miércoles, 24 de abril de 2013

Decir las vidas: Gertrude Stein y Alice B. Toklas

                             

The autobiography of Alice B.Toklas:
 Biografía por persona  interpuesta.

Ad maiorem Stein gloriam

Mediante persona interpuesta, la figura de Alice Babette Toklas, su secretaria, doncella, cocinera y fiel amante, Gertrude Stein ensaya una manera oblicua de acercarse a su autobiografía. El punto de vista adoptado, el de Alice, no pasa de mero pretexto formal para acercarse a sí misma desde la  manipulación de la visión de su amante, porque, al margen de ciertos rasgos expresivos que, al parecer, sí son propios de Alice, la protagonista de la autobiografía no es otra que ella misma, aumentada por la técnica de distanciamiento que le permite hablar de sí misma con un margen de adulación que evita lo empalagoso y lo hagiográfico, aunque esto último por bien poco, pues la autobiografía retrata a una Alice tan rendida al empuje, el ingenio, la determinación y el savoir faire de la escritora que cuesta  imaginársela a ella al mando de la pluma. Lo cierto es que la autobiografía de Toklas se parece a esas películas producidas por actores o actrices que “exigen” que no haya un solo plano de la película en el que ellos no aparezcan.
Y así ocurre, en efecto. Poco o nada sabemos, al final del libro, de  Toklas –de ahí que, muerta  Stein, tuviera ella que escribir su propio libros de memorias: What Is Remembered (1963)–;  pero todo, con pelos y señales, de  Stein, de quien no deja de encarecerse la importancia de sus innovaciones literarias, su anticipación estética en cuanto a los modernos genios de la pintura se refiere, etc., aunque la retratada le haya regalado a la fiel AliceToklas la percepción de la importancia trascendental del verso que la ha hecho pasar a la historia literaria, amén de por obras como  The Making of Americans, con su particularísima técnica de la ondulación marina. Me refiero a su conocidísimo “A rose is a rose is a rose is a rose”, variación del verso  Rose is a rose is a rose is a rose de su poema Sacred Emily.
 El libro está ordenado cronológicamente y puede seguirse, por tanto, el crescendo de la importancia de la figura social y literaria de Stein en París, donde su residencia acaba teniendo la importancia que, en la época libertina, tuvieron los salones literarios de algunas francesas ilustres. Por su casa desfilan celebridades sin fin, y, en parte, el libro puede ser considerado como la apoteosis exquisita  y culta del cotilleo, ateniéndonos a la “galería de personajes célebres” que aparecen en él, contemplados, además, no desde el momento cronológico en que se sitúa la acción de cada capítulo, sino desde el conocimiento de la fama posterior de algunos de esos personajes, lo que le quita al libro el interés que podía haber tenido la contemplación incondicionada de aquellas personalidades, pues nos hubieran ofrecido una visión de ellas no distorsionada por el triunfo el fracaso. Hay momentos en que algo así parece lograrse, pero son los menos en la obra. Por lo general, la mera enunciación de los nombres lleva aparejada una unción, una solemnidad que, sin llegar a envarar la narración, cae en cierta reverencia mitómana, porque la conciencia de estar haciendo historia, de pertenecer a algo así como a un Olimpo de la modernidad , se le hace presente al lector en cada nueva entrada de este o aquel personaje, conocidos o desconocidos, ya se trate de Apollinaire,  Braque, Gris, Picasso, Matisse, Hemingway, Ford Maddox Ford, Manolo, Ezra Pound, Beach, Eliot, Cocteau, Duchamp, Picabia, Djuna Barnes, Edith Sitwell o el oscuro Fénéon, inventor del microrrelato a través de sus  sorprendentes Novelas en tres líneas.
Como se aprecia,una auténtica galería que Umbral hubiera tipografiado en sus famosas negritas, marcas irrefutables de los meridianos y paralelos de una vida redonda, porque la Stein se ve a sí misma como una  gran matriarca, la Anfitriona por antonomasia,  poseedora de un espacio propio en el que las personas célebres que entran y salen son las que le  acaban confiriendo la importancia que con su propia  obra no  logró en vida ni en muerte, a pesar de los episodios de pasajera “gloria” y de  ser considerada, desde su espíritu hospitalario una suerte de primum inter pares. Ella misma, estamos en 1933, exhibe con total sinceridad sus momentos  de flaqueza:   Gertrude Stein was in those days a little bitter, all her unpublished manuscripts and no hope of publication or serious recognition. Hemos de reconocer, con todo, la entereza creativa de quien llevó a cabo buena parte de su obra sin siquiera saber si alguna vez llegaría a tener los lectores que creía que merecía tener.  Infatigable creadora noctámbula, nunca su intensísima vida social la distrajo de su norte artístico, y fue creando obras que solo parcialmente veían la luz en revistas de corta tirada para públicos muy especializados.
          El libro pertenece más al  subgénero memorialístico que propiamente al autobiográfico, porque, aunque la protagonista de los recuerdos es la escritora, quizás lo más importante sea la noticia que nos da de cuantos desfilan por su conocida casa de la calle Fleurus, 27,  en París. Gertrude Stein sabe que sin asociar su persona y su nombre a esa condición de anfitriona de lo más granado de la sociedad artística e intelectual de la época, cuando se gestan movimientos de vanguardia que tienen en ella una acérrima defensora, acaso hubiera quedado poca memoria de ella misma.
