jueves, 31 de julio de 2014

oportet Oportet: labarrA libre

 El ínclito/paráclito hijo de Valle-Inclán: 
Dalí versus Picasso, de Fernando Arrabal*

Desde hace un tiempo, después de su salida de Cátedra, Emilio Pascual, quizá el editor español más competente y creativo de nuestro mundo editorial, ha creado, junto con su hijo, un sello editorial que, al margen de la disponibilidad para cualquier proyecto de publicación  que quiera sacar partido de su excepcional experiencia y sabiduría editoriales, ofrece novedades de inmenso interés literario con la morosidad propia de quienes no niegan el ocio (neg-ocio) con su oficio, sino que lo enaltecen hasta convertirlo en el sostén del más acendrado espíritu de perfección y compromiso con lo que debería ser la edición: un arte, el arte de la transmisión literaria, cuyo arranque es siempre la selección del texto que merece ser publicado. 
Hace pocas semanas acaba de ser puesto a la venta un libro sobre el que ignoro si ya se ha publicado alguna crítica que lo salude como se merece: Dalí versus Picasso, del extravagante y eximio escritor mariano y pánico Fernando Arrabal. El libro fue presentado en la librería Lé de Madrid y asistieron a la presentación el autor, Fernando Arrabal, el prologuista Pollux Hernúñez y el editor Emilio Pascual, un trío de maestros que a buen seguro debieron deliciar (sic) a los asistentes hasta reconciliarlos con la Literatura, porque el ingenio, el conocimiento y la agudeza nunca dejan indiferentes al buen degustador, además de que contribuyen a la forja del gusto y el criterio.
Dalí versus Picasso es una obra arrabalera desde la primera provocación hasta la última, cuando se desvela el artificio de la representación y nos percatamos de la tradición sádica en la que se inspira, con esos internos enfermos mentales en un centro de retención de inmigrantes. Aunque el encuentro entre los dos grandes pintores españoles comentando sus dos obras sobre la Guerra Civil española, Construcción blanda con judías hervidas y el Guernica, tiene suficiente atractivo por sí mismo como para atraer la atención indesmayable del lector, Arrabal no ha querido limitarse a una imitación verosímil de esas dos magnéticas personalidades, sino que ha ido más allá para extraer de esos dos personajes una visión desmitificadora que sigue punto por punto la técnica del esperpento valleinclanesco, desde la caricaturización de los personajes, los protagonistas y sus mujeres, Gala y Dora, hasta la irrupción de elementos rituales como el cabrón Barrabal que se orina en las telas de Picasso, mejorándolas. Recordemos que tragedia viene de tragos, macho cabrío en griego, y de ahí el juego genérico subversivo de Arrabal para escenificar las miserias de dos personajes cuya conciencia social distaba mucho de sus apetencias de fortuna y reconocimiento. Ante el lector, Picasso y Dalí aparecen como  un  Piyasso y un Dalirante dispuestos a reconocer el uno ante el otro su verdad íntima, como si tuvieran por interlocutores a dos jueces ante los que se hayan de justificar. La teoría de Arrabal sobre el aprovechamiento que hizo Picasso de una tela en homenaje a la electricidad, a medio componer, para crear su Guernica a raíz de la demanda del gobierno republicano español tiene un enorme poder de convicción; del mismo modo que la interpretación del cuadro de Dalí consigue levantar ante el futuro doble espectador, el de la obra y de los cuadros, la imagen de un Dalí poco menos que hermanado con el destino trágico del sufriente pueblo español que choca frontalmente con el frívolo postsurrealista vendido al dólar, por más que nunca perdiera su calidad pictórica.
Decía que me parecía una obra propia de un “Hijo de Valle-Inclán”, del mismo modo que Arrabal escribió La hija de King-Kong, que en realidad debería haberse llamado “La hija de Cervantes”, porque lo que podríamos llamar la enunciación recuerda más que poderosamente la obra del gallego. De hecho, da la impresión de que la haya escrito con el original de Luces de Bohemia prescribiéndole la dicción:
VOZ DE DORA.– Acaba de llegarte la carta de la Compañía Parisiense de Electricidad…
PICASSO.– ¿La has leído?
VOZ DE DORA.– ¡Hélas!
 Largo silencio
PICASSO.– ¿Qué dicen esos mequetrefes de la compañía?

O más adelante:

DALÍ. – Tiene que comprometerse, como yo lo hago.
PICASSO.– ¿Con la veintena de sus judías diseminadas?
DALÍ.– Con la nueva España.
PICASSO – Que está hoy a sangre y fuego.
DALÍ.– Del tórax deformado por la violencia de todas las inquisiciones –vea mi cuadro– surge la pierna esquelética con un ortejo obeso, mientras que Goya inclina la cabeza cegado por el sol.
PICASSO.– Un millón… *
DALI.– Los campesinos ocuparon  las tierras…
PICASSO.– Qué parné…
DALÍ .– Los mineros ocuparon los pozos.
PICASSO.– Incluso en pesetas oro…
DALÍ.– El frente antifranquista es la esperanza de los jóvenes bárbaros de ayer y de mañana… incluso los que hoy se pudren, indocumentados…
PICASSO.– Madame Paul Éluard…, quiero decir señora doña Gala Dalí, ¿cómo ha conseguido que el embajador de la España republicana…?

*Picasso, mientras Dalí desbarra “a la internacional”, no piensa sino en la recompensa que le ofrece el gobierno de la República por el futuro Guernica para la exposición.

O, finalmente:

PICASSO.– Que yo sepa, los subtítulos solo les van a los noveloncios por entregas.
DALÍ.– Todavía no ha visto que el cuadrilátero vacío en el centro de mi cuadro forma el mapa de España?
PICASSO.–  Pues tenía que poner un cartel en esperanto.
DALÍ .– Describo el gran canibalismo…
PICASSO.– ¿De antropófagos que se atiborran de judías?    
DALÍ.– Del canibalismo que es nuestra historia.
PICASSO.– ¿Hervida también?
DALÍ.– (Sin querer escuchar a PICASSO). La historia de siempre y la circunstancia de hoy en las comisarías y en los centros de retención. Siempre los ofendidos enjaulados por los poderosos.
VOZ DE DORA.– Tienes que ir, Pablito, de esa tentación… de la Guerra civil…., para que tú y yo, sanos y salvos…

        Como se advierte, pues, hay en esa enunciación seca, cortante, lacónica, aguda y de rápida ejecución mucho del esperpento de Valle-Inclán y, por supuesto, no poco de su propia tradición arrabalera… Renuncio a traer a colación el hecho esperpéntico de que el cabrón que se orina y rompe las telas de Picasso, mejorándolas, se llame Zaratustra y que cada vez que oye esta palabra comience a agitarse en  un desafiante baile sin fin. La música nietzscheana (la filosófica) no es la única que resuena en este libro singular aunque menor, aun a riesgo de equivocarme en el diagnóstico, en el contexto de la producción de Arrabal, porque, aun llevando al extremo ciertos rasgos paranoicos o patológicos de sus protagonistas, el retrato que emerge de ambos pintores no se aparta un jeme de lo verosímil e incluso de lo veraz. La intención subversiva del autor se manifiesta en la selección de los nuevos parias del presente: los indocumentados, los retenidos, y, además, enajenados. Desde ese punto de partida, resultan más que divertidos anacronismos como el del ¿Qué hostias-pedrín puedo observar en su cuadro para que mi Hada Electricidad… salido del famoso cómic Roberto Alcázar y Pedrín, o el maravilloso barroquismo verbal exuberante: desde el ortejo, desconocido para la RAE, hasta los “arrauchas” del vascuence o la imaginativa y desgarradora paráfrasis de los cojones: “Los desheredados del arco de triunfo”.

