida con denodados esfuerzos, porque ser hijo de un militar vencedor de la guerra no es nada fácil, menos aún cuando uno descubre que ha nacido, ideológicamente, en el bando equivocado, y, con horror, el mismo uno descubre un artículo del padre en un boletín de la HOAC con una proclama como ésta: “Hitler, Mussolini, dos ejemplos a seguir.”
           La novela de Umbral tiene la virtud de meternos, con excelentes maneras narrativas, heredadas de Valle y de Cela –de este último siempre se reconoció humilde discípulo, y de ahí, tras morir, el Nobel iriaflaviano, la inquina con que denostó a la segunda mujer tras los intentos de ésta de convertirse, desde su poquedad e insignificancia intelectuales, nada menos que en la albacea literaria de la obra del autor de La colmena-; tiene la virtud de meternos, decía, en el corazón del incipiente franquismo para comprender la insalvable mediocridad en que se fraguó una aberración histórica como la del Movimiento Nacional, digna heredera del fernandoseptismo de nuestro convulso siglo XIX. Mucho se ha escrito sobre la emigración intelectual española tras la Guerra Civil del 36, pero poquísimo se ha leído, me parece, sobre la liberal, que sufrió una represión bastante más salvaje que la franquista, como cualquiera que lea los imponentes trabajos de Vicente Llorens puede comprobar.
         Leyenda del César Visionario nos muestra, junto a la biografía inmisericorde del implacable firmante de sentencias de muerte, el patético coro de intelectuales falangistas que aspiraban a proveer al militarote africanista de doctrina ideológica relativamente sofisticada, aun en su simpleza fascista. Umbral nos describe una suerte de Pombo falangista al que asiste quienes encarnaron, supuestamente, la supervivencia de la intelectualidad española en el bando nacional, dirigido por hombres como el dechado irracional de Millán Astray; la misma que, desde la inicial adhesión al confuso ideario pistoleril de José Antonio, nutrido por Eugenio D’Ors con un afán imperial nacido en Cataluña, donde dejó su sello en el Ensanche barcelonés, comenzó a distanciarse de la evidente lógica militar de exterminio que encarnaba Franco (“Limpiarle los fondos a España”, denominaba él, según Umbral, a esa guerra que amparaba toda suerte de aniquilación del enemigo, al margen de procesos judiciales). El contraste entre la austeridad de pensamiento –perfecto ejemplo avant la lettre del pensamiento escuálido, más que débil– de un Franco cuya célebre lucecita de El pardo ya se fragua, al decir de Umbral, mientras habitaba en el Palacio arzobispal de Salamanca, y la poderosa intelectualización del coro de conspiradores falangistas es uno de los grandes alicientes de la novela, aunque la visión estática y homérica con que los describe Umbral, multiplicando y repitiendo adjetivos definidores cada vez que aparecen en el relato, lastra considerablemente el ritmo de la obra y la acerca al género de la semblanza que Umbral cultivó con éxito en El País. Umbral introduce en la leve trama de la obra –los intentos de los intelectuales falangistas para evitar la condena a muerte del teórico del anarquismo, muerte que le servirá a Franco para acallar los rumores sobre su posible responsabilidad en el accidente mortal del general Mola, el preferido de Hitler– un personaje, Francesillo, vago eco del bufón Francesillo de Zúñiga que escribió una bien humorada y realista crónica de la vida cotidiana de la corte de Carlos V, cuya lectura recomiendo, por supuesto. Francesillo, hijo de un periodista asesinado por los matones falangistas, le sirve al autor para construir una visión esperpéntica de la doble moral de los futuros vencedores. En este sentido, la creación del convento-burdel es todo un hallazgo narrativo.
           Umbral se vanagloriaba de su facilidad para el adjetivo homérico, definidor, e hizo de esa facilidad estilística algo así como su sello personal, por más que sea deudor inevitable de autores como Cela, Valle o Quevedo. Esa virtud de Leyenda del César Visionario es, al mismo tiempo, una de sus grandes rémoras, porque instala al lector en la escena costumbrista antes que en el dinámico realismo: el libro está lleno de sus negritas, aunque no aparezca ninguna. Hay, sí, una visión periodística de aquella época auroral del Movimiento Nacional que tiene su justa correspondencia en la trama en la atención que recibe un personaje, absolutamente surrealista, como Ernesto Giménez Caballero, al frente de un periódico hagiográfico del Caudillo. El episodio del impostor que se hace pasar por José Antonio como un supuesto Mesías del falangismo que va reclutando por diminutos pueblos de la geografía castellana seguidores para luchar contra la guerra civil que no es suya, sino de los militarotes tripudos, es uno de los grandes momentos del libro, junto con la atinada descripción-interpretación de los vencedores literarios que desengañados, como Ridruejo, o leales-oportunistas como D’Ors, Foxá o Laín Entralgo oscurecen esa tertulia que evoca las de tiempos republicanos, auténticamente libres frente a los atemorizados del presente. Son, pues, numerosos los aciertos estilísticos de este fresco histórico que interesa más que entretiene, o que entretiene al modo del reportaje periodístico: mezclando un estilo propio con una materia atractiva. No hay descripción baladí, sin embargo, y en todas se escuchan ecos literarios de muy diversas fuentes, también lorquianas, con una profusión de lirismos que compensan la debilidad de la trama narrativa. Se trata de una compleja mezcla de lírica e historia, pero Umbral ha conseguido, mediante ella, elaborar un atractivo método hermenéutico que nos permite comprender con total claridad los turbios y criminales fundamentos de un régimen autoritario que supo pervivir en el tiempo mediante el terror y la complicidad de potencias extranjeras como las fascistas Italia y Alemania en sus orígenes y las demócratas y antimarxistas como los Estados Unidos después.