          Para el lector español el libro tiene un interés añadido, no sólo por la estrecha amistad que unió a Stein con Picasso, fruto de la cual es el retrato que hizo el artista malagueño de ella (Es conocida la famosa anécdota sobre el intercambio de impresiones acerca del cuadro acabado: “No  me parezco”, dijo Stein. “Ya te irás pareciendo a él”, dijo el pintor.), del cual sabemos –porque el libro, lógicamente, dada su condición, es una suerte de rico anecdotario, lo que refuerza su catalogación como libro misceláneo- que, en el transcurso de su realización, Gertrude Stein, para desesperación del pintor, se cortó el pelo a lo “garçon” como lo llevó desde entonces y hasta su muerte, renunciando al rodete en que se recogía una larga cabellera y que había sido su look desde que Alice Toklas la conoció.
          Stein y Toklas viajaron a menudo a España y eran unas enamoradas de todo lo español. Al decir de Stein: Americans, so Gertrude Sten says, are like spaniards, they are abstract and cruel.  Opinaba Stein que There is nothing more bitter tan spanish disillusion, un juicio emitido con motivo de un contratiempo de Picasso exteriorizado ante ella.  En varias partes del libro se declara expresamente el amor de ambas mujeres hacia nuestro país: I liked spain immensely. We went several times to Spain and I always liked it more and more. Gertrude Stein says that I am impartial on every subject except that of Spain and spaniards. We went straight to Avila ans I immediately lost my heart to Avila, I must stay in Avila foerever I insisted. Viajan por buena parte de nuestra geografía, Baleares incluida, y aprecian, sobre todo, dos manifestaciones que después transitirán a su círculo de amistades: el baile andaluz y las corridas de toros: We finally came back to Madrid again ante there we discovered the Argentina and bull-fights. The Young journalists of Madrid has just discovered her. We happened upon her in a music hall, we went to them to see spanish dancing, and after we saw her the firs time we went every afternoon and every evening. We went to the bull-fights. At first they uset me and Gertrude Stein used to tell me, now look, now don’t look, until finally I was able to look all the time. De hecho, Gertrude Stein se precia de haber sido ella quien aficionó a Hemingway a los toros, y de algo más, porque sostiene ella que en la copia que hizo Hemingway de Making of Americans para ser publicada en una revista aprendió buena parte de lo que después sería su estilo propio. Dentro de su inclinación hacia lo español ha de considerarse no sólo su amistad con Picasso o con el escultor Manolo –el único en París con quien Picasso hablaba en español-, sino, sobre todo, con Juan Gris a quien rendirá homenaje en el que para Alice B.Toklas considera su mejor libro: The life and death of Juan Gris.
          A lo largo del libro son muchos los juicios de carácter estético que aparecen en él, dado que las artes, porque Stein llegó incluso a componer el libreto de una ópera inspirada en Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola, Four saints in three acts, para el músico Virgil Thomson, son el tema central de las relaciones entre los personajes que aparecen en ellibro.Hay “vida cotidiana”, llamémosla así, porque se cuentan algunas costumbres de ambas mujeres y alguna escena de carácter familiar, como el encuentro de Stein con Picasso y su madre, en que ambas mujeres hablan de lo atractivo que era Pablo cuando niño. “¿Y ahora”, pregunta con cierta ansiedad el pintor. “No queda nada de la belleza de entonces, pero sí la ternura y lo bien que tratas a tu madre”, obtiene como toda respuesta. Stein registra todas sus empresas literarias, y parte de ellas han de considerarse sus reflexiones sobre la gramátia y el arte de escribir, que Alice B. Toklas, que también ofició durante algún tiempo de editora de su amante, reunió en un volumen titulado How to write (Plain Edition, 1931), la primera edición del cual no se consigue por menos de 800 libras esterlinas, como he podido comprobar en la red.
          A modo de resumen, porque Stein no era amiga del laconismo, sino  de la amplificatio, me gustaría recoger un pensamiento suyo que refleja a la perfección una concepción del ser lúcida y esperanzada, a pesar de los pesares: It is hard living down the tempers we are born with, lo cual en modo alguno presupone un determinismo fatalista, sino el reconocimiento franco de lo dura que se vuelve la existencia cuando uno ha de convivir con sus propias inclinaciones profundas.
          Y a modo de anecdotario quisiera reflejar la extrañeza de mi amigo Jim Horth, quien, al verme con el libro en la mano, me dijo que en su universidad, en Norteamérica, le llamaban hacerse un Alice B. Toklas a fumarse un porro, sin que él supiera el origen de la asociación. Tiene una explicación sencilla. En el libro de recetas que Alice publicó, tras la muerte de Gertrude Stein, figuraba la de unos brownies a los que se les espolvoreaba un poco de hachís, receta que le fue facilitada por un amigo, según confesión de la autora. Brownies que aparecen en la película protagonizada por Peter Sellers, Te quiero Alice B. Toklas, rodada en plena época psicodelica, en 1968, nada menos que con guión de Paul Mazursky, a quien le dieron el Oscar por el guión de su película Bob,Carol,Ted and Alice, que describía el mundo de la contracultura en su vertiente de las terapias existenciales.
          La versión original que he leído tiene la virtud de ajustarse escrupulosamente a la voluntad coloquial que rigió la obra de Gertrude Stein, quien quería reflejar el flujo vital, no pervertirlo con unos modos de decir ajenos al uso oral de la lengua, del inglés que, para ella, era su única lengua, pues ni siquiera leía periódicos franceses: I don’t hear a language, I hear tones of voice and rhytms, but with my eyes I see words and sentences and there is for me only one language and that is english . Ello quiere decir  que no presenta ninguna dificultad de lectura, lo cual supone una gratificación añadida al hecho de añadir una autora poco conocida y menos leída, pero con una importancia en el devenir cultural de la Europa de entreguerras muy notable.