La obra toda es un pot-pourri que responde a su origen etimológico: la tradicional “olla podrida” española, originaria de Burgos, y cuyo sentido primitivo, por el número de ingredientes, era el de “olla de los poderosos”. En la olla de Arrabal aparecen dos pintores de cuyo “poder” visual nadie puede dudar, aunque sea difícil compadecerse de la exhibida delectación en sus respectivas miserias humanas. Sin embargo, en el transcurso de su labor exegética, porque, al cabo, el análisis de los cuadros que se toman como motivo del encuentro es primordial en el desarrollo de la obra, Arrabal levanta una genealogía del drama de España y del individuo contemporáneo que en modo alguno deja indiferente al lector y tampoco le dejará al futuro espectador. Ya imagino una escenografía barroca para esta obra y me vienen a la memoria la carpa de Yerma o los órganos de Divinas palabras, de Víctor García, como recuerdos de plenitudes teatrales. Mientras llega la representación, recurramos al teatro leído y delectémonos en la recreación musical del rico lenguaje arrabalero: una sinfonía llena de líneas melódicas que, sin embargo, se armonizan como los grandes cuartetos de Verdi para esclarecer el verdadero sentido de nuestra menoscabada, depravada y deturpada realidad.
* Republico esta entrada porque la compartieron no sé si en facebook o en qué red y desde entonces, tengo el spam desbocado. Es la misma de entonces, aunque, de por medio se estrenó la representación que por esos dislates no sé si políticos o empresariales no llegó a esta Barcelona cada vez más abandonada, en castellano, por el resto del estado. Pido disculpas. De inmediato continuaré con entradas auténticamente nuevas, si es que todas no son, al cabo, repetición del mismo aburrido narcisismo sin río.

domingo, 27 de julio de 2014

La estilística clásica: Demetrio y Longino



Sobre el estilo, de Demetrio y Sobre lo sublime, de Longino: La lección actual de la estilística clásica: soplar en flautas pequeñísimas a pleno pulmón


          La  filología greco-latina nos ha dejado cumbres transitadas, como las poéticas de Aristóteles y Horacio, pero también sendas apartadas, como los dos tratados en los que hoy me fijaré, por las que descubrimos, si se recorren con ojo avizor y dejando en el perchero la toga filoneísta, no pocas lecciones de las que podemos sacar inmenso provecho, al tiempo que cargamos munición para poder desenmascarar los frutos bordes de la actualidad que nos quiere siempre colar de matute el poder cultural, que haylo, aunque cada vez más menguado, gracias a bitácoras como este Diario y una larga lista de ellas que es preciso ir descubriendo del modo como se ha formado una biblioteca personal.
 Lo ejemplar de los dos textos que presento es su carácter insobornablemente crítico y, sobre todo en el primero,  la decidida voluntad prescriptiva, porque aunque se suela decir que sobre gustos no hay nada escrito, lo contrario es lo cierto: hay demasiado, pero muy pocos lo leen, por eso, cuando lo hacemos, nos sorprende que la construcción de la belleza no sea producto del azar, sino del  estudio y la dedicación  intensa, además de unas cualidades personales que Longino considera innatas, no alcanzables por la instrucción: Hay quienes creen, y en esto se engañan completamente, que pueden someter tales cosas a reglas técnicas. La grandeza, se dice, es innata y no se adquiere con la enseñanza.
En cierto modo, esta entrada de hoy está conectada con otras escritas anteriormente, pero, sobre todo con aquel intento que hice de caracterizar  la reseña literaria como un subgénero específico. De hecho, estos dos textos clásicos son una guía excepcional para aleccionar a quien quiera convertirse en crítico literario, más que en autor, aunque Longino da algunas pautas precisas sobre lo que debemos hacer para aspirar a la genialidad literaria, porque la mediocridad es un lastre del que, en conciencia, debemos prescindir para ahorrarnos la censura cruel pero objetiva que nos sitúe en el oscuro lugar que ocupamos en la historia de la literatura. La prueba inequívoca de esa mediocridad es el unánime comentario compasivo que suele suscitar el libro reciente, que no novedad, por supuesto: “está bien escrito”. Ya puede el autor o la autora echarse a temblar. O, por el contrario, recordarse las palabras de Valle-Inclán cuando se le preguntó por qué no escribía en gallego: Cuando el joven gallego, catalán o vasco siente la aspiración de escribir, aparece una sirena que le dice: ‘Si hablas en tu lengua regional serás un genio. En la lengua regional no hay que luchar con veinte naciones, basta luchar con cuatro provincias’. Ser genio en el dialecto es demasiado fácil. Yo me negué a ser genio en mi dialecto y quise combatir con cien millones de hombres, y lo que es más, con cinco siglos de heroísmo de la lengua castellana. Esta es la extrema dificultad y yo la he tenido. He querido venir a luchar, y si no he logrado vencer, me ha salvado la dignidad del propósito (F. Madrid: La vida altiva de Valle Inclán, Buenos Aires, 1943).
Al decir de Longino, y permítaseme que vaya mezclando al hilo del desarrollo los contenidos de ambos tratados, son cinco los fundamentos del autor que quiera alcanzar la excelencia a través de sus obras: Cinco son las fuentes, como uno las podría llamar, más productivas de la grandeza de estilo: La primera y más importante es el talento para concebir grandes pensamientos. La segunda es la pasión vehemente y entusiasta. La tercera, cierta clase de formación de figuras. La cuarta, la noble expresión, a la que pertenecen la elección de palabras y la dicción metafórica y artística. La quinta causa de la grandeza de estilo y que encierra todas las anteriores es la composición digna y elevada. No recomienda, sin embargo, ni tampoco Demetrio, que se asista a ninguna Escuela de Letras de las muchas con que honrados ciudadanos de la República de las Letras españolas aspiran a ganarse en nuestros días, todo lo honradamente que lo demuestren, el sustento;  antes al contrario,  lo que sugiere Longino es la imitación y la emulación de los grandes escritores, tanto en prosa como en verso, que ha habido antes de nosotros. Esta ha de ser, querido amigo, la meta a la que nosotros nos hemos de asir con fuerza. Como no puede por menos de reconocer, es difícil que el genio se manifieste como resultado de la instrucción, ya que lo propio de él es que en cierto sentido los grandes genios son especialmente peligrosos, confiados a sí mismos, sin disciplina, sin apoyo y sin lastre, abandonados a su solo impulso y a su ignorante temeridad. Podríamos concluir que la aparición del genio es un largo y tortuoso camino personal desde la nada hasta la creación de un mundo propio, y cada camino no solo es estrictamente individual, sino que se borra apenas el genio lo acaba de transitar, por eso a la mayoría de los buenos escritores les es difícil levantar acta de ese camino y más aún determinar cuál haya podido ser su particular método. No defiendo, es obvio, la anticuada teoría del genio por chiripa o del burro flautista, pero son innumerables los genios que enmudecen ante su propia obra, y algunos hay, como Juan de la Cruz que cuando se extienden sobre ella, como en sus famosos Comentarios, no pasa de párvulo aventajado, a la par que confuso. No está de más recordar aquí el conocido precepto poético picassiano: Yo no busco, encuentro; por más que ese hallar le parezca al artista más un ser hallado por la gracia expresiva, al estilo becqueriano o al rubendariano de las ¡Torres de dios! ¡Poetas! Pararrayos celestes
         Lo que sorprenderá al lector interesado en las poéticas que le presento es el nivel de detalle técnico al que descienden ambos autores para  convencernos de que la creación de la belleza inmarcesible exige unos fundamentos retóricos y compositivos que la mayoría de nuestros autores publicitados, españoles (regionales incluidos), como grandes autores ni siquiera se han planteado adquirir, ni, por supuesto, interesarse por  cuáles sean y en qué consisten. ¿Para qué? La miserable formación estética de sus lectores –cuyos máximos juicios en ese campo se reducen a: “El libro me ha enganchado: no he podido dejar de leer” y “Me ha gustado mucho: le pondría un 10”– abona la permanencia de esa fama a medias mediática y por entero banal y fugaz.
         Leyendo a autores tan distantes  me siento mucho más cerca de mi presente, porque sus juicios bien puedo hacerlos míos sin cambiar ni una coma de sus planteamientos. Pensemos por ejemplo en lo que dice Longino acerca de un vicio contumaz de la mayoría de los autores que están “en candelabro”: Parece, en general, que la hinchazón es uno de los vicios más difíciles de evitar. Por decirlo de otro modo, les ocurre lo que a Clitarco, un escritor mediocre que por usar una expresión de Sófocles sopla en flautas pequeñísimas, pero a pleno pulmón.
         No era mi intención, al iniciar esta entrada acabar ofreciendo un vademécum de buenos consejos que pudiera ser útil a quienes tienen la ponzoñosa ambición de ser éditos  y reconocidos, de modo que vivan de réditos y recocidos en la fama insufrible, pero, bien mirado, e improvisando sobre la marcha, por esta senda clásica tan poco transitada, quizá haga un bien sin mirar a quien si ofrezco a los ilusos algunos de los útiles consejos que pueden extraerse de esta lectura. Perdóneseme la falta de orden e incluso la reiteración, o hasta la minucia, pero la agudeza crítica de Demetrio y Longino adquieren el aire de una conversación con un interlocutor, antes que el tono académico de una severa lección (recuérdese que de Aristarco de Samotracia –primer autor de una edición crítica de la obra de Homero– procede, por antonomasia, el crítico severo de nuestra lengua: “aristarco”). Se observará en este vademécum incompleto que ambos autores extienden su interés filológico desde la composición entera hasta el uso de algunas palabras e incluso de algún tipo de sílabas en según qué lugar de la composición. ¡Cómo se echan de menos en la práctica de la reseña literaria fundamentos como los que aquí se van a exponer! Pero es lo que hay: la brevedad abreva en la parcialidad extrema del juicio que o bien no deja títere con cabeza o eleva las obras a la cima del Helicón, hogar de las Musas.
         Tanto Demetrio como Longino van alternando las consideraciones generales con el análisis de detalles muy específicos, y ambos con preceptos capaces de orientar toda una obra. Nada es menor en ellos, y uno intuye, tras haberlos leído, que  no se acaban nunca los aspectos que un creador ha de considerar para evitar que su obra sufra los reproches críticos de quienes tienen tanta experiencia juzgadora. Al fin y al cabo, como afirma Longino: Un juicio literario es el resultado final de una larga experiencia, no el capricho indocumentado de un advenedizo aquejado de verborrea. Longino, que tiene un carácter más sintético que Demetrio,  que es más analítico, nos recuerda que las palabras bellas son en realidad la verdadera luz del pensamiento, aunque nos avisa inmediatamente después de que
la perfección en cada detalle corre el peligro de la vulgaridad; en los grandes talentos, como en las grandes fortunas, debe haber también algún descuido, es decir aquello horaciano del aliquando bonus dormitat Homerus, y es precisamente el mimo con que se ha de seleccionar el vocabulario lo que este intelector echa de menos en tantos autores que parecen escribir con las últimas que han leído en el periódico en vez de con las que les lleguen de los ecos de las lecturas que acaso no tengan, y sin que en estas haya entrado jamás la mera posibilidad de la apasionante lectura de diccionarios de toda laya y condición. En una de sus escasos juicios sintéticos, Demetrio nos dice algo que conviene recordar: El lenguaje es como una masa de cera con la que uno modela un perro, otro un buey, aquél un caballo, y muchos de nuestros contemporáneos bultos informes…, podríamos añadir. Si bien me contengo en el denuesto, porque, como he aprendido en Longino y lo hago santo y seña de la lucha contra mi particular aristarquismo: La burla mordaz es, por así decirlo, como la amplificación de lo insignificante. 
         Nuestros dos filólogos, como auténticos hijos de su tiempo, son decididos partidarios del uso de las figuras retóricas, si bien con ciertas precauciones, porque la búsqueda de la belleza abomina tanto de la carencia como, sobre todo, del exceso. Avanzándose a la estilística,  ambos están convencidos de que hay que prestar más atención al cómo si dice que al qué se dice. Se han de emplear metáforas –nos dice Demetrio–, ya que éstas, sobre todo, proporcionan al estilo placer y distinción. Sin embargo, no deben ser abundantes, pues puede parecer que estamos escribiendo un ditirambo en lugar de un discurso. Y entre estas, no duda en escoger la que Aristóteles llamaba la metáfora “activa”, que es la mejor, cuando los objetos inanimados son introducidos en un estado de actividad como si fueran animados y, por ejemplo, en el pasaje en el que se describe el dardo: El afilado dardo, anhelante por volar sobre la multitud. Si bien es conveniente no olvidarse de que algunas metáforas producen más trivialidad que grandeza, aunque la metáfora sea empleada para producir dignidad. Por ejemplo: Y en derredor sonó como trompeta de guerra el espacioso cielo (Iliada, XI 388).
         La hipérbole es otra de las figuras que conviene usar con cautela, e incluso Longino nos sugiere que las mejores hipérboles son sin duda aquellas que pasan desapercibidas como tales hipérboles. Del mismo modo que Demetrio recalca: Sobre todo la hipérbole es la más fría de todas las figuras: “Más calvo que un cielo sin nubes” (Atribuida a Sofrón, el creador del género llamado Mimo, y por quien Platón sintió cierta admiración).
         Como no podía ser de otro modo, ambos autores defienden lo natural como aspiración suprema de la composición y del estilo,  y desdeñan esos dos vicios del estilo cuyos hermosos nombres griegos deberían leerse más en las reseñas periodísticas, si los críticos gacetilleros tuvieran algo de tiempo para leer libros de su disciplina, como el presente (Ambos tratados están publicados en un solo volumen en la magnífica Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1979, en edición del maestro de filólogos José García López):  Kakozelia: “Afectación del estilo” y Kakotechnía: “Amaneramiento”.  Tanto para para Longino: Todo lo que es demasiado rítmico aparece al punto afectado y trivial, como para Demetrio: El poder de la persuasión reside en dos cosas; en la evidencia y en la naturalidad, pues lo oscuro y artificial no es convincente. Por ello, en un estilo que pretenda convencer no se debe hacer uso de un lenguaje superfluo ni desmesurado, y del mismo modo la composición debe ser firme y evitar la forma rítmica; lo natural, lo opuesto a la afectación y al amaneramiento (lección que aprendió Cervantes, y repitió en el Quijote: Llaneza, muchacho, no t encumbres, que toda afectación es mala), constituyen la esencia de la obra literaria. Lo que resume Longino admirablemente en un lema estético que ha tenido larga vida: El arte es perfecto cuando parece que es una obra de la naturaleza y ésta tiene éxito cuando subyace en ella el arte sin que se note.