          Son tantas las muestras de la potente prosa umbraliana que puedo aportar que bien podría alargarme veinte páginas con citas memorables, así que lo suyo es que los intelectores se acerquen al libro –es posible que lo encuentren de segunda mano en la colección biblioteca El Mundo, como a mí me sucedió– y lo subrayen con tanta profusión como la mía. He aquí, pues, la muestra de esos subrayados que espero sirvan de aliciente para que esta lúcida novela histórica tenga los intelectores que merece.
El retrato del dictador, del César Visionario, es tan cruel como ajustado a lo que fue históricamente el general simplón y vengativo: Nuestro Caudillo tiene pocos días intelectuales; Paco es un masón arrepentido, o reprimido. Los masones son los judíos de Franco. Los judíos son los masones de Hitler, que era judío; Franco ahuecaba la voz, que es el recurso oratorio de los que no tienen voz, acampanándola.
El final del episodio del funeral por el Ausente (José Antonio) en las Huelgas reales es una muestra acabada del estilo que domina la novela: Salían del monasterio en protocolo riguroso y confuso al mismo tiempo, obispos que saludaban como fascistas, intelectuales que saludaban como militares, moros que se santiguaban sin saber, falangistas que parecían conducir al caudillo como un rehén, hasta que él se adelantó bajo palio, tranquilo y sereno, todo autoridad, pero sin ninguna agresividad, y había un cioelo de campanas locas aturdiendo toda la ciudad, un techo de hierro que se fue disipando y que el Caudillo ya solo oía, lejano, cuando en  su cuarto arrojaba la boina roja sobre una silla (era el símbolo muertos de Carlos VII, y ¡esos no eran sus Borbones!), y se deshebillaba él solo (que me dejen a solas, por favor) con manos de señorita de provincias, como una monja con cartucheras y pistola, respiró aliviado, al fin. Y aún añade, Umbral: Franco es un rencoroso tranquilo; Franco, en batín y zapatillas, parece un joven opositor a notarías que trabaja de noche y a quien se le van pasando los días sin conseguir plaza; El Caudillo era carnosito y culoncillo; Este desajuste entre voz y mensaje le impedirá siempre fraguar en un todo carismático…
            De todas esas descripciones, ¡cómo no hacer involuntariamente comparaciones con algunos de nuestros presentes políticos, salvando las distancias, claro…! En cuanto a los creyentes falangistas hinchados de retóricas y ayunos de poder, veamos algunos retratos al ácido, especialidad de la casa: Un día llegó a la ciudad el conde de Foxá, hecho todo él de frases y pasteles, poeta barroco, diplomático escéptico y cornudo alegre; Serrano [Súñer], menudo y afigarado, con cara de gato y conducta de tigre; Costa y Ganivet, dos intelectuales mediocres y prefascistas, habían legitimado, sin saberlo, a todos los futuros dictadores; Eugenio Montes, con el cuello de la cazadora subido encima del uniforme es un poco el golfo de José Antonio, amigo de González-Ruano y otros señoritos perdis de la derecha; Ridruejo es bello, brillante, directamente insoportable. Lleva al cuello la cruz nazi sobre la camisa falangista; Dionisio Ridruejo es un hombre, como tantos, que camina tras los pasos de su corazón, ese hombrón incansable que le lleva de aquí para allá. Demasiado corazón, una dialéctica lúcida que sólo le sirve para darse la razón a sí mismo, y la juventud como una caballería fustigada por latigazos de whisky…
            Leyenda del César Visionario (que es imagen, según Umbral, atribuida a Federico Urrutia, pues hubo una iconografía caudillesca de Franco como un Cid redivivo para salvar y amparar a España de las hordas judeomasónicasmarxistas) es un libro lleno de sensatas reflexiones amargas y lúcidas sobre la guerra civil y sobre cómo la ignorancia y el fanatismo, hermanos gemelos, fueron capaces de armar la que armaron. Me quedo con la que aporta Umbral tras enterarse el pueblo de Salamanca de la barbarie de las cabezas cortadas a los enemigos asesinados (ellos decían ajusticiados) y puestas en las picotas que aún se conservaban en muchos pueblos: El instinto del pueblo siempre le lleva al tono justo y se habla del caso como de un choque de trenes, qué barbaridad, qué desgracia, bueno, son cosas que pasan en la vida, imprudencias, temeridades, ya se sabe, cada uno acaba como acaba, eso, cómo tiene que acabar, es cosa de Dios, Dios lo tiene escrito.
          Las negritas, esta vez, son mías, no de Umbral, claro, y quiero con ellas recordar las insensatas palabras de Artur Mas y sus secuaces, quienes a la hora de buscar metáforas para su aventurerismo político golpista se las pintan solos, sin duda…