viernes, 12 de abril de 2013

Cinefilia: en color,en blanco y negro y en los dos.



Tres obras de arte, una imitación anodina y un

 colosal disparate:   Blancanieves. Amor. Tabú

The artist.  La piel que habito.


Extrañamente, porque podemos estar temporadas largas sin tener tiempo para dejarnos caer por las carísimas salas de cine, hemos aprovechado la cercanía a nuestro domicilio de un cine de reestreno, más barato, pero con una programación impecable, para ponernos un poco al día de películas que salen de las carteleras y que a veces perdemos irremisiblemente, si no nos agarramos a esta penúltima oportunidad, como nos ha pasado no pocas veces, la última, por ejemplo, con la película de Aki Kaurismaki, Le Havre. Esperemos que vuelva, o que salga en un edición de vídeo a precio de saldo o en edición especial para algún periódico. A veces hemos de esperar a su pase por televisión para recuperarlas. Aún me acuerdo de la versión de Saura sobre parte de la vida de San Juan de la Cruz, La noche oscura. Duró exactamente cinco días en la sala Renoir, desapareció, y nunca más se supo de ella, en ningún otro cine. Menos mal que tuve la fortuna inmensa, en 1977, de haber visto El pájaro solitario, una obra televisiva sobre San Juan, interpretada apasionada y excelsamente por José Mª Prada, en la que, a mi juicio, fue la mejor interpretación de su brillante carrera, y que me convirtió en devoto de nuestro místico para siempre, devoción que acrecentó, si ello era posible, la biografía y estudio de su obra hecha por Gerald Brenan.
¡Ay, el peligro de la digresión!
Entremos en ese juego de colores y ausencia de ellos, salvo los componentes del claroscuro, para hacer un repaso más o menos esclarecedor, aunque poderosamente subjetivo, de las cinco películas que he visto recientemente. La última ha sido The artist, laureada y aclamada, pero tan previsible como ha de serlo una historia contada ya mil veces, aunque se le ha de reconocer la fidelidad en la  recreación. Me han venido a la memoria las copias del húngaro  Elmyr De Hory, personaje central de aquella “rara” y magistral película documental de Welles titulada F for Fake. La perfección de la copia despertaba una admiración sincera por el copista, pero en modo alguno podía competir éste, desde la simple técnica, con la invención del original. Lo mismo le ocurre a The artist. Dada la alergia de la juventud al cine mudo y en blanco y negro, la película ha sabido atraer a ese público brindándole algo así como un remake de los “mejores momentos” de películas clásicas no necesariamente mudas, como Singing in the rain, de Gene Kelly, A star is born de William Wellman o Cautivos del mal, de Vincent Minnelli, tres joyas con evidente relación con The artist. Frente a esta película, que peca de un excesivo esquematismo argumental, otra película en blanco y negro, galardonada, pero no aclamada, Blancanieves, es realmente una obra de arte, y digna heredera de planteamientos visuales como los que impulsaron a su director, Pablo Berger, a sentir la necesidad de rodar en blanco y negro, según su propia confesión: la visión en el Festival de San Sebastián de una de las granes películas de la historia del cine: Avaricia, de Joseph von Stroheim, que tuve la inmensa suerte de ver, como cineclubista acreditado, nº 482, en 1968. Blancanieves lleva a la pantalla una historia que se alimenta de una tradición temática doble, la del cuento popular y la de las tramas en torno a los toreros y las tonadilleras o bailaoras, de amplia tradición no sólo en el cine, sino en la novela, el teatro o la copla, como es bien sabido. ¿Qué es lo cautivador de la película de Berger? La creación de imágenes, el ritmo de la realización, la puesta en escena y la interpretación exquisita de todos, repito, todos los actores y actrices que intervienen en ella y lo hacen, como se suele decir, en estado de gracia. La mentira del cine tiene, a veces, ironías como la de que el palacete andaluz donde se retira el torero, sea, en realidad, el que fuera antiguo palacete de Julio