         Reservo para el final dos asuntos de muy diferente naturaleza. De un lado, la defensa que hace Demetrio del Epifonema como uno de los grandes logro estéticos de la composición: El llamado epifonema podría ser definido como “dicción que embellece” y es la figura de mayor grandeza en el discurso. (…) En general, el epifonema se parece a ciertas muestras de riqueza, me refiero a las cornisas, triglifos y bandas de púrpura en el vestido. Pues de la misma manera también esta misma figura es una prueba de riqueza en el lenguaje. (…)También una máxima se parece a un epifonema que se añade a algo que se ha dicho, pero ella misma no es un epifonema; aunque es cierto que la mayoría de los intelectores que se asomen a estas páginas marginales desconocerá incluso su existencia. Pondré un ejemplo no literario, para que, acaso, se comprenda mejor: La confesión de haber defraudado a Hacienda durante 34 años de Jordi Pujol es el epifonema del discurso secesionista. Y, del otro, el jucio crítico de Longino sobre la Odisea, lleno de lucidez crítica: En realidad la Odisea no es otra cosa que el epílogo de la Ilíada. (…) Por esta misma razón, creo que la Ilíada, escrita en la plenitud de su inspiración, fue compuesta toda ella desbordante de acción y de lucha, mientras la Odisea es en su mayor parte narrativa, lo cual es una señal de vejez. Así, en la Odisea se podría comparar a Homero con el sol en su ocaso, del que permanece la grandeza, pero no la intensidad. La decadencia de la pasión en los grandes escritores y poetas va a parar a la pintura de caracteres. La descripción de la vida familiar de la casa de Odiseo es de alguna forma la de la comedia de costumbres. ¡Cuánto daría este Artista desencajado por poder llegar a escribir un juicio crítico como éste! De momento habré de conformarme con la prescripción hipocrática, cuya segunda parte tan desconocida es, pero ¡tan aleccionadora!: La vida es breve, el arte largo, la experiencia engañosa y el juicio difícil.

lunes, 21 de julio de 2014

La primera novela de Susan Sontag: The Benefactor.


The Benefactor: la novela centroeuropea de Susan Sontag.