9 comentarios:

  1. No he leído a Umbral. Había algo en él que me repelía y no leí siquiera sus artículos que mencionas de El País o antes en El heraldo de Aragón. Uno tiene fobias y filias, como el artista desencajado que desdeña una de las mejores novelas de Muñoz Molina calificándola de pestiñosa, El invierno en Lisboa. He leído todo Muñoz Molina. Pero puede ser que tú lo tengas dentro de una fobia particular como la que tengo hacia Umbral o Almudena Grandes. Hay libros que te marcan y libros que detestas. Con Umbral me pasa algo así. Leí su Historia de un niño de derechas y lo olvidé tal como lo había leído. No me gustaban sus poses, para tener una pose hay que tenerla y acertar y eso no todo el mundo lo consigue, para mí no.

    En cuanto a su crónica de la mediocridad de los militarotes del bando vencedor y su repelencia cuartelaria, su vulgaridad y todo eso, bien pudiera ser cierto, pero lo que es verdad es que vencieron, aunque no convencieran (Unamuno dixit), a los otros, a los cultivados, a los intelectuales, a los exquisitos, tal vez por ser más brutos o tener las ideas más claras. No sé. Pero es un lugar común hablar de la mediocridad del bando vencedor sin mencionar la del bando vencido a pesar de la hagiografía machadiana (pobre poeta metido en una maraña de odio) y Miguel Hernández. Se menciona estos días hasta el hartazgo el aniversario del asesinato de Lorca pero no se mencionan el del poeta José María Hinojosa, también miembro del 27 que fue asesinado por el bando republicano junto a Luis Altolaguirre, hermano de Manuel Altolaguirre, por una represalia en agosto del 36. Nadie lo recordará.

    Es precisamente Muñoz Molina quien me alumbra también la mierda y vulgaridad del bando republicano a pesar de que tenga tan buena prensa por haber tenido mejores rapsodas.

    Los vencedores fueron mejores que los vencidos. Es una estremecedora verdad histórica que tenía que calar en nuestros huesos, no porque efectivamente fueran buenos -que no lo eran- sino porque los otros eran peores, más caínes, más sórdidos si eso fuera posible, más divididos, más ilusos, más tuercevelas, estúpidos sin remisión... Hace falta un Umbral que relate la mierda del bando republicano, que no por perdedor merece necesariamente la gloria del "loser" del cine americano.

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  2. Mientras haya esa pulsión hagiográfica hacia la República y muchos de sus actores totalitarios, será difícil encontrar el equilibrio ideológico que nos permita ni idolatrar ni despeñar al cocito, sino entender las miserias y las grandezas humanas. Vi una entrevista con el recientemente infartado Anguita y me pareció patético cómo se refería a la República y a Podemos, con el mismo fervor, y la misma retórica barata, que los pastorcillos de Fátima hablaban de Señora..., y además "en pedante".
    Me choca ese desencuentro con la novela de Molina, porque a mí me pareció infumable, por afectación, pero entra dentro de lo posible. La literatura es res extensa..., y nuestros cogitos..., pues eso.
    Con todo, me sigue pareciendo una lectura provechosa, la de esta "Leyenda del César Visionario".
    Por cierto, cuando he ido a colocar la novela en la estantería correspondiente, me he percatado de que era la primera y única novela que ha entrado en nuestra biblioteca de Umbral.

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  3. Buen solaz me ha deparado tu artículo, por no mencionar el provechoso efecto que transmite ver trabajar el cincel de la inteligencia sin acatar el tartufismo político que, para desgracia de todos, suele ser moneda corriente entre los que saltan, desde uno u otro tendido, a hozar el albero sanguinolento de este ruedo de las españas.