Muñoz Ramonet, un personaje de biografía fílmica también, ubicado en la céntrica calle Muntaner de Barcelona y que está pendiente de un litigio entre las herederas y el Ayuntamiento sobre su propiedad y la de las muchas obras de arte valiosísimas que contiene. La película de Berger es deudora, en parte, de una vena de humor negro tan española  que, curiosamente, se aviene a la perfección con el planteamiento lirico que ha hecho de la narración popular, llena, al mismo tiempo, de un profundo sentido trágico. No creo que su visionado deje indiferente al buen aficionado, porque se multiplican los planos y las secuencias que maravillan al espectador, poco acostumbrado, si no es devoto de los clásicos mudos, a ese despliegue de imaginación. Es evidente que The artist, no resiste la comparación con ella: hablamos de un best-seller y de una obra de arte: el primero tiene la frialdad de las copias inmaculadas; la segunda, un poder creativo arrollador.
Lo bueno del séptimo arte, frente a otras artes, como la literatura, tan compartimentada en sus géneros tradicionales, narrativa, lírica, dramática y aforística, es que sus subgéneros siempre admiten comparación, porque los elementos expresivos fundamentales de todos ellos son comunes. Así, es bien normal que comparemos un Western con un musical o con un thriller, independientemente de los rasgos definidores exclusivos de cada uno de ellos. Es más, incluso los documentales entran en ese ámbito de comparaciones, como bien lo saben quienes recuerden películas como Man of Aran, de Flaherty, o Calcuta, de Louis Malle, película nominada a la Palma de Oro en Cannes, en su momento, 1969. Todo ello nos permite enfrentar dos películas como Amor, de Haneke y La piel que habito, de Almodóvar, para enjuiciarlas, a pesar del abismo narrativo, conceptual e imaginativo que hay entre ambas. Mientras Amor es una película intimista, llena de profunda y genuina realidad emocionante, construida a partir de un  historia minimalista, la devastación que la enfermedad obra sobre una anciana y los amorosos esfuerzos paliativos de quien hace honor no al título de marido o esposo, sino al más profundo de compañero, La piel que habito es un completo disparate construido sobre la superficialidad y la actualización de los más viejos registros del folletín decimonónico, concepción de la que se deriva una interpretación impostada, carente en todo momento de la más mínima realidad humana: todos los personajes están prisioneros del disparate argumental, y esa angustia de no saber encontrar nunca el principio de realidad sobre el que construir alguna emoción genuina, no limitarse a acompañar un efecto visual o musical, es lo que lastra definitivamente la película para convertirla en la vuelta de tuerca al tormento del espectador que, al parecer, ¡ya me cuidaré de caer en el error de ir a verla! (La piel que habito la he visto por televisión), constituye Amores pasajeros, el cacofónico canto del cisne de quien fue un renovador de la comedia con Mujeres al borde de un ataque de nervios. Ni los seguidores más acérrimos del manchego han conseguido esbozar una triste semisonrisa de complicidad con lo que se considera un bodrio total.
Cualquier plano de Amor, de Haneke, en el que aparezca un maestro de la actuación como Trintignant, cuya longevidad profesional está en justa relación con su dominio de la composición de los personajes que ha exhibido siempre, amén de su evidente fotogenia; cualquier plano, digo, cualquier secuencia de Amor, pongamos por caso la secuencia onírica, un minúsculo episodio con más capacidad de aterrorizar que todas las películas de susto o casquería que se han rodado desde Repulsión; cualquier secuencia, pues,  deja tan empequeñecida la película de Almodóvar, que a este crítico le sorprende que haya habido espectadores que la hayan aplaudido o que no hayan visto la impostura de la película en su totalidad, con un guión que no hay por dónde cogerlo y con unos papelones, como el que le obliga a hacer Almodóvar a Eduard Fernández, que, con un