Por una referencia ajena que hablaba de Hippolyte (no el caballo gentil, ciertamente, pero casi sí el houyhnhnm de Swift…) como de un protagonista dedicado a la creación de aforismos y a vivir en función de sus sueños, me lancé a la lectura de The Benefactor, de  Susan Sontag, con un interés doble, porque pensé que podría disfrutarla desde la perspectiva de mi estudio sobre los aforismos y desde la del posible análisis crítico de  la primera novela de la brillante autora. Nada más empezar a leer, curiosamente, emergió un motivo-acicate que me obligó a dedicarle esta entrada en mi Diario: el protagonista escribe, en tiempo presente, desde sus 61 años, justamente los que acabo de cumplir, lo cual entendí como una de esas casualidades fructíferas que nos permiten plantearnos retos en los que, de otra manera, acaso ni hubiéramos reparado. Mas no solo eso, sino que, como dice al coronar la obra: The ancient philosophers were right in recommending the benefits of age. It is comfortable to be old, algo que suscribo plenamente, y hasta casi con entusiasta alegría. Probablemente la que le falta al protagonista, porque hablamos de un personaje que, con autonomía financiera –de origen paterno– para poder dedicarse al dolce far niente, no busca sino el retiro, la privacidad y la conquista de su mundo interior. Hablamos de una novela intelectual, centroeuropea, que hizo las delicias de Hannah Arendt porque, a buen seguro, le recordaba, salvando las distancias, que haylas…, El Hombre sin atributos, de Musil, y aquella extendida desconfianza en la razón que dominó la escena europea de entre guerras y cuyas raíces han de buscarse en la crítica Nietzscheana: I share de distrust of reason which is the leading intellectual fashion in our century.  Se trata, además, de un personaje que solo se ha dedicado en su vida a su propia formación intelectual, al escrutinio de su persona y a la conformidad con  la vida retirada, de ahí que, cuando su padre lo deja asegurado económicamente, él se sienta  free to pursue my own questions (the treasure I had acumulates since my childhood) and to satisfy, better than the university had done, my passion for speculation and investigation; lo que a un currante como yo, cuya dedicación intelectual siempre se ha tenido que realizar extramuros la dura esclavitud laboral, le pone no solo los dientes  de sable, sino que le induce a pensar la estrecha relación que hay entre la cultura de unos y la explotación laboral de otros, es decir, sobre quiénes se asienta el cigarrismo de los seres de excepción, ajenos a la rudeza, ya digo, del fiero capitalismo devastador.
El libro se abre con una rotunda declaración de principios: Je rêve donc je suis. Bien pudiera decirse que su personaje no tiene otra entidad ni identidad que su atención casi entomológica a sus sueños. Ellos determinan su vida y en función de ellos se organiza su existencia. No los entiende como algo que deba interpretar, sino como actos de vida: Dreams are the onanism of the spirit, nos dice con ese típico laconismo que atraviesa toda la novela de cabo a rabo. Probablemente la desconfianza en la razón, como instancia todopoderosa, capaz de explicar la realidad y al ser humano lleva al protagonista a refugiarse en el sueño como una dimensión donde, al margen de la razón, solo los deseos, los miedos, las esperanzas y la amoralidad absoluta le permiten vivir una vida con intensidad pero sin responsabilidad, porque el perfil caracterológico del protagonista es el del egocéntrico y egotista que rehúye cualquier compromiso, incluso aquellos que desea asumir para probarse a sí mismo que es capaz de salir de su solipsismo y entregarse, aunque con ciertas limitaciones, a los demás. Como nos las tenemos con un personaje decadente, hay en la obra una trama erótico-amorosa cuyas derivaciones folletinescas se compadecen mal con el planteamiento intelectual de la obra, y no diré que lo estorban, pero sí que, optando por la extravagancia, ni siquiera sirven de contrapunto a las trascendentales reflexiones del protagonista, quien, de forma autobiográfica, a través de materiales que ha ido elaborando a lo largo de su vida y que al final de ella rescata, nos ofrece el relato de su monótona vida.
Que no nos extrañe, esa monotonía, porque, como afirma, la verdad  needs the discipline of the custom in order to act. Y, como es bien sabido Any discipline , llega a decir el protagonista , even that of the most sanctimonius custom, is better than none. De ahí que el carácter metódico del personaje, que tan difícil puede resultar de comprender para los seres dinámicos –para quienes no fue escrita esta novela, sépanlo cuanto antes… – incluso se fije normas de comportamiento, objetivos, goals, que determinan la forma incluso de sus actos. En este sentido es más que curioso el heptálogo que se autoimpone el protagonista:
1.    Not to be satisfied with my own, or any else’s, good intentions.
2.    Not to wish for others what they did not wish for themselves.
3.    Not to spurn the advice of others.
4.    Not to fear disapproval, but to observe as much as is feasible the rules of tact and discretion
5.    Not to value possessions nor be distracted by ambition.
6.    Nor to advertise myself, nor make demands on others.
7.    Not to wish for a long life.
Está clara, pues, a la vista de lo anterior, la metáfora del bloque de mármol que escoge el protagonista para definirse frente a la tradicional del viaje. No solo se sabe dentro de él,  sino que también, mediante sus investigaciones filosóficas y oníricas, más que existenciales,  logrará que emerja de él su auténtica personalidad, al estilo de aquella figuración desiderativa de Ganivet: El escultor de su alma.
Hipólito trufa la narración continuamente de pensamientos que rozan el aforismo. Unas veces lo son, otras, meras tentativas. En cualquier caso, se trata de destiladas perlas de la sabiduría de quien tiene como referente a los cínicos y ordena su vida en torno al vacío. A tal fin, son elocuentes las últimas palabras del protagonista, quien pide a los lectores que lo contemplen así:  You may imagine me in a bare room, my feet near the stove, bundled up in many sweaters, my black hair turned grey, enjoying the waning tribulations of subjectivity and the repose of a privacy that is genuine, que tanto recuerda el final de aquel poema de Gil de Biedma, De vita beata: vivir como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia.
Con todo, el personaje no es ciego a sus muchos defectos, entre los cuales está el exceso de autoobservación y la ausencia de una relación cordial Yo-Tú que le permita salir de la mónada en que vive. Así pues, no son extrañas admoniciones de este jaez: You look at yourself too much. That’s the beginning of all absurdity. Look about you. The world is an interesting place. O de este otro: We do not accept ourselves for what we are, we retreat from our real selves, and then we erect a personality to bridge the gap. (…) A personality is our way of being for others.
Hay en la personalidad de Hippolyte algo muy de nuestra época, y la novela bien puede considerarse una suerte de previlamatismo, sobre todo cuando reconoce una característica de la novela moderna sobre la que el discreto escritor barcelonés vuelve una y otra vez cansinamente: I still had the undeserved reputation of a man of ideas, in short a writer who happened not to write, aunque resulta que sí que escribe, y gracias a esa labor sobre la que no puede precisar cuándo la ha llevado a cabo, del mismo modo que ya es incapaz de distinguir las fronteras de lo real y lo soñado, no sólo sabemos que existen los cuadernos donde ha registrado sueños y vigilias, sino que hasta incluso le ha buscado a la narración de todo ello el título adecuado, o mejor dicho, los títulos, porque nos ofrece varios; pero de todos ellos retengo el paradójico: Don’t believe Everything You Read. Y ello a pesar de que, como repite Hippolyte a lo largo del libro, The truth is always something that is told, not something that is known.
Sin embargo, de entre los pensamientos con que riega Hippolyte sus  cuadernos de memorias yo me quedo con el que señala que The reader is a happy accident, que bien podría convertirse en el lema de este Diario.
Finalmente, de entre los 57 aforismos que escribe Hippolyte, como si su vida hubiera estado diseñada para acabar convirtiéndose en un aforista, ofrezco a los intelectores este selecto repertorio:
1.    The dreams make me see myself as someone alien.
2.    If I cannot be outside myself, I will be inside. I will look out at myself as my own landscape.
3.    The only interesting answers are those which destroy the question.
4.    When I destroy the dreams, do I destroy myself?
5.    Now I understand the mystery of the will, What is pain but the failure of will?
6.    The first rule of the ascetic life is to appear comical.
7.    My dreams will expel my character.

8.    Good and evil laugh at each other.

sábado, 12 de julio de 2014

Otto Weininger en sus propias palabras.