    Sobre el cesáreo pero no menos abortivo personaje que inspiró su quevediana semblanza a Umbral, te ecantará leer la noticia que proporciona del mismo un erudito paisano desde su isla:

    http://diariodelendriago.blogspot.com.es/2014/08/dudas-historicas-sobre-la-existencia-de.html

    Quisiera cerrar mi intervención destacando un aspecto que suele ser pasado por alto cuando se contrastan pareceres sobre la contienda civil: las víctimas durante y después de la guerra (la represión fue terrible, una verdadera purga soviética a lo católico, y mucho más excesiva de lo que hubiera sido menester para ordenar un país destrozado) fueron las gentes sin bandera, el pensamiento abierto de los opositores al totalitarismo de cualquier signo y color. No se puede hablar impunemente de lo «menos malos» que fueron los vencedores cuando su rodillo inquisitorial dejó ciento y pico mil desaparecidos por no ser adeptos al régimen, más un expolio sin precedentes del que son muchos los herederos que aún hoy se benefician. Por supuesto, la victoria del comunismo bajo el mecenazgo de los rusos hubiera sido equiparable en terror, mezquindad y parasitismo. No existen los ángeles de alas rojas, como tampoco hubo santos falangistas. A quien quiera escudriñar lo que se cocía en la Rusia estalinista durante aquellos años y formarse, al mismo tiempo, una idea de la traza moral de de algunos comunistas españoles refugiados allí, como Líster y la Pasionaria, les recomiendo muy encarecidamente la lectura de las memorias de Valentín González, el Campesino, publicadas en la década de los setenta con el llamativo título Yo escogí la esclavitud.

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  4. Gracias por la referencia, David. Me pasearé por la isla. Y sí, se ve que el odio a la independencia de criterio es lo que une a todos los partidos políticos sin excepción, porque esa independencia es la que los pone en tela de juicio. Aún les falta mucho que recorrer para llegar a ser estructuras democráticas en las que disentir de la línea oficial no se vea como una traición, sino como el respeto a la libertad de pensamiento. Para bien o para mal, éste, aún, lamentablemente, es un país de comunión diaria: o comulgas o te excomulgan.

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  5. Lo de la prosa empalagosa de Informe Semanal me ha desarmado, Juan. Me quito el mismísimo cráneo.

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    1. Hubo un tiempo, al menos, porque hace mucho que dejé de ver la televisión, que en Informe Semanal se gastaban esa prosa con ínfulas líricas, muy provinciana, parecida a la de Caballero Bonald cuando se pone estupendo y parece que tenga puestos los ojos en el fondo de la garganta, para escucharse mejor... A mí me parece, con todo, una constatación científica... Gracias por la visita.

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  6. Buenos días, Juan Poz. Saltando por tu blog de post en post no sé a qué día me vine, pero que en cualquier caso bien vale como muestra de tu condensada y tan matizada buena prosa. Todo lo has dicho, si acaso noto a faltar aquí y en todas partes un recuerdo de Mortal y rosa, el librito que escribió Umbral sobre la enfermedad y muerte de su hijo. Sabes, porque algo me conoces, que no soy dada a lo sentimental -aunque soy fea y católica-, también sabes que Dostoievsky nos dejó dicho en Los hermanos Karamazov que se puede ser malo y sentimental. Mortal y rosa trasciende todo eso y remacha el poliedro que en el fondo fue nuestro gacetillero de Valladolid, que yo también emparento con Larra.
    Quevedo, Valle Inclán y Cela es la estirpe de la que yo, cuando quería ser escritora, provine.
    Queda con salud y con mis saludos,
    Marta

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    1. En efecto, Marta, he oído hablar muy bien de ese libro, pero el que aquí comento es mi primera lectura de Umbral como novelista. Quizás me atreva con el que recomiendas -tu aval se basta y sobra para no perdérselo-, aunque ignoro cuándo podré hacerlo: la anarquía lectora de este Artista Desencajado no siempre le deja hacer lo que él quiere. Eso sí, en cuanto lo lea, aquí que lo comento, por descontado. Yo sí soy muy sentimental, y el tema del libro me asusta. De hecho, "La habitación del hijo", de Moretti, tardé unos cinco años en verla y cuando lo hice fue en la televisión, para apagarla enseguida si me faltaba el valor... Me alegra tu visita.

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  7. Debí decir "sentimentalista", pero ya se sobreentiende. No he visto "La habitación del hijo" pero la veré, Moretti me gusta. Justo ayer por la mañana me acordé de "Caro diario".
    Gracias, me alegra que te alegre.

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