mínimo de dignidad –y con un máximo de ahorros, claro, que andan los tiempos mu achuchaos…–, actores soberbios como él deberían de haber rechazado. Intentar enumerar a modo de prueba los disparates de un guión delirante, como el de La piel que habito, digno de películas de serie B (de basura), sólo nos llevaría  a sentir tanta vergüenza ajena que mejor le  ahorro al hipotético lector de estas líneas el sufrimiento y a mí la incomodidad. Es defecto antiguo de Almodóvar que no ha logrado superar: creer que una ocurrencia es un ideón, que un disparate es un rasgo de originalidad y que la ausencia de un guión estructurado es indicio de libertad creativa. Quizás una de sus mejores película sea Carne Trémula, a pesar de que la elección de Liberto Rabal en sustitución de un experimentado profesional como Jorge Sanz (cuya interpretación en Amantes, de Vicente Aranda, justifica toda una carrera), condenó la película irremediablemente a la insignificancia. ¿Por qué se sostenía aquella película? Porque estaba basada en un relato de Ruth Rendell, porque había un esqueleto narrativo sobre el que ir adosando sus “ocurrencias”, sus “imaginaciones”, sin estropearlo todo. Por el contrario, el minimalismo narrativo e interpretativo de Amor es un prodigio de emoción genuina que le permite al espectador una experiencia vital valiosa y hermosa, a pesar de su final, tan lógico como triste. La pasmosidad con que Haneke es capaz de retratar la cotidianeidad de dos seres que se aman en el último trecho de sus vidas, plasmándolo todo con una exploración de interiores llena de sugestión y de lirismo, sólo puede convencer al espectador de que está ante una obra de arte indiscutible.
Finalmente, una película como Tabú, de Miguel Gomes,  mezcla, en dos partes muy bien diferenciadas, el color y el blanco y negro, en un uso ya visto, con la misma función, en otras películas. El cambio cromático permite al director marcar el paso del tiempo, por un lado, y, por el otro, el carácter evocador de las imágenes que ilustran el relato de una voz anciana en el momento de recordar la pujanza de la juventud y de la pasión desenfrenada, en un contexto social adverso, represivo, en un espacio africano cuya capacidad de impresionar visualmente al espectador es casi mayor que si se le hubiera ofrecido con sus exuberantes colores. Hay un uso del blanco y negro cinematográfico para retratar paisajes que parece acentuar el idealismo de estos, su esencialidad, su carácter primigenio, como si la historia amorosa que se nos narra fuera la historia del primer amor entre el primer hombre y la primera mujer. Tabú es una película portuguesa y el portugués como lengua cinematográfica tiene una dimensión muy especial, sobre todo si la morosidad en la pronunciación, como es el caso de la película, permite apreciar sus infinitos matices sensuales. Es imposible no relacionar Tabu con Los misterios de Lisboa, película de cuatro horas de duración –que vimos, mi compañera y yo, en una sesión matinal interrumpida sólo los 10 minutos fisiológicos de rigor para prostáticos y perdedoras sin compresa– , de Raúl Ruiz (o Raoul Ruiz, como llegó a firmar Genealogías de un crimen, ¡otra maravilla elevada al cubo!), que pasó casi sin pena ni gloria por nuestras pantallas (También le sucedió lo mismo a la del paréntesis anterior) y que quizás como serie de televisión, con sus seis extraordinarias horas de metraje, hubiera tenido otra fortuna. Tanto en Los misterios… como en Tabú, el idioma es un actor de primer orden, uno de los principales atractivos de ambas películas. En Tabú, concretamente, el uso de la voz en off para narrar la historia parece el complemento idóneo para las imágenes de cine mudo que la ilustran. El espectador, gracias a esa estrategia, tiene la sensación de estar recuperando la historia justo en el momento en que está sucediendo, en una confusión de planos temporales, el presente de la voz y el pasado de las imágenes que, paradójicamente se potencian para lograr esta obra de arte que ningún amante del cine debería perderse.