Teoría del carácter VI, y II

    

Otto Weininger:
Sexo y Carácter: . El conmovedor monstruo de la razón desmesurada.
Sobre las últimas cosas: La portentosa sombra de lo que pudo haber sido.


Otto Weininger sólo escribió un libro en su corta vida, Sexo y carácter, aprovechando la tesis doctoral que retocó oportunamente para intentar hacerlo más legible, porque son muchas las tesis que se publican “en bruto”, sin ninguna consideración hacia los posibles lectores, para los que el enfoque académico no es, ciertamente, el más atractivo posible. Weininger, sobre cuyo narcisismo ya hablamos en la primera parte de esta sexta entrega sobre la teoría del carácter, estaba convencido de que en este libro suyo se formulaba por primera vez la ciencia de la caracterología, una ciencia que el concebía de una forma sorprendentemente holística, porque estableció un nexo entre la biología y la teoría del carácter, si bien, no deja de repetir, a lo largo del ensayo, que la inexistencia de una ciencia del carácter es comprensible porque el carácter, como tal, es un concepto problemático. Para Weininger, el carácter no es algo sentado detrás de los pensamiento y los sentimientos del individuo, sino algo que se revela a sí mismo en cada pensamiento y en cada sentimiento. Está convencido de que la nueva psicología ha de ser la ciencia del todo, y que la psicología quedará en un conocimiento vacío si se divorcia de la filosofía.  Recordemos que el subtítulo del libro es Una investigación de principios, lo cual implica que su obra quiere ir a la raíz de la ética a través del estudio de los caracteres.
La indeterminación sexual del ser humano, o más precisamente, su bisexualidad constituyente es la piedra angular sobre la que se alza un edificio que suscitó la admiración de intelectuales muy notables y el desprecio de otros tantos. Su autoestima intelectual, sin embargo, no le cegaba como para no reconocer ciertas carencias o excesos de la razón, porque en ese libro lleno de convicciones sólidas como la fe ciega de un converso, ya advierte que siempre hay algo pretencioso en la teoría o que nuestros conceptos se interponen entre nosotros y la realidad. No se trata, así pues, de la obra de un loco ni de la de un fanático, sino de la de un ser persuadido de la fortaleza lógica de sus convicciones, por más excéntricas o esotéricas que nos puedan parecer.
Según Weininger, en el idioplasma, una sustancia hipotética en la  que se localizaban las propiedades hereditarias de las cualidades de los seres vivos, y a la que el joven vienés concedía pleno estatuto de realidad incontrovertible, conviven el arrenoplasma y el teliplasma, el plasma masculina y el femenino, respectivamente, que se manifiestan incluso a nivel celular y que forman parte de la corriente sanguínea. Todas las células, en consecuencia, tienen una determinación sexual primaria que no necesariamente afecta a todo el cuerpo por igual, de ahí que ningún sexo pueda considerarse exclusivamente femenino o masculino, sino predominantemente uno u otro, lo que constituirá la base de sus clasificaciones caracterológicas, desde la binaria básica: hombre-mujer, hasta las más sofisticadas que podrán leerse en los originales que dejó inéditos y que forman el segundo libro suyo que se publicó póstumamente, del cual hablaremos más tarde.
La fragilidad científica de estas teorías la reconoce el propio autor: No niego que mi exposición peca de dogmática y que le falta una verificación exacta de los detalles. Teniendo en cuenta su teoría de la gradación sexual desde el macho puro hasta la hembra pura, ambos imposibles, por definición, Weininger sugiere que es necesario dedicar tiempo a una investigación exhaustiva sobre la naturaleza  misteriosa de la atracción sexual, porque, además, considera un hecho demostrado que el ser humano oscila entre la masculinidad y la femineidad de su constitución a lo largo del tiempo. Las proporciones de ambas marcas sexuales en los sujetos da pie a la aparición de diferentes rasgos de carácter en las personas: los hombres femeninos suelen, por lo general deseas ansiosamente contraer matrimonio. Del mismo modo que esos mismos hombres son físicamente más perezosos que otros hombres en proporción a su grado de feminización. Lógicamente, para Weininger, el viejo Narciso es el prototipo de tales personas. Por otro lado, las mujeres en las que predomine la más intensa femineidad  serán las menos aptas para comprender al hombre y el carácter sexual del hombre tendrá un gran ascendente sobre ella. De hecho los hombres que defienden conocer a las mujeres están, ellos mismos, muy cerca de ser como ellas. Es lógico concluir, por lo tanto, que la demanda de emancipación de la mujer está en relación directa con la cantidad de masculinidad que hay en ella. La extendida idea en los albores del movimiento feminista de que las sufragistas eran una especie de viragos, la asume Weininger como suya, a la luz de su teoría de la sexualidad fluida, podríamos llamarla así, según la cual la presencia de la femineidad o de la masculinidad en uno u otro sexo determina su naturaleza, a veces contra natura. Para Weininger el elemento femenino de la personalidad no tiene ni el deseo ni la capacidad para emanciparse en el sentido de alcanzar el poder creativo del hombre; de ahí que las conspicuas luchadoras intelectuales por la igualdad de derechos entre ambos sexos revelan, a la atenta mirada de un experto, algo de  los rasgos anatómicos de un hombre, un semejanza corporal con él.
A lo largo del libro, Weininger establece unas diferencias notables en cuanto al significado de los dos componentes básicos del impulso sexual para cada  sexo, lo que él, siguiendo a Albert Moll, denomina impulso de liberación e impulso de unión.  Mientras en el hombre aparecen ambos impulsos, en la mujer únicamente aparece el segundo. De todo ello concluye nuestro obsexivo(sic) joven Weininger que mientras en la mujer el deseo sexual es continuo, y que toda ella es “superficie” sexual, en el hombre es periódico y tiene otros intereses diferentes, al margen de que el aislamiento morfológico del área sexual del resto del cuerpo en el caso del hombre, puede considerarse como símbolo de la relación del sexo con la naturaleza total de dicho cuerpo.
De esa distinción entre hombre y mujer deriva Weininger otra que tiene todo que ver con lo que podríamos considerar la concepción tradicional de la mujer desde el punto de vista de la falocracia: En la mujer, el pensamiento y el sentimiento son idénticos, pero en el hombre están en oposición, constituyendo una dualidad necesaria para la observación y la comprensión. La dualidad es, para Weininger, el poder que puede establecer diferencias, el origen de la conciencia despierta. En la mujer, en quien no se da esa dualidad, pensamiento y sentimiento es una amalgama para la que Weininger buscó un concepto, Henid, tomado del griego (las Hénides son las ninfas de los prados), que se acerca bastante al concepto tan aceptado de la famosa “intuición femenina” , esa que Shakira ha convertido casi en rasgo definidor del sexo femenino. En ese concepto, henid, es imposible, al decir de Weininger, distinguir entre percepción y sensación. Así pues, la conclusión lógica de todo esta caracterización de los sexos es que la mujer tiene una vida inconsciente y el hombre una vida consciente, y el genio, una vida hiperconsciente.
Llegar a la genialidad ha de ser, para Weininger, la máxima aspiración del hombre. La naturaleza caracterológica del genio es la suprema manifestación del ser humano sobre el planeta. Lo primero que caracteriza al genio es la universalidad: El mayor individualismo es el mayor universalismo, escribió Lo segundo, la capacidad de sintetizar la percepción y la aprehensión. Lo tercero, poseer un profundo sentido autobiográfico, porque el deseo de escribir la autobiografía es una señal inequívoca del hombre superior, porque para la mayoría de los seres la memoria es algo episódico, pero en el caso del hombre de genio, cada impresión que ha recibido permanece en él y lo condiciona, al tiempo que lo fundamenta, porque la más profunda fuente de las creencias depende de la relación de un hombre con su pasado. Weininger lo condensó en un aforismo de raigambre nietzscheana: la memoria es una función del deseo; de ahí que, dicho al estilo sentencioso que Weininger suele emplear, el gran hombre tiene una historia; el emperador es sólo parte de la historia. Lo cuarto, tener una moral propia, tachada de inmoral por el común de los mortales, quienes no pueden seguir su vuelo y pretenden atar el águila a la tierra. Lo quinto, poseer una capacidad de comprensión de lo real que excede cualquier medida, incluso la científica. Para él, los científicos toman los fenómenos por lo que obviamente son; el hombre de genio por lo que ellos significan.
 La posición de Weininger respecto de la ligazón que ata al hombre a la lógica lleva implícito el corolario de su ausencia en el caso de la mujer, como o revela una afirmación que, con o sin contexto, continúa siendo una prueba evidente de la perturbación a la que lo llevó la creación de su propia teoría: un ser como la mujer, sin el poder de formar conceptos, es incapaz de emitir juicios. Sin embargo, y a pesar de haber establecido el ámbito de los sentimientos y las sensaciones como lo propio del pensamiento femenino, el autor vienés señala que el ser humano debe pensar parcialmente de forma psicológica, porque no sólo tiene razón, sino también sentidos, y el pensamiento no puede liberarse de las experiencias temporales, sino permanecer atado a ellas. Con todo, el mundo de los conceptos abstractos es la única realidad que reconoce Weininger, de ahí que a continuación establezca que las leyes de la lógica han de ser obedecidas, si bien realiza una identificación entre lógica y ética, convirtiendo esa fusión en el sagrado deber de uno para con uno mismo: Solo existe el deber para con uno mismo, y solo a uno mismo se debe uno lealtad absoluta. Se trata de un pensamiento en la estela de Max Stirner, que él lleva hasta el ateísmo: es cierto que la mayoría de los hombres necesitan alguna clase de dios. Solo unos pocos, todo ellos hombres de genio, no se inclinan ante una ley ajena y a una defensa orgullosa del solipsismo: Espantarse del solipsismo es ser incapaz de conferir valor de forma independiente a la existencia; incapacidad para una rica soledad; necesidad de esconderse en la masa, de desaparecer entre la multitud, de extinguirse. Es cobarde. La fuente fundamental del pensamiento de Weininger es la ética kantiana, del mismo modo que él consideraba La crítica de la razón práctica como el libro más sublime de la historia de la humanidad. Incorpora a su obra una cita de Kant que resume a la perfección su pensamiento: Sólo soy responsable ante mí mismo; no debo seguir a ningún otro; no debo olvidarme de mí mismo ni en el trabajo: estoy solo, soy libre; soy el señor de mí mismo. Esta hybris autoafirmativa contrasta, sin embargo, con el rechazo del autor hacia la arrogancia y la vanidad: la arrogancia y la propia realización son contradictorias, afirma Weininger, quien nunca deja de ser consciente de la dureza de la labor intelectual y la humildad congénita que ha de presidir los esfuerzos de quienes a ella se dedican. A pesar de reconocer la soledad del genio, que deviene casi como una suerte de mónada, Weininger reconoce que el egoísmo absoluto es, en la práctica un horror, y debería ser llamado nihilismo: si no hay un tú, no hay, ciertamente, un yo, y eso significa que no hay nada.  Este delirio individualista le lleva al autor a la negación de la familia como célula básica de la sociedad, porque, según él, la propia familia no es realmente una estructura social, sino esencialmente asocial, y los hombres que dejan sus clubes y sociedades después de casarse, pronto vuelven a ellos. Heinrich Shurtz muestra que las sociedades de hombres, no la familia, son el fundamento en sus inicios de la vida social.
La exaltación del hombre y la denigración de la mujer, por lo tanto, no pueden verse, a juzgar por lo dicho, sino como la consecuencia de un sistema fundamentado en la asignación a uno y otro sexo de características radicalmente opuestas. Para Weininger, por lo tanto, el hombre es infinitamente más misterioso e incomparablemente más complicado que las mujeres.
La segunda obra publicada de Otto Weininger fue Sobre las últimas cosas, un conjunto de textos que no forman propiamente una unidad orgánica, sino un abanico de aproximaciones a ciertos desarrollos de las tesis defendidas en Sexo y carácter. La edición de la obra se la confío Weininger antes de morir a Moriz Rappaport, albacea literario que clasificó y ordenó los textos que ahora conocemos como Sobre las últimas cosas y que apareció en la misma editorial que Sexo y carácter, a principios de 1904, muy poco después de la muerte del autor, sin que, hasta el presente, se haya realizado una edición de los textos completos dejados por el autor, hasta donde yo conozco, claro está. El texto fundamental del libro es el maravilloso ensayo sobre Per Gynt, de Ibsen, porque en él se manifiesta en todo su esplendor la capacidad analítica de Weininger, sorprendente para su edad y solo equiparable, por el natural manejo de las referencias, a la facilidad de un Mozart o un Rossini para la composición musical. Para Weininger, Peer Gynt es el paradigma de las incontables personas inconstantes e inmorales que están destinadas a ser morales porque no son anti-morales, no tienen la suficiente grandeza ni de instinto ni de libre decisión para rechazar la moralidad, opción, esta última, que es, en definitiva, el ideal nietzscheano de la transmutación de los valores, más allá del bien y del mal… Se trata, en definitiva, de un obra de redención, la historia de un personaje que busca su alma, porque, al decir de Weininger, la mayoría de la gente no sabe nada de la existencia de un alma y niegan su existencia. En este punto, Weininger se aferra la distinción kantiana entre el yo fenomenal y el yo noumenal, entre el yo empírico, ligado al fenómeno y el yo trascendental, como legislador de la moral. Recordemos la definición aforística que nos ofrece Weininger de la ética: La ética puede ser definida así: Actúa con plena conciencia, es decir, actúa de tal modo que en cada momento estés Tú al completo, que en cada momento se halle toda tu individualidad.
Es interesante la división caracterológica que, a partir de Peer Gynt, establece Weininger entre los filántropos y los misántropos. Mientras los primeros se afirman, los segundos se niegan: el primero se indulta gustoso a sí mismo, protege su sensibilidad, va sólo de tarde en tarde a confesarse alcanzando siempre la absolución. El otro se desgarra aparte, silenciosamente, despiadadamente, aun cuando su vanidad aumenta con ello*[*Nota a pie de página: Por eso es él el auténtico aforista] (porque la voluntad de valor se intensifica cuando tiene lugar una evaluación negativa de la propia persona); no cesa de juzgarse y condenarse. Para el escritor vienés. Shakespeare y Sófocles son el perfecto ejemplo de los filántropos, pero, contra la opinión común, excluye a Goethe de ese grupo, porque, según él, Goethe fue una de las personas más infelices que ha existido nunca, y por consiguiente, más pudoroso y riguroso que muchos otros al disimular su infelicidad. El paradigma del misántropo, no podía ser de otro modo, es Nietzsche: La persona que más se odió a sí mismo tuvo que ser Nietzsche. Su odio hacia Wagner y el ascetismo, así como su predilección por Bizet y Gottfried Keller, era meramente un odio al hombre wagneriano, ascético y totalmente no-idílico que él mismo era. No cabe duda de que el odio a uno mismo es moralmente superior al amor a sí mismo, concluyó lúcidamente Weininger, aunque, con esa sutileza analítica que ya hemos alabado previamente –y que implica un dominio asombroso y envidiable de los autores citados–, nuestro autor establece un matiz muy importante: Mientras que Pascal fue capaz de declarar “le moi est haïsable” (Pensées I, 9,24) como un principio fundamental, Nietzsche negó su propio odio a sí mismo y –de este modo se odiaba– lo calumniaba y menospreciaba: sólo como una característica de Pascal, naturalmente. Y ello porque, en ese vitalista irredento que fue el renovador de la prosa alemana, el odio de sí mismo surgió de la más intensa voluntad de afirmar, y de poder, podríamos añadir…
Otra cualidad de los misántropos digna de reseñarse, porque enlaza directamente con la tesis de la autoobservación como “el método” por excelencia de la reflexión intelectual, es la de que los que se odian son los más grandes autoobservadores. Toda autoobservación es un fenómeno del que odia: su lemas es: cógete por sorpresa. Son las menos solemnes de las personas porque son las más avergonzadas; generalmente tienen una capacidad desarrollada para percibir la falsa solemnidad. Es decir, desenmascarándose a sí mismos en busca de lo genuino, de lo auténtico, afinan la percepción para desenmascarar a los demás, porque si para Calderón la vida es sueño, para Weininger es un baile de máscaras.
En relación con su concepción de la genialidad a la que debe aspirar todo ser humano como imperativo ético, Weininger, al hilo de la distinción entre filántropos y misántropos realiza una semblanza de los “grandes hombres” cuyo trasunto autobiográfico no deja lugar a dudas: Con toda seguridad, la vida del gran hombre no consiste en una armonía concedida por gracia de la fortuna, sino que es mucho más turbulenta y tormentosa que la vida de los demás; con toda seguridad, encierra a menudo las más grandes y desestabilizadoras de las contradicciones por resolver, la inclinación hacia las más notables confusiones, pero también contiene la más intensa lucha con uno mismo, y no simplemente esa “gaya scienza” y “serenita” que Nietzsche tanto deseó alcanzar una vez que conoció la Riviera (…) Cuán terrible puede ser el interior de los hombres más sobresalientes, todo lo que puede haber en ellos, qué es lo que les hace sufrir, qué puede llevarles a todos a desesperarse, lo puede enseñar el Peer Gynt de Ibsen a cualquiera que tenga claro que sólo se puede entender y representar “lo que uno tiene en sí mismo”.
A lo largo del libro, Weininger define ciertos caracteres dicotómicos que, al estilo de la dualidad anterior, pretende abarcar las manifestaciones usuales de los seres humanos. La segunda distinción que él establece es entre lo que él denomina “buscadores” y “sacerdotes”: El buscador se busca a sí mismo toda su vida, su propia alma; al sacerdote le es dado su yo desde el principio como requisito de todo lo demás. Al buscador le acompaña siempre el sentimiento de imperfección; el sacerdote está convencido de la existencia de la perfección. (…) Sólo los buscadores son vanidosos (y sensibles)(…) Todo buscador es por naturaleza un blasfemo: el sacerdote es lo contrario del ciego, un vidente y un bendecidor. Por este camino vamos descubriendo la animadversión que, heredada del padre y cimentada en la lectura de notables autores antisemitas, manifestará Weininger hacia el judaísmo, hacia el semitismo, hasta el punto de hablar de un alma semita que equipara con la mujer, como si fuera su hipóstasis, aunque él se empeñe en declarar por activo y por pasiva que tales conceptos nada tienen que ver con la realidad de su referente, que él habla de tipos psicológicos, no de la religión judía ni de la mujer de carne y hueso: Debo aclarar qué quiero dar a entender cuando ha lo de judaísmo. No me refiero ni a una raza ni a una gente ni a un credo reconocido. Pienso en ello como una tendencia de a mente, como una suerte de constitución psicológica que es una posibilidad para toda la humanidad, pero que se ha materializado de forma conspicua entre los judíos. Si bien esta distinción choca con  la identificación entre la mujer y la prostituta, como el anatema del baile: Dar vueltas en círculo es absurdo, inútil; alguien que da vueltas sobre las puntas de los pies tienen una naturaleza satisfecha de sí misma, ridículamente vana, infame. El baile e un movimiento femenino, y de hecho es sobre todo el movimiento de la prostitución. Uno encontrará que cuanto más le gusta a una mujer bailar, cuanto mejor baila, más tiene de la prostituta en sí misma. O sea, que ya lo saben, y están advertidas, las escandalizadas intelectoras de estas líneas llenas de una teratología intelectual tan  difícil de entender en persona tan dotada como Otto Weininger. Es indudable que entre su incapacidad para las relaciones humanas a causa de su exacerbado narcisismo intelectual, su condición de homosexual, acaso no poco vergonzante y sin duda armariada, más su terrible experiencia familiar, con un modelo paterno despótico y una madre oprimida y menospreciada, no sería difícil establecer una sólida relación lógica entre su experiencia y sus teorías, lo cual no lo disculpa, pero establece el contexto que nos permiten atenuar el escándalo en aras de su condición más que probable de escritor seriamente enfermo. Felipe Mellizo escribió una obrita muy recomendable para los intelectores apasionados, Literatura y enfermedad, en que se analizan algunos escritores y sus obras desde la vertiente de sus variadas enfermedades o, en algunos casos, de defectos físicos que marcan de por vida. Repito, una lectura muy amena e instructiva.
Al margen de los aforismos, últimos textos que escribió antes de descerrajarse un tiro en el corazón, Weininger escribió un breve ensayo, en realidad un boceto de lo que hubiera podido ser una obra de entidad, sobre la psicología animal y su relación con la psicología humana. Hay en esas páginas un análisis de la psicología del criminal sobre la que renuncio a extenderme porque bastante empachador es ya este artículo, como para seguir añadiendo más madera, esto es, más materia. En todo caso, quiero destacar que ese análisis, brillantísimo, está en la base de la teoría que elabora Robert Musil sobre el asesino Moosbrugger, alrededor del cual giran, buena parte de las infinitas y hermosas reflexiones de su novela El hombre sin atributos, y es más que posible que en estos tiempos de la banalización y la publicidad, también sin  lectores…
Finalmente, reseño algunos de los Aforismos finales, así los titula el albacea, que tienen en su escritura una poderosa sombra del destino mortal fijado por el autor para la madrugada de su aniquilamiento, quién sabe si en un acto de martirio en aras de la difusión de obra, como si fuera el profeta de sí mismo, de su propia excelsa divinidad:
Todo lo que se refleja es vano; así que la vanidad es también el pecado de toda luz.
La individualidad surge de la vanidad; porque necesitamos espectadores y queremos ser vistos.
El pecado original es la individualidad y su símbolo es la estrella fugaz.
El espacio es el yo completamente fragmentado por fuera.
La hipocondría es auto-odio desviado y paranoia.

Y hasta aquí este resumen desgalichado y algo confuso de las ideas de Weininger –que tampoco era un prodigio de claridad, digámoslo en nuestro descargo–, hijo, acaso, el resumen, de la ambición y del querer abarcar demasiado, en vez de, como hubiera sido más eficaz, centrarme en alguno de los aspectos de su poliédrico pensamiento y haberlo exprimido al máximo. Tiempo habrá, me digo, con no poca ingenuidad, para volver sobre ello. En todo caso, un buen ensayo que leería con gusto sería el de la influencia de Weininger en quienes se sienten sus herederos y, por supuesto, entre quienes por corrección política renegaron de él y de su ascendiente. No ignoraba que Wittgenstein lo leyó con atención y tuvo en consideración sus ideas sobre el talento, el genio y el carácter, además de compartir con él la misoginia que podría considerarse como secular “signo de los tiempos”; tampoco que el creador de la Gestalt, Fritz Perls, tomó de él la teoría de la bisexualidad y del individualismo kantiano y Stirneriano a ultranza; y ahora sé, gracias a la revelación de Joselu, a partir de su lectura de la biografía de Ortega y Gasset, que también influyó en el filósofo español, y en relación con un fracaso amoroso que acentuó la compartición de ese oprobioso “signo de los tiempos”.  

domingo, 6 de julio de 2014

Otto Weininger: Entre la genialidad y la perturbación.

Teoría del carácter,  y VI, I


Sexo y carácter: La psicología del carácter; la psicología desde el carácter.
Confieso que si me he demorado tanto para llegar hasta aquí, ello ha sido por la más que especial dificultad que supone abordar una figura como la de Otto Weininger, muerto a una edad tan temprana, 23 años, quizás a causa de la imposibilidad física de albergar en un cuerpo no especialmente dotado para ello, un cerebro tan hiperdesarrollado. El caso de Weininger es el de un superdotado al que le fue incapaz establecer un pacto entre su vida y su pensamiento: la mente lo desbordó, lo devastó. Estaba convencido de su genialidad, de ahí que la indiferencia con que fue recibida su “biblia”, Sexo y carácter, aun a pesar de recibir elogios nada menos que de Karl Kraus, quien se puso de su parte en la controversia sobre la paternidad de la concepción sobre la bisexualidad esencial de la especie humana,  lo sumiera en una depresión de la que ya no pudo salir sino llevándose por delante, con una muerte decididamente romántica, a lo Larra, y consumada en la casa donde vivió y murió Beethoven (en la Schwarzspanierstrasse, literalmente “calle de los españoles negros”, nombre que procede del convento que en ella erigieron los benedictinos de Montserrat, cuyos hábitos negros dieron lugar al nombre), quien era para él poco menos que un dios laico, como Kant, Strindberg, Wagner o Ibsen. Según nuestro autor tanto la sonata Appassionata como, sobre todo, la Waldstein  constituían la cima del arte beethoveniano, y en el tercer movimiento de la segunda, a su parecer “casi se acercaba a Dios”. Me suena ahora mismo en los cascos y mi nula educación musical me impide poder corroborarlo con argumentos musicológicos de los que no dispongo, pero es cierto que hay en ella, llena de escalas que ascienden y descienden, un suerte de impulso metafísico que lucha contra la raíz del instinto, conflicto generado a partir de un motivo danzante, casi de minué, que le otorga una singularidad evidente. Su adagio, por otro lado, brevísimo, parece contener en él la semilla de Satie, de parte de Mompou y la del minimalismo de Nyman o Glass. Supongo que la interpretación de Claudio Arrau ayuda lo suyo a que la imaginación haga estas precisiones diletantes…
Hablamos de ratones de biblioteca para referirnos a los eruditos que consumen su existencia entre libros, distanciados de la vida común y corriente, cuya existencia palidece en comparación con el tesoro al que dedican sus días. Weininger fue uno de ellos. Hoy en día los llamamos frikis.  Weininger lo fue.  Dedicó su vida a su formación, de manera compulsiva, quizás alentado por una homosexualidad a la que le era tan difícil hallar un cauce normalizado en la Viena de finales de XIX y comienzos del XX, y que lo reducía a una soledad rayana en la automarginación. El ámbito de sus intereses intelectuales, sin embargo, no se acababan en los libros, sino que se extendía a la música, al teatro, la ópera y, sobre todo, a la ciencia, porque Sexo y Carácter no se presenta tanto como una aportación en el campo de la psicología, sino en el de la ciencia, aunque desde bien joven destacó sobre todo en los estudios humanísticos, ni así en los científicos, y sobre todo en el dominio de las lenguas, herencia directa de su padre, también políglota. Su propio carácter, exhibicionista y arrogante, cuya única ley era “no someterse a leyes ajenas”, parece haberse formado en la lectura atenta de Max Stirner, cuya obra El único y su propiedad educó en una suerte de solipsismo moral a tantos jóvenes que, como Weininger veían en esa rebelión el único camino para encontrar su verdadero yo, y que sería el faro de la generación que, con apenas 20 años, lucharía en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. 
Por cierto, compárese el retrato de Stirner y el de Weininger, y que cada cual saque las consecuencias pertinentes: 
                                       
                     



De hecho, su altanería le llevó a retarse en un duelo del que tuvo la fortuna de salir ileso, a pesar de la desventaja corporal manifiesta respecto a su adversario. Narcisista y decidido, estaba aquejado, sin embargo, de una profunda inseguridad que lo llevó a un brote neurótico que solo temporalmente, con la ayuda de un amigo que no se separó de él en toda la noche, consciente de que si lo hacía se mataría, logró superar. A los pocos meses de haberse publicado su obra y percatándose de que “el mundo seguía igual” como si la publicación de su libro no hubiera supuesto el “un antes y un después en la historia de la humanidad” que él creyó tan firme como ingenuamente que significaría, decidió dispararse en el pecho para acabar con su vida, lo que consiguió el 3 de octubre de 1903. Quizás esa muerte selló su triunfo, porque a partir de ella, se multiplicaron las ediciones  y los elogios, y Otto Weininger fue saludado como un autor fundamental en el estudio del yo, tanto desde la perspectiva psicológica, como de la filosófica, la axiológica y la caracterológica, con algunas incursiones curiosas en la antropológica y la científica.
Otto Weininger fue hijo de un fabricante judío de baratijas, antisemita y dictatorial,  que ejercía un dominio despótico sobre su esposa. Aunque alegre de mozo, a medida que se sumergió de forma absoluta en el estudio fue variando el carácter, sobre todo por la exigencia ética de establecer un consecuencia entre su pensamiento y su vida privada. Vivió durante su corta vida escindido emocionalmente entre el amor a su madre maltratada y la admiración hacia la fortaleza y voluntad de poder de su padre, quien influyó notablemente en sus concepciones caracterológicas y por cuya aprobación suspiró siempre. De hecho, para poder abstraerse de la “agitada” vida familiar, alquiló un estudio donde dedicarse en cuerpo y alma al estudio sin padecer perturbación ni distracción ninguna. Esa independencia de facto la consiguió a través de los ingresos que obtenía por las clases particulares con que se ayudaba en sus estudios. Fue políglota, dominaba seis lenguas, entre ellas el español y el noruego, de sus amados Strindberg e Ibsen. De una de las obras del último, Peer Gynt, llevó a cabo un estudio, publicado póstumamente en su libro Sobre las últimas cosas, que bien puede considerarse una de las cimas de la crítica literaria y filosófica. Un personaje, Peer Gynt, que curiosamente también llamó la atención hermenéutica de nuestro último “invitado”, Wilhelm Reich, lo que atestigua la riqueza psicológica del personaje del dramaturgo noruego.
Otto Weininger era todo menos un ser sencillo. Lo habitaba una profunda inseguridad sobre su virilidad, a raíz de su afirmación homosexual. Era un autoidólatra consagrado a la construcción de su genialidad, de la que no tenía la menor duda. Se da en él un caso de consunción intelectual por abuso de su propia capacidad. Igual que a D. Quijote se le secó el cerebro de tanto leer tantas noches “de claro en claro”, otro tanto le sucedió a Weininger, que arruinó su salud en aras del conocimiento, pasando infinitas noches en vela estudiando, sin dejar que el cuerpo recibiera el descanso reparador que contribuye a la estabilidad mental. Weininger era un obseso de la autoobservación, un procedimiento analítico que después convertiría en su método principal de autoconocimento, porque esa deriva gnoseológica es la que caracteriza al hombre frente a la mujer en su aberrante concepción de ambos caracteres básicos y enfrentados. Sin duda influido por su padre, que manifestaba su antisemitismo en la casa familiar de un modo taxativo, Weininger renunció a su judaísmo nunca practicado y se adscribió al protestantismo un año antes de suicidarse. Intelectualmente, se adhirió a las tesis antisemitas del yerno de Richard Wagner, Houston Stewart Chamberlain, defensor de la superioridad de la "raza alemana".
Convencido de haber expuesto una teoría capital para el desarrollo del pensamiento occidental, la bisexualidad de la especie humana, manifestada incluso a nivel celular, Weininger solicitó audiencia a Freud para ganárselo para su causa y buscar un aval que le permitiera la publicación y difusión del libro. La idea de esa bisexualidad genética no se le había ocurrido a Weininger, sino al Dr. Fliess, quien la había puesto en conocimiento de Freud y éste en conocimiento de un paciente Swoboda, amigo de Weininger, a quien se la comunicó. Una vez elaborada la tesis, porque estamos hablando de una tesis doctoral, después convertida en libro no académico, Weininger quiso entrevistarse con Freud para buscar un aval que facilitara la publicación y difusión de la obra. Weininger tuvo que pagar la tarifa por la visita y la entrevista no colmó la expectativas del joven, quien, sin embargo, impresionó muy favorablemente a Freud. Éste, no obstante, le dijo que quizás debería buscar más evidencias que probaran su teoría y que quizás en 10 años estaría en condiciones de hacer la publicación correspondiente. “Prefiero dedicar esos diez años a escribir diez nuevos libros” parece que le contestó el impetuoso joven. De hecho, como ya he mencionado, después de Sexo y carácter, sólo logró publicar otro libro, Sobre las últimas cosas, publicado en 2008 en A. Machado Libros en la colección Mínimo Tránsito, acaso como dando a entender que nos hallamos ante un autor no solo minoritario, sino auténticamente maldito, como veremos en la segunda entrega de esta sexta parte de la teoría del carácter, cuando entremos a detallar su pensamiento, para escándalo de no pocos y de todas. Más tarde, Freud confeso que no pudo por menos de sentir, cuando se entrevistó con Weininger, que estaba realmente ante alguien tocado por la genialidad, o, literalmente: I could not help feeling that I stood in front of a personality with a touch of the genius.



NOTA: Quien quiera añadir  información contrastada a la aquí expuesta, le recomiendo que consulte la Tesis sobre Weininger  , de Noemí Calabuig Cañestro.  Universitat de València, quien, a su vez, recoge las noticias sobre la vida de Weininger de la obra The mind and death of a genius de David Abrahamsen. De ambas fuentes se ha nutrido esta primera entrega de las dos dedicadas a Otto Weininger.